Bruselas
Lo despertaron un griterío y un estruendo terribles, y antes de abrir los ojos reconoció el extraño olor que lo impregnaba todo, por encima incluso de la peste.
Fuego.
Sobrecogido, se apoyó en una litera para ponerse de pie e inmediatamente vio las llamas, de más de un metro de altura, justo en el centro del pabellón. El fuego, muy negro, se elevaba hacia el techo, donde quedaba condensado como una nube amenazadora y mortal.
La mayoría de los presos había ido hacia las paredes del pabellón y muchos golpeaban la puerta con fuerza, gritando, chillando, rugiendo. Algunos lanzaban colchones sobre el fuego, no sabría decir si para apagarlo o para alimentarlo, pero el caso es que el humo era cada vez más denso y empezaba a bajar lentamente desde el techo.
Las ventanas estaban a unos seis metros de altura. Algunos empezaron a montar pirámides de camas bajo ellas, y cuando las alcanzaron rompieron los cristales e intentaron escurrirse al exterior, pero era imposible: eran tan estrechas que ni el niño más pequeño podría colarse y ecaparse por allí.
Cada vez había más presos golpeando la puerta, y también otras puertas menores que Manzano ni se había dado cuenta de que existían. Empezaron con los puños y las suelas de los zapatos, y pronto lo intentaron con las barras de las literas, o con las literas enteras, si era necesario.
El humo empezaba a resecarle el cuello. Los presos tosían a su alrededor y se cubrían la boca y la nariz con pañuelos o trozos de ropa.
De pronto, algunas de las pirámides de camas empezaron a arder también.
Apretado contra una pared, aturdido y perplejo, Manzano observaba todo con los ojos anegados en lágrimas.
Se oyeron disparos.
La puerta grande se entreabrió ligeramente, y todos los presos se precipitaron hacia allí. Se oyeron más disparos, pero quedaban muy amortiguados por el griterío y todo el ruido que provocaba aquel horror. Cada vez había más presos presionando contra la puerta. Avanzaban a trompicones hasta que se oían disparos, y entonces paraban unos segundos y volvían a empezar de nuevo… Hasta que la puerta se abrió del todo y ya ni los disparos pudieron frenar la avalancha de presos despavoridos que buscaban una fecha nueva para su cita con la muerte.
En la sala el humo era cada vez más denso, y la corriente que se formó entre las ventanas rotas y la puerta abierta no hizo sino empeorarlo todo aún más. Las llamas pasaron de una litera a otra, insaciables.
Qué fantástica tesitura, pensó Manzano, escoger entre morir ahogado, quemado o de un disparo. Aunque, ahora que lo pensaba, fuera se oían menos disparos, como si provinieran desde mayor distancia. A cuatro patas, manteniéndose justo por debajo del humo negro, se dirigió hacia la salida dejando las enloquecidas llamas tras él.
Junto a las puertas había decenas de heridos, o quizá muertos, ensangrentados. Nadie se ocupaba de ellos. Nadie los atendía. Manzano pasó también junto a dos cuerpos inertes con uniforme. ¿Habrían matado los presos a los policías y luego se habrían hecho con sus armas? Protegido por la masa enloquecida llegó hasta la entrada del patio. Bajo el arco de piedra había varios hombres armados y acuclillados, apuntando al exterior y disparando. Empezaron a llegar refuerzos cuyas sirenas se abrían paso sobre todo aquel estruendo.
Manzano se estiró en el suelo y miró a su alrededor. No había modo de escapar. No le quedaba más opción que quedarse ahí escondido y esperar a que todo hubiese acabado.
Los presos armados intentaron llevar a cabo una evasión desesperada, y salieron de allí corriendo y disparando en todas direcciones. Uno fue abatido, tropezó, se cayó; otro avanzó cojeando y también cayó; nuevos presos cogieron sus armas y siguieron desde donde ellos se habían quedado.
Por el otro lado del patio un hombre se precipitó al vacío desde una ventana. Manzano no supo decir si era un policía o un preso. Lo que sí pudo ver fue que uno de los presos corrió hacia él, le cogió el arma, puso la espalda en la pared y empezó a disparar en todas direcciones.
El humo lo ocupaba todo. A Manzano le dolía el cuello y le lloraban los ojos. Escondió la cara en una manga del jersey, pero no le sirvió de nada. Tenía que salir de allí. Tenía que salir del patio, en el que no había modo de esquivar el fuego. Se levantó y salió de allí cojeando todo lo rápido que pudo, convencido de que en cualquier momento volvería a alcanzarlo un disparo, y que esta vez sería mortal.
Berlín
—¡Quiero toda la información de Philippsburg, y la quiero ya! —dijo el canciller.
Aquel día la lista de Michelsen tampoco tenía entradas positivas. Mirara donde mirara, todo eran desgracias y dificultades. Y el broche de oro se lo llevó Philippsburg y sus consecuencias.
—Hacemos cuanto podemos —le aseguró la colaboradora del ministerio de protección del medio ambiente—, pero las conexiones son muy deficientes. Ni siquiera tenemos noticias actualizadas sobre nuestro país y la OIEA. La última información de la que disponemos es de hace más de una hora y asegura que se han liberado pequeñas cantidades de vapor radiactivo. Ya ha empezado a evacuarse a la población que vive a cinco kilómetros a la redonda.
—¿Puede decirme al menos que el resto de las centrales nucleares están a salvo? —ladró el canciller.
Al ver que la mujer no respondía inmedatamente, Michelsen notó que empezaban a temblarle las manos.
—¿Y bien? —añadió el canciller, ahora en un tono más suave.
—Parece que en la central de Brokdorf, junto al Elba, se ha producido también un incidente del que por ahora no tenemos ningún detalle.
—¿Cómo que por ahora no tenemos ningún detalle? —explotó él—. ¿Qué quiere decir que no tenemos ningún detalle? ¿Qué dicen los malditos responsables al respecto? ¿No tienen ni idea de cómo se les cuelan los gusanos en la red? ¿No saben por qué? ¿No pueden explicar a qué se debe que sus centrales vuelvan a estropearse cada vez que las ponen en marcha? ¿¿No saben nada?? ¡Quiero entrevistarme con los máximos responsables de Philippsburg y de Brokdorf, en persona o a través de la pantalla, y quiero que sea inmediatamente!
—Yo… me encargaré de que así sea —tartamudeó ella.
El canciller cerró los ojos y luego volvió a abrirlos.
—Discúlpeme —dijo—. Entiendo que no es culpa suya. ¿Alguna cosa más?
La mujer se mordió los labios.
El canciller volvió a cerrar los ojos y luego dijo:
—Suéltelo.
—La central francesa de Fessenheim, junto al Rin, también ha anunciado un grave incidente por motivos no especificados en el sistema de refrigeración.
Señaló un punto determinado en la frontera alemana, cerca de Stuttgart.
—Según la OIEA, se ha producido un leve escape de gas radiactivo. No hay motivos suficientes para proponer una evacuación, al menos no por el momento, pero si la cosa empeorara podría afectar a un radio de hasta veinticinco kilómetros a la redonda, es decir, a casi medio millón de personas, incluidos los habitantes de Friburgo.
—¿Medio mi…? —empezó a decir el canciller, incapaz de acabar la frase.
