Milán
Piero Manzano dio un volantazo desesperado, mientras el radiador de su Alfa se precipitaba indolente hacia el coche de color verde claro que tenía frente a sí. Se aferró al volante con las dos manos y le pareció sentir anticipadamente la inquietante concatenación de fatalidades previa a la colisión: un frenazo, el rechinar de las ruedas, las luces de los vehículos… y el choque. Crash.
El instante se dilató en el tiempo, y Manzano, delirante, pensó en una tableta de chocolate, en la ducha que había previsto darse en cuanto llegase a casa apenas veinte minutos después, en la copa de vino que iba a tomarse a continuación y en su cita con Carla, o Paula, ese fin de semana.
El Alfa se detuvo de golpe, a pocos milímetros de la colisión. Piero Manzano se hundió inevitablemente en el respaldo de su asiento. La calle estaba sumida en la más absoluta oscuridad. Los semáforos, en verde hacía apenas un instante, se apagaron de golpe dejando tan sólo la silueta de su resplandor en la retina del conductor. En cuestión de segundos se vio envuelto en un infernal estruendo de bocinas y metal retorcido. A su izquierda, los faros de una furgoneta se acercaban a toda velocidad. Allí donde había estado el vehículo verde claro asomaba ahora una pared de humo, sibilante y azul, y una lluvia de chispas centelleantes. Un golpe brutal empotró la cabeza de Manzano contra el cristal lateral y su coche dio varias vueltas de campana, como un tiovivo, hasta detenerse con una nueva colisión.
Piero abrió los ojos e intentó orientarse. Uno de los faros de su coche iluminaba los copos de nieve, que caían, juguetones, sobre el asfalto negro y húmedo. Le había saltado parte del capó. Unos metros más allá vio las luces traseras de la furgoneta.
No tuvo que pensar demasiado. Con un gesto raudo y veloz se desabrochó el cinturón de seguridad, cogió el móvil y salió del coche. En el maletero encontró el botiquín y el triángulo de señalización. No tenía ni idea de primeros auxilios (desde que se sacó el carnet de conducir, veinticinco años atrás, sus únicas incursiones en la enfermería se habían limitado a poner una tirita o combatir una resaca), pero aun así cogió ambos objetos y salió corriendo de allí. Mientras lo hacía observó su coche. La furgoneta le había destrozado gran parte del capó y el lateral izquierdo, y la rueda se había incrustado caprichosamente en el entresijo de metal del radiador. Siniestro total.
La puerta del conductor del camión estaba abierta. Manzano dio la vuelta a la cabina y se detuvo, petrificado.
Los faros delanteros del vehículo iluminaban el carril contrario con una luz fantasmagórica. La circulación también había quedado interrumpida en aquel sentido, y se veían vehículos accidentados por doquier. El utilitario verde claro que poco antes había tenido frente a sí estaba ahora arrugado como un acordeón y empotrado bajo el guardabarros de un camión. De su capó, o de lo que quedaba de él, salía un humo denso que envolvía toda la escena. Ante la destrozada puerta del conductor se agitaba un hombre bajito y corpulento que llevaba un chaleco acolchado. El conductor del camión, supuso Manzano. Le pareció que el tipo estaba gritando, pero el concierto de bocinas le impidió distinguir sus palabras. Los más curiosos se habían acercado al lugar del accidente, y por algún extraño motivo, él también se precipitó hacia allí.
Lo que vio le hizo perder el equilibrio.
El choque había arrancado de su eje el asiento del conductor y lo había incrustado, literalmente, en el regazo de su acompañante. El tipo estaba inmóvil. Pendía del cinturón de seguridad, su cabeza tenía una postura insólita y el airbag le presionaba el costado. De la mujer que iba de copiloto sólo alcanzaban a verse un brazo y la cabeza. Tenía la cara ensangrentada y movía los párpados de un lado a otro pese a mantenerlos cerrados. Sus labios balbuceaban algo imperceptible.
El conductor del camión, mientras tanto, iba de un lado a otro intentando en vano ser de alguna utilidad.
—¡Una ambulancia! —le gritó entonces Manzano, para espabilarlo—. ¡Llame a una ambulancia!
La mujer del coche verde seguía balbuceando algo, pero no pudo entenderla. Desesperado, Piero intentó hallar algún signo de vida en el conductor. Pasó la mano por la ventana rota y le tomó el pulso del cuello. Nada. Y tampoco en las muñecas, eso saltaba a la vista. La cabeza del hombre se inclinó un poco más y él volvió a intentarlo, pero fue en vano. Se incorporó, desolado, y tuvo que hacer un esfuerzo por no vomitar.
—¡No hay cobertura! —gritó entonces el conductor del camión.
Los labios de la mujer dejaron de moverse. Por sus comisuras empezó a brotar un hilillo de sangre que aumentaba a cada respiración. La única muestra de que seguía con vida.
—¿Dónde está la ambulancia? ¿Nadie ha llamado a una maldita ambulancia?
—¡Demasiado tarde! —le respondió un hombre que vestía un elegante traje cuyos hombros estaban cubiertos de nieve.
Tenía la cara húmeda, y Manzano no supo decir si era cosa de la nieve o estaba llorando.
Poco a poco la zona empezó a llenarse de curiosos. Permanecían quietos y boquiabiertos bajo la nevisca.
Manzano les gritó que se marcharan, pero nadie le hizo caso. Ni siquiera tenía claro que lo hubieran oído. Sólo entonces se dio cuenta de algo que había notado justo antes del accidente: la calle estaba a oscuras. Habían fallado todas las farolas, y la noche parecía más tenebrosa que nunca. De hecho, ahora que lo pensaba, tampoco había luz en los edificios de la Piazza Napoli, en ninguno de ellos, ni se veía claridad tras las ventanas ni en los anuncios de neón. Tan sólo dos casitas, en la distancia, parecían haber conservado la electricidad.
—Por el amor de Dios, pero ¿cómo se encuentra usted? —le preguntó un hombre que llevaba un anorak—. ¿Iba también en el coche?
Manzano negó con la cabeza.
—No, ¿por qué?
El hombre señaló su sien izquierda y le dijo:
—Necesita un médico. Siéntese.
Fue entonces cuando notó la presión en su frente, de la que emanaba un calor húmedo que le bajaba por la oreja hasta el cuello. Y tenía las manos ensangrentadas, aunque era posible que la sangre no fuera suya sino de las víctimas del accidente…
Estaba mareado.
El concierto de bocinas remitió ligeramente. La única que no se resignó a remitir, la que sonaba más fuerte y con más insistencia, era la bocina del destrozado coche verde claro.
Mientras Piero Manzano se tambaleaba sobre el asfalto, intentando no perder el conocimiento, aquel sonido resonó en la noche oscura como un último y desesperado grito de auxilio.
Roma
La señal emitió un pitido intermitente, y una batería de luces empezó a parpadear en los monitores que Valentina Condotto tenía frente a sí.
—¿Qué demonios está pasando? —gritó, mientras pulsaba las teclas con desesperación—. Primero la frecuencia se pone por las nubes y ahora… ¿ahora se apaga? ¿Pero cómo? ¡Todo el norte de Italia ha caído! ¡Así, sin más!
Hacía tres años que Condotto había sido nombrada controladora de sistemas operativos de la compañía Terna para la zona de Roma, y desde entonces se pasaba ocho horas al día supervisando la corriente eléctrica de la red italiana, así como su interacción con las redes de los países vecinos.
La primera vez que entró en aquella sala, con sus paredes cubiertas de aparatos electrónicos y su infinidad de pantallas, creyó que había ido a parar a una película de James Bond.
El enorme monitor de seis por dos, que proyectaba con absoluta precisión todas las zonas sometidas a control por la compañía, solía mostrar una serie de líneas y cajitas sobre fondo negro: la red eléctrica italiana. A izquierda y derecha, un montón de pantallas con los datos actualizados de las redes. Y sobre la mesa de Condotto, otras cuatro pantallas, algo más pequeñas, con otras cifras, curvas y diagramas.
—¡Todo el país está en ámbar! —le gritó su compañero de trabajo, el también controlador Giuseppe Santrelli—. Tengo a Milán al teléfono. Quieren recuperar la potencia pero no logran que Enel estabilice la frecuencia. Quieren saber si nosotros podemos.
Condotto maldijo la epidemia de gripe. Ella no tendría que haber estado allí, sino en casa, cenando tranquilamente. Pero la chica que ocupaba el turno siguiente al suyo se había puesto enferma, y la sustituta que le habían buscado también había cogido la grite. De modo que sólo quedaba ella. Agotada pero sana.
—¡Sicilia está en rojo!
El código de los semáforos: verde, la red funciona correctamente; ámbar, hay dificultades; rojo… apagón. Gracias al sistema de prevención europeo, cualquier operador del sistema puede saber, en todo momento y en tiempo real, qué zonas están en riesgo de sufrir una crisis; lo cual, en una época en la que el mundo entero —y por supuesto también la red eléctrica— está informatizado y conectado a nivel internacional, supone una absoluta necesidad.
Bueno, al menos el resto de países no parecía afectado…
—Voy a tener que coger algo de potencia de los franceses, suizos, austriacos y eslovacos.
Lo más probable era que el delicado equilibrio de las redes estuviera acusando las frías temperaturas de aquel febrero. Como cada invierno, el caudal de los ríos era escaso, y la producción de energía hidráulica se había reducido casi a la mitad. Por otra parte, la regulación rusa del suministro de gas para todo el invierno había empezado hacía ya tres semanas y provocaba verdaderos embotellamientos energéticos, sobre todo en el centro de Europa. En las horas punta —a mediodía y hacia el final de la tarde—, tenían que aumentar la capacidad de las plantas eléctricas e importar más corriente. El proceso se hacía de un modo automático, regulado con efectividad por los ordenadores, que estabilizaban el flujo de corriente en apenas unos nanosegundos, y los humanos se limitaban a comprobar que todo funcionara correctamente, y a reducir en ciertos casos la frecuencia eléctrica a menos de cincuenta hercios, para evitar males mayores en los generadores de energía. Los ordenadores sólo intervenían cortando el suministro en los casos de oscilaciones de corriente muy significativas.
La pantalla principal tenía un enorme cuadrante iluminado en rojo, que indicaba a Condotto que los ordenadores de todas las regiones al norte del Lazio y los Abruzos habían agotado la energía de la red. Y Sicilia también estaba afectada. Por lo visto, en aquel preciso momento sólo la mitad inferior de la bota disponía de electricidad. Más de treinta millones de personas estaban a oscuras.
Algún extraño motivo había provocado que la red se forzara en exceso. La fluctuación de frecuencia empezó a resultar peligrosamente desproporcionada y derivó en más apagones automáticos.
—¡Ups! ¡Cada vez es peor! —exclamó Santrelli—. ¡Calabria, Basilicata y parte de Puglia y Campania también están en rojo, y las demás regiones en ámbar! ¡Mira! ¡Por el amor de Dios, ahora Francia y Austria tienen problemas!
—¿Es culpa nuestra? —preguntó Condotto, nerviosa.
—Ni idea. Yo sólo veo que los suizos también tienen algunas zonas del sur en ámbar, y… qué extraño… hasta en Suecia sucede lo mismo.
Condotto maldijo en voz alta. ¿Cómo podía Santrelli estar tan tranquilo? La curva de frecuencia volvió a aumentar. La energía residual se expandió rápidamente por los distintos compensadores de la red en busca de nuevas tomas de frecuencia que permitieran estabilizar la situación. Aquello tenía que acabar cuanto antes. Condotto empezó a buscar desesperadamente una solución, una salida a aquel terrible embrollo… y por lo visto no fue la única en intentarlo.
Ybbs-Persenbeug
Herwig Oberstätter alzó la vista del cuadro de control y aguzó el oído. Sobre su cabeza, el techo de la central eléctrica, alta como una catedral gótica de acero y hormigón, recogía el zumbido de los generadores y lo repartía en forma de eco por toda la estancia.
Desde la estrecha pasarela metálica que atravesaba la planta eléctrica a media altura, el técnico echó un vistazo a los tres generadores rojos. Estaban perfectamente alineados, y sus contornos cilíndricos, erguidos cual edificios, aspiraban llegar a la cima de aquella inmensa construcción. De lejos parecían unos gigantes, unos gigantes soberbios e impertérritos, y Oberstätter podía sentir la energía que palpitaba en su interior. Dotados con ejes de acero gruesos como troncos y conectados por las turbinas Kaplan que quedaban justo bajo sus pies, en cada uno de los generadores se arremolinaban imanes de varias toneladas de peso y alambres kilométricos que soportaban varios cientos de revoluciones por minuto. Allí se generaban los campos magnéticos que alentaban la tensión eléctrica y convertían en energía el movimiento. Pese a sus estudios de ingeniería, Oberstätter nunca llegó a entender aquel milagro, que era sin duda el origen de la vida moderna: cables de alta tensión, transformadores de energía, transmisores y conductores, acercaban la magia de la electricidad a los rincones más remotos del planeta. Si la energía eléctrica desapareciera, el mundo quedaría paralizado.
Una docena de metros bajo sus pies, el Danubio invitaba a fluir, entre las palas de unas turbinas grandes como camiones, a más de mil metros cúbicos de agua por segundo. En aquella época el río estaba en su peor momento, pero, aun así, la corriente seguía aportando la mitad de la energía de alto voltaje que precisaba toda la región.
Ya de niño, en la escuela, Oberstätter aprendió que la central hidroeléctrica de Ybbs-Persenbeug, inaugurada en los años cincuenta del siglo XX, era una de las estaciones energéticas más grandes e importantes de Austria. Lo que no supo hasta nueve años después de haber empezado a trabajar en ella era que la presa que habían levantado en el río Ybbs era enorme —de unos cuatrocientos sesenta metros de largo y hasta once de alto—, y gestionaba eficazmente toda la energía que producían aquellas aguas. Desde entonces, Oberstätter controlaba los tres enormes generadores rojos de la central como si se tratara de sus propios hijos.
Volvió a escuchar con atención. Tras nueve años de trabajo en la fábrica reconocía bien los sonidos de sus máquinas. Y ahí había uno que no lograba localizar.
Era viernes por la tarde. La gente volvía a casa tras la semana laboral, y quería tener luz y estar calentita y bien. Era, pues, el momento del día en el que se consumía más electricidad. Las plantas energéticas de Austria funcionaban a la perfección, pero durante aquellas horas solía ser necesario importar algo de los países vecinos.
Dado que la energía eléctrica resulta extremadamente difícil de guardar, en todo el mundo hay especialistas cuyo cometido consiste en ir transformando en electricidad la energía que poco a poco va necesitándose. Las continuas alteraciones en las necesidades de los usuarios provocan por lo general innumerables y bruscos cambios de frecuencia, y los generadores —con su velocidad rotatoria— son los responsables de mantener lo más equilibrada posible la frecuencia de la red.
De pronto, Oberstätter comprendió qué era aquel ruido. Cogió su walkie-talkie y gritó a sus colegas de la fábrica:
—¡Algo va mal!
