Aquisgrán
Algunos copos de nieve se derritieron en sus caras. Desorientados, anduvieron a lo largo de las calles heladas.
—¿Qué hora es? —preguntó Manzano, quien, por lo menos, empezaba a sentirse algo mejor.
El reloj de Shannon marcaba las cuatro menos cuarto.
—Volvamos a la estación —propuso—. Desde allí veremos cómo seguimos adelante.
—Deberíamos acudir a la policía —replicó Manzano—. Quizá tengan conexión a Internet.
—¿Quieres informarte de lo de esa dirección IP en tu portátil?
—Lo más probable es que no encuentre nada tras ella, ya lo sé, pero como mínimo tengo que intentarlo.
—¿Crees que te van a dejar mirar algo, en cuanto descubran que eres un fugitivo?
—No.
—Pues eso. Tenemos que encontrar a tu contacto en Bruselas, o bien o una de esas zonas con electricidad.
—Que no sabemos dónde están. De hecho, ni siquiera sabemos si existen. Quizá no sean más que mitos… como la Atlántida, o el Jardín del Edén. ¿Conoces a alguien que los haya visto, en realidad? ¡Maldita sea, qué frío hace!
Los copos caían ahora más espesos.
Llegaron a la estación de ferrocarril y la rodearon. En la zona cubierta de la estación se habían acomodado decenas de personas muy apiñadas y envueltas en sacos de dormir y mantas. Los accesos a las vías y al vestíbulo principal estaban cerrados con persianas correderas, pero delante de ellas también se apelotonaban personas, dispuestas a dormir allí.
Shannon y Manzano buscaron un sitio en el que cobijarse. Por lo menos aquí estarían mínimamente protegidos del viento y de la nieve. Tardaron un rato porque la mayoría de los lugares desocupados apestaban a orina. Pero al final encontraron un rincón libre. Manzano se sentó y apoyó la espalda en la esquina.
—Apóyate en mí —le indicó a Shannon—. Así nos podremos dar calor.
Shannon se sentó entre las piernas de él, apretó la espalda contra su pecho, metió las manos bajo las axilas y dobló las rodillas. Manzano la abrazó y ella sintió su aliento cálido en la oreja, y el calor de su cuerpo que penetraba poco a poco a través de su ropa…
—Esto ayuda un poco —le susurró él.
Manzano dejó caer la cabeza hacia atrás para apoyarla en la pared, y cerró los ojos. Al cabo de pocos minutos, su pecho empezó a subir y bajar rítmicamente y su abrazo perdió tensión. Shannon se acomodó con cuidado bajo los brazos de él y dejó que la cabeza se le fuera cayendo hacia atrás, hasta apoyarla en el pecho de él, mientras miraba el entramado oscuro del techo de la sala, a través del cual pasaban algunos copos de nieve despistados… hasta que se quedó dormida.
La Haya
Bollard había cortado en ocho rebanadas el último trozo de pan. Cuatro gruesas y cuatro delgadas como papel de fumar. Después de eso tendrían que buscar rápidamente alimentos, porque en toda la casa no tenían nada más para comer. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba mirando por la ventana de la cocina con la mirada perdida. Precisamente él, que siempre lo tenía todo controlado…
El césped del pequeño jardín seguía verde, incluso en invierno, pero los matorrales habían perdido las hojas, como el seto del vecino. Detrás de uno de ellos vio agacharse a un hombre en la terraza de una casa vecina. Debía de tratarse de Luc. Estaba inmóvil, y tenía el brazo extendido hacia el césped. En ese momento Bollard descubrió un gato a unos metros de distancia, que se acercaba lentamente hacia el vecino. Parecía que éste lo estaba atrayendo con algo. El gato levantó el rabo y se acercó a más velocidad, llegó ante Luc y le olisqueó los dedos. Con un movimiento rápido como un rayo el vecino lo agarró por el cuello y le golpeó la cabeza con la otra mano, en la que llevaba algo de forma cuadrada, que Bollard tardó un instante en reconocer como un martillo. El vecino se puso en pie con el martillo ensangrentado en una mano, mientras en la otra se balanceaban las patas sin vida del animal sacrificado.
Bollard dejó con cuidado el cuchillo con el que había cortado el pan.
Los niños entraron en tromba en la cocina, seguidos de Marie, que aún estaba muy cansada, aunque tenía muchas más fuerzas que hacía dos días. Bollard, agradecido por la distracción, colocó las cuatro rebanadas más gruesas en un plato cada una y puso los platos sobre la mesa para comer. Después cogió las más delgadas y las pasó por delante de las naricitas de los niños.
—Imaginaos que son unas salchichas sabrosas que vamos a colocar sobre el pan.
Envolvió las rebanadas finas con las más gruesas y miró a los niños, esperanzado. A pesar de ello, no pudo sacarse de la cabeza lo que acababa de ver.
—Esto es pan, no una salchicha —protestó Bernadette, y contempló el plato con desprecio.
—Para mí es una salchicha —insistió Bollard.
En sus juegos, los niños hacían que todo fuera posible. Para demostrarlo, mordió su trozo.
—¡Mmmmhhhh! ¡Estupendo!
Bernadette contempló su actuación con escepticismo. Marie se acercó el trozo y también demostró en voz alta que le gustaba mucho. Bollard mordió con ganas, miró su trozo de pan con deleite y después animó a su hija y a su hijo.
—Una de-li-cia. No os la tendríais que perder.
Georges, que había permanecido quieto y escéptico, se dejó arrastrar, colocó la «salchicha» sobre el pan y le dio un buen mordisco, acompañado de «Mmmh» y «Aaah».
Bernadette tocó insegura su rebanada de pan, mientras que sus padres y hermano redoblaban sus muestras de lo delicioso que estaba. Moviendo la cabeza, se decidió por fin a cogerlo.
—Estáis completamente locos —comentó y le dio un mordisco.
Los pensamientos de Bollard dieron vueltas alrededor de la próxima comida, que era lo que más le preocupaba. Por nada del mundo querría tener que actuar como lo había hecho el vecino.
Aquisgrán
—Buenos días —susurró Manzano al oído de Shannon.
A pesar del frío polar y de la incomodidad de la postura, debía haber dormido varias horas. Se sentía un poco mejor que el día anterior y parecía que la fiebre había remitido.
Shannon se desperezó y movió la cabeza de un lado a otro antes de esconder la cara en el pecho de él y seguir durmiendo. Casi no sentía las manos, los pies, el trasero y la espalda, a causa del frío y de lo incómodo de la postura. A cierta distancia se produjo un movimiento en el interior de un saco de dormir. Poco a poco iba despertando la estación. Caras cansadas y cabellos alborotados. A Manzano, la mayoría le pareció compuesta por ocupantes habituales de la calle, con rostros perturbados y cabellos enredados.
Pensó que con buenos enlaces el trayecto hasta Bruselas no llevaba más de una hora y media. Pero a pie, más de dos días. Con suavidad se inclinó sobre Shannon y le volvió a susurrar al oído hasta que abrió los ojos.
Ella parpadeó.
—Pesadilla —se quejó.
—¿Has tenido una?
—No, he vuelto a entrar en una ahora que me has despertado.
Shannon se quedó un momento más sentada, antes de levantarse con dificultad y desperezarse completamente. Manzano también lo intentó y sintió dolor en la pierna herida.
—¿Y ahora?
—Tengo una urgencia.
—Yo también.
Después de cumplir esta formalidad en esquinas separadas, merodearon por la estación en busca de un mapa o de cualquier otra indicación de cómo llegar a Bruselas.
Preguntaron a varias personas que también estaban empezando el día.
—Perdón… ¿pasan trenes por aquí?
—Muy de tarde en tarde. Trenes de mercancías —respondió.
—¿A dónde se dirigen?
—Ni idea.
—¿Se puede encontrar algo de comer por aquí cerca?
—En la calle delante de la estación hay un comedor social. Pero no siempre está abierto.
El día anterior no lo habían visto, pero se pusieron en marcha en la dirección que les habían indicado. Se dieron prisa y se encontraron con una cola que daba la vuelta a la mitad de la manzana.
Una hora más tarde, Shannon estaba sentada al lado de Manzano, en una sala que se calentaba con una estufa de carbón. Durante el reparto de comida nadie les había preguntado nada y cada uno de ellos había recibido dos buenos cucharones de sopa de verduras en una escudilla de latón, que se bebieron sorbo a sorbo embutidos entre las demás personas que había sentadas ante una mesa muy larga. No les habían dado cucharas.
La gente apenas hablaba. La mayoría llevaba varias capas de ropa, una encima de otra, absolutamente indiferentes al estilo o la elegancia. El personal indicaba a los que habían terminado la sopa que debían irse para dejar sitio a los que aún no habían comido, por eso la mayoría tardaba mucho en vaciar sus escudillas, mientras otros recorrían los bancos abarrotados en busca de un hueco. Shannon y Manzano tampoco se dieron prisa. El frío de la noche anterior no desaparecía con rapidez de sus miembros.
Pero después de varias advertencias se incorporaron, finalmente, y salieron al frío del exterior. Unos tipos enmascarados sacaban muebles y aparatos eléctricos de la casa que quedaba justo delante. No parecían en absoluto los propietarios de la vivienda, pero nadie se interesó por ellos.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Shannon.
—Me temo que no podemos ocuparnos de eso —respondió Manzano—. Tenemos cosas más importantes que hacer. Ven, volvamos a la estación.
Allí recorrió las vías de un lado a otro hasta que finalmente se decidió por una dirección y arrastró a Shannon tras él. Al cabo de unos doscientos metros pasaron por debajo de un puente y, después, las vías se separaban en varias direcciones. Dos de ellas desaparecían entre edificios, las otras se volvían a reducir al cabo de unos centenares de metros. En medio estaban aparcadas decenas de vehículos distintos, desde simples locomotoras hasta trenes de aspecto muy raro, que debían de servir para la construcción o el mantenimiento de las vías, pasando por parte de trenes regionales y vagones de mercancías. Uno de ellos, incluso, tenía el aspecto de un camión adaptado para circular sobre las vías.
Manzano subió hasta la puerta del conductor e intentó abrirla. Al instante estaba sentado tras el volante y probaba el tablero de mandos.
Shannon lo observaba con escepticismo desde la escalerilla que quedaba junto a la puerta.
—¿Este trasto no necesita electricidad?
—No. Funciona con gasoil.
—Si el depósito no está vacío, claro.
Manzano retiró una placa en la parte inferior del tablero que ocultaba una maraña de cables. Fue probando los diferentes hilos, unió algunos que estaban separados y de repente el motor cobró vida con un jadeo ensordecedor.
—¿A qué estás esperando? —preguntó Manzano—. Mira a ver si dispone de algo parecido a un mapa con los trayectos.
—¿No tiene un sistema de navegación? —le preguntó mientras acababa de entrar, se sentaba en el asiento del acompañante y rebuscaba en una especie de guantera gigantesca hasta que encontró un libro muy gordo, que estaba lleno de diagramas y mapas.
—¡Aquí está!
Manzano probó si podía poner el vehículo en movimiento. Se puso en marcha de un trompicón.
Shannon estudió el mamotreto y en una doble página, en medio de muchas líneas y cifras, encontró Aquisgrán y Bruselas.
—Ahora tenemos que descubrir lo que significa todo esto.
—Tú eres quien se encarga del sistema de navegación, y yo soy el conductor, ¿vale? —gritó Manzano, y aumentó la velocidad.
—¿Desde cuándo un hombre que está conduciendo confía en su acompañante femenina para que le lea los mapas?
—Desde el mismo momento en que no está conduciendo un coche, sino un… ¡Bueno, va, no me líes! ¡Indícame a dónde hay que ir!
Berlín
«Rosinenbomber» —literalmente, «bombarderos de pasas»— era el nombre con el que su madre y todos los berlineses habían bautizado a los aviones americanos que después de la Segunda Guerra Mundial habían suministrado alimentos al sector occidental de Berlín. Michelsen se preguntaba si en la actualidad la juventud sabía lo que significaba aquella palabra. Sea como fuere, e igual que hace más de sesenta años, los aviones que actualmente aterrizaban en el aeropuerto de Tegel eran en su mayoría aparatos militares, sólo que ahora eran aviones rusos los que traían la ayuda.