—Y Temelín —completó ella—. Allí, como en Saint Laurent, podrían haber llegado ya a un derretimiento del núcleo. Las autoridades checas ya han empezado con la evacuación, pero la central queda a unos ochenta kilómetros de la frontera alemana, y además sopla viento del noroeste, de modo que la radiactividad irá más hacia Austria.
—Hasta que cambie el viento —dijo el canciller.
Ella no dijo nada.
—¿Qué tal están las relaciones con las autoridades checas?
—Son correctas.
—¿Hay alguna noticia buena?
—El resto de las centrales funciona bien —respondió la mujer—. Según nuestros informes, todas menos Grohnde y Grundremmingen C cuentan con suficiente carburante como para aguantar al menos dos semanas más, y en el caso de estas dos, el suministro está en camino.
—Philippsburg, Brokdorf, Fessenheim, Temelín, Grohnde y Grundremmingen —contó el canciller—. Quiero estar informado de todas ellas en cada momento, y desde luego quiero saber inmediatamente si se produce algún cambio en su situación.
Bruselas
La puerta de la celda se abrió con un chasquido fuerte. Angström fue la primera en notarlo porque era la única que no estaba mirando por la ventana.
Agarró a Schannon.
—¡Abren! —gritó, arrastrando a la americana hacia el pasillo.
Una vez allí fueron prácticamente arrolladas por la marabunta de presos que corría enloquecida. Se sumaron a ellos y bajaron las escaleras a toda velocidad hasta llegar al patio interior, donde se detuvieron. Los disparos habían acabado. Cientos de presos del ala masculina huían hacia la salida. De la mayoría de las ventanas salía humo, y las llamas ardían en el pabellón principal.
—¿Quieres que esperemos a que se calme todo un poco? —preguntó Shannon—. Los presos están enloquecidos, y muchos son peligrosos…
—No —respondió Angström—. Ahora no llamaremos la atención, y luego… ¡Quién sabe cuánto tardarán en traer agentes de refuerzo!
Siguieron corriendo. Angström rezó para que los disparos hubiesen acabado realmente.
Alcanzaron la puerta sin problemas. Estaba abierta. Una vez fuera, los presos se dispersaban en todas direcciones.
—¿Dónde estamos? —preguntó Shannon, mientras seguía a Angström.
—A las afueras de la ciudad —respondió Angström.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Vamos a intentar llegar a casa. Pinta que la policía no vendrá a buscarnos inmediatamente. Tiene fugitivos más peligrosos que recuperar.
La Haya
A Hartlandt le costaba entender a Bollard por radio. Él había vuelto a Ratingen, mientras que los del GSG 9 seguían descubriendo vehículos de los saboteadores.
—Hemos identificado a los hombres —dijo el criminalista—. Son soldados. Uno ucraniano, uno ruso y el otro sudafricano. Estaban en los bancos de datos de varios servicios de inteligencia. Uno estuvo empleado hasta hace poco en Blackwater, en Irak, y los otros dos lo estuvieron antes.
—¿Pudisteis interrogar al superviviente?
—No. Fue alcanzado por doce proyectiles, de los cuales tres siguen instalados en su cráneo. Por el momento está en coma, pero no hay nada que hacer.
—¿Alguna cosa más?
—Sí, ahora iba a decírselo. En el camión encontramos un mapa con la ruta prevista, los objetivos contra los que atentar y los lugares en los que repostar, pero ni en el vehículo ni en ninguno de esos lugares pudimos encontrar aparatos de comunicación. En estos mismos momentos tenemos a varios servicios de inteligencia y a detectives privados de varios Estados investigando el pasado de estos tres tipos, así como sus ingresos de los últimos años. Imagino que la mayoría de sus trabajos habrán sido en negro pero por si acaso… ¿Cómo es el dicho? Follow the Money!
Bruselas
Manzano cojeó por las calles tan rápido como su pierna se lo permitió. A lo lejos oía las sirenas de los pocos coches de bomberos y ambulancias que aún tenían carburante. Durante los primeros minutos de huida había mantenido la compostura por puro instinto, pero ahora, poco a poco, empezaba a recuperar la razón. Necesitaba un lugar donde esconderse y una conexión a Internet en la que seguir con sus investigaciones. No podía dejar de pensar en ello. Se preguntó a dónde ir. No conocía a nadie en aquella ciudad. Sólo a Sonja Angström. ¿Se habrían escapado también ellas? Él no había visto a ninguna mujer corriendo…
Pero tenía que intentarlo. Recordaba la dirección de Angström desde el mismo instante en que ella le dio su tarjeta, en La Haya. Ahora sólo tenía que encontrar a alguien que le indicara la dirección, y un medio de transporte, suponiendo que el piso de la sueca quedara muy lejos de allí. Comprobó todas y cada una de las bicicletas con las que se encontró por el camino, por fin dio con una cuyo dueño había sido lo suficientemente descuidado como para no atarla ni a un árbol ni a una señal de tráfico.
La Haya
Era el segundo día que Marie Bollard esperaba en vano la llegada del camión con los alimentos. Y en algún momento, hasta los usureros y los vendedores del mercado negro huyeron de la muchedumbre enfurecida. Los oradores de la plaza, indignados, echaron mano de toda su pirotecnia verbal para convencer al pueblo de que debía exigir respuestas, o, mejor aún, buscar venganza, entre los responsables. Y ahí estaban, en primera línea, los políticos. La masa se puso en marcha, lenta pero incontenible, como una marea de lodo tras la ruptura de un dique, y Marie Bollard se dejó arrastrar por ella hasta Binnenhof, la sede del Parlamento holandés, con una mezcla de fascinación, rabia y curiosidad.
Durante el trayecto por la ciudad se les fue sumando cada vez más gente, y al llegar a la plaza debían de ser ya varios miles. Algunos policías intentaron contenerlos, pero no pudieron hacer nada. La muchedumbre era tal que ni siquiera el enorme patio de entrada del edificio pudo absorberlos a todos y fueron ocupando también las calles adyacentes hasta llegar al Congeso de los Diputados.
Marie sólo había ido a una manifestación en su vida, cuando era estudiante, y lo hizo básicamente por contrariar a sus padres. No le gustaban las multitudes, la agobiaban… aunque en aquel momento casi se sentía protegida por aquel organismo enorme, cálido y vivo, en movimiento, que en ciertos momentos parecía gritar con una sola voz, respirar con un solo pulmón, moverse con un solo cuerpo. Inquieta al tiempo que amparada, notó que la energía crecía en su interior, aunque no llegó al extremo de ponerse a rugir con el resto. Se mantuvo alerta, atenta a guardar las distancias, cada vez más consciente de que era prácticamente imposible mantenerse al margen del remolino de sentimientos. Algunos habían traído pancartas, o sábanas escritas y sujetas a dos palos de escoba. Los gritos no cejaban. Al contrario, parecían cada vez más airados. Como las olas de un mar tempestuoso que anunciaran la llegada de una intensa tormenta y acabaran yendo a romper al arrecife, cada vez más fuertes, más altas, más amenazadoras.
Berlín
—Tenemos nuevos indicios que parecen indicar que China se encuentra detrás de todo este ataque —explicó el general de la OTAN, desde la pantalla. A sus espaldas, Michelsen intuyó el ajetreo típico del centro de control del gabinete de crisis de la OTAN.