Inmediatamente, la voz de uno de sus compañeros le llegó metálica y entrecortada a través del aparato:
—¡Ya lo vemos! ¡Acabamos de tener una bajada de tensión impresionante!
El rumor era cada vez más fuerte y empezó a acompañarse de un golpeteo irregular. Oberstätter observó los enormes cilindros con angustia y espetó al walkie-talkie:
—¿Una bajada, dices? ¡Pues esto suena más bien a subida! ¡Van a explotar! ¡Haz algo!
¿Pero en qué narices estaban pensando ahí abajo? ¡Los generadores no tenían un defecto de presión, sino un exceso! ¡Qué extraño! ¿A qué podía deberse tanto movimiento? ¿Quién necesitaba tanta energía? Era como si ahí fuera, en la ciudad, todo el mundo hubiese encendido las luces y aparatos eléctricos al mismo tiempo.
Y si la frecuencia de la red era tan inestable como para afectar a los mismísimos generadores… Eso significaba que algo extraño estaba pasando. Que algo iba mal. ¿Un enorme apagón en la ciudad, quizá? ¿Era posible que varios miles de austriacos se hubiesen quedado sin luz a la vez?
Impotente y desesperado, Oberstätter vio cómo los enormes generadores rojos vibraban cada vez con mayor intensidad, hasta empezar a dar verdaderos saltos. ¡Si seguían aumentando de revoluciones, las máquinas explotarían con su propia fuerza centrífuga! De acuerdo, había llegado el momento de intervenir manualmente.
—¡Apagad las máquinas! —gritó Oberstätter al aparato—. ¡Desconectadlas, o nos explotará todo en la cara!
Sin dar crédito a lo que estaba presenciando, el hombre se quedó inmóvil ante aquellos monstruos de fuerza indomable cuyo alboroto superaba ya cualquier otro sonido de la central. Los tres cilindros vibraban con irregularidad y parecía que sólo quedaba esperar a que salieran disparados hacia el techo del edificio, impelidos por su propia potencia interior.
Pero entonces, sin lógica alguna, el ruido cesó.
El temblor había durado apenas unos segundos, aunque a Oberstätter le había parecido una eternidad.
El repentino silencio resultaba fantasmal. Entonces, y sólo entonces, el técnico se dio cuenta de que se habían apagado todos los fluorescentes de la sala. Sólo quedaban encendidas las pantallas y las luces de emergencia.
Todas las máquinas se habían parado. ¡Seguramente, aquello afectaría a media Austria, y ahora todo estaría a oscuras!
Oberstätter notó el sudor que le caía por la frente.
—Vale, todo ha vuelto a la normalidad —dijo, dirigiéndose al walkie-talkie, y haciendo un esfuerzo por parecer calmado—. ¿Alguien sabría explicarme lo que ha pasado? ¿Cómo es que no habéis intervenido antes?
—¡No se nos ocurrió apagar las máquinas! Por el contrario, teníamos una bajada de tensión y pensamos que teníamos que traer más agua.
—¿Una bajada de tensión con ese ruido? ¡No tiene sentido! Bueno, sea como sea, tenemos que recuperar el ritmo y sincronizarnos.
—Me temo que no será tan fácil —dijo la voz entrecortada al otro lado de la línea—. Baja a echar un vistazo. Parece que no somos los únicos con problemas hoy.
Brauweiler
—Suecia, Noruega y el norte de Finlandia, Italia y el sur de Suiza están fuera —dijo el operador, por encima de cuyo hombro se asomaba a mirar Jochen Pewalski—, así como sus países vecinos, Dinamarca, Francia y Austria, y también Eslovenia, Croacia y Serbia. E.ON presenta irregularidades, y Vattenfall y EnBW lo tienen todo en ámbar, igual que los franceses, polacos, checos y húngaros. Y en Inglaterra hay flecos.
Jochen Pewalski, director de la Red de Conexiones Eléctricas Amprion S. L., llevaba más de treinta años trabajando en aquel complejo energético situado al oeste de Colonia, y que desde 1928 gestionaba la infraestructura eléctrica de alto voltaje de la antigua Central Renano-Westfaliana, popularmente conocida como «Centro de conexiones de Brauweiler». El enorme tablero que tenía delante, de dieciséis metros de largo por cuatro de alto, con sus líneas amarillas y verdes, y la cantidad de pantallas repartidas por las mesas de los operadores, le recordaban a diario el compromiso que tenía su equipo, y él mismo, con aquella sociedad.
En Brauweiler se verificaba, regulaba y repartía toda la red eléctrica de Amprion, una de las cuatro grandes sociedades energéticas de Alemania y por tanto de toda Europa, para los voltajes comprendidos entre los 380 y los 220 kilovatios.
Además, en Brauweiler se coordinaba todo el trabajo cooperativo de esas cuatro grandes sociedades alemanas, y se supervisaba y hacía el balance general de toda la red eléctrica del norte de Europa. Eso incluía Bélgica, Bulgaria, Alemania, Holanda, Austria, Polonia, Rumanía, Eslovaquia, la República Checa y Hungría.
Desde la liberalización de los mercados energéticos, hacía apenas unos años, el trabajo de Pewalski había ido volviéndose cada vez más complejo y de mayor responsabilidad. En la actualidad, la corriente fallaba más que nunca y sufría infinidad de percances desde que se originaba hasta que llegaba a su destino. Si las centrales hidroeléctricas austriacas, pongamos por caso, no lograban generar toda la electricidad que necesitaban para cubrir las últimas horas de la tarde —siempre las más exigentes—, tomaban lo que necesitaban de las centrales nucleares eslovacas. Unas horas después, era más que probable que las centrales energéticas españolas tuvieran que sacar de algún aprieto a los franceses y a su exceso de iluminación. Era un continuo toma y daca; el modo que la electricidad había elegido para repartirse por toda Europa, desde las redes de alta tensión hasta las redes de distribución regional, velando por el equilibrio entre sus generadores y sus consumidores.
Y era precisamente ese equilibrio el que parecía haberse ido al garete en varias zonas de Europa, observó Pewalski.
—Esto es peor que lo de 2006 —dijo el operador, desesperado.
El director recordó que ambos habían estado allí la noche del cuatro de noviembre de 2006, cuando las redes vecinas saturaron sin previo aviso las líneas de alto voltaje de E.ON: un crucero del vecino astillero de Papenburg tuvo que ser trasladado por los canales hasta la costa, y aquello provocó un exceso de tensión en las líneas que unían Landsbergen y Wehrendorf. El apagón fue inmediato; cayeron líneas en toda Europa. Pese a que trabajaron febrilmente para combatir el apagón, Pewalski y sus colegas no pudieron evitar que unos quince millones de personas se quedaran sin electricidad durante más de una hora y media, que fue el tiempo que tardaron en deshacer el terrible entuerto con la ayuda de todos sus colegas internacionales. En aquella ocasión esquivaron por un pelo el colapso absoluto de la red, pero ahora… Ahora la situación parecía mucho peor.
—Toda la República Checa está en rojo —dijo el operador.
En 2006, Europa cayó de oeste a este, en tres bloques de tensión diferenciados y con distintas frecuencias energéticas. El único que sufrió apagones fue el del centro. De hecho, dada la brecha endémica que se abría en Europa entre la productividad del norte y la necesidad del sur, los expertos ya habían previsto la posibilidad de que aquello sucediera en algún momento, llegado el caso.
Pero en esta ocasión todo era distinto.
Los italianos habían alertado de sus problemas hacía apenas veinte minutos. Los motivos no estaban claros, pero en cualquier caso no habían logrado controlar la situación. Mientras el sur se colapsaba, Suecia advirtió también de sus problemas por mantener la tensión, y enseguida se le sumó toda Escandinavia. Parecía que el duro frío invernal estaba afectando a varias zonas europeas en el peor de los momentos…
—La red alemana tiene que mantenerse activa a toda costa —dijo Pewalski con firmeza—. Si la perdemos, caerá toda la conexión este-oeste.
En la central se pusieron a trabajar frenéticamente. Los operadores trasladaban la energía a las líneas que aún estaban en funcionamiento, intentaban restablecer las que habían caído, y enviaban la energía sobrante a los depósitos de las centrales energéticas a los que aún les quedaba espacio libre. O eso, o soltaban la carga directamente, obligando a interrumpir el trabajo de varias fábricas o dejando a miles de personas en la más absoluta oscuridad.
Pewalski observó atónito cómo pasaban al rojo nuevas líneas del tablero.
—Más problemas en E.ON y Vattenfall.
Más líneas en ámbar.
—El oeste de Austria está a punto de colapsarse.
Rojo.
—No hemos podido evitarlo.
Pewalski hizo un esfuerzo por mantener la calma, pero empezaba a sentirse superado por todo aquello. Si conseguían mantener activa la corriente eléctrica de varias áreas de Europa podrían restaurar con relativa facilidad las redes que habían fallado, pero si todo se apagaba… Un reactor nuclear o una central térmica carbonera no podían reactivarse como una turbina de gas o como el depósito de una maldita central energética, y menos aún si no contaban con energía externa para ponerse en marcha. Si en Francia se apagaban todos los puertos energéticos de la compañía AKW, La Grande Nation tardaría horas —cuando no días— en recuperarse, y perdería seguramente una parte importantísima de su producción. Pero, tal como estaban las cosas, parecía que ninguna de las redes vecinas se hallaba en disposición de contribuir a estabilizarla… y lo mismo sucedía, por uno u otro motivo, en todos los países de Europa.
—España en ámbar.
—De acuerdo, ya es suficiente —dijo Pewalski con determinación—. Blindemos Alemania… Si es que aún estamos a tiempo.
A pocos kilómetros de Lindau
—Espero que tengamos suficiente gasolina —dijo Chloé Terbanten.
Sonja Angström desvió brevemente su atención del paisaje nevado junto a la autopista y miró su reloj de pulsera. Iba en el asiento de atrás junto a Lara Bondoni. Terbanten conducía y Fleur van Kaalden, que en aquel momento estaba tamborileando sobre su muslo el ritmo de la música que sonaba en la radio, iba de copiloto.
—Mejor no nos arriesgamos y repostamos antes de salir de Alemania —propuso van Kaldeen.
Debían de estar cerca de la frontera con Austria, a poco más de una hora de la cabaña que habían alquilado para esquiar durante toda una semana. A izquierda y derecha del coche empezaban a verse ya las estribaciones de los Alpes que la luz de la luna iba presentando entre las nubes, y el contorno de las pintorescas granjas de la zona. A la vista de la oscuridad reinante en todas ellas, Angström se sorprendió de lo pronto que se retiraba a dormir aquella gente.
—¡Por fin un viaje sin hombres! —exclamó Terbanten al ponerse en marcha, pero, a la vista de las enérgicas protestas que provocó su frase, se apresuró a precisar, con una carcajada—: ¡Bueno, quiero decir que no nos los llevamos puestos desde aquí!
Las cuatro amigas llenaron de maletas enormes, bolsas de deporte, esquís y snowboards el maletero y la baca del Citroën de Terbanten, y se pusieron en camino. Desde que salieron ya habían repostado una vez y se habían tomado un café en la gasolinera, donde aprovecharon para ligar con un grupo de suecos que se dirigían a Suiza a practicar snowboard.
—Un kilómetro para la siguiente área de servicio. —Van Kaalden señaló el cartel de la autopista junto al que Terbanten pasó como una exhalación.
Angström miró hacia delante en busca de las luces del área de servicios, pero no vio más que el paisaje iluminado por la luna.
Terbanten tomó la salida que le indicó van Kaalden. Una curva muy abierta.
—Ah, queda al otro lado de la autopista —dijo Bondoni, al ver por su lado del coche una gran explanada y una maraña de luces que enfocaban en todas direcciones.
Terbanten pisó el freno.
—¿Qué es esto?
Las únicas luces que iluminaban la gasolinera eran las de los coches que esperaban a ser atendidos y formaban largas e informes colas a partir de los surtidores. El resto del área de servicio estaba en la más absoluta oscuridad. Aquí y allá, algún discreto rayo luminoso. Linternas, tal vez.
Terbanten acercó su coche a una de las colas. Muchos de los conductores habían salido de sus coches y de sus bocas se escapaban pequeñas nubecillas de humo blanco. Junto los surtidores de gasolina, los empleados de la gasolinera iban de un lado a otro, nerviosos y uniformados, incapaces de imponerse al caos. Terbanten dejó encendidas las luces de su coche y todas bajaron a ver qué sucedía.
Angström notó enseguida el frío que se coló por sus tejanos y su jersey. El coche de delante tenía matrícula alemana. Ella era la única de las cuatro que sabía hablar un poco aquel idioma, así que se acercó a preguntar.
—Un apagón —le dijo el conductor, a través de la ventanilla semiabierta.
Y lo mismo le dijo uno de los trabajadores de la gasolinera.
—¿Y por eso no podemos repostar? —inquirió.
—Las bombas de los surtidores funcionan con energía eléctrica. Sin ella no podemos hacer que la gasolina suba desde los tanques.
—¿Y no tienen un plan de emergencias? ¿Una fuente alternativa?
—Qué va. —El chico se encogió de hombros, impotente—. Pero seguro que rápidamente recuperamos la corriente —añadió.
—¿Cuánto rato lleváis así? —preguntó ella, echando un vistazo a la larga cola que se había formado junto a los dispensadores y a la cantidad de coches que rodeaban la gasolinera y el restaurante del área de servicios, también a oscuras. Mal día para tener un apagón, justo aquel viernes, antes de la semana de vacaciones de invierno…
—No sé. Quince minutos, quizá.
Quizá, pensó Angström mientras volvía hacia las otras para explicarles lo que había descubierto.
Al oír las noticias Terbanten dio un golpe sobre el techo del capó y dijo:
—¡Pues en marcha! ¡Ya repostaremos en la siguiente gasolinera!
Bonn
—Ha fallado todo —confirmó Helge Brockhorst—. Aquello era Brandenburgo, lo cual implica que ya hemos perdido toda la República Federal Alemana.
Se dejó caer en una silla y miró la pared que tenía frente a sí: doce cubos con sus respectivas pantallas de cincuenta pulgadas, construidas en 2006. Apenas uno de los muchos detalles que convertían el Centro de Comunicaciones del Estado Federal y los Länder —GMLZ, en su acrónimo alemán— en el punto de mando neurálgico de Alemania en momentos de crisis.
—La televisión aún funciona —dijo uno de sus colegas, encargado de controlar los soportes técnicos del GMLZ—, pero los usuarios no reciben la señal.
En las pantallas más pequeñas, ubicadas en la pared de al lado, podían verse todos los canales de televisión que aún estaban en disposición de emitir su señal. Brockhorst había esperado que al menos uno de ellos emitiera un informativo sobre el apagón, por breve que fuera, pero en su lugar vio las típicas series vespertinas, los acostumbrados programas diarios, los insufribles reality shows. Lo más probable era que las televisiones también estuvieran luchando por combatir el problema y entender lo que estaba pasando. Todo había ido tan rápido… En menos de tres cuartos de hora la red eléctrica europea había caído, así, sin más. Si no estaba mal informado, en aquel momento sólo quedaba energía en la península Ibérica y parte de Gran Bretaña.