Los aviones de pasajeros, que desde el apagón estaban en tierra, se habían apartado hacia un lado, y en su lugar se encontraba ya una multitud inabarcable de colosos de vientre abultado y color verde oscuro, en cuyos timones de cola se podían ver los símbolos de la Federación Rusa. Entre ellos pululaban muchas personas con uniformes diferentes.
Una mirada al cielo bastó a Michelsen para ver la fila de luces de los aviones que se aproximaban, así como la formación de los que se iban.
Berlín no era el único destino de los colosos. En ese momento se estaban desarrollando escenas similares en Estocolmo, Copenhague, Frankfurt, París, Londres… y todos los grandes aeropuertos del norte y el centro de Europa, mientras que en el sur el transporte se realizaba a través de cientos de aviones procedentes sobre todo de Turquía y Egipto. Al mismo tiempo, caravanas de camiones y trenes cuyos vagones se alargaban hasta un kilómetro de largo traían más suministros de emergencia desde Rusia, los Estados caucásicos, Turquía y el norte de África.
—Parece una invasión —murmuró el ministro de Asuntos Exteriores.
La OTAN aún no había tomado una decisión sobre el ofrecimiento de ayuda por parte de China. Entre los más intransigentes se iba imponiendo el punto de vista de que los verdaderos autores de la catástrofe se hallaban en la tierra del sol naciente. Hasta que no se pudiera descartar completamente esta sospecha, nadie quería que los soldados chinos, y tampoco su personal civil de emergencias, pisaran el suelo patrio.
—Vamos a saludar al general —indicó Michelsen.
Entre Lieja y Bruselas
Hasta el momento no habían superado los setenta kilómetros por hora, para no toparse de improviso con cambios de vías u obstáculos, pero habían ido avanzando, aunque con interrupciones, como ahora.
—Otra vez —se quejó Shannon.
Ante ellos, las vías volvían a bifurcarse.
—Creo que debemos ir hacia la derecha —dijo ella, pensando en voz alta.
—Espero que sea lo correcto. No tengo ni idea de dónde estamos.
—En algún lugar de Bélgica, entre Lieja y Bruselas, si no me equivoco.
—¿Cuánto queda para Bruselas?
—Quizá una hora. O dos. Si no tenemos más contratiempos.
El cambio manual de las vías llevaba su tiempo. Manzano estaba seguro de que el vehículo disponía de algún mecanismo para mover a distancia el cambio de vías, pero lo cierto era que no lo habían encontrado. Además, era muy posible que los componentes eléctricos del cambio no recibieran corriente, de manera que quedaba descartado su manejo a distancia.
Al principio no lo habían tenido nada claro y lo habían pasado fatal. Según la información que Shannon veía del mapa, tras el primer desvío tenían que haber ido hacia la derecha, pero las agujas les habían enviado hacia la izquierda. De modo que Manzano había dado marcha atrás, habían bajado del extraño vehículo y habían analizado el cambio. Rápidamente descubrieron que, si se disponía de la herramienta adecuada, éste se podía mover de manera mecánica. Encontraron la herramienta que deseaban en la parte trasera: se trataba de una especie de llave inglesa de enormes dimensiones.
Shannon cogió la herramienta de hierro, saltó del camión, modificó el cambio y volvió a subir.
Siguieron adelante. Shannon estudió el plano. No estaba del todo claro que hubiera escogido el ramal correcto. El número del cambio que acaban de pasar no coincidía con el que indicaba el libro.
—¡Alto!
Manzano frenó el vehículo.
—Creo que vamos mal.
—¿Damos la vuelta?
—Sí.
Manzano metió la marcha atrás.
—¿Qué es esa luz ahí detrás?
En la dirección por la que habían venido y por la que estaban regresando, Shannon y Manzano vieron refulgir una minúscula luz.
—Ni idea. Pero cada vez es más grande y brillante —contestó Shannon.
Se acercaron al cambio de agujas.
—¡Te digo que cada vez es más grande y brillante! —repitió ella—. Está en las vías. ¡Es un tren y tiene prisa!
Manzano casi había llegado al cambio.
—¿Un tren?
—Sí. Y te diriges directamente hacia él.
—¿Está en nuestra vía?
—No puedo distinguirlo.
Manzano frenó el vehículo tras haber retrocedido hasta el cambio de agujas.
—¡Es un tren, Piero! —repitió Shannon, nerviosa, porque ya podía distinguir la locomotora—. ¡Si viene por nuestra vía nos embestirá! ¡Acelera, por Dios, acelera!
Manzano también reconoció el peligro. Sin mover el cambio, aceleró de nuevo. Su vehículo se puso en movimiento lentamente, fatigosamente. El tren que llevaban detrás se encontraba sólo a un centenar de metros.
—¡Rápido! —gritó Shannon.
Volvieron a pasar de largo por el cambio y Shannon sintió la aceleración del vehículo. Por suerte, poco antes de alcanzar el cambio, el tren disminuyó la marcha y se detuvo. Shannon respiró aliviada.
—¿Adónde crees que irá?
—Quizá vaya a Bruselas —respondió Shannon.
—Deberíamos preguntárselo.
Por segunda vez, Manzano recorrió de nuevo el tramo marcha atrás. Al acercarse, vieron que la locomotora llevaba decenas de vagones de mercancías. El techo de los vagones tenía una extraña forma irregular, como si le salieran un montón de espinas. Cuando llegaron, un hombre acababa de mover el cambio.
—¿Adónde van? —preguntó Shannon en francés, a través de la ventanilla.
—A Bruselas —respondió el hombre.
—Tendríamos que ir tras él —propuso Manzano.
Mientras el tren pasaba de largo a su lado, Shannon reconoció las protuberancias que había visto en el techo.
—¡Son personas! —exclamó.
El tren iba ocupado por cientos de pasajeros ilegales.
—Como en la India —comentó Manzano—. ¡Sólo que aquí se mueren de frío!
El largo tren de mercancías necesitó algunos minutos para acabar de pasar. Manzano volvió a mover el cambio y siguió al último vagón.
—Quizás dentro de poco también nos muramos de frío ahí arriba —concluyó al cabo de unos minutos.
—¿Por qué?
Manzano le indicó que mirase el indicador del combustible, que ya tenía iluminada la reserva.
—¡Maldita sea! Tendremos que hacer un transbordo.
—Espero que llegue hasta el próximo cambio en el que tenga que detenerse un tren.
Berlín
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Michelsen.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó el canciller con el rostro pálido como la tiza.
—Según parece, hubo un accidente —aclaró el secretario de Estado del ministerio de Medio Ambiente, Protección de la Naturaleza y Seguridad Nuclear—. Acabamos de recibir las imágenes del Centro de Comunicaciones del Estado Federal y los Länder. Al principio no procedía de la propia central. Desde allí sólo llegó una llamada nerviosa preguntando dónde estaban las reservas de gasoil.
La patrulla que se envió a buscarlos encontró los restos de un infierno.
En la pantalla aparecieron fotografías de los esqueletos de camiones calcinados y esparcidos sobre la autopista y los campos adyacentes. Algunos de los presentes se taparon los ojos con las manos, impresionados, y otros movieron la cabeza sin poder dar crédito a lo que estaban viendo.
—No sabemos qué ha ocurrido —siguió el secretario de Estado—. La investigación aún está en marcha. Los tres camiones cisternas llevaban remolque e iban acompañados por sendos vehículos policiales —uno delante y uno detrás— con diez hombres cada uno.
Señaló hacia dos restos negruzcos en los campos.
—No hay supervivientes. La investigación no va a ser rápida porque casi no tenemos personal, ni materiales a nuestra disposición.
—¿Ha sido un accidente o un ataque? —preguntó el canciller.
—De momento no podemos asegurarlo. El hecho es que pasaron diez horas entre la llamada de la central nuclear de Philippsburg y el descubrimiento de la desgracia.
—Dios santo, ¿por qué tanto tiempo?
—¡Porque ahí fuera el mundo entero está extenuado! —exclamó el secretario de Estado—. Porque cada vez tenemos menos personal disponible. Porque la emisora de emergencia no funciona en muchos territorios. Porque… —No le salieron las palabras, le empezaron a temblar los labios y luchó para contener las lágrimas.
Por favor, nada de perder los nervios, suplicó Michelsen en silencio. Ya habían perdido a dos personas.
—Hasta hoy al mediodía no hemos podido enviar el siguiente transporte de carburante, y no llegará a Philippsburg en menos de seis horas.
En la pantalla apareció un estanque enorme que recordaba a una piscina cubierta.
—Ésta es la pila de desactivación para la barras de combustible que se han agotado en la central nuclear de Philippsburg I. Aquí se almacenan las barras que ya no van a utilizarse. En muchas centrales hay más barras de combustible en la piscina pila de desactivación que en el propio reactor. Como siguen estando muy calientes, tienen que enfriarse durante años. La pila de Philippsburg I siempre ha tenido problemas de garantía porque se encuentra fuera del contenedor de seguridad del reactor, en la parte alta del edificio, justo por debajo del tejado. Durante la mayor parte del tiempo, el sistema eléctrico de emergencia fue completamente insuficiente y no había ninguno que fuera específico de la pila de desactivación, sino que tuvo que establecerse de manera improvisada después de la parada del reactor. Actualmente no está protegido contra el impacto de un avión. Pero como podemos ver, no es necesario. Según informa la empresa explotadora, el carburante para la refrigeración de la pila de desactivación se agotó a lo largo de la noche. La dirección no se atrevió a desviarlo del sistema de refrigeración de emergencia de los reactores. Desde entonces no se ha podido refrigerar el agua de la pila y, a causa del calor que desprenden las barras de combustible, en su mayoría se ha evaporado. Para el momento en que llegue el suministro de carburante, lo más probable es que haya desaparecido por completo. Es muy posible que los elementos más calientes ya hayan empezado a fundirse. No es necesario que explique a ninguno de los presentes lo que eso significa… ¿O quizás sí? Como la pila de desactivación no se encuentra en el contenedor de seguridad, esta fusión nuclear tiene lugar en pleno edificio. Con ellos, el interior del edificio recibirá tanta radiación que ya no se podrá entrar en él. No quiero llamar al mal tiempo, pero en caso de una explosión incluso Mannheim y Karlsruhe podrían verse amenazadas.
—¡Maldita sea! —bramó el canciller, golpeando la mesa con el puño tan fuerte que hasta tembló la pesada madera—. ¡Salimos de una y entramos en otra! ¡Pasamos de Guatemala a Guatepeor!
—El siempre citado riesgo residual —murmuró Michelsen.
—¿Y qué pensáis? ¿Debemos evacuar los alrededores? —preguntó el canciller.
—Aunque queramos, no podemos hacerlo con rapidez —respondió el secretario de Estado—. La comunicación con los equipos de emergencia locales de todo tipo es bastante complicada. Aunque sólo estuviéramos hablando de un par de kilómetros a la redonda, necesitaríamos cientos de vehículos, además de conductores y combustible, y en la situación actual… —se quedó mirando la mesa que tenía delante, muy turbado y moviendo la cabeza— sólo nos queda rezar.
Bruselas
Al final, en el depósito les quedó suficiente combustible para llegar al siguiente cambio. Una vez allí, Shannon y Manzano engancharon su vehículo al tren. El maquinista estaba muy lejos, así que no se dio cuenta.
Un cuarto de hora más tarde, el tren se detuvo en una zona urbanizada. Por la disposición de las vías, Manzano supuso que habían llegado a una gran estación de ferrocarriles.
A ambos lados del tren, un montón de soldados se alinearon en una verdadera formación, separados entre sí por unos veinte metros y con un fusil delante del pecho.
—Espero que no nos estén esperando a nosotros —comentó Manzano.
—No te creas tan importante —replicó Shannon—. Están aquí para evitar saqueos.