—Las huellas de ciertos progamas dañinos que se han encontrado en los explotadores de las redes europeas conducen a direcciones IP chinas.
—También conducen a Tonga —le respondió el canciller—, y no me imaginao que quiera hacer responsable de todo este horror a una pequeña isla del Pacífico, ¿no?
—Los agresores introdujeron a propósito las direcciones de servidores en Tonga y en otros países, precisamente para despistarnos —respondió el general, pacientemente.
—¿Y cómo sabe que las IP chinas no fueron introducidas también para despistar?
—El lugar concreto en el que se hallan. ¿Le dicen algo los nombres de la Universidad Jiaotong de Shangai y la Escuela de Formación Profesional de Lanxiang?
Sin esperar a que el canciller o el resto del gabinete de crisis respondiera a su pregunta, básicamente retórica, continuó:
—¿Recuerdan ustedes los ciberataques a Google y a otras empresas americanas que circularon por los medios en 2010 y 2011? Por aquel entonces los forenses informáticos, sobre todo los de la Agencia de Seguridad Nacional Norteamericana, fueron tirando del hilo hasta llegar precisamente a estos dos centros de enseñanza china. Uno de ellos forma a sus alumnos como especialistas informáticos de las fuerzas armadas. Nuestro compañero Jack Gutierrez, experto del Cibercomando Estadounidense, les explicará por qué este dato resulta tan interesante. ¿Jack?
En una ventanita en la parte inferior de la pantalla apareció un hombre con el pelo muy corto y gafas con montura de níquel.
—Los regímenes como China o Rusia tienen estrategias de ataque muy distintas a las de los Estados Unidos o la OTAN —dijo—. En nuestro caso, movilizamos unidades especializadas del ejército o los servicios de inteligencia. En el caso de China o Rusia, en cambio, utilizan a «patriotas» voluntarios. Un ejemplo de ello fue el ataque ruso a Estonia en el año 2007. Los ataques de Denegación de Servicios (también llamados «ataques DoS» por sus siglas inglesas Denial of Service) bloquearon las páginas web de los partidos, medios de comunicación, administraciones, bancos y números de emergencia, enviando tal cantidad de datos, preguntas y requerimientos a las mencionadas páginas que provocaron una sobrecarga en los servidores y recursos computacionales de los sistemas de las víctimas. Durante días enteros no se pudieron pagar sueldos ni saldar deudas, y ello condujo a una ralentización (cuando no parálisis) del país, sin necesidad de disparar una sola bala ni lanzar una sola bomba. Ahora, con la perspectiva que nos da el tiempo, podemos afirmar que aquella fue la primera guerra llevada a cabo a través de Internet. Durante mucho tiempo no se supo quién se hallaba detrás de todo aquello. En 2009, el movimiento juvenil ruso «Nashi» se atribuyó la autoría de los hechos… y ahí estaba el problema: aunque hubiésemos sabido inmediatamente quién se escondía tras el atentado a un miembro de la OTAN, Rusia habría puesto cualquier pretexto para esconderse tras un grupo de jóvenes excesivamente patrióticos, y a partir de ahí habría sido prácticamente imposible demostrar que eran el ejército y los servicios secretos quienes movían los hilos de la ofensiva.
—Bueno —dijo Michelsen—, no hay nada imposible cuando se tiene un fin. Si pienso en el supuesto motivo de la guerra de Irak…
El general no la oyó, pero el ministro de Defensa le lanzó una mirada fulminante para que se callara.
—Las guerras pueden empezar por los motivos más nimios o absurdos —siguió diciendo el general, ajeno al intercambio de miradas que acababa de producirse—, pero… ¿porque un grupito de jóvenes así lo quiere?
—China lleva más de una década infiltrando sistemas informáticos en los Estados y empresas occidentales. Recuerde los troyanos que en 2007 se encontraron en los ordenadores de la cancillería alemana y los ministerios. Y lo mismo sirve para la infiltración en la Casa Blanca en 2008, o la de las empresas de carburante y energía en 2009… ¡La lista es enorme!
—Aun así, sigo sin entender los motivos —insistió el ministro del Interior—. Ya hemos discutido suficiente sobre el tema: la economía mundial lleva tanto tiempo tan intrincada e interrelacionada, que un destrozo en Europa y Estados Unidos lleva consigo, irremediablemente, terribles consecuencias.
—China lucha con todo tipo de problemas: las injusticias sociales, la necesaria reforma de la economía, el exponencial envejecimiento de la sociedad provocado por las décadas de aplicación de la política de un-hijo-por-familia… El partido comunista tiene muchos frentes abiertos, y, como todos sabemos, un enemigo común es la mejor manera de desviar el foco de atención y echar pelotas fuera. Y si el enemigo queda más allá de las propias fronteras y exige una guerra, pues mayor es el despiste de la población.
Por primera vez desde que empezaron la discusión, el general movió algo más que la cara, y se inclinó ligeramente hacia delante, hacia la cámara.
—Mire usted, respetable señor presidente: yo soy un militar de la vieja escuela. Los primeros años de servicio me los pasé metido en un tanque. Pero hasta alguien como yo puede llegar a entender que las guerras del futuro no tendrán nada que ver con armas, tanques o aviones de combate, sino que serán precisamente tal como las estamos viviendo ahora. No podemos —o mejor dicho, no debemos— esperar a que alguien dispare la primera bala o nos tire la primera bomba. Nuestro enemigo no lo hará, básicamente porque ya no tiene por qué hacerlo. ¿Por qué iba un país a enviar a sus soldados a que luchen y se expongan ante nuestras armas, pudiendo derrotarnos cómoda y tranquilamente desde su despacho, a diez mil kilómetros de distancia? ¿Entiende lo que le digo? ¡Ya han dado el primer golpe! Y el enemigo ni siquiera ha necesitado armas nucleares, porque nosotros mismos nos hemos encargado de facilitárselas: la primera explosión ya ha asolado gran parte de Francia; las demás sólo son cuestión de tiempo, a no ser que reaccionemos efectivamente y las evitemos.
—Un contragolpe destrozaría instalaciones y mataría a gente en China, pero no nos aseguraría ni de lejos la recuperación de la electricidad —intervino el ministro del Interior.
—Aunque disuadiría al enemigo de volver a atacarnos —apuntó el ministro de Defensa.
—O lo movería a reaccionar más rápido y con mayor crueldad —le contradijo el ministro del Interior.
—En 2011, Estados Unidos y la OTAN determinaron su estrategia para estos casos, y decidieron que los ataques a infraestructuras informáticas se considerarían actos bélicos, de modo que se permite responder a ellos con armas convencionales o digitales.
Se echa un poco hacia atrás para no parecer tan agresivo, pensó Michelsen.
—No estoy sugiriendo que bombardeemos Pekín inmediatamente —añadió—. Nosotros también dominamos el arte de la guerra moderna, y sólo digo que podríamos reaccionar de un modo semejante y dejar sin electricidad a alguna que otra metrópolis importante.
—¿Quién iba a poder hacerlo?
—Pero bueno, ¿cree usted que los militares occidentales nos hemos pasado los últimos años durmiendo? —preguntó el general de la OTAN—. Shangai, Pekín…Si usted diera el ok —chasqueó los dedos—, en cuestión de horas se quedarían sin corriente.