La última vez que pasaron por algo semejante, los medios no lograron hacerse eco del problema hasta que ya estuvo prácticamente solucionado, apenas dos horas después, pero en esta ocasión… En esta ocasión Brockhorst no tenía claro que el asunto pudiera arreglarse con la misma celeridad.
—¡Tengo a Brauweiler al aparato! —le dijo una compañera, con un teléfono a cada oreja—. Dice que contemos al menos con cuatro o cinco horas de apagón.
Brockhorst conocía a Jochen Pewalski, con el que la chica estaba hablando, porque colaboraron en el asunto de 2006. Un buen hombre. Seguro que sería el primero en tenerlo todo controlado.
A esas alturas casi todos los especialistas de la empresa se habían reunido en la sala central, empezando por los responsables de cada país y de las distintas organizaciones humanitarias. Las conversaciones eran intensas y confusas, los unos interrumpían a los otros y la mayoría aprovechaba también para llamar a sus familias e informarles de que el apagón iba a durar más de lo acostumbrado. Brockhorst pensó en su mujer y en sus tres hijos, en su casa unifamiliar a las afueras de Bonn. Sabía que no tenía que preocuparse por ellos: hacía ya varios años que instalaron un generador de energía en el sótano, por si tenían alguna emergencia. De algo tenía que servirle trabajar en la central de crisis energética, ¿no? El tanque que construyeron tenía suficiente gasóleo como para abastecerlos una semana, y su mujer sabía cómo ponerlo en marcha, así que se sentía más que tranquilo. De todos modos, en algún momento tendría que llamarla para informarle de que aquella noche no iría a dormir.
—Bueno, pues entonces centrémonos en solventar los problemas del ministerio de Interior.
—De acuerdo —le contestó ella.
—¿Alguien en Brauweiler sabe a qué se debe este despropósito? —preguntó Brockhorst.
Berlín
—¿Cómo que no lo sabe? ¿Qué significa que no lo sabe?
El ministro del Interior, vestido con esmoquin, estaba plantado delante de la pantalla. Era un hombre alto y corpulento, con la cara roja y el pelo ralo, y parecía enfadado. Frauke Michelsen no recordaba la última vez que lo vio ahí, en el centro de recursos eléctricos del ministerio. Aunque quizá se debiera a que ella misma se dejaba caer poco por ahí.
Ahora la sala estaba llena hasta los topes. Allí había colaboradores de la administración pública, técnicos de la información, miembros de la policía federal y todo tipo de activos de seguridad ciudadana, así como el gabinete de crisis en pleno. Michelsen los conocía más o menos a todos. El único que faltaba era su superior, el director del gabinete de crisis y protección ciudadana del Ministerio del Interior, que en aquel momento se encontraba en un seminario un par de edificios más allá y había delegado en ella toda responsabilidad. Michelsen no le había informado de la presencia del ministro del Interior. Truquillos de la profesión, ya se sabe.
En veinte años de carrera laboral en la administración pública y los servicios diplomáticos, Michelsen sólo había podido medrar hasta el puesto de directora de departamento. «Eres demasiado brillante y demasiado guapa para llegar más arriba», le había dicho uno de sus superiores hacía ya más de una década. Desde entonces decidió ser más interesada y no decir siempre la verdad, lo cual —debía admitirlo— tampoco le había servido de mucho. Aunque quizá lo menos adecuado para el ascenso de su carrera fuera su irrefrenable debilidad por el buen vino, que en ocasiones la llevaba a mostrarse más sincera de lo que exigía la situación.
En fin, el caso es que, dadas las circunstancias, nadie podía tomarse a mal el enojo del ministro. Por su atuendo era obvio que había tenido que abandonar precipitadamente algún tipo de banquete o celebración.
En la pantalla principal, Helge Brockhorst, del Centro de Comunicaciones del Estado Federal y los Länder, suspiró al oír las preguntas del ministro y respondió, lacónico.
—Es más complicado de lo que parece.
Respuesta incorrecta, pensó Michelsen. La pantalla parpadeó, como si hubiera interferencias. Una vez más, la mujer se preguntó por qué habrían montado el centro de comunicaciones en Bonn en lugar de unificarlo todo en Berlín, junto al ministerio, pero tenía entendido que alguien iba a hacer algo en aquel sentido.
—Si me lo permite, señor ministro —se entrometió el secretario de Estado Holger Rhess—, quizá el señor Bädersdorf pueda resumirle la situación.
Tenía que ser Bädersdorf, se dijo Michelsen. Había trabajado muchos años en la federación de la industria del agua y la energía antes de que los lobbies decidieran instalarlo directamente en el ministerio.
—Imagine la red de energía eléctrica como la circulación sanguínea de un cuerpo humano —le dijo Bädersdorf—, con la única diferencia, quizá, de que tiene varios corazones, que son las centrales energéticas. De ellas sale la corriente que se reparte por todo el país, del mismo modo que el corazón bombea la sangre por el cuerpo, y hay varias líneas eléctricas, del mismo modo que hay varias venas y arterias. Las líneas de alta tensión serían equiparables a la vena aorta, que transporta mucha cantidad de sangre en un trayecto muy breve, y luego están las líneas de tensión media, para trayectos más largos, y las líneas regionales, que hacen llegar la electricidad hasta el último consumidor. Estas últimas serían como los capilares que reparten la sangre por cada célula del cuerpo.
Mientras hablaba, Bädersdorf iba tocándose el cuerpo con la idea de ilustrar mejor aún sus explicaciones. Estaba claro que no era la primera vez que explicaba aquello, y Michelsen tuvo que admitir, no sin una cierta envidia, que la analogía resultaba realmente útil para entender de qué iba aquello.
Michelsen no era una técnica, pero cuando le concedieron aquel puesto, hacía ya tres años, estuvo informándose concienzudamente —como hacía siempre— de cuánto competía a su nueva responsabilidad: la gestión de la infraestructura crítica del ministerio.
—Hay dos puntos fundamentales que debemos tener en cuenta: el primero, que la red sólo puede mantenerse estable a una frecuencia determinada y constante (siguiendo con la comparación con el cuerpo humano, pensemos que si la tensión sube o baja demasiado nos desmayamos), y el segundo, que es muy difícil almacenarla o mantenerla quieta. De ahí que deba estar siempre en continuo movimiento, como la sangre. Dicho de otro modo, sólo puede crearse cuando se necesite, y las necesidades cambian considerablemente en función de la franja del día en que nos hallemos. Del mismo modo que el corazón tiene que bombear con más fuerza cuando hacemos una carrera, así también las fuerzas energéticas tienen que crear picos de uso adecuado, o echar mano de centrales adicionales para la ocasión. ¿Hasta aquí me siguen?
Recorrió la sala con la mirada y obtuvo varios gestos afirmativos. Sólo el ministro seguía con el ceño fruncido.
—¿Pero cómo puede ser que esto afecte a toda Europa? ¡Pensaba que la red eléctrica alemana era segura!
—Y lo es, señor ministro. Al menos en principio, lo es —respondió el «jefe de las unidades», que era como lo llamaba Michelsen en secreto—. De ahí que hayamos sido uno de los últimos países en perder el suministro eléctrico y uno de los primeros en empezar a recuperarlo. Pero no olvidemos que nuestra red no es una isla en medio de Europa.
Tocó las teclas de uno de los ordenadores y sobre la pantalla más grande apareció un mapa de Europa en el que se veía una densa red de conexiones, cada una de ellas marcada con un color diferente.
—Esto es un mapa de la red eléctrica europea. Como puede verse, todas las líneas están estrechamente relacionadas entre sí.
—A la vista de este mapa, ya no queda nada de la línea que hace referencia a Alemania —dijo Michelsen, incapaz de reprimir el comentario.
—Bueno, yo no diría tanto…
La mirada del secretario de Estado fue de todo menos amable, pero no se dejó intimidar por ella.
—¿Y qué diría entonces? ¡Una de las principales redes de comunicación ha pasado a manos de una empresa holandesa!
—Permítame recordarle —le respondió Bädersdorf— que en las negociaciones con la Unión Europea sobre la desconcentración de productores y transportadores, Alemania se manifestó claramente en contra de una separación definitiva de emisores, y buscó alternativas eficaces con la ayuda de otros estados. Siempre hemos alegado que esta estructura del mercado energético europeo dificulta la buena gestión de las situaciones de emergencia.
Por desgracia tiene razón, pensó Michelsen, y le dejó que siguiera adelante.
La imagen de la pantalla cambió y dio paso a un gráfico de color azul sobre el que había una red de líneas que simbolizaban centrales energéticas, centrales transformadoras, fábricas y edificios de viviendas.
—Antes contábamos con proveedores de energía nacional, que eran quienes se encargaban de generar y distribuir la corriente, de modo que la gestión del suministro y abastecimiento recaía en unas solas manos. Pero ahora, tras la liberalización del mercado energético, la estructura ha cambiado radicalmente: hoy tenemos generadores de energía por un lado…
Las centrales energéticas de la pantalla cambiaron de azul a rojo.
—… y distribuidores por el otro.
Las líneas de enlace entre unos y otros se iluminaron en verde.
—Y entre unos y otros se han generado lo que podríamos llamar —en la pantalla aparecieron unas figuras nuevas, edificios con el símbolo del dólar—, bolsas de energía. Aquí es donde los generadores y los comerciantes de electricidad fijan los precios. Cabe decir, pues, que el suministro de energía depende de distintos agentes, y que en casos como el que nos ocupa tienen que coordinarse para poder reaccionar.
Michelsen estaba en parte indignada por el descarado alegato de Bädersdorf, de incuestionable acento lobby, y con el que obviamente pretendía defender los monopolios —más o menos ocultos pero siempre existentes—, pero en parte estaba también afectada, pues sabía que sus argumentos estaban más que justificados. Sea como fuere, sintió la necesidad de completar su intervención y dijo:
—O eso, o buscar el modo de generar sus propios beneficios. El principal objetivo de estos agentes no es devolver la electricidad a la industria y el pueblo, sino generar ganancias. Y son muchas manos para poco pastel. Y en tiempos de crisis las decisiones deben tomarse en cuestión de minutos.
—Desconocemos los motivos de la avería, pero puede estar seguro de que todo parte de un mismo hilo. Al fin y al cabo, nadie sale ganando con esto.
—¿Pero cómo es posible que desconozcan los motivos de la avería? —preguntó uno de los colegas del departamento de seguridad pública.
—Los sistemas son extraordinariamente complejos; tanto que no me veo capaz de explicarlos con facilidad. Tras los apagones de los últimos años tardamos varios meses en descubrir las causas que los provocaron, y es que todas fueron distintas: el tiempo, errores humanos, instalaciones en malas condiciones… hasta un eclipse solar, tuvimos.
—¿Y cuánto cree que tendremos que esperar esta vez? —preguntó el secretario de Estado—. ¿Cuándo recuperaremos la energía?
—Según nuestros informes, mañana a primera hora la mayor parte de las zonas afectadas deberían haber recuperado la electricidad.
—Lamento que mis intervenciones puedan resultarle poco amables, pero estamos hablando de toda Europa —intervino Michelsen—. Es la primera vez que nos enfrentamos a una crisis de estas dimensiones y desconozco cómo pueden prever su duración. —Carraspeó, y con su tono más profesional añadió—: Soy la responsable del gabinete de crisis y protección ciudadana. Si mañana por la mañana el transporte público no funciona, los trenes y los aviones no pueden realizar sus desplazamientos, las administraciones y las escuelas no tienen calefacción, el suministro de agua no llega a la mayor parte de la población o las telecomunicaciones y la información no pueden asegurarse… tendremos un problema. Pero no uno cualquiera, sino uno muy grande. Así que quizá sea el momento de prepararnos para ello, ¿no les parece?
—¿Cómo pretenden recuperar la electricidad? —preguntó el ministro del Interior.
Bädersdorf le respondió inmediatamente:
—Lo normal sería empezar a generar pequeñas redes-satélite en torno a las centrales energéticas para asegurar la estabilidad de la frecuencia de la base, y poco a poco ir haciéndolas más grandes, en función de las necesidades de cada central, hasta que empiecen a conectarse y a sincronizarse entre ellas.
—¿Y cuánto suele durar este proceso?
—Depende. Quizá baste con unos segundos, pero quizá sea necesario esperar unas horas para la reconstrucción total. Después, la sincronización es relativamente rápida.
—Pero se trata de un proceso delicado y pueden volver a darse apagones, ¿no? —preguntó Michelsen.
—No tiene por qué —la contradijo Bädersdorf—. Aunque admito que en esta ocasión la recuperación puede durar algo más de lo acostumbrado.
—¿Hay zonas afectadas en toda Europa? —preguntó el ministro—. ¿Estamos en contacto con los otros países?
—Ahora mismo íbamos a ponernos manos a la obra —respondió Rhess.
—Bien. Declaren el estado de emergencia y manténgame informado de cualquier novedad. —El ministro se dio la vuelta para irse—. Espero que tengan una velada muy productiva.
Ya le vale, pensó Michelsen. ¿Productiva? La velada iba a ser más bien… larga.
Schiphol
Delayed.
Delayed.
Delayed.
En las últimas horas, todas las compañías aéreas habían anunciado retrasos en sus vuelos.
—¿Falta mucho? —preguntó Bernadette, abrazando con ternura a su muñeca preferida.
—Mira —le dijo su hermano, haciéndose el interesante—, allí pone que nuestro vuelo llega con retraso.
—¡Pero yo no sé leer!
—¡Bebé! —le dijo Georges, burlándose de ella.
—¡Y tú también!
—¡Bebé! ¡Bebé!
Bernadette empezó a llorar.
—¡Maman!
—¡Basta ya! —reprendió François Bollard a sus hijos—. Georges, deja de fastidiar a tu hermana.
—A este paso no llegaremos a París hasta medianoche —se lamentó Marie, la esposa de Bollard. Parecía cansada.
—Es viernes —le dijo él—. Suele pasar.
Estaban rodeados por un enorme grupo de gente que, como ellos, se había acercado a los paneles informativos para saber cuándo despegaría su avión. El de París tendría que haber salido hacía una hora, pero ahora indicaba que lo haría a las diez de la noche. De pronto, Bollard sintió también el cansancio acumulado durante toda aquella semana de trabajo. Habría dado lo que fuera por estar ya en su suave y cálida cama, durmiendo plácidamente junto a su mujer. Pero en lugar de eso se hallaban en uno de los mayores aeropuertos de Europa, y no podían hacer nada que no fuera esperar. Y los niños estaban más pesados que nunca, lógicamente. Tenían muchas ganas de volver a París y ver a sus amigos y a sus abuelos, y a cada rato estaban más insoportables. Bollard se preguntó qué pasaría si volvieran a retrasar la hora de partida…
Todos los asientos de la zona estaban ocupados, y poco a poco la gente empezó a sentarse también sobre sus maletas o directamente en el suelo. Y en los restaurantes se habían formado colas enormes de gente cada vez más impaciente. Bollard echó un vistazo alrededor para ver si encontraba un lugar tranquilo en el que sentarse a esperar los cuatro, pero el gentío era tal que no pudo ver nada a más de dos metros de distancia.