Un soldado sin fusil pero con megáfono recorría el tren y ordenaba en francés a la gente que bajara y se alejara con tranquilidad. Los polizontes, efectivamente, bajaban de los contenedores y de los vagones y arrastraban sus magras pertenencias entre los soldados, que no se movieron. Manzano y Shannon se mezclaron con la multitud y nadie reparó en ellos.
—Te lo dije —recalcó Shannon, que seguía a los demás por las vías hasta los andenes—. Están aquí sólo por la carga.
Los carteles de la estación les confirmaron que habían llegado a Bruselas.
—Tendríamos que llegar al Centro de Monitorización e Información de la Unión Europea antes de que oscurezca.
—Ya, pero primero tendremos que saber dónde se encuentra.
En el vestíbulo de la estación, cientos de personas habían dispuesto un lugar improvisado para dormir. Las taquillas estaban cerradas, pero Manzano descubrió a un hombre enfundado en un chaleco de seguridad amarillo, que observaba todo el ajetreo desde cierta distancia.
—¿Adónde quieren ir? —preguntó, después de que Shannon y Manzano lo hubieran intentado en inglés.
—Al Centro de Monitorización e Información —repitió Manzano.
El hombre se encogió de hombros.
—Ni idea de dónde está eso. Yo sólo conozco la sede de la Comisión Europea.
—¿Y cómo llegamos allí?
—Con un taxi.
—¿Circulan los taxis?
—Por supuesto que no —respondió el hombre, sarcástico—. Aquí ya no circula nada. Tendrán que ir a pie.
Les indicó la salida.
—Cojan esa calle y giren a la derecha. En la siguiente, vuelvan a girar a la derecha. Es la Avenue Leopold III. Sigan hasta el Boulevard General Wahis, y al llegar a la rotonda giren a la derecha…
—No podré recordarlo —interrumpió Manzano.
—Yo hasta aquí lo tengo —intervino Shannon—. Tú presta atención a partir de ahora.
Su interlocutor los miró con aire dudoso.
—De acuerdo —dijo Manzano—. La rotonda, ¿qué más?
—En la Chaussée de Louvain giren a la izquierda, por la Avenue Milcamps, que desemboca al final en la Rue des Patriotas, y al cabo de poco tiempo volverán a la Rue Franklin, que los llevará directamente al edificio principal de la Comisión Europea.
—¿Lo tienes? —quiso saber Shannon.
—Eso espero —dijo Manzano. Y luego, dirigiéndose al hombre, le preguntó—: ¿Cuánto cree que tardaremos en llegar?
—Calculo que una hora.
Manzano ya tenía tanto frío que a pesar de la pierna herida se alegró de emprender la marcha.
Centro de mando
Al principio se sintieron intranquilos. Desde el día anterior, muchos de los ordenadores que habían hackeado para monitorizar las comunicaciones entre los gabinetes de crisis y las principales organizaciones, como la Europol, se habían ido desconectando temporalmente, y cada vez eran más. También el tráfico de e-mails se había reducido considerablemente. ¿Habrían descubierto sus escuchas? Esperaron; no emprendieron ninguna acción. En realidad había sido casi demasiado fácil. A través de las redes sociales como Facebook, Xing o LinkedIn, entre otras, habían conseguido miles de direcciones de correos electrónicos de los empleados de las autoridades y las diferentes empresas energéticas. Sólo habían tenido que enviarles un e-mail personalizado con una invitación para visitar una página web que ofrecía viajes especialmente baratos para «empleados afortunados».
En dicha página se podían encontrar realmente ofertas muy baratas, aunque no eran nada extraordinario: propuestas muy parecidas a las que recibían los miembros de los clubes automovilísticos o los titulares de ciertas tarjetas de crédito. La diferencia se hallaba en los vídeos y los datos en PDF con los que se informaba a los visitantes. En cuanto alguien los abría en pantalla, un código malicioso escondido en su interior intentaba infectar al visitante. Para ello cargaba un programa EXE desde otra página web. Si lo conseguía, el programa se iniciaba sin conocimiento del usuario y se instalaba en el disco duro local, a fin de ejecutarse en cuanto se reiniciase el ordenador.
En unos pocos meses habían infiltrado prácticamente todos los objetivos, numerosas empresas y los sistemas de los Estados europeos más significativos, así como de los Estados Unidos. En cuanto el usuario reiniciaba el ordenador, el malicioso programa empezaba a analizar con precisión la red que lo rodeaba. Analizaba las rutinas del usuario y descubría sus niveles de acceso. De esta manera se iba abriendo camino, lentamente, hasta el servidor. Especialmente interesantes eran, por supuesto, los espacios compartidos, los espacios de disco en los servidores en los que interactuaban muchos trabajadores. Ése era el siguiente punto de instalación del programa. Y cuando conseguía llegar hasta allí, empezaba a racabar informaciones importantes, como las cuentas de los usuarios, los datos de los contactos en el listín telefónico y el sistema de la oficina del personal, todos los planos técnicos de los edificios y de las redes informáticas, detalles del hardware instalado y mucho más, llegando incluso al nivel del trabajo manual. Durante la noche enviaba todo esto a un servidor web externo. Allí estaban esperando los programadores, que se habían unido a través de foros anónimos en Internet y que ahora analizaban la información y descubrían las claves de acceso correspondientes a cada cuenta. De la misma manera se identificaban portátiles que tenían instalado Skype y otros programas de telefonía a través de Internet. Las cámaras y los micrófonos se habían activado sin el conocimiento de sus propietarios.
Pero ahora, sorprendentemente, estaban empezándose a apagar todos estos ordenadores y los estaban privando de sus ojos y oídos en los centros de mando del enemigo.
En un e-mail del gabinete de crisis francés la búsqueda automatizada de palabras clave dio finalmente con una noticia. Procedía directamente de la oficina del Presidente. En ella se ordenaba a todos los trabajadores de las instituciones públicas que sólo encendieran los ordenadores y el resto de aparatos eléctricos cuando fuera absolutamente imprescindible, con el fin de no malgastar la electricidad de emergencia. En el plazo de pocas horas descubrieron mensajes semejantes en numerosos sistemas gubernamentales.
Esto era una sorpresa, y muy positiva, por cierto. Si en sólo una semana las autoridades más importantes se veían obligadas a economizar la electricidad de emergencia, el colapso total no podía tardar mucho más. Bien. Cuanto antes, mejor. Todo final era un principio. Como las ruinas de las viejas civilizaciones, que quedan engullidas por la jungla, así también los hombres iban a recuperar su vida.
Bruselas
Tuvieron que preguntar en dos ocasiones más y necesitaron más de una hora. Estaba anocheciendo cuando llegaron ante el enorme edificio, en cuya entrada unas letras gigantescas informaban: «Europese Commissie – Commission européenne».
En el interior brillaba alguna que otra luz. Solos o en pequeños grupos, había personas que entraban y salían del vestíbulo acristalado. Tras los vidrios, algunos hombres vestidos de azul oscuro que miraban hacia la calle.
Shannon contempló a Manzano desde la frente hasta los sucios zapatos. Parecía un pordiosero. Luego se echó un vistazo a sí misma y comprendió que ella no tenía un aspecto mucho mejor.
—Sí —dijo Manzano, leyéndole el pensamiento—, y seguro que también olemos igual. Pinta que les va a apetecer mucho recibirnos…
Aún no habían puesto una mano sobre la puerta cuando ya tenían delante a uno de los agentes de seguridad.
—Entrada sólo para el personal —explicó, en francés.
—Yo trabajo aquí —respondió Manzano, con firmeza, en inglés.
Intentó pasar a su lado, pero se topó con su brazo extendido.
—Su acreditación, entonces —exigió el hombre, ahora también en inglés.
—Acompáñeme hasta la recepción —ordenó Manzano.
La situación le recordaba demasiado a la que había vivido en Enel la mañana siguiente al inicio del apagón. En ese caso también se había tenido que abrir camino en una empresa en la que, al final, volvieron a echarlo a la calle sin ningún miramiento.
—Soy colaborador externo del CIM —explicó Manzano—. Puede preguntar por mí a Sonja Angström, por ejemplo. Trabaja aquí. Si no me deja pasar, tendrá usted muchos problemas, se lo garantizo.
El agente de seguridad vaciló.
—Venga conmigo.
Manzano respiró hondo. Shannon y él lo siguieron hasta un largo mostrador de recepción.
—Queremos ver a Sonja Angström, del Centro de Monitorización e Información —explicó Manzano al funcionario que estaba ahí sentado—. Dígale que ha llegado Piero Manzano.
El hombre tras el mostrador le dedicó una mirada crítica.
—Por favor —añadió Manzano, suavizando algo el tono al sentir en el cogote el aliento del agente de seguridad.
El conserje apretó un botón que tenía delante y habló en el auricular que llevaba a la oreja. Esperó y volvió a hablar. No les quitó los ojos de encima. Escuchó lo que le decía su interlocutor al otro lado de la línea y le dio las gracias en voz baja.
—Esperen allí —indicó a Manzano, señalándo un grupo de bancos pensados para las visitas.
El agente de seguridad no los siguió, pero no dejó de observarlos desde su puesto de vigilancia, frente a la puerta.
Angström salió del ascensor y recorrió el vestíbulo con la mirada. Tuvo que fijarse en él dos veces para reconocer a Piero Manzano. A su lado estaba sentada una mujer joven con el cabello revuelto, que le habría parecido bastante guapa en otras circunstancias. Al acercarse a ella, Angström también reconoció su cara.
—¡Piero! Dios mío, ¿qué os ha pasado? —Dio un paso atrás—. Y… qué olor…
—Lo sé. Es una historia muy larga. Ésta es Lauren Shannon, periodista americana.
—Oh, la conozco —reconoció Angström—. Fue la primera en informar sobre el ataque contra la red eléctrica, ¿verdad? Ahora entiendo de dónde obtuvo la información —dijo, sonriendo. Y luego, dirigiéndose a Shannon, añadió—: Piero es único…
—Shannon y yo nos conocimos en La Haya —aclaró Manzano—, gracias a François Bollard, ¿te acuerdas de él? Otra larga historia.
Angström se descubrió preguntándose involuntariamente si Manzano sólo habría vivido «largas historias» con la joven americana.
—¿Qué hacéis en Bruselas? ¿Otra historia? ¿O estás aquí por la Europol?
—Es posible que haya dado con una pista sobre los atacantes —respondió Manzano.
—¿Todo el mundo anda desesperado intentando descubrir quién puede ser el responsable de esta catástrofe, y resulta que tú ya lo sabes?
—Yo no he dicho que lo sepa. Pero es posible que tenga una pista. En su momento tenía buen olfato.
Angström asintió con la cabeza.
—Pero para ello necesito electricidad y una conexión a Internet. Pensé que quizá podríais ayudarme.
Angström rio con cansancio.
—Me haces mucha gracia. Aquí no puede entrar cualquiera y…
—Yo no soy cualquiera, Sonja —la interrumpió Manzano.
La desconcertó que la llamara por su nombre.
—¿Por qué no la Europol?
—Ellos me enviaron a Alemania. Desde allí esto era lo más cercano. Explicado en pocas palabras.
Angström suspiró.
—Bueno… algunos de nuestros compañeros no vienen a trabajar. Viven lejos, o tienen otras razones… hay puestos libres. —Se mordisqueó los labios—. Da igual, de todas formas todo esto está manga por hombro. —Con un gesto de cabeza les indicó que la siguieran—. Esto me lo puedo permitir con mi puesto. Pero primero os tengo que registrar y tenéis que daros una ducha.
—¡Encantados!
—Tenemos baños, que es el primer sitio al que vamos a ir. ¿Disponéis de alguna muda?
—Yo sí —respondió Shannon.
—Yo no —contestó Manzano.
—Quizá consiga algo para ti —sugirió Angström.
Estaban delante del mostrador.
—Dos pases de visitante, por favor —ordenó Angström al conserje de la nariz arrugada.
Le entregaron dos tarjetas de plástico, parecidas a las de crédito, que sus invitados podían colgarse de la ropa.
—¿Estáis en contacto con la Europol? —preguntó Manzano, de camino hacia los ascensores.
—En realidad, no.