Michelsen miró los rostros de los allí presentes. Por un motivo u otro, todos parecían impresionados…
—Por última vez, señor canciller —insisitió el general—. Lo que no encontrará en este conflicto es una evidencia irrefutable, una smoking gun. Pero si sale usted a la calle, verá que ya nos han disparado en el pecho. Le recomiendo que contraataquemos antes de desangrarnos.
Bruselas
Angström dejó la bicicleta robada frente al edificio de cuatro plantas en el que vivía de alquiler, y Shannon hizo lo mismo con la suya.
La sueca vivía en el último piso. En cuanto estuvieron dentro, cerró la puerta y corrió todos los cerrojos.
Las dos tenían un aspecto espantoso. Sucias, sudadas, con el pelo revuelto.
—Ven —dijo Angström, lacónica.
Fueron al lavado y allí cogieron varias toallitas húmedas cada una.
—No tengo nada más, lo siento.
Shannon se limpió como pudo, y cuando menos logró quitarse la suciedad de las manos y la cara. Incluso pudo pasarse una toallita por el cuello y las axilas.
En la cocina, Angström cogió un trozo de pan, un bote de miel y una botellita pequeña de agua.
—También tengo carne en conserva, si quieres algo más —ofreció a Shannon.
—Gracias, así está genial.
—¿Dónde conociste a Piero? ¿En la Haya?
Shannon le contó la historia de su visita a Bollard y de cómo fue a dar con Manzano. Seguía teniendo la sensación de que Angström se interesaba por el italiano, de modo que evitó mencionarle que durmieron en la misma cama.
—¿Y luego fuisteis a Alemania?
Shannon no sabía si podía ser sincera con aquella mujer o no, así que optó por una variante algo pasada por agua. Si algún día Manzano quería contarle la verdad, que lo hiciera él mismo.
—Sigo sin entender por qué tuvisteis que iros de La Haya —dijo Angström, cuando Shannon acabó su relato.
—El caso es que ahora estamos aquí —dijo la americana—. ¿No tienes miedo de que la policía venga a buscarnos? Seguro que saben dónde vives.
—Con la que está cayendo ahí fuera, con la cantidad de asesinos que andan sueltos ahora mismo… No, no creo que vengan a por nosotras.
Se quedaron un rato en silencio, comiendo.
—¿Qué ha pasado los últimos días? Yo no me he enterado de nada, pero tú seguro que has tenido acceso a las novedades, ¿verdad?
—¿Ha vuelto la periodista?
Shannon se encogió de hombros. Ahora mismo no tengo ninguna posibilidad de emitir una noticia, y aunque pudiera, ¿quién la vería?
—Las comunicaciones han caído —explicó Angström—. Los teléfonos no funcionan, la radio de la administración lo hace de manera muy precaria, igual que la del ejército y los aficionados, y quedan ya muy pocas conexiones vía satélite. Se supone que las relaciones entre los diferentes gabinetes de crisis siguen funcionando correctamente, pero lo cierto es que los Estados sólo reciben información fragmentada e incompleta de lo que acontece. Muy excepcionalmente, alguna novedad llega a todas las centrales, pero siempre es para dar malas noticias. Los mercados negros prosperan cada día; las estructuras y las administraciones públicas han sido sustituidas por iniciativas privadas o estructuras paralelas; la policía y los militares no logran mantener la seguridad… La justicia se ha convertido en algo que cada uno se toma por su cuenta.
—Sí, ya nos hemos encontrado con algún que otro defensor de este modelo.
—Yo también he visto alguno en Bruselas. Y en Portugal y Grecia los militares han seguido el camino de España y han dado sendos golpes de estado. En Francia, por lo visto, se ha producido una catástrofe terrible en una central nuclear, y algo muy similar ha sucedido en la República Checa; además, parece que hay muchas otras centrales en estado crítico en toda Europa, y en multitud de países se están multiplicando los accidentes en las fábricas y en las industrias químicas. Las víctimas mortales se cuentan ya a decenas, y en ocasiones a cientos, y las consecuencias en el medio ambiente son incalculables. Pero lo más probable es que aún no tengamos ni idea de cuál es la verdadera magnitud de la tragedia.
—¿Y qué me dices de las zonas en las que aún queda electricidad? He oído que casi todos los países tienen alguna.
—Sí, es cierto, pero en ellas la situación no es mucho mejor que en el resto, la verdad, pues están desbordadas de refugiados y apenas se puede vivir…
—¿Y en Estados Unidos?
—¿Tú tienes familia allí, verdad?
Shannon asintió.
—No pinta mucho mejor, la verdad. Ya se han producido situaciones de peligro irreversible en al menos dos centrales nucleares, y en otras tres no logramos contactar con los responsables, lo cual no puede significar nada bueno, como imaginarás. El mismo drama que aquí, en fin, sólo que con dos días de retraso: colapso de los abastecimientos de comida, agua y medicinas; accidentes en las fábricas… La misma tragedia. Pero parece que su evolución empezará a ser más rápida, sobre todo en las capas más desfavorecidas de la sociedad.
Llamaron a la puerta.
Shannon sintió que el corazón le subía a la garganta.
—¿Quién puede ser? —susurró.
—Ni idea —respondió Angström—. Mi vecina, quizá.
—¿Y si es la policía?
—¿Crees que llamaría a la puerta, si lo fuera?
París
«Ya descansaré cuando me muera».
Desde la primera vez que oyó decir aquella frase a su abuelo, siendo él apenas un niño, a Blanchard siempre le había parecido que era una tontería. Pero ahora no podía dejar de pensar en ella, porque llevaba muchos días sin hacer lo primero y se sentía francamente cerca de lo segundo.
—Hemos renovado prácticamente todos ordenadores de las fuentes de alimentación —explicó a Tollé, secretario del presidente francés, quien, inexplicablemente, y pese a la que estaba cayendo, seguía pareciendo el modelo de una revista de moda masculina y era el único en toda la sala que no desprendía un olor a humanidad insoportable.
En muchas de las pantallas del CNES (el Centre Nacional d’Exploitation Système) volvían a verse cifras y diagramas en lugar de las pantallas azules o con niebla. Y en la pizarra gigante de la pared seguía viéndose en rojo el ochenta por ciento de la zona de abastecimiento, en amarillo algún que otro sector más y en verde el escaso resto.
—¿Quiere eso decir —preguntó Tollé— que podemos volver a controlar lo que sucede en las redes?
—En principio sí —respondió Proctet—. Y también hemos logrado que vuelva a funcionar la mayor parte de los servidores que controlan el funcionamiento de la red. Mañana por la mañana podremos empezar a reconstruir conexiones relativamente poco complejas, y si tenemos éxito seguiremos trabajando en ello a lo largo del día.
—¿Cómo que «si tenemos éxito»? ¿Por qué no habríamos de tenerlo?
—Bueno… los sistemas, los procesos, son complejos, y dependen de circunstancias muy diversas.
—¿Y dónde radican los problemas? ¿Hay algo que podamos hacer? Porque si es así sólo tienen que decirlo.