—¿Y ahora qué pone? —preguntó Bernadette.
—¿Cómo dices?
—Genial —oyó decir a su mujer, justo antes de leer lo que ponía en el panel.
Cancelled.
Cancelled.
Cancelled.
París
Lauren Shannon enfocó con su cámara a los dos hombres que tenía delante. James Turner, corresponsal de la CNN en Francia, había plantado el micrófono bajo la nariz de su interlocutor.
—Nos hallamos ante la central de bomberos parisina, en la plaza Jules Renard —dijo Turner—. Me acompaña François Liscasse, general de la división, jefe de la brigada de sapeurs-pompiers de París, que es el nombre con el que se conoce a los bomberos en la capital francesa.
Los copos de nieve brillaban bajo el foco de la cámara como bombillas encendidas.
Turner se dirigió a Liscasse.
—General Liscasse, hace ya cinco horas que París se ha quedado sin electricidad. ¿Tiene usted alguna idea sobre cuánto más va a durar esta situación?
Pese al frío que hacía, Liscasse no llevaba más que un uniforme azul y un casco, que a Shannon le hizo pensar en el general De Gaulle. Al fin y al cabo, en París los bomberos son una unidad militar que depende del ministerio del Interior…
—Me temo que no puedo facilitarles ninguna información al respecto. Tengo a todos mis hombres repartidos por París y sus alrededores. Miles de ellos. No en vano somos el mayor cuerpo de bomberos del mundo, después del de Nueva York. Así pues, esperamos que la población parisina se sienta segura y confiada pese a las circunstancias. Por el momento estamos centrando todos nuestros esfuerzos en liberar a los ciudadanos de los vagones del metro y de los ascensores, en atender a las víctimas de los numerosos accidentes y en sofocar los fuegos aislados que han empezado a sucederse.
—¿Sabe usted, general Liscasse, cuántas personas siguen atrapadas?
—Ya hemos liberado a miles, pero no sabría decirle cuántos quedan aún. El problema es que, como todo el mundo está utilizando sus móviles y hay sobrecarga en las redes, muchas de las personas que se han quedado atrapadas en los ascensores no logran ponerse en contacto con nosotros para informarnos de su situación, y nuestros hombres van de casa en casa, comprobando que todo esté en orden.
—¿Quiere eso decir que algunos tendrán que esperar a mañana para ser salvados?
—Bueno, esperemos que la electricidad vuelva esta misma noche. En cualquier caso, atenderemos hasta el último ciudadano, se lo garantizo.
—General…
—Gracias. Y ahora, le ruego que me disculpe. Tengo que seguir trabajando.
Turner disimuló el rechazo mirando hacia la cámara y esbozando una sonrisa.
—Les ha hablado James Turner, desde la «noche sin corriente» de París.
Turner hizo a Shannon la señal para que cortara y se despidió de la espalda que sin decir nada más había empezado a alejarse de él. Se subió el cuello de la chaqueta y le dijo a Shannon:
—Vamos, ahora quiero saber algo de ese tío del Ministerio del Interior. Acompáñame.
Como cámara y chófer de Turner, Shannon había aprendido a moverse con celeridad por el tráfico parisino. El caos de circulación que se había formado hacía apenas unas horas había empezado a remitir, pero aun así tardaron veinte minutos en recorrer una distancia ridícula.
—¡Vuelvo a estar sin cobertura! —gritó Turner, maldiciendo en voz alta y tirando el móvil a sus pies.
Shannon siguió conduciendo, impertérrita. De vez en cuando pasaban junto a alguna ventana en la que se veía luz. El resto de la ciudad estaba a oscuras. Mucho antes de llegar al ministerio, la Rue de Miromesnil se había cerrado a la circulación. Shannon dejó su coche delante de un vado, y salieron.
Llevaba dos años viviendo en París. Al acabar la carrera se propuso dar la vuelta al mundo, pero una vez en París no quiso marcharse de allí. Al principio quiso hacer periodismo, pero entonces le ofrecieron el trabajo de cámara junto a Turner y se quedó sin tiempo para estudiar. Turner era un imbécil arrogante que se creía Bob Woodward, pero a su lado Shannon había viajado mucho y había aprendido una barbaridad. Ella era, con diferencia, la mejor investigadora que él había tenido, la que le encontraba las mejores historias y la que sabía cómo redactarlas y presentarlas, pero Turner nunca la dejaría aparecer ante la cámara. De ahí que en el poco tiempo libre que le quedaba Shannon hubiese empezado a componer sus propios artículos y a colgarlos en YouTube.
Siguieron a pie hasta la valla del edificio, rodeada de policías.
—Prensa —dijo Turner, mostrándoles su identificación.
—Lo siento —se limitó a responder el agente.
Turner esgrimió todos los argumentos habidos y por haber, pero ni los policías ni los otros tres grupos de periodistas que en pocos minutos se arremolinaron junto a la valla del edificio tenían la menor intención de dejarlo pasar.
—Hágase a un lado, por favor —le pidió el policía.
Shannon vio los faros de varios coches que se acercaban.
Los vehículos pasaron junto a ellos casi sin frenar y entraron en el edificio por el pequeño hueco que los policías habían abierto para ellos. Shannon encendió la cámara y enfocó a los coches, pero éstos tenían los cristales tintados y no pudo ver nada.
—¿Y bien? —preguntó Turner.
—Bueno, yo he cogido la imagen panorámica —respondió ella—. ¿Qué has visto tú?
—Nada. Demasiado oscuro.
Shannon echó un vistazo al dispositivo de su cámara y revisó la grabación.
—Aquí hay algo, una historia —dijo—. Pero la pantalla es demasiado pequeña. Tengo que ir al estudio a ampliar la imagen. Quizá allí veamos algo más.
Saint Laurent-Nouan
—¡Maldita sea! —dijo su mujer Isabelle, mientras Yves Marpeaux se ponía la chaqueta sobre el grueso jersey de lana—. Mi marido trabaja en la central nuclear y nosotros aquí, a menos de quince kilómetros de distancia, sin luz ni calefacción.
Con todas las capas de jerséis y chaquetas que se había puesto, la mujer parecía aún más deforme de lo normal.
—¿Y qué quieres que haga? —rezongó él, encogiéndose de hombros.
Por Dios, qué ganas tenía de salir de casa. ¡Isabelle llevaba horas atosigándolo con sus quejas!
—Y los chicos están igual —dijo ella, por milésima vez.
Por suerte no habían llegado a comprarse uno de esos teléfonos modernos que se cargan enchufándose a la corriente. Isabelle tardó una hora y media en localizar a su hijo después del apagón, y unos segundos después habló con su hija. El chico vivía con su familia cerca de Orleáns, y la chica, en las afueras de París.
—Llevo horas buscándoos —les había dicho—, pero las telecomunicaciones…
Marpeaux no había podido decirles mucho más, aparte de que ellos también estaban a oscuras.
—¡Imagínate las quejas de tu madre!
Cerró la puerta al salir y dejó a su mujer en la fría y oscura casa. En la calle, su respiración se elevó hacia lo alto en forma de nube blanca. El cielo brillaba sereno y estrellado.
El Renault se puso en marcha sin problemas. Por el camino, Marpeaux intentó sintonizar la radio para oír las noticias. Muchas de las emisoras habían enmudecido, y las pocas que quedaban emitían música o informaban de lo que ya había leído en Internet antes de que el ordenador se desconectara definitivamente.
El paisaje oscuro, con sus campos desiertos y desnudos de hojas, hacían irreconocible aquella zona, una de las preferidas por el turismo francés. En primavera, la región volvería a llenarse de millones de turistas nacionales e internacionales dispuestos a pasear por las colinas del Loira, a visitar los magníficos castillos en busca de huellas nobles y aristócratas, a comprar y beber vino y a empaparse, aunque fuera brevemente, del maravilloso savoir-vivre del corazón de Francia.
Marpeaux llegó a la región veinticinco años atrás, pero no la escogió por su belleza, sino porque le habían ofrecido un buen puesto de ingeniero en la central nuclear de Saint Laurent.
Tras veinte minutos de conducción apareció ante él la silueta de la pequeña localidad de Saint Laurent-Nouan, insólitamente oscura aquella noche, sin luces en las ventanas ni en las calles, pero, eso sí, con las enormes torres de refrigeración de la central nuclear irónicamente iluminadas —aunque menos de lo normal, todo fuera dicho—, elevándose tras el pueblo. Es extraño —se dijo Marpeaux al ver al coloso una vez más— que desde hace doscientos años no hayamos desarrollado significativamente las técnicas básicas de nuestro trabajo y no las hayamos sustituido por alguna propuesta más moderna. En sus orígenes, las centrales nucleares no eran más que máquinas de vapor gigantes, al estilo de las que empezaron a crearse a principios del siglo XVIII, y ahora todo seguía igual, sólo que en lugar de madera y materiales combustibles utilizaban uranio o plutonio enriquecido para encender los generadores.
Con una potencia algo inferior a mil megavatios, la planta era una de las más pequeñas del país. Los dos reactores de presión hidráulica quedaban justo a orillas del Loira, de donde tomaban el líquido refrigerante. Cuando Marpeaux empezó a trabajar en el complejo, a finales de los ochenta, los dos viejos reactores UNGG del recinto aún estaban en funcionamiento. Atrás quedaba el terrible incidente que tuvo lugar siete años atrás, en el que un elemento combustible de la fábrica se fundió por algún motivo desconocido y contaminó el edificio hasta el punto de tener que cerrarlo durante dos años y medio. A principios de los noventa, pues, la Electricité de France detuvo la actividad de los dos viejos reactores.
Marpeaux pasó el control de seguridad de la entrada y aparcó el coche en la misma plaza de la que lo sacó hacía apenas quince horas, justo después de acabar su turno de noche y pasar el testigo a los del turno de mañana.
El ochenta por ciento de la energía francesa proviene de centrales nucleares. Si las noticias de las últimas horas eran ciertas y la red eléctrica había sufrido un fallo generalizado, lo más probable era que los reactores estuvieran funcionando en modo emergencia. Aquello frenaría el manejo de las barras de combustible nuclear y detendría en última instancia la mayor parte de la reacción nuclear en cadena. Gracias a su actividad profesional, Marpeaux sabía desde hacía décadas algo que la mayoría de la humanidad desconocía, sobre todo antes de la catástrofe de Fukushima, y era que un reactor apagado continúa produciendo calor y debe seguir siendo ventilado. Aunque sólo se alcanzase el diez por ciento de la temperatura normal acostumbrada, aquello era suficiente para deshacer un reactor no ventilado y provocar el mayor accidente jamás previsto. Normalmente, la energía de los sistemas de seguridad y ventilación provenía de la red eléctrica pública, y si ésta fallaba, saltaban los sistemas de emergencia. La planta de Saint Laurent tenía tres sistemas independientes para cada bloque, todos alimentados con motores de gasóleo y diseñados para soportar al menos una semana de actividad.
Cuando abrió la puerta del gabinete de dirección oyó los pitidos y los aullidos de distintos indicadores de peligro. Hacía casi veinte años que Marpeaux controlaba los reactores de aquella planta y más de ocho que estaba al mando de uno de los tres turnos del día, de modo que las situaciones como aquella habían dejado de acelerarle el pulso hacía tiempo. Al entrar en la sala, con sus cientos de luces e indicadores, se sentó y empezó a dirigir a una docena de conductores de reactores hasta sus puestos, tranquila y concentradamente. Algunos controlaban las cifras, los indicadores y las luces, y otros consultaban los mamotretos, gordos y pesados como ladrillos, que describían detalladamente el significado de todas las señales y explicaban cómo podían apagarse. Todos aquellos hombres eran trabajadores experimentados que, al menos dos semanas al año, hacían todo tipo de ejercicios de reciclaje, a cual más complicado, para comprobar su capacidad laboral.
El controlador de la pantalla lo saludó estrechándole la mano.
—¿Qué novedades hay?
—Se ha caído un bloque de gasóleo. El número dos. Justo al inicio.
—Y los demás… ¿funcionan?
—Sin problemas.
Marpeaux no pudo evitar pensar en una serie de terribles acontecimientos relacionados con el suministro de electricidad. Como los de 2006, por ejemplo, cuando el equipo de la central eléctrica Forsmark estuvo más de veinte minutos sin saber lo que tenían que hacer. Tiempo después, las investigaciones que se hicieron al respecto dieron paso a resultados de lo más diversos. Por una parte, los directivos de la fábrica, como no podía ser de otro modo, coincidieron con las autoridades suecas y finlandesas en decir que, según los datos de sus respectivas oficinas de protección contra las radiaciones, no llegó a correrse peligro en ningún momento. Por otra, no obstante, varios analistas y reconocidos observadores, como el propio jefe de obra de la fábrica, sin ir más lejos, aseguraron que la situación había sido extraordinariamente crítica y que habían estado a punto de sufrir el mayor accidente previsible.
Era cierto que desde que él se puso al mando de los turnos de la fábrica ya se habían encontrado con varias situaciones incómodas de este tipo: en una ocasión llegaron a estar una hora entera sin electricidad, pero siempre habían logrado que todo volviera a la normalidad. Y lo habían hecho con tanta delicadeza que ni siquiera les había hecho falta informar a las autoridades o al Organismo Internacional de Energía Atómica —OIEA—, cuya sede estaba en Viena. Sin embargo, que sus colegas no tuvieran claro lo que estaba pasando le produjo un cierto y desagradable malestar.
—¿Tiene alguna relación con las pruebas?
Hacía tres días, precisamente, habían revisado el sistema de emergencias de la fábrica.
El director del turno de noche se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo es esto. No sabremos nada hasta dentro de un par de meses, cuando ya hayamos reparado y reconstruido todo.
Los hombres del turno de Marpeaux fueron llegando poco a poco y sustituyendo a sus respectivos homólogos. Las discusiones sobre el tema se intensificaron, pero nadie logró llegar a una conclusión. Algunos dejaron de mostrarse preocupados y otros empezaron a estarlo.
Marpeaux pidió a dos de sus hombres que revisaran a conciencia el panel del gasóleo, y él se concentró en los instrumentos.
Milán
—Respire… inspire…
El estetoscopio que la doctora desplazaba sobre su espalda estaba frío.
—Ya le he dicho que estoy bien —reiteró él.
Ella, una mujer joven que parecía haber salido de una de aquellas series de hospitales que daban en televisión, dejó el estetoscopio y cogió una linternita con la que enfocó los ojos de Manzano.
—¿Dolor de cabeza? ¿Mareos? ¿Desmayos?
—No, no, nada.
Manzano estaba sentado sobre una camilla, desnudo de cintura para arriba, en el minúsculo espacio del ambulatorio del Ospedale Maggiore de Milán. Aunque sólo había perdido el conocimiento durante unos segundos, los equipos de rescate insistieron en llevárselo consigo. Al fin y al cabo, su coche ya no era más que un montón de chatarra, y ni siquiera los bomberos iban a hacer algo por recuperarlo. La semana siguiente tendría que buscarse un vehículo de alquiler para ir a visitar a sus clientes. Seguro que ninguno de sus problemas informáticos podía esperar hasta que él decidiera qué hacer con los restos de su coche.