—Me gustaría comprobar mis investigaciones antes de ponerme en contacto con ellos —le aclaró a Angström.
Ella lo miró con escepticismo, pero se limitó a decir:
—De acuerdo. Y en cuanto a ti —dijo mirando a Shannon, mientras subían al ascensor—, todo lo que veas y oiga aquí debe quedar en el más absoluto secreto. ¿Entendido?
—Desde luego —respondió Shannon.
Ratingen
—¡Los tenemos! —explicó la persona que llamaba por radio desde Berlín—. El equipo de vigilancia de una instalación transformadora de alta tensión los descubrió después de que hubieran provocado un incendio.
—¿Dónde?
—Cerca de Schweinfurt.
Schweinfurt. Hartlandt no intentó imaginarse lo lejos que estaba. Buscó en el ordenador el mapa de Alemania. A unos trescientos kilómetros al sudoeste de Ratingen.
—¿Y los han reducido?
—Hemos pedido un helicóptero de refuerzo. Está en camino y vigilará desde una altura segura. Los GSG 9 —la unidad de operaciones especiales de la policía alemana— ya está informada.
—Tengo que ir.
—El helicóptero aterrizará en veinte minutos en el aparcamiento de Talaefer.
Bruselas
Dos minutos. Ni uno más. Angström le había dejado muy claro que ése era el máximo permitido. Manzano nunca había disfrutado tanto de una ducha tan rápida. Cuando salió de la cabina con la toalla enrollada alrededor de la cintura, la sueca lo estaba esperando con un hatillo de ropa.
—Pantalón y camisa. De un colega que los tenía como reserva en un cajón, pero que hace días que no aparece. Te quedarán un poco cortos, pero son mejor que nada. Tus cosas las he tirado a la basura. Ninguna lavadora habría podido salvarlas. Aunque hasta eso tenemos aquí, porque instalaron algunas para los trabajadores.
Manzano intentó ponerse el pantalón de manera que ella no viera la herida de la pierna.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó ella, que por supuesto la vio.
—Una caída tonta —mintió.
—Tiene mal aspecto.
—A mí tampoco me gusta, la verdad. Pero dime, ¿cómo te va a ti? —le preguntó, cambiando de tema mientras se vestía.
—Bueno, prácticamente vivo aquí —le respondió, encogiéndose de hombros—. A casa sólo voy a dormir, y no siempre. Las líneas de emergencia para los trabajadores no funcionan bien. En bicicleta es una hora y media, una caminata. Pero bueno, así no cojo frío y hago deporte, porque me perdí las vacaciones de esquí.
—¿Sabes algo de tus amigas y del viejo Bondoni?
—Nada desde que nos fuimos —replicó, angustiada.
Delante de las duchas se encontraron con Shannon.
—No me iré nunca de aquí —suspiró la periodista, encantada, con unos tejanos limpios y un jersey.
—Pues me temo que sí —replicó Angström—. Tienes que venir con nosotros al CIMUE.
Manzano había imaginado que el Centro de Monitorización e Información de la Unión Europea, una de las unidades políticas más importantes del mundo, sería algo espectacular. Sin embargo, Angström los condujo a un pequeño despacho en la sexta planta.
—Esto es una pequeña sala de reuniones —les explicó—. Tenemos una red para invitados a la que te puedes conectar a través de la WLAN.
—No puedo. —Señaló su portátil—. La batería está vacía. Necesito un cargador. ¿Tenéis uno?
Angström rebuscó en una conexión y abrió un armario auxiliar.
—Aquí tienes dos portátiles, quizá alguno te sirva.
Manzano los probó y, efectivamente, pudo utilizar el cargador de uno de ellos.
—Si alguien os pregunta qué es lo que estáis haciendo —les indicó Angström— me lo enviáis.
—Tú diles que somos de los servicios informáticos. Aquí sois miles de trabajadores y seguro que hay muchísimos que no se conocen entre sí.
—Es cierto. Bueno, yo estaré dos puertas más allá. Me pasaré por aquí de vez en cuando.
Manzano se dejó caer en un sillón y encendió su portátil sobre su regazo.
Shannon se sentó al otro lado del escritorio.
—Cuando pienso que hay millones de personas que llevan una semana pasando lo que nosotros vivimos ayer… —comentó Shannon, y miró pensativa por la ventana—, me sorprende que ahí fuera no se haya desencadenado el apocalipsis.
—En parte ya es así —le aclaró Manzano—. Pero la mayoría de la gente está demasiado ocupada sobreviviendo. No tienen tiempo ni energía para alborotar.
El italiano dio un respingo cuando se abrió la puerta.
Era Angström, que entró con una bandeja y la dejó sobre la mesa.
—Café caliente y algo para comer. Tenéis pinta de necesitarlo.
Manzano tuvo que hacer un verdadero esfuerzo de contención para no abalanzarse sobre la comida.
—Muchas gracias…
—Si pasa algo, como ya he dicho, estoy a dos puertas. Mi extensión es la 27. Hasta luego —dijo, y cerró la puerta a su espalda.
—Sólo falta que te de sus medidas —dijo Shannon con la boca llena, sonriendo—. Le gustas.
Manzano sintió que se estaba ruborizando.
A Shannon se le escapó una carcajada.
—¡Anda! ¡Ella a ti también!
—Déjalo. Tenemos que hacer.
—Tú tienes que hacer —replicó Shannon, divertida, y tragó un bocado—. Yo solo tengo que comer, beber café… —arrastró la silla al otro lado de la mesa y se puso a su lado— y mirarte.
Ratingen
Hartlandt corrió agachado bajo las hélices en marcha del EC 155 y subió al helicóptero en el que lo esperaban ocho hombres del GSG-9. El EC 155 era el helicóptero más pequeño y rápido a disposición de las unidades antiterroristas. Con su velocidad punta de trescientos kilómetros por hora alcanzarían su objetivo en una hora. Hartlandt aún no se había sentado del todo cuando la máquina empezó a elevarse. Uno de los hombres le entregó un casco para que pudiera comunicarse con los demás. Se pondría el chaleco antibalas poco antes del ataque. El comandante de la tropa le informó sobre la situación:
—Dos vehículos sin identificar se turnan en el seguimiento de los criminales. Nos comunicamos por radio. Hasta el momento no parece que se hayan dado cuenta de que los seguimos, o al menos no han emprendido ninguna maniobra de huida. El segundo equipo ya está a medio camino, pero se limitarán a seguirlos desde una distancia determinada, sin intervenir, hasta que lleguemos.
—Espero que los equipos de tierra no los hayan perdido para entonces.
—Aunque eso ocurriera, tenemos una buena descripción: un Mercedes Transporter verde militar.
—Muy listos. Si circula algún vehículo, tendrá ese color. ¿No podemos enviar algunos drones por delante?
—No hay ninguno estacionado a una distancia próxima. Y no habrá tantos Transporter del ejército en circulación por esa zona, descuida.
—No sólo tenemos que detener a los objetivos, sino que debemos interrogarlos.
—Ésa es la prioridad de la intervención.
—Está oscureciendo.
—No es ningún problema. El piloto puede navegar con aparatos de visión nocturna. No facilita el ataque, precisamente, pero la oscuridad aumenta las posibilidades de sorprenderlos.
Bruselas
A Shannon jamás le había sabido tan bien un simple bizcocho.
—¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó a Manzano.
—¿Te acuerdas de la dirección IP sospechosa que descubrí antes de que la batería se me fundiera y nos robasen el Porsche?
—¿Ésa a la que tu portátil enviaba datos secretos cada noche?
—Exacto. Voy a conectar con ella.
Introdujo la dirección IP en el campo correspondiente del navegador de Internet. En la ventana del navegador aparecieron unos enlaces sobre la palabra «RESET», con dos campos, uno encima del otro, en el centro de la pantalla. El superior llevaba el nombre de «usuario» y el inferior «clave de acceso».
—Fíjate en esto —murmuró Manzano.
—Hasta aquí hemos llegado —comentó Shannon.
—No por mucho tiempo. Alguien está muy seguro de sí mismo.
—¿Por qué?
—Porque no ha trabajado con servidores anónimos o con otros métodos de ocultación. La persona que colocó los e-mails en mi ordenador trabajaba desde un sitio protegido con nombre de usuario y clave de acceso. Detrás de eso se puede esconder algo mucho más importante.
—O un truco.
—O un truco, cierto. Ya lo veremos.
—¿Qué es lo que vas a ver? No conoces el nombre del usuario ni la clave de acceso, ¿no? Pues se acabó. Qué desastre.
—Aún no se ha acabado nada…
Shannon sostuvo su taza de café con las manos y bebió un sorbo pequeño.
—¿En este caso, «RESET» se trata de una orden? —preguntó—. ¿O de un nombre? ¿O de qué?
—De un nuevo comienzo —murmuró Manzano.
Pasó el cursor sobre el nombre sin que ocurriera nada, pero no cliqueó sobre él por razones de seguridad. Quién sabía lo que podía esconderse ahí detrás.
—Primero voy a ocuparme del nombre de usuario y la clave de acceso —murmuró Manzano.
—¿Cómo quieres averiguar el nombre de usuario y la clave de acceso de una página que no conoces? No tienes ningún punto de referencia.
Alguien llamó a la puerta, y luego abrió sin esperar a que le respondieran y le dejaran pasar.
Tras la puerta apareció la cabeza de un hombre; llevaba gafas de diseño, y los miró, sorprendido.
—Oh, pensé… ¿Quiénes son ustedes?
—Departamento de informática —respondió Manzano—. Tenemos que arreglar una cosa.
—Ah. Bueno, perdonen la interrupción.
Cerró la puerta y Manzano y Shannon pudieron seguir con su tarea.
—Volvamos al tema —insistió Shannon—, ¿cómo vas a descubrir el nombre de usuario y la clave de acceso de una página desconocida si no tienes ningún punto de referencia?
—Es posible que no los necesite —respondió Manzano, que introdujo otra dirección nueva—. Existen programas para personas que quieren entrar en ordenadores ajenos…
—¿Y se pueden conseguir en Internet con tanta facilidad?
—Efectivamente —confirmó Manzano, que no apartó la vista de la pantalla, donde le sonreía un joven con unas gafas enormes—. Como por ejemplo este: Metasploit.
—¿Qué es lo que hace?
—Con él se pueden realizar comprobaciones de seguridad…
—… o encontrar agujeros en la seguridad.
—Lo has captado. Espero que me dejen descargarlo.
Apretó el botón de descarga y al cabo de pocos segundos el programa estaba cargado. Manzano lo instaló y lo puso en marcha.
—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Shannon.
—Introduzco direcciones IP sospechosas en el software. Después elijo los métodos con los que quiero comprobar las páginas. Voy a intentarlo con una inyección SQL. Te ahorro los detalles porque para ello necesitarías un cursillo de informática o de análisis informáticos. —Se echó hacia atrás—. Esto puede tardar un poco.
La Haya
Habían escogido una sala de reuniones especial en la que no había ningún ordenador excepto el de Bollard, que no estaba conectado a la red interna. Después de la presentación, Bollard iba a borrar todo rastro de antes de volver a conectar el aparato a la red.
—El hombre se llama Jorge Pucao —explicó Bollard—. Nació en 1981 en Buenos Aires y fue criado en la ciudad. Activo políticamente durante su etapa de estudiante, llamó la atención durante las manifestaciones contra el inicio de la crisis económica.
En la pantalla de la pared podía verse el rostro airado de un joven que estaba gritando y que alzaba el puño contra un contrincante invisible en medio de un grupo de rostros similares al suyo.
—Durante el punto culminante de la crisis, en el cambio de milenio, Pucao estaba estudiando ciencias políticas e informática en Buenos Aires, y estaba muy comprometido políticamente con las manifestaciones y con la organización de un servicio de intercambio que en aquella época fue muy popular en Argentina, porque el peso había perdido casi todo su valor a causa de la crisis económica y financiera, además de la bancarrota del Estado, y había empobrecido a gran parte de la clase media. En 2001, Jorge Pucao fue detenido durante las protestas contra la cumbre del G-8 en Génova.