—Me temo —respondió Blanchard— que no pueden poner a nuestra disposición la potencia reactiva que precisamos, ni contribuir a propulsar la construcción de la red con la rapidez que es necesaria, pues en esta fase las centrales nucleares entran en un estado realmente desfavorable que sólo pueden soportar unas horas. Además, es especialmente difícil averiguar cuántas piezas deben añadirse a la conexión para mantener la red estable. Podría llegarse a una situación de autoprotección en la que se soltara lastre, se apagaran los generadores o se generara cualquier otra acción en este sentido. También sería especialmente delicada la conexión de transformadores vacíos… En fin, ¿comprende lo que le digo? Las cosas no son nada fáciles, y me temo que ninguno de ustedes está en disposición de ayudarnos.
Tollé asintió para fingir que lo había entendido, aunque en realidad no supo qué decir ni qué hacer.
Blanchard había disfrutado con aquello. De hecho, le habría gustado utilizar más tecnicismos, pero hizo un esfuerzo por contenerse.
—Si las cosas no se tuercen demasiado, en uno o dos días podremos devolver la energía a la mayor parte del país, y nos consta que muchos países europeos se encuentran en un estadio parecido, aunque la mayoría sigue teniendo problemas con sus centrales nucleares.
—Lo primero que habría que hacer…
—… sería activar la electricidad de las regiones en las que se encuentran las centrales nucleares: Tricastin, Fesenheim y Cattenom. Sí, ya lo sabemos. Esperamos empezar con ello esta misma noche.
—¿Puedo entonces informar al presidente de que vamos a recuperar la electricidad?
—No tan rápido, amigo. Pero, sobre todo, no debe informar a los ciudadanos hasta que tengamos los primeros resultados favorables.
—No hace falta que le diga las ganas que tiene el presidente de comunicar la noticia, ¿verdad?
—No sólo él…
La Haya
Cuando las primeras nubes de humo empezaron a elevarse hacia el cielo en el interior de aquella pequeña plaza, la gente rompió a gritar, enloquecida. El fuego salía por las ventanas del primer piso y no tardó en envolver todo el edificio. La masa se puso en movimiento, inquieta al principio y despavorida poco después.
Marie Bollard estaba paralizada en una de las esquinas traseras de la placita, en cuyo centro se alzaba la estatua de Guillermo I. El bullicio había adoptado otro tono: en lugar del ritmo machacón y pesado se había impuesto un desorden histérico y teñido de gritos intensos y aterrorizados. Bollard notó que la empujaban por todas partes. Las callecitas que daban a la plaza eran demasiado estrechas como para absorber a todos los que querían salir corriendo de allí. Inevitablemente le pasaron por la cabeza imágenes de grandes masas enajenadas y convulsas, y sintió que el pánico se apoderaba de ella también. No le quedaba más opción que dejarse llevar por la corriente mientras la adrenalina le corría por las venas. No iba a dejar que la arrollaran. Sus hijos la necesitaban.
Bruselas
—Tengo que entrar en esa página —dijo Manzano.
Ahora tenía mejor aspecto que hacía media hora, cuando Angström abrió la puerta y él la miró con la cara negra de suciedad y los ojos inyectados en sagre.
—¡Cada vez que te veo estás peor! —exclamó la sueca, sin poder evitarlo.
La alegría que sintió al verlo vivo le hizo olvidar el enfado de haber pasado la peor noche de su vida por su culpa.
Había llegado a su casa montado en una bici. Con la ayuda de unas toallitas húmedas y un poco de jabón con media valiosísima botella de agua, las chicas consiguieron lavarlo de tal modo que ya no entraban ganas de salir huyendo de él. Lo que no pudieron limpiarle fueron los ojos rojos, la cicatriz de la frente —que había vuelto a abrírsele— y unos cuantos morados que no estaban ahí antes de entrar en la cárcel. Pero él no explicó cómo se los había hecho, y ellas no se lo preguntaron.
De la prisión de mujeres nadie había salido con morados. Estaban hacinadas en una sala y las condiciones higiénicas eran catastróficas, pero las reclusas eran en su mayoría personas relativamente civilizadas. Ninguno de los tres sabía quién había abierto las celdas, pero imaginaban que habían sido los propios guardias, abrumados ante la idea de tener que cargar con el peso de tantos cientos de muertos el resto de su vida.
—Pues aquí no tengo Internet, como imaginarás.
—Tengo que hacerlo —insistió Manzano.
Estaba fuera de sí, casi enloquecido. Debía de ser el estrés de la noche que acababan de pasar. La falta de sueño. Y el movimiento de las velitas sobre la mesa no hacía sino intensificar aquella sensación.
—¿Sabes si hay alguna zona con electricidad que no quede muy lejos de aquí?
—No, ninguna. La más cercana está a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, en Alemania… Y eso según lo que sabíamos ayer. Cabe la posibilidad de que hoy tampoco tenga corriente. ¿Cómo quieres llegar hasta allí?
Manzano la miró apretando la mandíbula.
—Entonces tendré que volver a tu trabajo.
Angström creyó que lo había entendido mal.
Al ver que ella no le decía nada, el italiano continuó:
—Es la única opción que tengo de seguir investigando la página, ¿lo entiendes? ¡Puede que haya dado con la plataforma de comunicación de los agresores! ¡Tengo que seguir investigando!
Estaba tan alterado que ni siquiera se dio cuenta del desconcierto de ella.
—No hace ni veinticuatro horas que nos sacaron de allí para meternos en la cárcel, ¿y tú quieres volver?
—Al menos tengo que intentarlo. Entiendo que no queráis acompañarme, pero yo tengo que ir. ¡Tengo que hacerlo! ¿Cómo crees que podría intentar entrar?
Ángstrom meneó la cabeza.
—Estás loco. Sin identificación no te dejarán entrar en ningún sitio.
—¿Imposible entonces?
Centro de mando
Las imágenes aparecieron en primer lugar en la página web de una emisora japonesa. Las envió por satélite su corresponsal en La Haya. El edificio del Parlamento holandés estaba en llamas. Uno de sus compañeros, el nigeriano Lekue Birabi, lo miraba, satisfecho. Recordó cómo lo conoció durante su época de estudiante en la capital inglesa: Birabi era hijo del jefe de una tribu del delta nigeriano y estaba haciendo su doctorado en la renombrada London School of Economics and Political Sciences. Se cayeron bien desde el primer momento. Birabi llevaba varios años manifestándose en contra de la explotación económica del delta del Níger por parte de las compañías petrolíferas del gobierno central. Tras el simulacro de proceso y la consiguiente ejecución del activista Ken Saro-WiWa por parte del régimen nigeriano a mediados de los noventa, el mundo entero se sintió conmocionado con la noticia y Birabi tuvo que pasar un tiempo en la cárcel, donde fue torturado. Sus padres murieron tras el ataque de un grupo rival financiado por una de las compañías petrolíferas, pero él pudo escapar y seguir estudiando gracias a una beca.
Fue entonces cuando Birabi y él, junto con algunos compañeros más, empezaron a concretar una idea que llevaban noches y noches debatiendo sin desfallecer, y que fue forjándose lenta pero intensamente, cada vez con la ayuda de más personas de diferentes procedencias, nacionalidades, capas sociales, educación, formación, religión o sexo, pero con una misma visión; con un mismo objetivo.