Durante el trayecto en ambulancia intentó enterarse del estado de las otras dos víctimas del accidente, pero los enfermeros no supieron —o no quisieron— decirle nada al respecto. Lo acompañaron hasta la entrada del hospital y allí, en recepción, pasó casi una hora esperando.
—Abra la boca.
Manzano obedeció, y la doctora inspeccionó su laringe. La relación entre su cuello y la pequeña herida en su sien le parecía un misterio y no pudo estar callado por más tiempo.
—Vamos, arrégleme lo de aquí arriba y déjeme volver a casa —exigió.
—¿Tiene a alguien que pueda cuidarlo?
—¿Se está ofreciendo usted?
—No.
—Vaya, qué lástima.
—Levántese.
Manzano se incorporó de un salto.
—Camine hasta esa hendidura del suelo, dé una vuelta a la salita y vuelva aquí.
Otro de esos ridículos ejercicios. ¡Por favor, no estaba borracho! Además, aquella habitación era tan pequeña que podía cruzarla con cuatro pasos. Hizo lo que le pedía la doctora y volvió a la camilla. Ella sonrió satisfecha y le pidió que volviera a sentarse.
—¿Seguro que no quiere quedarse un poco más?
—Si quiere que nos tomemos una copa de vino, me quedaré encantado. Si no…
—Muy tentador, sin duda —dijo ella con una fría sonrisa—, pero aquí el alcohol sólo lo usamos como desinfectante.
—En tal caso, propongo ir a mi casa y abrir un buen Barolo. Las radiografías podemos ahorrárnoslas, ¿no?
—Podemos —repitió ella, mientras cogía una jeringa.
Manzano se mareó en cuanto vio la aguja. No era en absoluto un tipo miedoso, pero cuando se trataba de medicamentos sentía un pánico descontrolado e infantil.
—Tenemos que reservar las radiografías para los casos de máxima necesidad —dijo la doctora—, al menos hasta que vuelva la luz. Estamos echando mano de los generadores de emergencia y tenemos que ser austeros por lo que pueda pasar. Le voy a poner un poco de anestesia local, luego le coseré la herida y ya podrá irse a casa, ¿de acuerdo? Escuece un poco…
—¿Es necesario? —preguntó él, pálido como un muerto.
—¿Prefiere que le cosa la herida sin anestesia?
Manzano se aferró a los bordes de la camilla.
—¿Aquí también se han quedado sin luz? —preguntó, básicamente para distraerse, y bajó la cabeza para no ver la aguja.
—Toda la ciudad está sin electricidad, según parece. Hace una hora que atiendo a tipos como usted, y la sala de espera cada vez está más llena. Accidentes que se producen porque los semáforos han dejado de funcionar, personas que se han caído porque los vagones de metro en los que iban se detuvieron con brusquedad… Mire, ya está. Le quedará una cicatriz junto a la ceja, pero no es muy grande. Seguro que le dará un toque interesante.
Manzano se relajó de nuevo.
—Sí, como Frankestein.
En esta ocasión la sonrisa de la doctora fue amable y sincera. Manzano se puso la camisa con el cuello ensangrentado y el abrigo con la manga también algo manchada, dio las gracias a la doctora y salió de la salita.
Una vez en la calle buscó en vano un taxi. Volvió a la recepción del hospital y pidió ayuda al recepcionista, que lamentándolo mucho se encogió de hombros.
—En cuanto funcione el teléfono intentaré pedirle uno, pero sepa que el tiempo medio de espera está ya en una hora… Los servicios públicos no funcionan y los taxis están saturados. Esto parece la gran avería de 2003.
Toda Italia, veinticuatro horas sin electricidad. Cualquier ciudadano italiano recordaba aquello. Ojalá esta vez durara menos.
Manzano pidió al recepcionista que le indicara en un mapa dónde estaba el hospital. Calle Francesco Sforza. No muy lejos de la catedral. Bueno, en la hora que tenía que pasar esperando al taxi le daba tiempo de sobras para llegar a su casa, en la Via Della Francesca. Se sentía con fuerzas. Y quizá de camino volviera la luz y pudiera coger un metro o un tranvía. Dio las gracias al recepcionista, se subió el cuello del abrigo y se marchó de allí.
En la calle, los faros de los coches se difuminaban bajo la oscuridad de los edificios y dibujaban entre las calles sinuosos rayos de apática luz. La gente se movía de un modo distinto a lo acostumbrado, pensó Manzano. Más inquieta, con más torpeza. El viento helado se colaba en su abrigo.
Anduvo por las calles hacia la catedral, acompañado en todo momento por un espectacular concierto de bocinas. Pasó junto a la iglesia y se encaminó hacia la Via Dante, que llevaba a la calle Parco Sempione. Allí las bocinas sonaban aún más. Los tranvías se habían quedado cruzados en medio de las vías y bloqueaban la circulación. Siguió avanzando por las calles obstruidas. En algunas callejuelas le costó abrirse paso entre los edificios y los coches, que en su desesperación por salir de los embotellamientos habían subido incluso a las aceras. Avanzó hasta la plaza Buonaparte. Allí también reinaba el caos. De vez en cuando, un nuevo bocinazo desesperado o indignado. En un edificio vio un piso iluminado. Mira, alguien tenía un generador. Por primera vez desde el accidente, Manzano pensó en su casa. No estaba preparada para afrontar una situación como aquella. En su cabeza se agolparon imágenes del accidente. Manzano intentó olvidarlas y se preguntó si tenía que llamar a los bomberos para que le trajeran su coche. Bueno, eso ahora podía esperar. Mañana… Mañana por la tarde tenía una cita con Carla, y luego subiría con ella a su casa. ¿O iría a la de Julia? A ver si era cierto lo que le había dicho la doctora sobre su cicatriz.
La mayor parte de las tiendas por las que pasaba habían cerrado, aunque sus carteles con la palabra «abierto» indicaban lo contrario.
Fascinado, se dio cuenta de que empezaba a ver cosas que hasta aquel momento le habían pasado desapercibidas: letras bizarras sobre los locales, edificios con claros ventanales junto a los que había pasado cientos de veces pero cuyas fachadas jamás se había detenido a mirar… En un minúsculo colmado vio una figura inclinada hacia delante, buscando algo a la luz de las velas. Sobre la puerta de cristal, un cartel con la palabra «Chiuso». Llamó de todos modos.
Un anciano con un delantal blanco se acercó a la puerta y lo observó con detenimiento. Al fin, abrió. Sobre la puerta tintineó una campanita.
—¿Qué desea?
—¿Puedo comprar algo?
—Sólo si me paga en metálico. Sin electricidad no puedo aceptar tarjetas.
A Manzano le sorprendió que en circunstancias normales sí las aceptara. Con lo pequeño que era el colmado… En aquel momento le llegó el olor a jamón y a queso, a fruta y a pan. Sacó el monedero y empezó a contar.
—Me quedan cuarenta euros.
El hombre lo miró de arriba abajo.
—¿Mujer? ¿Hijos?
A ver si el tipo sólo atendía a padres de familia…
—No.
—Pues con cuarenta le bastará. No parece comer usted mucho. ¿Qué le ha pasado en la cabeza?
El anciano dejó la puerta abierta y desapareció tras el mostrador.
—Un pequeño accidente por culpa del apagón.
La temperatura de la tienda era muy agradable. Las mejillas de Manzano empezaron a arder.
—Prepárese algo bueno para esta noche. Tome algo que le guste a la luz de las velas. Y lea un libro, ya que no tenemos televisión —dijo el anciano.
Manzano compró bresaola, salami, taleggio, queso de cabra, champiñones y alcachofas, y una barra de pan. El hombre lo metió todo en una bolsa en la que ponía «Alimentari Pisano» y le preguntó:
—¿Una botella de vino tinto para acompañar?
—No, gracias, tengo en casa.
Cuando salió del colmado, tenía aún veinticuatro euros. Se despidió del anciano y se alejó de allí acompañado por el sonido de la campanita sobre la puerta.
Piero Manzano vivía desde hacía tres años en el tercer piso del edificio más antiguo de la calle Piero Della Francesca. La portería estaba a oscuras, y mientras avanzaba por el rellano no veía siquiera sus manos extendidas frente a sí. En la oscuridad oyó gritos, quejas y palabras de consuelo.
No cogió ascensor, pero no fue sólo porque no funcionaba la corriente. El aparato era muy antiguo y no le daba buena espina, así que siempre subía caminando. Avanzó poco a poco, con una mano en la pared.
En el piso de arriba se veía algo de luz. Las escaleras subían como una espiral en cuyo centro se hallaba el hueco del ascensor, y en el rellano del primer piso se había reunido prácticamente toda la comunidad de vecinos, con velas y linternas, para discutir sobre la situación y calmar a las dos mujeres que se habían quedado atrapadas entre el primer y el segundo piso.
—¿Ya han llamado para pedir ayuda? —preguntó Manzano al llegar.
—No logramos contactar con urgencias ni con los bomberos —le respondió el notario Carufio, que vivía en el cuarto—. Ambas líneas comunican todo el rato. ¡Pero vaya!, ¿qué le ha pasado?
—Ah, no es nada —sacó su móvil y marcó el número de emergencias—. No tengo cobertura —dijo—. ¿Quién está en el ascensor?
—Mi prima y su hija —se lamentó Carufio—. ¡La pobre tiene mala suerte! ¿Sabe que le pasó exactamente lo mismo en el apagón de 2003? Parece una broma, ¿verdad?
—Vaya por Dios. Oiga, señor Carufio, si no me necesitan me voy a casa. He tenido un accidente, también por culpa del apagón, y me gustaría descansar.
—Claro, claro, descuide —le dijo el hombre—. No sirve de nada que nos quedemos todos aquí. Gracias por su ayuda.
Ya en su piso, lo anómalo de la situación le hizo sorprenderse de sus rutinas. ¡Qué fácil era moverse por el espacio tan conocido! Levó la mano justo hasta la cerradura de la puerta, colgó el abrigo justo en el perchero, sin titubeos, dejó la bolsa con la compra justo encima de la mesa, abrió la puerta del baño con resolución…
Después de tirar de la cadena, el depósito del agua se vació con un ronquido. Manzano echó de menos el sonido con el que se llenaba, al tiempo que el agua salía por el inodoro. Abrió el antiguo grifo del lavabo y oyó un ronquido parecido al de antes. Volvió a tirar de la cadena pero fue en vano. Ya no tenía agua.
—Genial.
Aquello empezaba a ser demasiado, pensó. Sin electricidad podía pasar unas horas, pero… ¿sin agua? ¡Y con lo sucio que estaba!
Cuando oyó los golpes en la puerta se llevó un susto de muerte.
—¡Uuuh, soy un fantaaasma!
Era la voz de su vecino, Carlo Bondoni.
A la luz de la vela que llevaba en la mano e iluminaba su angulosa cara y su pelo canoso y despeinado, Bondoni parecía uno de los ancianos de los cuadros de Caravaggio. Cuando vio a Manzano dejó escapar un grito:
—¡Joder! ¿Qué te ha pasado?
—Un accidente.
—No hay luz en toda la ciudad —le explicó Bondoni—. Acaban de decirlo en la radio.
—Lo sé —respondió Manzano—. Los semáforos no funcionan. Mi Alfa está para el desguace.
—Bueno, ya lo estaba antes.
—Tú sí que sabes animar al prójimo.
—Ten, enciende una vela en su memoria. —Bondoni le dio una vela—. Así no tendrás que estar a oscuras.
Manzano encendió su vela con la llama de la de Bondoni.
—Gracias. Seguro que yo también tengo alguna, en algún lugar, pero así la encontraré antes.
—Bueno, tú eres el ingeniero y experto informático, ¿no? No puedes hacer nada contra este despropósito. La tele no funciona, Internet tampoco, y nadie puede ver tres en un burro. Seguro que esos modernos contadores que están instalando en todas partes se han cargado algo.
—Vamos, entra. Aquí fuera hace frío. ¿Has cenado?
—Paso. Seguro que tienes en casa alguna castaña encantadora que me hará morirme de envidia.
—Hoy no. Y menos con esta frente.
—¡Anda ya, chico! No es más que un rasguño, y te hace interesante.
—Mira, es la segunda vez que alguien me dice lo mismo. Pero lo de chico… Me temo que hace tiempo que dejé de serlo.
—¡Caray, Piero! ¡Yo daría lo que fuera por volver a tener cuarenta y tres años!
—¿Vas a entrar de una vez o no?
—Si insistes…
Bondoni cerró la puerta a sus espaldas y siguió a Manzano hasta la cocina. Éste se lavó las manos con el agua de una botella. Encontró una caja con velas largas y una bolsa de velitas medio llena. Encendió unas cuantas y las repartió por la habitación. Mientras tanto, Bondoni fue quejándose de las compañías eléctricas, los canales de agua, las empresas de televisión y por supuesto los políticos, que al final eran los verdaderos culpables de todo. Manzano abrió la nevera para meter lo que había comprado.
—La corriente de la nevera también sale de los enchufes —le dijo Bondoni con una sonrisa maliciosa, al ver la expresión de Manzano ante la nevera a oscuras—. Deja la comida en la ventana… O espera un par de horas más. Sin calefacción no tardaremos en estar todos helados.
—¿Cómo que sin calefacción?
—Tampoco funciona. Pero no te quejes. Piensa que después de la guerra…
—… tú eras un enano y no te enteraste de nada.
—¿Pero qué dices? —Bondoni fingió sentirse ofendido.
Manzano abrió la ventana y dejó la comida sobre la alfombra de nieve que cubría el alféizar. Tras las ventanas de los vecinos vio las tenues luces de varias velas.
Con dos botellas de agua y una vela fue al baño y se lavó lo mejor que pudo. Se puso una camisa limpia y unos tejanos y después revolvió el trastero y su despacho. Una docena de ordenadores nuevos y viejo, decenas de hardwares, una radio antigua y por fin, en una caja que ni siquiera había abierto, encontró lo que andaba buscando: la linterna. La cogió junto con la radio y volvió a la cocina. Mientras tanto Bondoni había preparado la cena y, al verlo, levantó las manos con una botella de vino en cada una.
—¿Ésta o ésta?
Por supuesto, eran sus dos mejores botellas.
—El Barolo.
El vino le hizo pensar en el verano; en el olor a pinos bajo el sol…
—Voy a echar un vistazo al contador. Vuelvo en seguida.
—¡Te acompaño!
Bajo los fusibles había una caja negra que llevaba varias décadas allí, como en todas las casas de Italia, con sus típicos numeritos sobre fondo rojo, o negro, y esas ruedas que giraban más o menos rápido en función del consumo de energía de cada hogar. Pero desde hacía algunos años había también una cajita blanca y plana, propiedad del llamado Smart Meter, o contador de energía inteligente.