Ni siquiera las poco favorecidas fotos policiales, que mostraban los rizos sudorosos de Pucao, podían ocultar su atractivo.
—Mientras tanto, su padre se suicidó como consecuencia de la crisis. Pucao regresó a su país e intensificó sus actividades. En esa época parece que no tiene un objetivo concreto; quizá estuvo probando las variantes que le parecían más interesantes, o quizá sólo quería divertirse.
En un muro gris de cemento parecía que el moho había formado como por arte de magia una frase escrita en castellano: «Cultivar la equidad».
Como experto en terrorismo, Bollard se había tenido que enfrentar a formas inocuas de protesta, como la Guerrilla Gardening, cuyos activistas mezclaban mantequilla y moho para pintar los muros de hormigón. El moho crecía alimentándose de la mantequilla y adoptaba la forma que se había dispuesto en la pintada. Así podían cobrar vida consignas como la que acababan de ver.
—Sus actividades iban desde la Guerrilla Gardening hasta la guerrilla sobre las comunicaciones, pasando por el apoyo a empresas basadas en la autoorganización, como ocurría con mucha frecuencia en esa época.
Una foto de grupo mostraba a personas jóvenes de todos los colores, entre ellos tanto rastas como estudiantes con camisas Oxford azules. En medio se encontraba Jorge Pucao, con los rizos peinados hacia atrás, mirada despierta y la camisa de color claro por encima de los tejanos.
—En 2003, Argentina había dejado atrás lo peor de la crisis y Pucao inició un Máster en la School for Foreign Service de la Universidad de Georgetown, en Washington, uno de los mejores centros de formación para emprender una carrera política en organizaciones internacionales o caritativas. Pudo financiar los estudios gracias a su capacidad como experto independiente en informática, curiosamente en el ámbito de la seguridad online. En paralelo se unió al movimiento antiglobalización. Parece que se fue radicalizando, como demuestran un artículo y un supuesto manifiesto que publicó en su página web. Más tarde podrán revisar todos los documentos bajo el epígrafe «Pucao_lit» en la base de datos —añadió Bollard, con la esperanza de que los asistentes se animasen a hacerlo.
Él había hojeado algunos de los archivos, pero no había profundizado en ellos. Lo que le llamaba la atención a primera vista era la disciplina de la argumentación, que faltaba en la mayoría de los panfletos de los diversos radicalismos, cuyos discursos se perdían en palabras y acusaciones caóticas.
—En Estados Unidos también entró en contacto con grupos primitivistas. Para los que el nombre no les diga nada explicaré que, en esencia, sus partidarios pretenden volver al estilo de vida preindustrial, y muchos rechazan nuestra civilización. En cualquier caso, no parece que estos contactos fueran muy intensos. Sería sorprendente, teniendo en cuenta que Pucao se ganaba la vida con la tecnología más moderna. Pero ya nos hemos dado cuenta de que el muchacho es bastante ambivalente.
»En 2005 culminó con éxito sus estudios en Washington. Volvió a protestar durante la cumbre del G8 en los Gleneagles escoceses. De regreso a Estados Unidos, siguió trabajando como especialista en informática. Hay sospechas, pero ninguna prueba, de que en todos estos años también estuvo activo como hacker.
Llegó Bollard por fin a la foto de grupo de la Conferencia en Shangai que le habían enviado los alemanes.
—En 2006 participó en Shangai en una Conferencia sobre Seguridad en Internet. Hermann Dragenau asistió a la misma conferencia, como demuestra esta foto, en calidad de responsable de producto en Talaefer, un conglomerado tecnológico del que se sospecha que puede manipularse su software de control para centrales eléctricas.
—Si lo he entendido bien —preguntó el colaborador de Bollard, Christopoulos— ¿estamos elucubrando a partir del gran parecido de un perfil fantasmal con la foto de una persona que hace un par de años asistió a la misma conferencia que Hermann Dragenau, del cual creemos que pudiera tratarse de un terrorista?
—Bueno, tenemos alguna cosa más —respondió Bollard.
Proyectó una lista visualmente mucho menos espectacular de letras y números.
—Como todos sabemos, después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos empezó a almacenar los datos de los pasajeros de las líneas aéreas. Pues bien, desde 2007 la Unión Europea se declaró dispuesta a compartir con Estados Unidos los datos de los pasajeros procedentes de o con destino a ese país. Por eso sabemos que entre 2007 y 2010 Pucao viajó frecuentemente de Estados Unidos a Europa, y también sabemos que su destino europeo más frecuente era el aeropuerto de Düsseldorf, a un tiro de piedra de la residencia de Dragenau. Pero aún hay más. En 2011 Dragenau pasó las vacaciones en Brasil. Disponemos de fotos y planes de viaje. En la misma época, Pucao voló al país y permaneció dos días allí. Demasiado poco para unas vacaciones, ¿no les parece?
—Pero no tenemos ninguna prueba de que se encontrasen —apuntó Christopoulos—. Y aunque las tuviéramos, eso no significaría nada.
—Eso es cierto, pero…
—Perdone que le interrumpa, pero hay algo más que me sorprende: si estos dos hombres son sendos genios de la informática y están planeando el Apocalipsis, es obvio que saben que todas sus actividades están dejando un rastro digital, ¿no? ¿Por qué no actúan entonces con más cuidado? ¿O por qué no desaparecen completamente?
—Quizá porque se sienten seguros —respondió Bollard—, o porque les da igual. De momento sólo podemos especular.
—Tampoco has mencionado nada más sobre sus actividades políticas durante los últimos años.
—A eso iba ahora. En este sentido, Pucao cambia sorprendentemente su comportamiento después de 2005. No vuelve a pisar el escenario en los acontecimientos de esos años, como por ejemplo los encuentros del G8 o similares, a lo que es necesario añadir que las protestas de los enemigos de la globalización se vuelven cada vez más débiles en esos años. También deja de publicar casi por completo. La última entrada política en su blog es del 18 de noviembre de 2005. Tampoco está activo en las redes sociales, al menos con un nombre que lo pueda identificar con claridad.
—Insinúas que esto puede deberse a dos razonesm ¿no? —reflexionó Christopoulos—. O bien ha renunciado a su compromiso o bien sigue adelante con su plan, pero no quiere llamar la atención…
—… porque está preparando algo en secreto. Exacto. Piensa en los atentados del 11 de septiembre de 2001. En primer plano, estudiantes —o similares— más o menos valientes que pasan desapercibidos, que se amoldan a las circunstancias, mientras planean en silencio el peor atentado terrorista desde el final de la Segunda Guerra Mundial. O piensa en el loco de Noruega en 2011.
—Pero a pesar de eso tenía que contar con que íbamos a dar con él.
—Por supuesto. Lo tenemos en las bases de datos. Pero desgraciadamente las fotos no son lo suficientemente buenas como para que el software de reconocimiento de rostros pueda establecer una identificación con nuestra imagen fantasmal.
—¿Cuántos millones ha costado el aparato? ¿Y no ha sido capaz de identificar ninguna de estas caras?
—Eso tendremos que averiguarlo.
—De todos modos, y aunque Pucao pertenezca realmente al grupo de atacantes, nos siguen faltando todos los demás —siguió diciendo Christopoulos, jugando a hacer de abogado del diablo, cosa que ya le parecía bien a Bollard—. Los dos solos no han podido organizar este ataque general.
—No. De ahí puedes deducir que, de momento, todos los servicios de inteligencia en Europa, Estados Unidos y los países amigos están investigando todos los contactos que puedan encontrar sobre Dragenau y Pucao.
—Siempre que estén en condiciones de hacerlo —suspiró Christopoulos—. Si la situación en Estados Unidos se parece a la nuestra, tendrán muchas dificultades para encontrarlos. Pero no porque sean terroristas, sino porque se encontrarán en algún gimnasio o en un centro comunitario durmiendo en un colchón en medio de cientos de personas, o estarán haciendo cola ante un centro de distribución de alimentos.
Bruselas
—No me lo puedo creer —susurró Manzano.
—¿El qué? —preguntó Shannon, también en un susurro.
—El campo para introducir el usuario… —explicó Manzano—. Es vulnerable. Quiero decir que uno puede atravesar el campo y acceder a los datos de la página web prácticamente sin un nombre de usuario.
—¿Cómo es posible?
—Pésimas medidas de seguridad por parte de los responsables.
—¿De qué datos se trata?
—Enseguida lo veremos.
En pantalla apareció una lista muy larga:
blond
tancr
sanskrit
zap
erzwo
cuhao
proud
baku
tzsche
b.tuck
sarowi
simon
…
—¿Qué es esto?
—Con un poco de suerte quizá se trate de una lista de los usuarios de la página web —respondió Manzano—. Y a continuación buscaremos las claves de acceso.
Descargó los datos en el ordenador y varios segundos más tarde los pudo abrir.
En la pantalla apareció una caótica ensalada de cifras y letras.
Downloaded table: USERS
sanskrit:36df662327a5eb9772c968749ce9be7b
sarowi:11b006e634105339d5a53a93ca85b11b
tzsche:823a765a12dd063b67412240d5015acc
tancr:6dedaebd835313823a03173097386801
b.tuck:9e57554d65f36327cadac052a323f4af
blond:e0329eab084173a9188c6a1e9111a7f89f
…
—Fíjate en esto… —comentó Manzano.
Alguien llamó a la puerta, que se abrió de golpe. Manzano cogió el portátil para cerrarlo con rapidez si era necesario.
Era Angström.
—Nos has asustado —le reprochó Manzano.
—¿Estáis haciendo algo ilegal?
—No. Hemos encontrado cosas muy interesantes.
—Ven aquí, mira —le indicó Shannon—. Lo que Piero tiene entre manos resulta fascinante, aunque totalmente incomprensible…
Angström miró la pantalla.
—Me parece increíble —comentó.
—A mí también —asintió Manzano—. ¿Cómo se puede ser tan descuidado? Mirad aquí —dijo y señaló el principio de las líneas—. Éstos son los nombres de usuario de esta página web, expresados con claridad y sin ninguna encriptación. Esto significa que podemos rellenar el campo superior. La combinación de números que llevan detrás son las claves de acceso o, dicho con mayor propiedad, y ése es el problema, los llamados «hash» de la clave, que dan como resultado su encriptación.
—Entonces no podemos seguir —concluyó Shannon.
—Es posible —reconoció Manzano, que volvió a hacer volar los dedos sobre el teclado—. Si los responsables han trabajado con limpieza, hemos llegado al final. Pero nunca deja de sorprender lo descuidados que pueden llegar a ser los profesionales en este ámbito, y, la verdad, visto lo visto…
Volvieron a llamar a la puerta. Angström se dio la vuelta, nerviosa, se acercó a ella y la abrió, pero sin dejar que nadie entrase en la sala. En el pasillo, Manzano reconoció al hombre con las gafas de diseño.
—Ah, siguen aquí… —comentó.
—Yo los he llamado, son de los servicios informáticos —explicó Angström.
Manzano pudo ver cómo el hombre intentaba echarles un vistazo a Shannon y a él por encima del hombro de Angström.
—¿Los servicios informáticos? —repitió el hombre—. Cuando yo los necesito, tardan semanas en aparecer. No hay como ser guapa…
—Muchas gracias —lo cortó Angström.
—Entonces será mejor que…
Lanzó una mirada a la sala y desapareció.
Angström cerró la puerta y regresó a la mesa.
—¿Qué quería?
—Me ha parecido muy curioso.
—Yo también lo soy —comentó Shannon—. Venga, dime, ¿qué son esos «hash»?
—Los «hash» se crean para que los datos pasen a través de un algoritmo y queden modificados, de manera que sea imposible una traducción inversa. Sólo se puede ir probando y se puede tardar una eternidad. Imagínate una clave de acceso de diez símbolos que puede estar formada por letras mayúsculas y minúsculas, además de cifras. Dicha clave se puede modificar hasta ochocientos cuarenta billones de maneras diferentes. Eso significa que tienes que probar ochocientos cuarenta billones —¡billones!— de variantes. Está claro que para hacer algo así hasta el ordenador más rápido del mundo necesita un buen rato.