Y ahora habían logrado dar el primer paso: los europeos y los americanos ya no tenían suficiente con las discusiones, peticiones y manifestaciones. Apenas unos días después del apagón, empezaban a perder la ilusión de recuperar el antiguo orden y renunciaban a mantenerlo en paz y armonía para ir de lleno a la esencia de la realidad. Los corresponsales de Roma, Sofía, Londres, Berlín y otras muchísimas ciudades europeas empezaban a informar sobre los ataques a instituciones públicas, como en el caso del Ayuntamiento de La Haya. Y en Estados Unidos sucedía lo propio.
Miró a Birabi, sonriendo, y éste le devolvió la sonrisa. Lo que hasta hace unos años no eran más que castillos en el aire se estaban volviendo realidad. Había empezado la sublevación.
La Haya
—La colaboración con los organismos internacionales nos ha permitido tener más información sobre el posible cómplice Jorge Pucaos —dijo Bollard, informando al gremio—. Hemos podido comprobar que mantuvo contacto con seis de ellos. Además, los datos de los vuelos que realizó en los últimos años lo sitúan en los mismos lugares y en las mismas fechas.
En una de las pantallas pudo verse la cara de un negro africano.
—Tendríamos, para empezar, al doctor Lekue Birabi, de Nigeria. Encontrarán todos los detalles de su biografía en el banco de datos. Hay muchos paralelismos con la de Jorge Pucao. Miembro de la clase media-alta de un país en vías de desarrollo, políticamente comprometido, enfrentado al sistema, víctima de un drama familiar, extraordinariamente inteligente y formado en una de las mejores universidades del mundo. Ha publicado numerosos artículos y lleva varios blogs en Internet. Encontrarán cuanto deseen saber sobre él en el archivo «Birabi_lit» del banco de datos. Todavía no lo hemos leído todo, pero no nos queda la menor duda de que el tipo es bastante radical. Ya en 2005 escribió que «el sistema político-económico, tal como lo entendemos en la actualidad, consolida el reparto de poderes y enriquece sólo a los ricos. En las últimas décadas, todos los intentos de reformas pacíficas han fracasado estrepitosamente. De ahí que, si de verdad queremos renovar esencialmente la situación, debamos considerar la opción de una destrucción masiva del sistema actual». Birabi fue radicalizándose con el tiempo, como también le sucedió a Pucao. Y aún encontramos paralelismos en su participación en las distintas protestas contra las cumbres del G-8, a partir de la de 2001 en Génova, a la que ambos acudieron.
Bollard mostró entonces un mapa del mundo en el que podía verse una gran cantidad de puntos, unidos entre sí por líneas rojas. De cada punto salían varias líneas diferentes.
—Estos son los viajes de Jorge Pucao de los que tenemos constancia a partir de 2007.
Haciendo un clic en la pantalla, una serie de líneas azules vinieron a sumarse a las rojas. En no pocas ocasiones, ambos colores se solapaban.
—Y éstos son los viajes de Lekue Birabi en las mismas fechas. Como ven, ambos hombres compartieron viaje y destino reiteradamente. En los últimos años, Birabi ha vivido en Estados Unidos, y en septiebre de 2011 le perdimos la pista. Desapareció. En estos momentos los expertos norteamericanos están analizando el contenido de su ordenador, que por algún motivo no se llevó con él. El dueño de su piso, que era de alquiler, lo encontró en el trastero. Birabi lo vació concienzudamente, pero aun así la policía pudo reconstruir algunos datos, entre los que se intuía parte de su correspondencia electrónica. De ahí pudo deducirse que a partir de 2007 mantuvo un estrecho contacto con un tal Donkun, que, según sus direcciones IP, solía estar siempre en el mismo momento y el mismo lugar que Pucao. Pero Birabi mantenía contacto con numerosas personas de todo el mundo… algunas de las cuales también han desaparecido. Éstas son, obviamente, las que más nos interesan. Entre ellas estaría, por ejemplo, Siti Jusuf, de Indonesia, de edad y currículum semejante al de los dos anteriores. En los círculos asiáticos de finales de los noventa, la familia de Jusuf perdió sus pertenencias y sufrió los enfrentamientos que siguieron a la crisis económica y de valores. También estarían dos conciudadanos de Pucao, activistas políticos como él: Elvira Gomez y Pedro Muñoz; dos españoles: Javier Hernández Sidón y María de Carvalles-Tendido, dos italianos, dos rusos, un uruguayo, un checo, tres griegos, un francés, un irlandés…
—Una tropa bastante internacional, por lo que se ve —observó alguien.
—… dos norteamericanos, un japonés, una finlandesa y dos alemanes. Algunos de ellos son expertos informáticos, como el propio Pucao. En la actualidad estamos trabajando con unos cincuenta sospechosos, todos ellos interrelacionados en mayor o menor medida.
—¿Y todo esto a partir de una sola foto y una imagen fantasma? —preguntó alguien más.
—Ésos fueron los puntos de partida, sí —respondió Bollard—. En cuanto supimos dónde buscar pudimos pedir ayuda a los distintos servicios secretos de cada país. Ahora mismo, cientos de trabajadores de todo el mundo están siguiendo una infinidad de pistas, y así no tardaremos en recabar la información que necesitamos. Estos datos nos ofrecen al menos un punto de partida, y es que existe un grupo de personas que tiene el bagaje ideológico, el historial personal y el know-how necesario para llevar a cabo un ataque terrorista de este estilo. En todos los grupos terroristas del mundo se repiten los mismos perfiles: es muy improbable que sus miembros provengan del ejército o de las capas sociales más bajas de la sociedad, las que más sufren con los acontecimientos, sino que suelen nacer en los círculos medio-altos de la sociedad. Tal como sucede en este caso.
—¿De verdad están sugiriendo —intervino alguno de los presentes— que un simple grupo de jóvenes ha sido capaz de provocar la peor crisis de la civilización occidental y ha condenado al mundo a uno de los peores y más conflictivos momentos de su historia desde la Segunda Guerra Mundial?
—¿Y por qué no? —preguntó Bollard a su vez—. En Alemania, en los años setenta, bastó un puñado de terroristas de la Fracción del Ejército Rojo para alterar la vida de sesenta millones de habitantes. Las consecuencias sociales, desde las medidas de seguridad hasta las inhabilitaciones profesionales, pudieron notarse durante décadas. En Italia, el grupo fundador de la Brigate Rosse contaba apenas con quince miembros, y, en Estados Unidos, los ataques del 11 de septiembre de 2001 fueron generados por menos de dos docenas de terroristas. Ciertamente, tenemos motivos más que suficientes para no excluir la posibilidad de que un pequeño grupo de radicales con el conocimiento y la financiación necesaria pueda realizar un ataque de semejante magnitud.
—Una palabra muy importante —apuntó Christopoulos—: la financiación. Por mucho que los tipos sepan… Todo este ataque no se ha sostenido con un par de donaciones.
—Exacto. Y aquí es donde llegamos a Balduin von Ansen, Jeannette Bordieux y George Vanmister. Lo que los diferencia del resto de los desaparecidos es que los tres son herederos de unas considerables fortunas. Von Ansen es hijo de una noble inglesa y un banquero alemán, Vanminster, ciudadano estadounidense, es el único heredero del imperio Vanminster Industries, y Bordieux es hija de uno de los principales gurús de los medios franceses. Los tres juntos amasan una fortuna de más de mil millones de euros. Los tres financian proyectos aparentemente sociales y políticos. Y los tres han manenido estrecho contacto con Pucao y el resto de sospechosos en los últimos años.