—Si pusieras esa cajita en la cocina podría pasar por un reloj para calcular tiempos de cocción —bromeó Bondoni—, en el dormitorio, por un despertador, y en el baño, por un aparato para tomar la presión. ¡Todos los contadores son iguales! Seguro que dentro tiene esas placas…
—¿Te refieres a las placas de circuitos?
—A ésas, sí. Chips sin alma a los que puedes dar la forma que te apetezca. Siempre he pensado que eso de «form follows function» es una barbaridad, pero esto… ¿Cómo llamaríamos a esto? ¿«Form follows la inutilidad»? Su dedo huesudo y largo señaló la pantalla gris. Ni siquiera muestra nada. ¡Vaya fraude!
—Si no hay corriente no tiene que mostrar nada.
Volvieron a la cocina y Manzano sirvió el vino.
—¿Tienes respuestas para todo, eh? —dijo Bondoni, sin poder reprimir el tono de reproche en su voz.
—Es sólo que no soporto las quejas sobre la innovación y los nuevos descubrimientos, y menos de gente que lleva gafas, que llama por teléfono y viaja en coche con toda comodidad. Eso también fue nuevo algún día y nadie lamenta su uso.
—¡Vaya, vaya! ¡Voy a cenar con un devoto del progreso! Está bien, no discutiré. Brindemos por el nuevo mundo. ¡Salud!
—Y por tu retiro. ¡Salud!
Cerca de Bregenz
—¡Aquí tampoco podemos! ¡No funciona ninguna gasolinera! —exclamó Terbanten—. ¡No me lo puedo creer!
Angström asomó la cabeza entre los dos asientos de delante y observó el caos que tenía ante sí. Caía una densa cortina de nieve y los coches se habían acumulado como en la gasolinera anterior: desordenados, impacientes, algunos intentando abrirse camino para salir de allí. Señaló el marcador de gasolina del tablero de mandos del Citroën. Una luz naranja indicaba que ya estaban en reserva.
—Con la gasolina que nos queda no llegamos a la cabaña ni locas —dijo—, así que tenemos dos opciones: o nos quedamos aquí a esperar que vuelva la luz…
—Lo cual puede durar toda la noche… —la interrumpió Tarbanten.
—… o salimos de la autopista y buscamos un sitio en el que pasar la noche —concluyó van Kaalden.
—Vale, pero tampoco podemos entretenernos buscando, ¿eh? —intervino Terbanten una vez más—. La reserva de este coche no da para mucho, y como nos despistemos nos quedaremos tiradas en medio de algún paraje austriaco. Aquí al menos nos congelaremos rodeadas de gente.
Angström consultó su Smartphone.
—Qué rabia que Internet tampoco funcione. Si no, podríamos encontrar en seguida una pensión por aquí cerca.
El reloj marcaba las 22.47.
—Hace rato que tendríamos que estar en la cabaña, brindando con ponche frente a la chimenea… —suspiró—. ¡En fin! ¿Quién prefiere quedarse aquí y quién salir a buscar un hotel?
Las cuatro votaron lo mismo.
—Nos quedamos.
—Pero yo tengo hambre —añadió Bondoni.
—Pues creo que la tienda y el restaurante están cerrados —dijo Terbanten.
—Voy a echar un vistazo. Además, también tengo que ir al lavabo. ¿Alguien me acompaña?
—Yo voy —dijo van Kaalden.
Angström también quiso ir con ellas, y Terbanten se quedó en el coche. Bien envueltas en sus anoraks, las tres mujeres se abrieron paso entre los coches hasta llegar a la tienda. Muchos estaban vacíos, otros tenían el motor en marcha. En algunos de ellos los pasajeros se habían cubierto con abrigos y ropa abrigada y ahora dormían tras el hielo que iba acumulándose en sus ventanas. Desde uno de los coches, un niño los saludó con la mano.
—Tétrico —dijo Bondoni.
La gasolinera estaba cerrada, efectivamente. Dieron la vuelta al edificio y encontraron los servicios en la parte de atrás. En cuanto abrieron la puerta les llegó un olor intenso y desagradable. Angström alcanzó a ver las pilas de los lavabos, pero el resto quedaba a oscuras y no pudo distinguir nada más.
—Yo no entro aquí ni loca —dijo.
Siguieron hasta la tienda del área de servicio. Tras una ventana, Angström vio temblar una débil llama. La puerta estaba abierta. Dentro se oían voces.
—Aquí hay alguien —dijo Bondoni.
Reconocieron una tenue luz tras los cristales ahumados de la puerta. Cuando entraron, Angström no pudo evitar pensar que estaban viviendo una aventura; nada peligroso ni atrevido, sino más bien una aventura como las de antes, cuando de niña la pillaba una tormenta fuera de casa y tenía que volver sola en bicicleta. Todas las mesas estaban ocupadas. Algunas tenían velas. La gente hablaba, comía, callaba, dormía. Aquí la temperatura era mucho más agradable que fuera, pero olía a humanidad. Un hombre con una chaqueta fina se acercó hacia ellas. Llevaba una pajarita.
—Está todo lleno —les dijo—, pero si encontráis un hueco libre y queréis quedaros, no hay problema.
—¿Tiene algo para comer? —preguntó Angström.
—Se ha acabado casi todo. Lo mejor que podéis hacer es ir a la cocina. Os darán lo que les quede, siempre que sea comestible. Y tendréis que pagar en efectivo. Lamento que no podamos atenderos como solemos. La luz, el agua, los servicios sanitarios, la calefacción, el aire acondicionado, el horno, las neveras, los lectores de códigos de barras y tarjetas… todo se ha estropeado. En realidad mi turno acabó ya hace tres horas, pero no me veo capaz de echar de aquí a toda esta gente.
—¿Ha dicho que tampoco funcionan los lavabos?
—Eso he dicho, lo siento.
—¿Y adónde puedo ir, si ya no aguanto más?
Ybbs-Persenbeug
Los nueve hombres estaban inmóviles frente a los monitores de la sala de control.
—¡Y… vamos!
Oberstätter pulsó la tecla. Llevaban tres horas hablando por teléfono, discutiendo, suponiendo y presuponiendo, pero seguían sin saber qué había provocado el colosal apagón.
Lo único de lo que estaban seguros era de que Europa se había quedado sin energía. Y las centrales hidroeléctricas, como la suya en Ybbs-Persenbeug, junto al Danubio, eran las primeras a las que las autoridades recurrirían para recomponer el entuerto, pues eran las únicas que podían reiniciarse sin ayuda. También sabían a qué se había debido la parada de emergencia de su planta: el apagón generalizado había provocado un brusco y radical aumento de la frecuencia en las redes que aún funcionaban y el desajuste no pudo corregirse a tiempo. De ahí que el software de infinidad de plantas energéticas se desactivara automáticamente en cuestión de segundos, con el fin de evitar la explosión de los generadores. Oberstätter no se había equivocado al interpretar el ruido de sus generadores, pero no lograba entender cómo era posible que sus colegas de la sala de mandos hubiesen interpretado mal las señales del panel. Y ahora sólo esperaba que la instalación no hubiese quedado dañada.
Había llegado el momento de reiniciarla. Una planta hidroeléctrica no es como una cafetera, en la que basta con apretar un botón para que se ponga en funcionamiento, sino que hay que tener paciencia. El agua debe entrar en las turbinas poco a poco, activar los generadores, poner en marcha los ventiladores y reorganizar muchos otros componentes antes de crear propiamente la electricidad.
—¡Parad! —dijo uno de sus colegas, señalando con el dedo una de las pantallas—. Aquí. Riesgo de cortocircuito en XCL 1362. Y acabamos de empezar. Genial. Armin, Emil, bajad a echar un vistazo.
—Esto implica al menos una hora más de retraso —dijo uno de los aludidos.
—Pero no tenemos otra opción —respondió su superior—. No podemos poner esto en marcha mientras veamos algún peligro.
Cogió el teléfono y marcó el número del gabinete de crisis de la central.
Berlín
Michelsen hizo un esfuerzo por mantener la voz calmada antes de contestar:
—Le recomiendo que se dirija a nuestro gabinete de prensa. Además, en unos minutos daremos una rueda de prensa y el ministro dirá unas palabras. —Tiró el teléfono al suelo y gritó—: ¿Se puede saber cómo demonios ha conseguido este hombre mi número? ¡Malditos periodistas!
En las últimas tres horas, Michelsen había tenido que instalarse en el centro de operaciones del ministerio del Interior, como todos los demás. Al principio creyeron que el entuerto se desharía rápidamente, pero las últimas noticias no hacían prever nada bueno. Michelsen cogió todos sus papeles y se acercó a uno de los operadores. En la pantalla, de nuevo, Helge Brockhorst, del Centro de Comunicaciones del Estado Federal y los Länder, en Bonn.
—… y lo mismo sucede con el cuarto cuadrante. Algunas de las centrales locales han podido reiniciarse brevemente, pero luego han vuelto a fallar. En algunas regiones empiezan a considerar la posibilidad de declarar el estado de emergencia.
Nada nuevo, vaya. Hacía años que se sabía que algo así podía pasar, y se suponía que estaban bien preparados para afrontar la situación. En Alemania, los Länder debían combatir la crisis, y ante amenazas nacionales debía intervenir la confederación. Era por ello que cada dos años tenía lugar un experimento que se conocía con el pirotécnico nombre de Länderübergreifende Krisenmanagementübung/Exercise, LÜKEX en su versión abreviada, que venía a significar algo así como «ejercicios coordinados de gestión de la crisis en los Länder». Cada LÜKEX implicaba un complejo trabajo de prevención y coordinación de acciones entre la división organizacional de la Alianza, las unidades de crisis de los Länder y los operadores privados de infraestructuras críticas. En la última edición participaron siete ministerios, la cancillería en pleno, el gabinete de prensa de la Alianza, varias asociaciones de seguridad nacional, diversas personalidades encargadas de la seguridad de los Länder, instituciones humanitarias como la Cruz Roja, y una gran cantidad de empresarios de los más diversos ámbitos: suministros, sanidad, transportes o telecomunicaciones, por ejemplo, todos dispuestos a poner a prueba sus planes de emergencia en caso de un ataque cibernético o un apagón general. Michelsen rezó para que todos aquellos participantes estuvieran ahora en sus puestos, listos para actuar. Los ejercicios que se realizaban en los LÜKEX eran complejos y ambiciosos, tal como podía deducirse del hecho de que necesitaran dos años para organizarlos. Y, según había visto con sus propios ojos, la seriedad y urgencia de esos ejercicios se atesoraba a menor escala ante cualquier imprevisto. Imprevistos en los que ahora no quería ni pensar. De pronto tenían que organizarse y coordinarse planes de emergencia para todas las competencias del Estado y los sectores de la sociedad. Para empezar, había que proteger del caos a la población (bomberos, Cruz Roja, servicios de soporte técnico e instituciones benéficas dispuestas a liberar a la gente de los metros y ascensores…), después, había que velar por mantener el orden y la seguridad en las calles (policía, servicios de información, atención al consumidor, solución de problemas…); y también, por supuesto, tenían que asegurarse la atención médica y el suministro de agua y alimentos. Michelsen sabía que los hospitales y ciertas administraciones públicas contaban con generadores de energía alternativos, al igual que muchas industrias privadas y empresas de explotación agrícola, y le constaba que de ese modo podrían abastecerse varias horas, o incluso días. Lo peor a estas alturas eran el tráfico y el abastecimiento de alimentos y agua a los ciudadanos. La lista de obligaciones abarcaba todos los ámbitos de la rutina de ochenta millones de personas en toda Alemania, o, según decían los informes —a los que no le quedaba más remedio que prestar atención—, de cientos de millones de personas en toda Europa. Lo cual lo empeoraba todo aún más. Durante las averías y catástrofes regionales de los últimos años, los afectados habían contado siempre con la ayuda de fuera: bien de otras regiones, bien —en el peor de los casos— del extranjero. Pero ahora «fuera» quedaba demasiado lejos. Las noticias de fallos eléctricos llegaban incluso de Rusia, aunque allí no habían sufrido ningún apagón. Llevaban varias horas conectados con el Centro de Información y Monitorización de la Unión Europea en Bruselas (CIM), y éste ofrecía a toda Europa lo que el Ministerio del Interior brindaba a Alemania: coordinación, organización, información.
Michelsen se apresuró hasta la salida y pasó junto a la sala de reuniones en la que el ministro del Interior estaba manteniendo varias videoconferencias con sus colegas europeos. En el pasillo la esperaban otros siete colegas de distintas divisiones y juntos entraron en la sala de prensa para preparar la intervención del ministro.
El ministro y sus seguidores intercambiaron preguntas y respuestas más o menos desesperadas.
—¿Se conocen ya los motivos del apagón?
—No. Todavía no tenemos ningún indicio al respecto. Para la prensa: lo más importante ahora es la reactivación de los suministros. Ya nos dedicaremos a las investigaciones cuando el pueblo pueda volver a ducharse, salir de compras e ir al trabajo.
—¿Para cuándo está previsto que recuperemos la electricidad?
—Es difícil decirlo. Hasta hace poco los especialistas eran optimistas, pero llevamos seis horas intentando reactivar las redes y parece que se nos resisten. Para la prensa: los especialistas están trabajando intensamente para volver a poner en marcha los generadores de energía.
—¿Por qué se ha apagado toda Europa? Está claro que no es casualidad.
—Bueno, las redes modernas están estrechamente relacionadas entre sí, y si una falla es posible que acaben fallando todas. A tal efecto, el ministro encargado de la modernización de las redes energéticas y los sistemas eléctricos lleva un tiempo centrándose en pulir todas las interacciones en el plano europeo.
—¿Servicios de urgencias?
—Todos movilizados. Los bomberos han liberado a miles de personas en toda Alemania, la Cruz Roja y el resto de instituciones benéficas han prestado ayuda a los enfermos y ancianos y también nos hemos encargado de la infinidad de viajeros que se habían quedado tirados en la calle.
—¿A qué se refiere?
—Sin electricidad no se puede repostar.
—¿Bromea?
—En absoluto.
—¡Pues hoy precisamente empezaba la semana blanca en muchas regiones de Alemania!
—Los servicios técnicos también están alertados y dispuestos para la movilización.
—¿Los militares?
—Están listos para ayudar en lo que haga falta.
—¿Qué les decimos a aquellos que mañana seguirán sin luz?
Milán
—… en las zonas afectadas han cerrado escuelas y establecimientos…
Bondoni se inclinó aún más sobre la vieja radio portátil de Manzano en la que sonaba la voz del locutor.
—¿Y cómo sabremos cuáles son las zonas que continúan afectadas?
—Seguro que lo notas —le dijo Manzano, haciendo una señal con la mano para indicarle que quería seguir escuchando.
—… y para evitar los atascos en los transportes públicos, las autoridades recomiendan que nos agrupemos para viajar en coche y que, en la medida de lo posible, evitemos los desplazamientos innecesarios.
Él no podía realizar ningún desplazamiento con su coche, ni necesario ni innecesario. ¿Cuánto le pagaría por el viejo cacharro la compañía de seguros?