—Pero entonces… ¿cómo reconoce la página web que alguien ha introducido la clave correcta?
—A ver, cuando alguien introduce una clave, el algoritmo vuelve a calcular el «hash», es decir, esta ensalada de datos. Si coincide con los valores calculados la primera vez, la calve es correcta.
—¿El ordenador no compara las claves, sino los «hash»?
—Podría decirse así, sí.
—Y a pesar de eso, ¿cómo vas a conseguir las claves?
—Especulo con otras debilidades humanas. En primer lugar tengo la esperanza de que los programadores no hayan incorporado medidas de seguridad adicionales. Además, también espero que alguno de los usuarios fuera demasiado vago para introducir una clave demasiado larga o complicada. Cuanto más corta y simple sea la clave, menos probabilidades tendrá que probar quien intente robarla.
—Pero aun así no es suficiente.
—Para eso existen las llamadas «tablas arcoiris».
—Pareces un neurocirujano —opinó Angström.
—De hecho estoy operando el sistema nervioso de nuestra sociedad.
—¿Y eso de ahí qué es?
—Ahora estoy en una página web que es posible que me resuelva los «hash» a través de «tablas arcoiris».
—¿Y cómo funcionan esas tablas?
—En principio, alguien ha calculado los «hash» de todas las claves sencillas y los ha colocado en estas tablas. El ordenador mira a ver si ya conoce el «hash» concreto.
Con un gesto enfático apretó la tecla de retorno y esperó.
—Esto va a durar un rato.
Bruselas
—Te juro que está ahí sentada —dijo Daan Willaert a su colega, bajándose un vídeo de YouTube en la pantalla de su ordenador. El víedo mostraba a una joven de pelo castaño, sobre un fondo demasiado difuminado como para reconocerlo. Debajo de ella, sobreimpresa, la indicación «Lauren Shannon, La Haya», y algo más abajo, en un banner de fondo rojo: «Presunto ataque terrorista. Italia y Suecia confirman que sus…».
—Vale. ¿Y qué?
—Pues que Sonja ha dicho que son de los servicios informáticos, y que ha puesto todo su interés en que yo no entrara en la habitación.
—Porque quería trabajar y no charlar contigo. Ya tenemos suficiente que hacer como para…
—¿Cuánto hace que trabajas aquí?
—Ocho años.
—¿Y cuántas veces has llamado a los servicios informáticos y te han enviado a una chica guapa?
—Mmm…
—¿Lo ves? Apuesto a que ni siquiera hay mujeres.
—Machista.
—Realista
Willaert cogió la radio y llamó a un número.
—Hola, aquí el MIC. Quería saber si los refuerzos que he pedido están de camino.
—…
—¿O sea que no habéis enviado a nadie? Vale, pues ahora ya sé a qué atenerme.
—…
—No, no es tan importante, gracias.
Colgó y miró a su compañero.
No han llamado a nadie.
Volvió a coger la radio y marcó el número de recepción.
—¿Podríais decirme si Sonja Angström, del CIM, ha tenido visita esta mañana?
—…
—Ah, gracias. —Colgó—. Han venido a verla, sí, pero no eran de los servicios informáticos —dijo—. ¡Lo sabía!
—Otra vez un revoltijo de letras y números —dijo Shannon.
Al utilizar las tablas arcoiris para descifrar las contraseñas, Manzano obtuvo de nuevo una larga lista de cifras:
36df662327a5eb9772c968749ce9be7b:NunO2000
1cfdbe52d6e51a01f939cc7afd79c7ac:kiemens154
11b006e634105339d5a53a93ca85b11b:
99a5aa34432d59a38456ee6e71d46bbe:
9e57554d65f36327cadac052a323f4af:gatinhas_3
59efbbecd85ee7cb1e52788e54d70058:fusaomg
823a765a12dd8063b7412240d501acc:43942ac9
6dedaebd835313823a03173097386801:
8dcaab52526fa7d7b3a90ec3096fe655:0804e19c
32f1236aa37a89185003ad9722645e:plus17779
794c2fe4661290b34a5a246582c1e1f6:xinavane
E0329eab084173a9188c6a1e9111a7f89f:ribrucos
—Mira esto —le dijo Manzano.
—Al final de algunas de las filas —dijo Angström—, detrás de los dos puntos, aparecen algunas combinaciones de letras y números que parecen…
—Contraseñas. Exacto. Y no sólo lo parecen, sino que lo son. NunO2000, kiemens154, gatinhas_3, fusaomg… Como veis, la mayoría son cortitas, o bien resultan sencillas de recordar por algún motivo. Y hemos tenido suerte, porque no han utilizado ningún otro mecanismo de seguridad…
—En algunas filas no hay código —dijo Shannon—. ¿Significa eso que la tabla arcoiris no ha descifrado la contraseña?
—Exacto. Pero no importa, porque acabaremos sabiéndolas todas a partir de las que ya tenemos.
—¿Estás diciendo que ahora podrás meterte en esa página a la que tu ordenador enviaba datos cada noche?
—Eso mismo estoy diciendo, sí.
Manzano tecleó en el portátil, introdujo un número de usuario cualquiera y le añadió una de aquellas contraseñas:
Usuario: blond
Contraseña: ribrucos
—Enter.
—Y más listas y tablas —dijo Shannon—. ¿Qué significan? Ésta de aquí, por ejemplo.
Señaló una fila.
Tancrtopic 93rm4n h4rd $4b07493
—La primera palabra es el nombre del usuario que empieza la discusión. Ya la conocemos por la tabla de usuarios.
—¿Y el resto? —preguntó Angström.
—El asunto sobre el que se discutre. A mí me suena a «Leet», que es uno de los «idiomas» de los hackers. Se utiliza para no llamar inmediatamente la atención de los sistemas de control que posiblemente analizan el tráfico de datos. Es bastante primitivo, y, aunque es difícil de leer y escribir si no se está acostumbrado a ello, puede entenderse con relativa facilidad. De hecho, actualmente es tan conocido que hasta me sorprende encontrarlo aquí. Con el «Leet» se trata de sustituir las letras por otros símbolos del teclado, como por ejemplo cifras, que se parezcan físicamente a la letra sustituida.
Abrió una nueva ventana en el ordenador y escribió la palabra «Leet».
—«Leet», por ejemplo, se escribiría así.
Escribió algo en el teclado, y en el odenador apareció: «L33T».
—Bien. Entonces, si leo 93rm4n, ¿qué creéis que debería leer en realidad?
—¡Por el amor de Dios! ¡Yo jugaba a esto en el cole, cuando era pequeña, con mis amigas! —gimió Shannon.
—Sí, bueno. La mayoría de los hackers son como niños juguetones… ¿Quieres descifrarlo tú?
—Tardaré horas…
Manzano escribió en su pantalla 93rm4n h4rd $4b07493.
—Creo que está escrito en inglés —dijo— y que pone «topic german hard sabotage». Veamos qué se esconde detrás.
Fecha: domingo, 10, 11.05 GMT
Tancr: 734m 1 0bj 9 (0nph1rm; 3xp3(7 0bj 10 70m0rr0w
Tzsche: 734m 2
Tancr: 0bj 12 (0nph1rm
Tzsche: 734m 3
Tancr: 0bj 7 (0nph1rm, 0bj 5, 6 p3nd1n9
Tzsche: 734m 4
Tancr: 0bj 7 (0nph1rm, 0bj 3, 6 p3nd1n9; 3v3r¥0n3 w3|| 0n 7r4(|\'7b
—Os lo traduzco —dijo Manzano:
»Fecha: domingo, 10, 11:05 GMT
»Tancr: team 1 obj 9 confirm; expect obj 10 tomorrow
»Tzsche: team 2
»Tancr: obj 12 confirm
»Tzsche: team 3
»Tancr: obj 7 confirm, obj 5, 6 pending
»Tzsche: team 4
»Tancr: obj 9 confirm, obj 3, 6 pending; everyone well on track
»Tancr confirma los objetivos —sin especificar— de los equipos 1, 2, 3 y 4. Por algún motivo que desconocemos, los objetivos no tienen números correlativos. Y luego, para finalizar, comunica que todo funciona según lo previsto.
—Oye, ¿y podrías traducirlo de modo que supiéramos qué es lo que funciona según lo previsto?
—Para eso tendríamos que seguir leyendo el Thread. Quizá encontremos algo más.
Subió el cursor, fue pasando de pantalla y aparecieron cientos de líneas nuevas.
—¡Caray, qué cantidad de conversaciones! Ah, mira, creo que empiezan aquí:
Fecha: lunes, 03 13.34 GMT
Tancr: 734m 2 0bj 1 (0nph1rm; w4171n9 ph0r 734m§ 1, 3, 4
—Es decir:
»Fecha: lunes, 03 13.34 GMT
»Tancr: team 2 obj 1 confirm; waiting for teams 1, 3, 4
»Bien, aquí confirma por primera vez un objetivo, y es para el equipo 2.
Manzano volvió a mover el cursor por las pantallas.
—Qué interesante. Al principio de todas las conversaciones aparece la fecha. En el primero, como veis, dice que es lunes día tres…
—Pero el pasado día tres no cayó lunes.
—Cierto. Y en la última conversación pone domingo día diez.
—Pero el domingo es hoy —dijo Shannon.
—Y no es día diez —completó Angström.
—¡Esperad, esperad! —dijo Manzano—. ¡Dejadme calcular!
—Contó en voz baja.
—El viernes de la semana pasada nos quedamos sin electricidad, ¿no? Eso quiere decir que han pasado…
—Diez días —intervino Shannon.
—De modo que las cuentas de esta conversación empiezan con el día cero del apagón.
—En ese caso… ¡El último mensaje tendría que ser de hoy!
—Si estamos en lo cierto.
—Pero seguimos sin saber en qué consiste cada objetivo.
Manzano cerró el diálogo y volvió a la lista original.
—Aquí hay varias conversaciones intercaladas.
—A propósito de conversaciones —dijo una voz grave desde la puerta—, la policía estará encantada de mantener una conversación con vosotros.
Angström se dio la vuelta. En la puerta estaba Nagy, director jefe del CIM, y junto a él tres gigantes vestidos con el uniforme oscuro propio de los agentes de seguridad. Antes de que Angström pudiera abrir la boca, los hombres entraron en la habitación y se acercaron a ellos. Por el rabillo del ojo, la chica pudo ver a Manzano tecleando algo en el ordenador y cerrándolo inmediatamente. Un segundo después, uno de los hombres lo cogía a él y otro a la americana, y les llevaban los brazos a la espalda con tan poca delicadeza que Shannon gritó de dolor.
—¿Qué hace esta gente aquí? —preguntó Nagy con voz de pocos amigos—. No trabajan en nuestros servicios informáticos.
—No —dijo Manzano—, es que acabo de…
—El agente de seguridad lo apretó del brazo y se lo subió hacia la nuca, de modo que Manzano se quedó callado con un gesto de dolor en la cara.
—¡Soy una ciudadana de los Estados Unidos! —dijo Shannon—. ¡Exijo hablar con algún diplomático o representante de la justicia de mi país!
Angström notó que la sangre se le helaba en las venas. Buscó a Manzano con la mirada, pero éste se limitó a mover la cabeza hacia los lados. No sabía qué decir para deshacer aquel entuerto. Esa mañana, cuando vio aparecer a Manzano en aquel estado tan lamentable, se preocupó por él y se alegró mucho de verlo. Más de lo que ella misma había imaginado. Confiaba en él. Le gustaba.
—Este hombre trabaja para la Europol. Gracias a él se descubrió el verdadero detonante del apagón —dijo, con la voz temblorosa. No sabía por qué estaba tan emocionada. No era propio de ella. Intentó recobrar la compostura para continuar—. Y hace apenas unos minutos ha descubierto un portal de comunicación de los agresores.
En cuanto acabó de hablar, la sangre volvió a fluirle por las venas. ¿Cabía la posibilidad de que Manzano la hubiese engañado? ¿De que él mismo se hubiese inventado todo aquello?
—Escuche, señor Nagy —añadió—, esto que tenemos entre manos es muy im…
Nagy hizo un gesto al guardia de seguridad que quedaba libre, y éste la cogió por la espalda del mismo modo que habían hecho con los otros dos.