—¿Y si tienen tanto dinero, por que habrían de…?
—¿Y por qué no? El mundo está lleno de ejemplos: al editor italiano Giangiacomo Feltrinelli, hijo de una de las casas italianas más ricas, le debemos la publicación de varios éxitos literarios mundiales (El doctor Shivago y El gatopardo, por ejemplo) y la famosa imagen del Che Guevara que hoy en día encontramos en infinidad de camisetas y posters, pero también nos consta que se relacionó con grupos extremistas italianos, fundó el suyo propio, pasó a la clandestinidad, proveyó de armas a los terroristas alemanes y murió intentando hacer estallar un poste de electricidad. Osama bin Laden, a quien no hace falta presentar, fue tambien un terrorista millonario. Los ricos, amigos míos, pueden ser tan fanáticos y extremistas como los pobres, y defender todo tipo de tendencias políticas y sociales.
Orléans
Poco a poco, Annette Doreuil se abrió paso entre los cientos de camas del centro de acogida. Ya se había acostumbrado a los olores y al ruido, pero los rostros seguían impresionándola. Sus camas quedaban al final de la enorme nave, lo cual tenía la ventaja de que muy poca gente llegaba hasta allí, y la desventaja de que tenían que caminar más que nadie para ir hasta los lavabos. Una voluntaria de la Cruz Roja había dispuesto cuatro camas para ellos y los Bollard.
Doreuil había pedido en numerosas ocasiones que les hicieran un análisis o un reconocimiento para ver si tenían radioactividad, pero siempre había obtenido la misma respuesta: faltaba personal y equipamiento para ello.
Oyó alboroto en la puerta. Varias personas entraron corriendo y se repartieron por la nave gritando algo a cuantos encontraban a su paso. Algunos de los que les oyeron se quedaron quietos y contestaron algo los primeros; otros se levantaron de un salto y empezaron a hablar con sus vecinos o familiares, contagiando indiscutiblemente el mismo nerviosismo de los que ahora se esforzaban por abrirse paso entre las olas de angustia que ellos mismos habían provocado. En cuestión de segundos la mayoría de los allí presentes se había hecho con algunas pertenencias, habían cogido a sus hijos en brazos o habían empezado a gritar algún nombre, convirtiendo el eterno murmullo de la nave en un verdadero alboroto.
Doreuil se detuvo un instante, antes de seguir caminando hacia sus camas intentando entender qué le pasaba a la gente. Hacia la mitad de la nave vio que su marido y los Bollard se habían contagiado del nerviosismo imperante y que hablaban con unos y otros, seguramente para informarse mejor. Cada vez había más gente que se dirigía a la salida con sacos, bolsas o maletas. ¡Estaban huyendo!
—¡La central nuclear ha sufrido otra explosión! —le gritó Bollard al verla llegar—. ¡El viento trae una nube de radioactividad directa hacia Orleáns!
El hombre empezó a meter en su bolsa las pocas posesiones que llevaban en la maleta.
—¿Quién lo dice? —preguntó Doreuil.
—Todos —respondió Bollard, sin interrumpir lo que estaba haciendo.
—¡Tenemos que salir de aquí! —intervino su marido.
Annette Doreuil dudó. Le parecía que, si había que evacuar la sala, los encargados lo anunciarían por megafonía. No entendía por qué no los llamaban a todos al orden, los tranquilizaban y los ayudaban a gestionar mejor la salida. Y se preguntaba si no sería más inteligente quedarse quietos bajo techo.
Por lo visto, ni su marido ni los Bollard se habían detenido en semejantes cavilaciones, y ya habían hecho las maletas.
—Vamos —le dijo Bertrand, mientras le ponía una bolsa en la mano y cogía la maleta, con el gesto torcido.
Doreuil cogió su bolsa y siguió a los otros tres, que avanzaban a paso ligero entre las camas. Entretanto, todos se esforzaban por salir de aquel sitio, cuyas puertas no eran lo suficientemente anchas como para permitir una evacuación sin angustias. Justo delante de Annette, su marido se dio la vuelta hacia ella y le gritó algo que el ruido de fondo no le permitió entender. Él dio un traspiés, dejó caer la bolsa, se apoyó en la cama que le quedó más cerca y alzó los ojos hacia su mujer. En sus ojos reconoció inmediatamente el dolor y el pánico.
—¡Bertrand! —chilló ella, cogiendo a su marido por los hombros e intentando ayudarlo a avanzar para alcanzar a los Bollard y pedirles que los esperaran.
Gritó sus nombres con una potencia que jamás habría imaginado que tenía, y los padres de su yerno la oyeron, se dieron la vuelta para mirarlos, dudaron unos segundos y por fin se abrieron paso en contra de la corriente, para llegar a donde estaban ellos.
Bertrand estaba estirado en la cama, de lado, cogido a la mano de Annette Doreuil. Tenía la cara blanca como el papel, sudaba por todos los poros de su piel, y los labios, azulados, le temblaban como si tuviera mucho frío. Annette le sostenía la mano, y con la otra le acariciaba una mejilla, tranquilizándolo. Él la observaba desde el fondo de sus ojos, pero parecía pasarla de largo, atravesarla. Nunca la había mirado así.
—¡Es el corazón! —gritó Annette Doreuil a los Bollard, que por fin llegaron a su lado—. ¡Un médico! ¡Necesitamos un médico!
Celeste Bollard fue la primera en entender lo que estaba pasando. Se dio la vuelta y volvió a caminar hacia la salida. Su marido la siguió.
—Van a buscarte un médico —dijo Annette Doreuil a su marido—. En seguida vuelven. Todo irá bien.
El rostro de Bertrand estaba frío como el mármol, y húmedo. Los párpados le temblaban y sus labios se abrían y cerraban como los de un pez. Quería decir algo pero no podía.
—¡Un médico! —gritó Annette, tan fuerte como pudo—. ¡Necesitamos un médico!
Nadie reaccionó a su llamada. Todos corrían hacia las puertas. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¿No hay nadie que pueda ayudarnos? —susurró esta vez.
Bertrand había dejado de mover la boca.
Bruselas
—No puedo creer que esté haciendo esto —susurró Angström, al dejar las bicicletas frente al edificio de la comisión europea.
—Yo tampoco —dijo Shannon.
—Bueno, pensad que ya no les quedan cárceles a las que enviarnos —dijo Manzano.
—No es momento para chistes malos, la verdad —dijo Angström, malhumorada.
Avanzaron por el vestíbulo del edificio con toda la calma de la que fueron capaces, hasta llegar a la puerta de entrada del personal. Angström acercó su tarjeta de acreditación al lector electrónico, pero la puerta no se abrió.
—¡Mierda! —dijo—, ¡ya la han desactivado!
Un agente de seguridad se fijó en ellos y se acercó hasta donde estaban. Angström buscó con la mirada el mejor lugar para huir de allí, aunque sabía que si lo intentaban vendrían más agentes.
—Sus acreditaciones, por favor —dijo el hombre.
Angström le dio su tarjeta, y el agente miró la foto y luego a ella, varias veces. Después se la devolvió y miró a Manzano y a Shannon.