—… y a quienes estén de viaje o hayan salido a pasar el fin de semana fuera… recuerden que la mayoría de las gasolineras han agotado su combustible, los trenes que aún no se han cancelado circulan con enorme retraso y la circulación aérea ha quedado completamente interrumpida hasta nuevo aviso. Y todo esto afecta, por supuesto, al resto de Europa.
—¿Al resto de Europa? —exclamó Bondoni—. ¡Anda ya! ¡Ya estamos otra vez con las exageraciones! ¡Son todos unos sensacionalistas!
Manzano no pudo evitar pensar en la prima del señor Carufio y en su hija, atrapadas en el ascensor. No hacía ni una hora que los bomberos habían venido a liberarlas de su angustiosa situación.
—Las industrias eléctricas están trabajando con ahínco para solucionar el problema y recuperar los suministros lo antes posible.
—Eso espero —murmuró Bondoni, sirviéndose una copa de vino.
La segunda botella. Manzano, más indulgente ahora, gracias al efecto de la primera, había abierto el Serralungo de Germano Ettore. ¡Así daba gusto pasar un apagón! De hecho, no hacía ninguna falta que siguieran escuchando aquellas noticias tan angustiosas. Manzano apagó la radio y se tomaron el vino en silencio. Se habían pasado la tarde charlando. De todo y de nada. La verdad, ya se había olvidado de casi todo. Sentía el alcohol entre las sienes, y la herida le dolía.
Manzano pensó que el tiempo parecía ir más despacio desde que empezó el apagón. Se quedó escuchando el silencio. Igual que le sucedió de camino a casa, de pronto se dio cuenta de que algo faltaba. Algo que solía pasarle desapercibido pero que ahora, de algún modo, echaba de menos: el murmullo de la nevera; el goteo del grifo; la televisión o la radio de los vecinos, que las escuchaban siempre a todo volumen. En aquel momento sólo se oía la respiración algo pesada de Bondoni, el ruido de su garganta al tragar el vino, el roce de su camisa con el jersey al alargar el brazo y dejar su copa sobre la mesa.
—Es hora de irse a la cama —dijo el anciano, al tiempo que se levantaba con un suspiro.
Efectivamente, el reloj que Manzano tenía sobre la puerta de la cocina marcaba la una y diez. Lo acompañó hasta la puerta, y al hacerlo le sobrevino una extraña sensación que no supo identificar… La aparcó a un lado y dio unas palmaditas en el hombro de su vecino, a modo de despedida, cuando se dio cuenta de que algo había cambiado. Por la puerta de su despacho, que había quedado entreabierta, se colaba un débil rayo de luz.
—Espera —le dijo a Manzano, dirigiéndose a su despacho, que tenía dos ventanas que daban a la calle.
—¡La iluminación de la calle ya funciona!
Bondoni llegó a la habitación mientras él alargaba la mano para tocar el interruptor. Arriba, abajo. Arriba, abajo. El despacho siguió a oscuras.
—Qué extraño. ¿Por qué hay luz en la calle y aquí no?
Manzano volvió al pasillo y abrió la caja del contador. Todas las palanquitas estaban en la posición correcta, igual que el interruptor principal. En un display podía leerse «KL 956739».
—Ahí fuera hay electricidad —dijo Manzano, hablando más bien consigo mismo, y luego añadió, dirigiéndose a Bondoni—: Prueba por favor con el interruptor que queda junto a la puerta.
Kilck, klack. Nada.
—Vamos a estudiarlo mejor…
—¿Cómo dices?
Pero Manzano no le contestó porque había vuelto a desaparecer en su despacho, del que reapareció en pocos segundos con su portátil en la mano.
—¿Qué haces? —le preguntó Bondoni.
Mientras encendía su aparato, Manzano se preguntó cómo podría explicar lo que se traía entre manos a su vecino de sesenta y tres años, quien sólo utilizaba el ordenador para escribir e-mails y navegar un poco por Internet.
—Ya sabes lo curioso que soy, ¿verdad? Pues bien, cuando nos instalaron los contadores nuevos decidí estudiarlos con atención.
Escribió algo en su teclado mientras seguía hablando.
—Los contadores de energía son, en principio, como pequeños ordenadores. —Manzano decidió ahorrar a Bondoni los detalles, que en aquel momento no le parecieron relevantes, y se limitó a explicarle que, por motivos económicos, los contadores poseen chips de memoria pero no discos duros—. De ahí que los llamen Smart Meter, que quiere decir medidores inteligentes. Gracias a ellos las compañías eléctricas pueden no sólo leer los datos de la energía que utilizamos, sino también manipularla a distancia.
—A mí me dijeron que podían cortarme la luz —dijo Bondoni.
—Eso lo hacían antes, cuando no pagabas.
—¡Pero si yo siempre he pagado!
—Pues por eso nadie te ha cortado la corriente… o reducido. Por lo que sé sólo pueden recortar el suministro. Nunca cortarlo del todo. Para ello, como para tantas otras cosas, las compañías eléctricas tienen sus propios códigos.
—¿Como éste de aquí?
—Exacto.
—Y lo que para nosotros es más interesante: las posibilidades de contactar son recíprocas. O sea, que si nos esforzamos un poco… nosotros también podemos acceder a sus datos.
Bondoni sonrió.
—Lo que seguramente no es del todo legal.
Manzano se encogió de hombros.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó Bondoni.
—Utilizando un interfaz de infrarrojos. Hoy en día puede hacerse casi con cualquier ordenador. O con un móvil. Ya lo hice en una ocasión, básicamente para descubrir qué podía hacer este trasto, y cómo.
Por aquel entonces tuvo que modificar ligeramente su antiguo ordenador. Con la ayuda de una tarjeta adicional adecuada y del software correspondiente, logró convertir su pc en un sistema de radio definido por software. A partir de ahí pudo utilizarlo como un receptor —y un lector, y un emisor— de ondas de alta frecuencia y de cualquier señal de la Power Line Communication con la que la compañía eléctrica intentara manipular los contadores.
—¿Me lo dices en serio? ¿Así de sencillo?
—Bueno, es sencillo para gente como yo —respondió Manzano, sin inmutarse.
—¿Y no necesitas contraseñas? ¿Los datos no están protegidos?
—Pues claro que sí, pero son facilísimas de hackear. Te sorprendería saber lo fácil que es encontrar cualquier contraseña en Internet, si sabes dónde buscarla.
—Seguro que esto es ilegal.
En esta ocasión fue Manzano el que sonrió.
—Sólo queremos saber quién nos está manipulando, ¿no?
Entre tanto, en su pantalla podían verse los datos que había estado buscando.
—En aquella ocasión pude acceder a los códigos de control. Mira, aquí está la lista, ¿la ves? Con este código el proveedor de energía da la orden de informar sobre el consumo actual. O con ese de allá reduce el suministro a doscientos vatios de potencia. Y luego están aquellos, que son los que reestablecen todos los accesos a la red: uno para reiniciar el contador, otro para recargar la memoria de los programas en la red… y muchos más.
Bondoni estudió atentamente la lista, y luego volvió a mirar el contador.
El código del display también está en la lista, pero en rojo.
Y ahí es donde todo empieza a ponerse interesante. Los datos han sido introducidos por una compañía americana, que no sólo gestiona el mercado europeo sino también el estadounidense. Pero allí se utilizan otros códigos, siempre distintos y no intercambiables, porque suelen hacer referencia a algo que aquí no existe. Como por ejemplo la resolución de separarse completamente de la red. La orden de desconectarse. Mira, ¿ves esto?
Bondoni leyó las cifras y las letras que Manzano le indicaba:
—«KL 956739». ¡Por el amor de Dios! —una vez más, su rostro, iluminado de azul por el fulgor de la pantalla del ordenador, le recordó al de un fantasma—. ¿Significa esto que los americanos se han apropiado de tu corriente?
—No, significa que, aunque la orden de desconectar la corriente no está en el manual italiano, por algún motivo se ha colado en sus servidores y está influyendo en ella. Pero ahora viene lo mejor: como el contador no está determinado para informar sobre este código (básicamente porque ni siquiera está prevista su existencia), lo que hace es obedecer la orden de desconectarse, pero sin enviar ningún informe al proveedor.
—¡Un momento, un momento! A ver, para que lo entienda un vejestorio como yo… ¿insinúas que los contadores han sido desactivados pero que las compañías eléctricas ni siquiera se han enterado?
—¡Bondoni, para ser un vejestorio con una botella de vino metida entre pecho y espalda, lo pillas todo con una facilidad pasmosa!
—Pero ¿quién puede haber dado esa orden tan repentina?
—Ésta es la cuestión. Un fallo en el sistema, quizá. Pero acabas de darme una idea. Vamos. —Mientras hablaba, arrastró a Bondoni hasta la puerta—. Veamos lo que pone en tu contador.
Manzano esperó impaciente a que las manos de su vecino, algo torpes por la edad y el vino, acertaran a meter la llave en el paño.
El aparato de Bondoni mostraba la misma combinación de cifras y letras. Manzano, con la boca abierta, no daba crédito a lo que estaba viendo.
—Pero esto es… ¡no puede ser casualidad! Esto no me gusta; no me gusta nada —susuró. Y, ya de vuelta al pasillo del rellano, añadió—: ¡Voy a probar algo! —Se agachó para coger su ordenador, que había dejado en el suelo frente al contador, y le dijo a Bondoni—: Vuelvo a mi piso.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué qué quieres hacer ahora, en plena noche?
—Tendrás que esquivar al demonio, para lograr el amor de Dios…
—Bueno, creo que lo mejor sería no disgustar a ninguno —dijo, respondiendo a la broma.
Dos minutos después, ya en el piso de Manzano, éste conectó el portátil al contador, vía infrarrojos. Y después se sentó en una silla, a esperar.
Bondoni se dejó caer en otra que tenía a su lado y se quedó mirando el aparato con curiosidad.
—¿Y ahora?
—Ahora vamos a fingir que somos una compañía de electricidad. Con el portátil puedo contactar con el contador y ordenarle que nos reinstale la corriente. Veamos lo que pasa entonces.
Tecleó el código.
En la cocina se oyó un breve zumbido y después algo resonó levemente.
Vuelve a darle al interruptor, a ver qué pasa.
Bondoni obedeció y en el pasillo se encendieron dos fluorescentes.
—¡Madonna! ¿Puedes hacerlo también en mi casa?
—Sólo si dejas de mencionar a los santos y los cielos y los demonios. Venga, probemos en la cocina, y mira si la nevera funciona.
Bondoni desapareció tras la puerta de la cocina, y, al poco, Manzano vio la luz que se encendía. Justo después oyó el sonido de las gomas de aislamiento de la nevera, y por fin la voz de su vecino, gritando:
—¡Funciona!
—Genial. Pues vamos a tu piso.
En cuestión de minutos, Manzano había reprogramado los dos contadores y ambos recuperaron la corriente. Lo primero que hizo el anciano fue ir al lavabo, y Manzano aprovechó el momento para entretenerse mirando las fotos que había repartidas por el comedor. Fotos de las vacaciones. De Bondoni con su mujer, ya fallecida. De Bondoni con su hija. Oyó el ruidito del chorro cayendo en el agua inodoro, y luego el sonido de la cadena.
—¡Pues sigue sin haber agua! —gritó el hombre.
—¡Mierda! Tendré que aplazar mi baño. Con las ganas que tenía… —Y luego, señalando las fotos, añadió—: ¿Qué tal está tu hija?
Sabía que trabajaba en la Comisión Europea, en Bruselas, pero no recordaba en qué departamento.
—¡Fenomenal! ¡Imagínate: hace poco la recomendaron para un ascenso! No te creerías el dinero que gana ahí. Y todo gracias a que pude pagarle los estudios con mis ahorros.
—Bueno, así el dinero vuelve en la familia.
—Pero los alquileres en Bruselas son mortales, ¿sabes? Y ella no para. Hoy mismo, sin ir más lejos, ha salido a esquiar con unas amigas. A Austria. Como si en Italia no hubiera lugares magníficos a los que viajar en la semana blanca. ¡Ay, esta juventud!
Mientras escuchaba a su vecino, Manzano también sintió ganas de ir al lavabo. Lógico, después de la botella de vino que se habían tomado… Le dio las buenas noches a Bondoni, quien a su vez le agradeció el vino y la luz, y cerró la puerta al salir.
Al llegar a su piso casi le molestó la luminosidad. Por unos segundos añoró las horas de silencio y lentitud que acababan de pasar… aunque lo cierto era que el parloteo de Bondoni no le había dejado saborearlo cuanto hubiese querido. Apagó la luz del pasillo y corrió el cerrojo. Al llegar al comedor enchufó el portátil para cargarlo, se sentó frente a la tele y miró por la ventana, hacia la calle. Excepto el iluminado público, todo estaba a oscuras. Lo cual tampoco era tan extraño, dada la hora que era.
No podía dejar de pensar que en su contador había un código desconocido, y decidió que, ya que no lograba sacárselo de la cabeza, podía unirse al enemigo en lugar de enfrentarse a él. De modo que entró en Internet y buscó novedades sobre el apagón. Y encendió la tele y dio un repaso a los distintos canales. Algunos habían interrumpido su emisión; el resto ofrecía su programación normal. Ni una palabra del apagón. Sólo la RAI y los telediarios de las diversas emisoras pusieron un ticker a pie de pantalla en el que podía leerse «Apagón en gran parte de Europa. En breve les daremos más noticias».
De igual modo, en la prensa apenas podía leerse nada al respecto. ¡Y eso que ya habían pasado varias horas desde el apagón! Sólo en Twitter, por fin, pudo leer un montón de comentarios relacionados con el tema, aunque la mayoría no eran más que tautológicas afirmaciones sobre la falta de electricidad, preguntas sobre quién más estaba sin luz ni agua, y reflexiones más o menos tóxicas sobre el hecho de que gran parte de Europa se hubiese visto afectada a la vez. La mayoría de los mensajes eran de hacía varias horas, y pronto pudo intuir que al menos España, Inglaterra, Francia, Alemania y los Países Bajos estaban pasando por lo mismo. Bostezó y se frotó los ojos. Parecía que los medios tradicionales no concedían demasiada importancia a la noticia. Bueno, no debía de ser tan horrible. Hasta los periodistas preferían meterse en la cama y taparse con una buena manta, a la espera de que mañana todo hubiese vuelto a la normalidad. Yo tendría que hacer lo mismo, se dijo Manzano. Pero antes quiero saber si alguien más ha descubierto el código. Y, en cualquier caso, tenía que informar de ello en algunos de los foros en los que solía participar. ¿O debería llamar directamente a la compañía eléctrica? Fuera como fuera, tenía que cerrar un momento los ojos. Sólo un momento. Un momentito de nada.
Berlín
Michelsen ordenó que le enviaran un taxi a las dos de la mañana. El trayecto por las oscuras calles de la ciudad la dejó conmocionada. El taxista quería hablar de la situación y debatir sobre el tema, pero ella se limitó a responderle con monosílabos hasta que el hombre captó el mensaje y se calló. En la radio sonaba un jazz de medianoche. La prensa dormía a aquella hora. La cabeza de Michelsen no dejaba de dar vueltas, y todo lo que pensaba estaba relacionado con la misma idea: ¿y si al volver al ministerio, dentro de muy pocas horas, los especialistas no habían logrado solucionar el problema?