—… portante.
Se calló al notar el dolor en el brazo.
—Cuéntenle su historia a la policía —dijo Nagy.
EC 155
La tropa terrestre informó sobre su ruta. EC 155 tardó todo el día en recorrer el trayecto, y cuando llegó ya había oscurecido. Volaban lo suficientemente alto como para que los objetivos no oyeran el ruido del helicóptero. Con la lámpara de visión nocturna instalada en su casco, Hartland revisó la carretera, que se extendía bajo él como un estrecho sendero, en busca del vehículo que la estaba recorriendo. Llevaba puesto el chaleco antibalas.
—Los tengo —dijo el copiloto—. A la una, a unos doscientos metros.
Hartlandt miró hacia la izquierda, donde la carretera dibujaba una curva y desaparecía precisamente de su campo de visión.
—Equipo 2, ¿estáis listos? —preguntó el comandante al responsable del segundo helicóptero.
—Vía libre —le respondió una voz—. En dos kilómetros, buen momento para la ofensiva: tres curvas cerradas en las que se verán obligados a reducir la marcha. Un consejo: ataquen justo antes de la tercera curva.
—Entendido, equipo 2, gracias —respondió el comandante.
El coche que avanzaba bajo ellos iba a unos noventa kilómetros por hora. Hartlandt hizo un cálculo rápido y concluyó que no daba tiempo a explorar la zona con su helicóptero. No les quedaba más remedio, pues, que confiar en que el segundo equipo —que llevaba más de veinte minutos sobrevolando esa misma zona— hubiese revisado bien la zona y hubiese hecho el adecuado análisis de la situación.
Hartlandt vio a sus hombres preparándose para atacar: comprobaron las armas, el cierre de sus chalecos y la colocación de sus cascos. Mientras tanto, el equipo de comandantes coordinaba y gestionaba los últimos movimientos de todos ellos, gritando por encima del ruido del motor.
—¡Desciendan! —ordenó Hartlandt.
Ahora todo debía suceder con la máxima precisión. Los pilotos tenían que bajar los helicópteros a tierra en muy pocos segundos, para coger desprevenidos a los que iban por la carretera.
Hartlandt veía el suelo cada vez más cerca, y también al segundo helicóptero, que estaba llevando a cabo la misma operación que ellos, y tragó saliva.
Cuando estaban a unos sesenta metros sobre el vehículo, los pilotos encendieron sus focos y el camión quedó completamente iluminado.
Hartlandt lo vio frenar inmediatamente, mientras los helicópteros se le acercaban cada vez más. El estómago se le subió definitivamente a la garganta cuando el filósofo se posó en el suelo y se situó justo detrás del vehículo. El segundo helicóptero hizo lo propio pero por delante, de modo que el conductor no tuvo más remedio que detenerse, no sin antes intentar por todos los medios avanzar y retroceder bruscamente, para ver si alguno de ellos se blandía en retirada… Cosa que no sucedió, por supuesto.
Se abrieron las puertas y los hombres de GSG-9 salieron de los helicópteros. Hartlandt sintió el duro asfalto bajo sus suelas y empezó a caminar. Con el ruido de las hélices habría sido inútil gritar las órdenes o los siguientes movimientos, así que todos llevaban cascos con pinganillos.
Hartlandt avanzó hacia el camión.
En aquel momento se produjo un peligrosísimo fuego cruzado, y el criminalista gritó:
—¡No disparen! ¡No disparen!
La puerta del copiloto se abrió y del camión cayó un cuerpo, que se quedó inmóvil en el suelo. Tras el vehículo, un grupo de policías se arrodilló a controlar la retaguardia. Uno de ellos se abrió paso hasta el vehículo, apartó el arma del cuerpo caído y lo cacheó rápidamente en busca de más armas, mientras que otros compañeros se dirigían hacia el asiento del conductor.
Por el pinganillo le dieron la información que estaba deseando no recibir:
—No tiene pulso.
Dos miembros del GSG-9 subieron al vehículo y echaron un vistazo a la parte de atrás.
—¡Esto es seguro! —gritaron en el pinganillo.
—El piloto también está muerto —confirmó alguien más.
Efectivamente, el hombre también yacía sobre la carretera y había sido alcanzado por numerosos proyectiles. Tenía la cara deformada y ni siquiera podía decirse a qué etnia pertenecía. Bajo él, un charco oscuro y cada vez mayor. Pocos secretos iba ya a poder confesarles…
Indignado, Hartlandt dio un rodeo al camión y pidió a los especialistas que le rindieran cuentas del tiroteo. La respuesta fue muy poco original: que los otros habían abierto el fuego y no les había quedado más remedio que defenderse.
¿Qué esperaba? ¿Haberlos sorprendido de tal modo que se rindieran, sin más?
—¡Aquí hay otro cuerpo! —oyó decir por el pinganillo.
Algo alejado del camión, otro hombre yacía de un modo muy similar al primero, y, varios metros más allá, un tercero que había intentado escapar. Dos policías se arrodillaron a su lado; en seguida llegó otro con un maletín de primeros auxilios, pues el tipo aún seguía vivo, aunque la cosa pintaba muy mal. Había sido alcanzado por varias balas. Hartlandt se acercó a él y lo miró. Parecía centroeuropeo, aunque llevaba el pelo tan corto que el criminalista no supo ver de qué color era.
Volvió al camión.
Varios soldados se habían unido a los especialistas del GSG-9. Aunque el comandante no tenía autoridad sobre los miembros del ejército, les recomendó que cerraran los accesos a aquella carretera. No es que quedase ya mucho tráfico activo en ningún sitio, pero más valía prevenir… Los hombres le obedecieron sin dilación. No toda la disciplina estaba perdida, pensó Hartlandt, sintiendo por unos segundos un atisbo de esperanza.
Entretanto, algunos de los policías habían rodeado el camión y abierto sus puertas traseras con mucho cuidado. En su interior encontraron decenas de bidones y paquetes. Hartlandt estaba seguro de que eran aceleradores de fuego o explosivos. En una gran bolsa encontraron alimentos y sacos de dormir. La cantidad de los suministros era muy modesta, lo que les hizo pensar que los saboteadores debían de estar al final de su viaje, o bien cerca de un lugar en el cual repostar.
Un segundo grupo echó un vistazo a la cabina del conductor. En ella descubrieron dos portátiles, que más adelante tendrían que examinar con todo lujo de detalles, pero el primer descubrimiento importante que hicieron aquella noche fue el de un mapa de carreteras europeas, arrugado y sucio, en el que, con una línea de color lila, estaba marcada toda la ruta de los saboteadores. Así pudieron ver que aún estaba previsto hacer estallar otras dos torres de alta tensión de Alemania antes de entrar en Austria y pasar a Hungría y Croacia, donde acababa el mapa, pero, según parecía, no los sabotajes. Sobre la línea lila se veían tres tipos de señales que Hartlandt no tardó en descodificar:
—Esto de aquí son las torres de alta tensión —dijo, señalando unos cuadraditos. El que quedaba más al norte estaba sobre Dinamarca, y el más cercano a ellos, en el primer objetivo alemán: Lübeck—. Los han quemado. Los triángulos, en cambio, equivalen a postes de alta tensión. Este de aquí, por ejemplo, el que está entre Bremen y Cloppenburg, ya ha sido saboteado. Y luego están los círculos, en los que no tenemos ni torres ni postes ni nada que llame la atención, así que supongo que serán lugares en los cuales repostar.
—Sí, está claro que tienen que repostar —dijo el comandante—. Con eso de ahí atrás —añadió, señalando el camión intervenido— no habrían podido hacer saltar por los aires tantos objetivos hasta ahora… Ni podrían afrontar los que aún tenían pensado cometer.
—Por ahora no hemos encontrado ninguna llamada telefónica ni otros medios de comunicación —dijo uno de los soldados, interrumpiéndolos.
—No los necesitan —respondió Hartlandt—. Si se ciñen a su ruta saben lo que tienen que hacer en todo momento.
—Quizá en cada parada pueden comunicarse con sus jefes…
—Para ello tendrían que tener una radio, que es lo único que funciona, pero me parecería muy poco rentable que hubieran colocado una en cada parada. En caso de querer comunicarse, sería mucho más fácil hacerse con una móvil y llevarla encima.
Se les unió un policía.
—Ya hemos podido cotejar la matrícula y el vehículo con nuestras bases de datos. La primera fue robada hace dos semanas en Flensburg; el camión, hace cuatro meses en Stuttgart.
—¿Y qué esperabais? —les preguntó Hartlandt.
Esos hombres eran profesionales, o al menos estaban dirigidos y coordinados por quienes lo eran.
Unos flashes empezaron a iluminar durante unas décimas de segundo todo aquel escenario, más allá de los focos del helicóptero: un policía estaba haciendo fotos. Para empezar inmortalizó a las víctimas, y a continuación retrató la imagen de sus huellas dactilares, que inmediatamente pasó al banco de datos de la Europol, la Interpol y los servicios de reconocimiento de la policía.
—Aquí está el segundo mapa —dijo el comandante.
—¿De verdad pensaban que iban a llegar hasta aquí?
—Quizá pretendieran engañarnos con hechos falsos —dijo Hartlandt—, o quizá eran fanáticos de algún tipo…
Por el rabillo del ojo vio a los dos policías luchando por salvar la vida de aquel agresor. Ojalá lo lograran.
Bruselas
—¡Calma! —dijo el policía, pasando el pulgar de Manzano por la tinta y luego por el cuadradito reservado a las huellas dactilares del formulario que tenía frente a sí.
—No hacía falta que me ensuciaran el dedo para saber quién soy —dijo el italiano—. Yo se lo habría dicho encantado, pero no me lo han preguntado.
El funcionario le ofreció una toallita mojada.
—No es suficiente —respondió Manzano—. Quiero lavarme las manos.
O el del uniforme no hablaba inglés, o tenía —y cumplía— la orden de no hablar con Manzano.
El hombre se levantó y dio la vuelta a la mesa, para indicar a Manzano que se levantara. Lo condujo entonces por un pasillo más bien estrecho, con varias puertas gruesas a cada lado, hasta una pequeña celda que quedaba al final. No debía de medir más de tres metros cuatrados y en ella se apelotonaban ya siete personas. El olor que salía de ahí dentro lo dejó sin respiración. El policía lo empujó en su interior sin dirigirle la palabra y cerró la puerta tras él. Manzano se quedó de pie ahí en medio, intentando contener las ganas de vomitar. Hacerlo sobre los que ya estaban dentro no le parecía la mejor manera de hacer nuevos amigos…
Los siete hombres que estaban ahí encerrados lo miraron con gesto cansado. Todos llevaban una barba mal cuidada, como Manzano. Éste aspiró el aire entre los dientes, apoyó la espalda en la puerta y se sentó en el suelo, arrastrándola hasta abajo.
—I’m Piero Manzano —dijo.
Dos de los hombres le hicieron un gesto con la cabeza. Al resto parecía darles igual.
Estuvieron un rato en silencio, hasta que al final Manzano preguntó si alguno de ellos hablaba inglés o italiano.
—Inglés —dijo un joven—. ¿Por qué lo han arrestado?
—Es una historia muy larga —suspiró Manzano.
—Tenemos tiempo —respondió el joven.
—Pero no tenemos ganas de oírla —dijo un anciano con voz gutural—. ¡Así que cállate la boca!
Manzano maldijo su suerte en su fuero interno. Era más que probable que acabara de dar con una pista para encontrar a los autores de esta catástrofe, y en lugar de estar yendo tras ellos tenía que soportar el hedor de una celda de mala muerte. Ahora se arrepentía de haber borrado las huellas de sus descubrimientos antes de cerrar su ordenador. ¿Sería Angström capaz de explicar a la policía lo que habían descubierto?
—¿Me oiría alguien si me pusiera a gritar? —preguntó Manzano al joven.
—Si hacemos alboroto suelen venir a ver qué pasa, aunque no siempre.
—¿Qué tipo de celdas son éstas? —preguntó Manzano—. Porque están pensadas para una persona, ¿no?