—Vienen conmigo —dijo Angström.
—Esta entrada ha sido desactivada para ahorrar energía —dijo el tipo, mientras les abría la puerta con una llave tradicional.
Después, echando un vistazo al reloj de la entrada, que marcaba las ocho y cuarto, añadió:
—No trabajen demasiado.
Angström consiguió esbozar una sonrisa.
—Le aseguro que lo intentaremos. Gracias.
Para ahorrar energía habían apagado también la mayoría de los fluorescentes del techo, y sólo funcionaba uno de cada cuatro.
—Esperadme aquí —susurró Angström.
Siguió caminando sola, silenciosamente, mirando el interior de cada despacho que quedaba a derecha e izquierda. Por fin les hizo una señal para que la siguieran. Manzano y Shannon se le acercaron rápidamente. Entraron en una sala y cerraron la puerta. Era la misma sala en la que los habían apresado la tarde anterior.
—¡Ahí está mi mochila! —dijo Shannon, sin dar crédito.
—Pero mi ordenador ha desaparecido.
La Haya
—Me pregunto si deberíamos marcharnos —dijo Marie Bollard a su marido.
Estaban envueltos en mantas frente a la chimenea. Los niños dormían. Ella le había contado lo que pasó en la plaza. Bollard ya había oído algo al respecto.
—Algunos dijeron que teníamos que ir a otros sitios a pedir comida —le explicó ella—. Al ayuntamiento, por ejemplo, o incluso al Paleis Noordeinde. Si hay un levantamiento contra la reina, la cosa puede ponerse peor aún…
—Todo está igual en todas partes, Marie —le dijo él. Parecía tan cansado…—. Espera, en seguida vuelvo —añadió, y se levantó.
Lo oyó trastear en el sótano, y dos minutos después volvió con un paquetito en la mano. Lo abrió. A la débil luz de las llamas, Marie Bollard vio una pistola.
—¿De dónde la has sacado? —preguntó, asustada—. No puedes…
—Nunca se sabe —respondió él—. La compré por si acaso. Llevaba mucho tiempo bien escondida en el sótano.
Fueron hasta el dormitorio, y Bollard puso la pistola junto a su mesita de noche.
Bruselas
—Aquí tengo otro ordenador —susurró Angström, poniendo el aparato sobre la mesa.
Mientras Angström se acercaba a la puerta para vigilar, Manzano se quedó con Shannon y echó un vistazo al ordenador.
Por suerte recordaba la dirección IP. Se metió en la red WLAN de invitados, la seleccionó, fue a parar a la página de RESET e introdujo el nombre de usuario y la contraseña que utilizó la primera vez.
Ante él apareció la lista de converaciones. Bajó con el cursor y descubrió el registro de todas ellas.
—Hay un montón —dijo Shannon.
—Pues sí.
Manzano clicó una al azar.
—Por Dios, otra vez uno de esos códigos malditos —dijo Shannon, sin poder evitarlo—. ¿Qué dice? —preguntó a Manzano.
—Pone:
Fecha: martes, –736, 14.35 GMT
Proud: ¿has recibido los códigos de deelta 23?
Baku: sip. Ha configurado una magnífica puertecita trasera. Mira el adjunto.
Proud: ok. Constrúyela.
—¿Puertecita trasera?
Manzano no respondió. Clicó en el adjunto, y en la pantalla se abrió un documento lleno de un montón de líneas incomprensibles formadas por letras y números.
—¿Qué es esto?
Manzano siguió en silencio. Leía, concentrado.
—El fragmento de un código —dijo al fin—. Para la puerta de emergencia de un sistema de ordenadores, por decirlo de algún modo. Es decir, en ocasiones los programadores crean un tipo de acceso especial a sus programas para poder utilizarlos en caso de necesidad, o de emergencia, o cuando no estaba previsto que funcionaran. Por supuesto, con los suficientes conocimientos y habilidad la puerta puede construirse a posteriori.
—¿Insinúas que en esta conversación podrían estar hablando de cómo empezar a manipular la red?
—No sólo estan hablando de ello —confirmó Manzano—, sino que están decidiendo cómo organizarse. Tendría que…
—¿Tendrías que qué?
—Aún no…
A Shannon le parecía que Manzano estaba distraído y eso la ponía de los nervios. ¡En cualquier momento podría volver a entrar alguien en la sala, y ahí estaba él, soñando despierto!
—Menos setecientos treinta y seis… ¿significa que la conversación es de hace casi dos años?
—Si nuestra cuenta atrás es correcta, sí, así es.
—¿Tanto tiempo llevan planeándolo todo?
—Y más aún. Mirad esto. —Bajó el cursor un poco más y abrió otra conversación:
Fecha: jueves, –1203, 14:35 GMT
Kensaro: B.tuck ha añadido Stanbul. La transacción debería estar lista a finales de mes.
Simon: ok. Lo enviaré a medias por Costa S. L. y Esmeralda.
—¿Y esto qué significa?
—Ni idea. Transacción… Quizá envío de dinero.
—¿Y qué es Stanbul?
—No tengo ni la más remota idea. ¿Estanbul?
—¿Por qué Estanbul?
—Y yo qué sé. Suena parecido.
—Mmm… Menos mil doscientos tres. Eso significa más de tres años —dijo Shannon.
Manzano siguió moviendo el cursor.
—Hay tantos… —susurró Shannon—. ¡Miles!
—Cientos de miles —dijo Manzano, también en voz baja.
—¿De qué estáis hablando? —dijo Angström desde la puerta—. ¿Qué habéis encontrado?
—Tenemos el Santo Grial —dijo Manzano.
—¿A qué te refieres? —preguntó la sueca, acercándose a ellos.
Por lo visto, los malos cometieron un error capital al escribir esos e-mails en mi ordenador, porque lo hicieron directamente desde su plataforma de comunicación, que es lo que tenemos entre manos, sin duda. Y si esto es así, entonces…
—¿Entonces qué?
—Tenemos un problema —dijo Manzano—, porque podemos acceder a toda la información que necesitamos para acabar con esta tragedia, e incluso para coger a esos hijos de puta.
—¿Y dónde está? ¿En esos mensajes? —preguntó Shannon—. ¡Por favor, pero si es un puzzle gigante! Aquí hay un poco de información, allí otro poco más… ¡Sólo para leerlos todos necesitaremos varios años!
—Pues por eso digo que tenemos un problema. —Se dio la vuelta hacia las chicas y les dijo—: No podemos hacer esto solos. Necesitamos ayuda profesional. Alguien tiene que analizar los datos, montar el puzzle. Y rápido. Mucha gente. Cientos de personas. ¡Miles!
—¿Y quién va a poder hacerlo?
—¡Ni idea! ¡La ASN, la CIA, todas las malditas agencias de inteligencia internacional, y todas las oficinas de investigación antiterrorista del mundo!
—Y la policía, ¿no? Ellos se han puesto de tu lado desde el principio de toda esta historia —apuntó Shannon, sin poder reprimir la ironía.
—Lo sé, lo sé —suspiró Manzano—. Nos arriesgamos a que nos tomen por locos, o por cualquier otra cosa peor.
Cerró los ojos y se apretó la parte más alta del tabique nasal con los dedos.
—Pero ¿acaso tenemos otra opción?