Le habría encantado poder darse una buena ducha, pues la tensión del día la había hecho sudar. Su piso estaba frío. No tenía agua, ni en el lavabo ni en la cocina. Ya se había imaginado que sería así, pero la desilusión hizo mella en su agotamiento al confirmarlo.
Entre otras cosas, porque tuvo que admitir, avergonzada, que no estaba preparada para algo así.
Y eso que el Ministerio del Interior había invertido mucho dinero en la impresión, en ocho lenguas distintas, de su folleto Preparados para una emergencia, cuyo contenido estaba también colgado en la página principal de su web. Michelsen le había echado un vistazo hacía mucho tiempo, y en teoría sabía todo lo que ahí se decía, pero, como la mayoría, en los tiempos de bonanza no se tomó en serio las advertencias. El típico caso de «en casa del herrero cuchillo de palo»… Como directora en funciones del departamento de crisis y de protección ciudadana, no tenía en casa ni la aconsejada cantidad de agua y alimentos para dos semanas ni una radio con las pilas cargadas. En su día pensó que en caso de emergencia podría utilizar la radio del coche y que, de todos modos, en una situación así pasaría la mayor parte del tiempo en la oficina, así que no tenía que preocuparse demasiado por lo que tenía en casa.
Con la poca energía que le quedaba y un par de toallitas húmedas se lavó como pudo y se metió en la cama. Sobre el pijama llevaba un jersey, y en los pies, calcetines de lana. El despertador, evidentemente, estaba apagado. Programó el de su móvil a las tres y media, y sintió un escalofrío al pensar en el día siguiente. Se durmió rezando en silencio para que al despertar todo volviera a estar en su sitio.
Centro de mando
En aquel preciso momento le habría encantado poder ver Europa desde la Estación Espacial Internacional. La oscuridad se había apoderado de todo, y allí donde hasta hacía poco había visto finas líneas y puntos iluminados, no quedaba nada. Según los primeros informes —y sus propios cálculos—, a esas alturas al menos dos terceras partes del continente estaban sin electricidad… Y aún caerían más. Se imaginaba a los responsables de aquel terrible desaguisado devanándose los sesos para recuperar la normalidad, maldiciendo las condiciones meteorológicas o los problemas técnicos o los errores humanos, pero sin tener ni la más remota idea de lo que había pasado en realidad ni de cómo controlar aquel coloso que hasta hacía pocas horas habían creído dominar. Quizá aún lo creyeran. Quizá pensaran que aquella vez iba a ser como las otras, un fallo temporal que se solucionaría en pocas horas, como las veces anteriores, y que no sería más que una anécdota —o, como mucho, el argumento de alguna historia de suspense— para las sobremesas del futuro. Bueno, historias sí contarían, pero no serían aquellas frivolidades sobre el aumento de la natalidad justo nueve meses después del apagón, ni tampoco aquellos relatos románticos sobre la recuperación de una sociedad más esencial en la que la gente durmiera en tiendas de campaña o fuera a lavarse al río, como si estuviera de campamento. Dentro de unos días todos los europeos iban a creer que las historias que contarían en el futuro serían más bien como las noticias sobre la guerra que hasta ahora habían visto en los telediarios, o como los reportajes sobre las catástrofes que azotaban a países menos favorecidos. Después, dentro de unas semanas, empezarían a pensar que quizá las historias no se contarían demasiado, y que sufrirían el mismo proceso de abandono y secretismo que las que nos contaban nuestros abuelos y bisabuelos sobre la guerra que asoló Europa —y con ella el mundo entero— y que en la mayoría de los casos se obviaba porque dolía o avergonzaba demasiado. Y entonces, muy poco a poco, primero uno y luego otro y otro, empezarían a darse cuenta de que el tiempo de las historias había acabado, porque la propia historia iba a reescribirse de nuevo.
En una gasolinera cerca de Bregenz
A Angström la despertaron unos murmullos. Cuando movió la cabeza se dio cuenta de que tenía la nuca dolorida. ¿Se había quedado dormida en mala posición? De pronto lo recordó: estaba en la gasolinera de una área de servicio, sin electricidad y con cientos de personas en la misma situación que sus amigas y ella. Abrió los ojos y, aún adormilada, vio a un montón de gente que se levantaba y se dirigía hacia la salida, susurrando. Tenía la cabeza de van Kaalen recostada sobre su hombro. La apartó con sumo cuidado y escuchó con atención. Cada vez había más gente despierta, desorientada, observando con curiosidad al grupo —cada vez más numeroso— que se marchaba.
¿A dónde irían? Angström se levantó y cruzó la habitación, sorteando a todos aquellos que habían acabado durmiendo en el suelo. Se metió la mano en el bolsillo del anorak y palpó el móvil. Le llegó el olor a ropa húmeda, a sudor, a nieve derretida, a sopa. Tenía las manos y la cara helados; la sala se había enfriado durante la noche. No había llegado aún a la puerta cuando oyó que alguien decía en voz alta: «La gasolinera vuelve a funcionar».
El murmullo se convirtió en un parloteo. Cuando Angström llegó a la puerta, muchos se habían puesto en pie de un salto y se precipitaban hacia la puerta, empujando para salir.
Fuera hacía un frío polar. La noche no tenía ni una estrella. Al otro lado del oscuro aparcamiento vio las luces encendidas de la gasolinera, en la que la gente se agolpaba con un tesón cada vez mayor.
Angström se dirigió también hacia allí, se pasó la mano por el pelo para peinarse y entró en la gasolinera. Una vez dentro, se dio cuenta de que la mayoría de los aparadores y las neveras estaban casi vacíos. Las voces a su alrededor sonaban cada vez más enfadadas o decepcionadas, y pronto comprendió por qué: los surtidores seguían sin funcionar. La verdad, no se le había ocurrido pensar que sus vacaciones de invierno fueran a ser así. De pronto se sintió cansada, sucia y hambrienta. Negó con la cabeza como si quisiera apartar de sí esos sentimientos y cogió pan, bocadillos, galletas y bebidas de los estantes. Después se puso a la cola.
—Sólo se puede pagar en efectivo —dijo el tipo que estaba detrás de la barra, en un dialecto que no entendió. Angström casi siempre pagaba con tarjeta, y por eso había cogido poco dinero en efectivo para el viaje. Se llevó la mano al bolsillo, sacó el monedero y pagó con uno de los pocos billetes que allí había. Luego recogió el cambio, dio las gracias al dependiente y se marchó.
En el área de servicio vio a un montón de gente que, como ella, se había despertado con el ruido y había decidido salir para ver qué pasaba. Tenía frío y decidió ir a hablar con las otras.
Entró en el local a contracorriente. Dentro ya estaba todo el mundo despierto. Olía a humanidad. Todo estaba sucio y hasta pegajoso. Angström pensó que necesitaba ir al lavabo y que estaba hambrienta. El sitio en el que había dormido con sus amigas estaba vacío y no quedaba ni rastro de ellas. Se dirigió entonces al lavabo, que estaba en el piso de abajo, pero no llegó a bajar más que tres peldaños: la escalera estaba negra como la boca del lobo y la peste era sencillamente insoportable. La noche anterior habían ido las cuatro hasta unos matorrales que quedaban algo alejados del aparcamiento y habían hecho pipí allá. Lo mejor sería repetir la maniobra, pero antes acercarse al Citroën para ver si las otras ya estaban allí.
Así fue, efectivamente.
—¡Nuestro desayuno! —dijo a modo de saludo, levantando las manos en las que llevaba las bolsas.
—¡Ay, qué bien! —exclamó van Kaalden señalando hacia la gasolinera—. Ahí dentro ya casi no quedaba nada.
—Pero sigue sin haber gasolina —añadió ella.
—Sí, ya lo hemos oído —dijo Bondoni.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó van Kaalden.
—No sé, pero yo ahora tengo que ir a un sitio —dijo Angström, entregándoles las bolsas.
Con las primeras luces del alba se dirigió hacia la zona que separaba el párking de los campos más allá de la gasolinera. Pese al frío y a lo espacioso del lugar, ya de lejos podía olerse que aquella zona se había convertido en una enorme letrina colectiva. Anduvo un poco más, con la esperanza de que dejara de ser tan horrible. A cien metros de la estación, al final del aparcamiento, vio un arbusto que le pareció adecuado. El suelo estaba lleno de huellas húmedas y lodosas, y Angström prefirió no mirar. A menos de dos metros de allí vio a alguien en cuclillas. Murmuró algo ininteligible, algo que debería haber sonado a disculpa, y se alejó corriendo de allí, prestando mucha atención a lo que pisaba. Un poco más adelante, alguien más, y después una mujer sosteniendo a un niño que hacía pipí. Angström maldijo en voz baja. Al fin dio con un sitio en el que no se sintió observaba. Llevaba consigo pañuelos y toallitas húmedas que había cogido la noche anterior, de modo que hizo lo que tenía que hacer tan rápido como le fue posible y se alejó corriendo de allí.
Ya en el coche, Bondoni y Terbanten daban buena cuenta de sus bocadillos. Angström se sentó junto a ellas en el asiento de atrás. Estaba húmedo, y tan frío que podían ver su aliento en forma de vapor. En la radio se oía la voz de un locutor que recomendaba a sus oyentes que no realizaran ningún trayecto ni emprendieran ningún viaje que no fuera estrictamente necesario.
—Muy gracioso —dijo Angström.
—¡Dicen que, según parece, ayer por la noche falló la electricidad en media Europa! —dijo Bondoni—, y que en algunas zonas tardarán un poco en recuperarla.
—¿En media Europa? —Angström sacó uno de los bocadillos de su envoltorio—. ¿Pero cómo es posible? ¿Han dicho algo de esta zona?
—No. Mientras veníamos hacia el coche hemos intentado descubrir algo más, pero aquí nadie sabe nada, y los pobres trabajadores de la gasolinera están hasta el gorro de la situación.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Terbanten—. No podemos seguir aquí quietas, con el frío que hace, ni en el espontáneo y súper higiénico campo de refugiados que han montado en el restaurante.
—¿Llamamos a un taxi? —propuso Angström—, ¿o intentamos localizar un transporte público que nos vaya bien? Yo creo que tenemos gasolina suficiente como para llegar a la próxima estación o parada de bus. Y ya volveremos a buscar el coche y el resto del equipaje cuando haya pasado toda esta locura.
—¿Y si en el sitio al que vamos tampoco hay electricidad?
—Al menos no tendré que compartir el lavabo con cientos de desconocidos, y tendré una bañera, una cama y una chimenea.
En aquel momento llegó Van Kaalden.
—¡Brrrr! ¡Qué asco! ¡Yo no me quedo aquí ni un segundo más!
—De eso estábamos hablando, precisamente —dijo Angström, antes de repetirle su propuesta.
—Hombre, un taxi es caro, pero entre cuatro…
—Pues tenemos que llamar… y esperar a ver si encontramos uno libre —dijo Terbanten.
Angström se retorció para sacar su móvil del bolsillo del pantalón.
—No hay cobertura —dijo, decepcionada—. Lo que nos faltaba.
En el aparcamiento, alguien empezó a tocar la bocina. ¡Como si fuera a servirle de algo! Y el caso es que se le sumaron unos cuantos.
Van Kaalden, Terbanten y Bondoni tampoco tenían cobertura.
—Ni luz ni teléfono ni gasolina. ¿Qué más puede pasar? —Terbanten tuvo que gritar aquellas frases para que las demás pudieran oírla más allá del estruendo de las bocinas.
—¿Pero qué le pasa a la gente? ¿Están todos locos? —se preguntó Angström.
—¡Pues a mí me están entrando ganas de sumarme a ellos! —exclamó van Kaalden.
—Pero no sirve de nada —opinó Angström.
—¿Cómo que no? ¡Sirve para soltar los nervios! ¡A veces es necesario!
—Una estampida de búfalos no debía de ser muy distinta a aquello, pensó Angström. Por suerte, la manada de coches no podía salir disparada en cualquier dirección, cegada por la ira, y arrasar con cuanto encontrara a su paso. Se quedó en silencio y escuchó con inquietud el estruendo, cada vez mayor.
Milán
Manzano se desperezó. Estaba estirado en el sofá, con el portátil sobre las piernas. Y se había quedado helado. ¿Qué hora era? Afuera todo estaba oscuro. Las farolas de la calle se habían apagado. Abrió la tapa del ordenador (que había bajado sin llegar a apagarlo) y vio que el reloj marcaba casi las siete. Lo que le desconcertó, no obstante, no fueron aquellas cifras, sino la indicación que brillaba justo junto al reloj: no se había cargado. ¿Pero cómo…? Antes de sentarse en el sofá lo había enchufado —de eso no le cabía la menor duda, básicamente porque el cable aún estaba en el enchufe—, pero por algún insólito motivo no había servido de nada. De pronto recordó que ayer también había encendido la tele, y que ahora estaba apagada, del mismo modo que la lámpara de pie que quedaba junto al sofá. Dejó el ordenador a un lado y dio a los interruptores. Nada. Cogió la linterna de la cocina y fue hasta el contador. Volvía a estar parado. Sin ninguna esperanza apretó el interruptor de la lámpara del pasillo, que evidentemente no reaccionó. Volvía a estar sin electricidad. Regresó al salón y se asomó a la calle por la ventana. No se veía ni una luz.
En el portátil aún tenía suficiente batería, pero no podía conectarse a Internet. Maldiciendo, quiso volver a cerrarlo cuando cayó en la cuenta de que el router WLAN dependía de la corriente y por eso no podía encenderse ni activar el módem. Se quedó pensando unos minutos y al fin cogió del despacho otro portátil —uno más viejo— y un cable de módem, lo conectó directamente al cojinete del teléfono y se sentó a su lado, junto a la pared. Ese modelo aún llevaba instalado un módem telefónico, y por suerte aún conservaba el papel con los códigos para entrar en Internet. Mientras tanto calculó mentalmente cuantas horas de batería le quedaban. Tres en el portátil nuevo, unas quince más sumando las de otros ordenadores que tenía en el despacho, y un par de baterías de reserva. La conexión a Internet fue un éxito, aunque iba lenta y se interrumpía.
Entró en uno de los foros técnicos en los que colaboraba, e informó de los acontecimientos de las últimas horas. Nadie decía una palabra sobre ese código fantasma de los contadores que él había visto y desactivado por la noche, de modo que decidió explicarlo brevemente, compartiendo el número del código y su contenido. A ver si alguien reaccionaba al leerlo… Después buscó el número de teléfono de Enel, la compañía eléctrica, y no se dio cuenta de que no tenía línea hasta que hubo marcado el número.
Lo intentó entonces vía Internet, pero nadie contestó a su llamada. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué opciones le quedaban? Volvió a la página principal de Enel y se apuntó la dirección de la central de Mailand. No tenía demasiadas esperanzas de que lo atendieran, así que también se apuntó la dirección de la siguiente estación de policía.