—Son celdas de desintoxicación —respondió el joven—. Pero como no hay suficientes policías ni agentes de seguridad… nos meten aquí aunque nos hayan pillado intentando conseguir alimentos o agua para nuestras familias. —Se encogió de hombros antes de continuar—: Se ve que cada tarde se llevan a todos los presos a la central.
—Pues ya es la tarde.
Justo en ese momento, Manzano notó la puerta abriéndose tras su espalda. Hizo un esfuerzo para no perder el equilibrio, levantó la mirada y se hizo a un lado al ver al policía. Llevaba una escopeta colgada del pecho, y tras él iba otro hombre armado.
Dio una orden y todos los de la celda se levantaron y salieron de allí, pasando prácticamente por encima de Manzano.
En el pasillo los esperaba el resto de presos, dispuestos en dos filas paralelas a la pared. A la izquierda, una fila de mujeres. A la derecha, una más larga, de hombres. A la cabeza de la de mujeres vio a Shannon y a Angström. Tenía unos remordimientos horribles de haber arrastrado a Angström en todo aquello.
Un agente gritó algo que Manzano no entendió y todos se pusieron en movimiento.
Al salir del edificio, las mujeres fueron metidas en un micro bus, y los hombres en uno más grande y con barrotes en las ventanas. Los custodiaban cuatro policías armados hasta los dientes. Bajo los asientos había cadenas con grilletes para los pies, y cada uno de ellos recibió la orden de ponerse el suyo. Luego los policías comprobaron que lo hubieran hecho y se los cerraron con llave.
Como asesinos en serie, pensó Manzano. Miró por la ventana y vio pasar las fachadas oscuras de los edificios entre los barrotes. Los únicos vehículos con los que se cruzaron eran los tanques militares, y casi las únicas personas eran soldados. La mayoría llevaba linternas, o en la mano o en el casco. Como en una maldita película del fin del mundo, pensó. En el futuro sólo miraré comedias absurdas y ligeras. Suponiendo que haya un futuro, claro.
Cerca de Nürenberg
El foco del helicóptero iluminó una cabaña en mitad de un prado. Debía de medir unos cinco metros cuadrados, calculó Hartlandt. El piloto posó el aparato varios metros más allá.
En cuanto las cuchillas tocaron el suelo, Hartlandt y los hombres del GSG-9 saltaron a tierra y se alejaron del campo de acción de las hélices, agachados, hacia la cabaña.
El motor del helicóptero remitió y fue disminuyendo hasta desaparecer. Los hombres de la unidad especial recorrieron con especial cuidado los últimos metros hasta la cabaña. Colocaron una microcámara en un cable y la pasaron por el quicio de la puerta. En una pantalla vieron las imágenes de una sala vacía. Sólo había algo de paja en el suelo, pero nada más.
—¡Es seguro! —dijo, al fin.
Dos hombres rompieron la puerta de madera con un tronco bien grueso, y el resto entró tras ellos, iluminándolo todo con linternas. La cabaña estaba vacía. Apartaron la paja con los pies, por si acaso, y uno de ellos exclamó:
—¡Aquí abajo hay algo!
No tardaron en encontrar la pequeña argolla que abría una puertecita en el suelo.
Una vez más, metieron primero el cable con la cámara. El pequeño ojo automático les mostró varios paquetes envueltos en papel transparente en el lado izquierdo, y bidones en el derecho. También había tres bolsas con latas de conservas envueltas en papel transparente. La cámara lo observó todo.
El tipo de la cámara dio el ok y echaron la puerta abajo. Dos de los hombres se arrodillaron sobre los paquetes, cortaron el papel transparente y analizaron el contenido.
—Explosivos —dijo uno de ellos—. Sin marcar. No sabremos de qué se trata hasta que acabemos de analizarlo.
Los bidones estaban llenos de carburante.
—Explosivos, combustible, alimentos —dijo el comandante—. Eso es todo.
—Nada de teléfonos o radios —dijo Hartlandt.
—No. Estaban solos y la idea era, por lo visto, que siguieran así. El rastro se acababa aquí.
Bruselas
El autobús se detuvo ante un edificio levemente iluminado. Bueno, pensó Manzano, al menos tendrían algo de electricidad. Se abrió una enorme puerta de hierro, y el vehículo entró en un patio interior. Detrás de él, el microbús con las mujeres hizo lo propio.
El patio interior estaba rodeado por un edificio cuadrado de tres plantas. El vehículo de las mujeres giró hacia la izquierda, y el suyo siguió recto y pasó bajo un gran arco de piedra. Allí los esperaba una cadena de policías armados. Los que estaban en el autobús les soltaron los grilletes y les gritaron que se levantaran. Todos obedecieron inmediatamente. Bajaron y fueron conducidos por un pasillo en cuyo final los esperaban otros agentes ante una gran puerta. La abrieron y dieron paso a una enorme y árida sala de la que emanaba —como no podía ser de otro modo— un hedor insoportable. Los obligaron a entrar allí y alguien cerró la puerta a sus espaldas.
En el techo brillaban cuatro lámparas de neón, de las cuales dos parpadeaban continuamente. Era enervante. La luz era tan insuficiente que las esquinas de la sala quedaban a oscuras. Manzano reconoció la silueta de varias literas de metal repartidas por toda la sala. Y estirados en ellas, o de pie entre ellas, un montón de hombres. Debían de ser varios centenares.
No quiero estar aquí, pensó Manzano.
Se quedó inmóvil junto a la puerta, igual que el resto de los recién llegados, y esperó a ver qué más podía pasarle. Los guardias de la prisión no les habían dado ninguna indicación ni adjudicado ninguna litera. Los hombres que yacían en las literas más cercanas a la puerta les dijeron algo en un tono muy poco amable. Manzano no entendió ni una palabra, pero por los gestos de los que se acompañaron estaba claro: les sugerían no moverse de donde estaban.
—No quedan camas libres —le dijo el joven de la minicelda anterior.
Uno del grupo hizo alguna pregunta, y el joven siguió traduciendo para Manzano.
—Los presos de varias cárceles de Bruselas han sido evacuados aquí, o mejor dicho, abandonados aquí. En todas las salas y celdas hay un exceso de ocupación. Este espacio en el que estamos, de hecho, era el pabellón, y aquí estamos todos mezclados: desde los que han robado algo de comida hasta los asesinos en serie, pasando por los carteristas o los ladrones a gran escala. Será mejor que nos portemos bien y hagamos cuanto nos digan.
No había acabado de decir aquello cuando se les acercó un grupo de hombres que a Manzano no le gustó nada. Eran doce, todos igual o más altos que él, y todos perfectamente musculados. Cuando los tuvo más cerca pudo ver la cantidad de tatuajes que cubrían sus brazos, hombros, cuellos y hasta partes de las caras o las cabezas rapadas. Al verlos pasar, el resto de los presos se hizo a un lado.
El tipo más musculoso del grupo, sin lugar a dudas el cabecilla, se acercó al más avanzado de los recién llegados y le preguntó algo. Éste, un hombre bajo y gordo de la edad de Manzano aproximadamente, se retiró en seguida. La montaña de músculos repitió su pregunta al siguiente hombre del grupo y éste le respondió atemorizado, negando aparentemente con la cabeza. Entonces el cabeza rapada le propinó un puñetazo tan fuerte en la cara que el hombre perdió el equilibrio y tuvo que ser sujetado por dos de los que estaban detrás de él. Con los ojos anegados en lágrimas y la mano en la mejilla ensangrentada, el desdichado recuperó el equilibrio. El tatuado hizo entonces una señal a sus hombres y éstos lo cogieron por los brazos mientras él mismo empezaba a rebuscar en sus bolsillos. Al no encontrar nada, le desabrochó el cinturón y le bajó los pantalones. Sus ayudantes le dieron la vuelta, y cuando el hombre empezó a gritar de puro espanto, el cabecilla le pegó una patada seca entre las piernas. Eso le hizo callar inmediatamente. Después, el cabeza rapada le bajó los calzoncillos y le separó brutalmente las nalgas. Uno de los tatuados iluminó con una linterna el ano de aquel desgraciado, y el musculoso lo penetró de un golpe seco, duro, inclemente. La víctima lanzó un grito inhumano, y entonces el cabecilla salió de él y volvió a pegarle una patada. El hombre cayó al suelo y allí se quedó doblado, sollozando, en posición fetal, mientras el calvo se dirigía al siguiente del grupo.
Manzano notó que el pulso se le aceleraba.
El monstruo cogió a su siguiente víctima por el cuello y gritó algo dirigiéndose a todos. Manzano no lo entendió, pero vio que la mayoría empezaba a buscar en sus bolsillos, y él hizo lo propio. Entonces el resto de los tatuados hizo una fila y empezó a pasar junto al agresor y al tipo que tenía cogido del cuello. La gracia consistía en cachearlo uno por uno, intercalando patadas y puñetazos como había hecho el cabecilla con el primero. Sólo se libró del broche final. Eso sí: con los pantalones bajados hasta los tobillos, el pobre hombre fue dando pasitos y cayendo de un lado a otro mientras ellos lo empujaban y se lo pasaban como si fuese un muñeco de trapo. Manzano cerró los ojos y se preguntó si todos ellos tendrían que pasar por la misma tortura. Le dolía la pierna, notaba el sudor en la cara, en el cuello, en las manos, bajo las axilas… estaba mareado y no descartaba perder el conocimiento en cualquier momento, aunque sólo fuera porque su cuerpo no tenía ya más capacidad de sufrimiento. Pero en lugar de desmayarse cojeó hasta el pobre desgraciado que seguía en posición fetal en el suelo, se arrodilló a su lado y le dijo:
—Venga, ya ha pasado.
Intentó levantarle los pantalones, pero el hombre lo rechazó, aterrorizado aún y creyendo que aquello podía ser otra burla. Manzano dejó de ayudarlo, pero se quedó allí, hablándole con amabilidad. Otro del grupo, al verlo, se arrodilló junto a ellos e hizo lo mismo.
El cabecilla, al verlo, cogió a Manzano del cuello y lo sacudió de un lado a otro como si fuera de papel. Le gritó y se rio de él. Manzano sólo entendió una palabra: «samaritano». El tipo vio la herida de Manzano, le pegó un puñetazo en pleno centro y le preguntó algo.
—I don’t understand you —dijo Manzano, intentando disimular el insoportable dolor que sentía.
Sorprendido, el cabecilla se dio la vuelta para decir algo a sus secuaces, que inmediatamente dejaron de cachear al resto, miraron a Manzano y se rieron.
—I have nothing —dijo Manzano, señalando sus bolsillos.
El tío lanzó a Manzano hacia un lado, y todos los tatuados hicieron un círculo y empezaron a pasárselo y a darle puñetazos y patadas como habían hecho con el tipo anterior. Cuando le bajaron los pantalones y le vieron el bendaje, del que salía mucha sangre, uno de ellos le preguntó.
—What is that?
—Police shot me —respondió Manzano.
El hombre lo miró y volvió a empujarlo, pero esta vez con menos fuerza que antes. Y cuando Manzano cayó al suelo, el cabeza rapada hizo una señal al resto del grupo para que lo dejaran en paz.
Mientras la juerga seguía con la siguiente víctima, Manzano buscó una esquina en la que fundirse y desaparecer. La pierna le dolía más que nunca, estaba absolutamente agotado y no podía dejar de pensar en Shannon y en Angström. Ojalá la sala de las mujeres no tuviera nada que ver con ésta… Durante unos instantes pensó en organizar una resistencia. En convocar a un grupo de hombres fuertes que se enfrentara a aquellos cerdos inhumanos. Al fin y al cabo, allí había cientos de personas y los tatuados no eran más de una docena. Pero pronto tuvo que admitir que tenía demasiado miedo de que lo descubrieran antes de haber reunido a la cantidad de gente suficiente. Toda su vida había jugado a ser un héroe, pero ahora ya tenía suficiente. De modo que se quedó quieto sin hacer nada… pensando en todo lo que le haría a aquel hijo de puta si tuviera la oportunidad de recuperarse.