39

Arkadi encendió la radio, pero no emitían ningún boletín de noticias. Era como si atravesara la Antártida.

En la Antártida habría visto más cosas. La nieve reflejaba la luz, los campos de patatas la absorbían. Mientras existieran campos de patatas, el hombre no tenía que buscar agujeros negros en el universo.

Cuando llegó a la autopista, Arkady tenía la pierna tan rígida que apenas notaba los pedales del acelerador y el freno.

Las luces de la carretera de circunvalación parecían estrellas. Arkady volvió a encender la radio. Ponían una obra de Tchaikovski, como era de esperar. Luego advirtieron que se había decretado el toque de queda. Arkady apagó la radio. El aire que se filtraba por las ventanillas le daba la sensación de penetrar de nuevo en la tierra.

En la carretera de Leningrado, unos camiones blindados que transportaban soldados detenían a los peatones pero dejaban pasar a los coches, de forma que se producían largos espacios de escaso tráfico y aceras desiertas, seguido del resplandor de unos reflectores y unos vehículos militares que avanzaban lentamente por la carretera de circunvalación. El Zhiguli, pese a su aspecto, no llamaba la atención. De noche, uno observaba que Moscú era una serie de anillos concéntricos, y que la ciudad parecía unas órbitas de luz en el vacío.

No circulaban metros ni autobuses, pero la gente empezó a reaparecer en grupos de diez o veinte personas, o solos, dirigiéndose hacia el sur. En algunas esquinas había grupos de soldados apostados. En el barrio de Presnia Rojo, la calle Begováia estaba bloqueada por los tanques. La milicia regular no patrullaba por las calles.

Arkady aparcó el coche y se unió a los peatones que circulaban por la acera. Un numeroso grupo de hombres y mujeres se apresuraba hacia el río. Algunos murmuraban entre sí. Sin embargo, la mayoría permanecía en silencio, como si quisieran ahorrar energía para no cansarse, y como si su respiración, visible en la lluvia, bastara para comunicarse. Nadie parecía reparar en la camisa ensangrentada de Arkady. Afortunadamente, su pierna seguía funcionando.

Arkady se dejó arrastrar por la muchedumbre y penetró en un callejón en cuyo extremo estaban aparcados unos camiones militares, bloqueándolo. La cubierta de lona de uno de los camiones estaba levantada y la gente se ayudaba mutuamente a subirse en él.

Al otro lado del camión, la amplia carretera de Presnia Rojo describía una curva entre el río y la Casa Blanca. Era un edificio relativamente moderno, una caja de mármol de cuatro plantas, con dos alas que parecían flotar en el resplandor de las velas que sostenían millares de personas. El grupo que rodeaba a Arkady se coló en fila india por entre los autobuses y los bulldozers que habían sido colocados para formar una barricada.

Mientras caminaba, Arkady oyó todo tipo de rumores. El Kremlin estaba rodeado de tanques dispuestos a dirigirse por Kalinin Prospekt hacia la Casa Blanca. Frente al Bolshoi se habían apostado unas fuerzas antidisturbios. El Comité había ordenado el envío de botes de gas en unas lanchas. Unos comandos habían descubierto unos túneles que comunicaban con la Casa Blanca. Unos helicópteros iban a aterrizar en el tejado para asaltarla. Unos agentes del KGB que se hallaban dentro del edificio estaban listos para abrir fuego contra los defensores cuando recibieran una señal secreta. Sería peor que China o Rumania.

La gente se congregaba alrededor de unas pequeñas hogueras de desperdicios y unas velas votivas colocadas sobre unos altares de cera. Era gente que no había acudido jamás a una manifestación pública que no hubiera sido organizada y controlada. Pero esta noche había acudido aquí.

No había muchos caminos para acceder a la Casa Blanca, porque ambos extremos del puente sobre el río estaban bloqueados. Arkady vio a Max entre un grupo de gente que bajaba por Kalinin Prospekt. A lo lejos, no parecía estar herido. Llevaba una mano metida en el bolsillo de la chaqueta, pero avanzaba con paso decidido.

En una esquina de la Casa Blanca, Arkady vio un tanque, que había acudido para defenderla, adornado con flores. Los soldados que lo ocupaban eran unos muchachos en cuyos ojos se leía firmeza de ánimo y temor al mismo tiempo. Las torres blindadas giraron hacia Kalinin Prospekt, donde Arkady percibió el sonido de los disparos de las ametralladoras.

Unos estudiantes tocaban la guitarra y cantaban el tipo de canciones sobre helechos y nieve que ponían furioso a Arkady. Alrededor de otra fogata, unos rockers bailaban al son de una cinta de heavy metal. Unos viejos veteranos caminaban con los brazos enlazados, exhibiendo con orgullo los galones que lucían en el pecho. Un ejército de barrenderas, con bufandas y abrigos negros, presenciaban en silencio la escena.

Arkady siguió avanzando, sin perder de vista a Max. Pasó junto a una barricada que estaban erigiendo con troncos, colchones, fragmentos de verjas y bancos. Las personas que la construían eran hombres que llevaban carteras y mujeres que sostenían bolsas de plástico que habían acudido directamente de la oficina o la panadería para unirse a los manifestantes. Una joven con gabardina trepó por la barricada para sujetar una bandera tricolor rusa a un tronco. Polina miró hacia abajo, pero no vio a Arkady. Tenía las mejillas encendidas y el pelo suelto, como si se deslizara sobre la cresta de una ola. Su amigo, el del escúter, trepó tras ella, mientras volvían a sonar los disparos de los fusiles y las ametralladoras.

Max se dirigió hacia los escalones de la Casa Blanca. Cuando Arkady trató de acercarse a él, comprobó que se había establecido una especie de plan de defensa. Dentro de la barricadas, las mujeres formaban un círculo exterior por el que tendrían que atravesar los soldados en primer lugar. Luego estaban las tropas de choque, formadas por ciudadanos que no llevaban armas, una masa de hombres que sólo conseguirían dispersar el agua de los cañones o las balas. Detrás de ellos, hombres más jóvenes y fuertes se habían organizado en unas divisiones formadas aproximadamente por un centenar de individuos. Al pie de las escaleras de la Casa Blanca, los veteranos de Afganistán formaban grupos de diez hombres. Sobre ellos había un cordón interior de hombres con el rostro cubierto por unos pasamontañas que portaban armas al hombro. En lo alto de las escaleras, los flashes estallaban sin cesar alrededor de los micrófonos y las cámaras fotográficas y de vídeo.

—¡Eh, usted! —exclamó un miliciano agarrando a Arkady del brazo.

—Lo siento —Arkady no lo había reconocido.

—Por poco me atropella la semana pasada. Me pescó aceptando dinero.

—Sí, ya recuerdo —dijo Arkady.

Había sucedido después del funeral.

—Para que vea que no me limito a dirigir el tráfico y aceptar sobornos.

—Le creo. ¿Quiénes se ocultan detrás de los pasamontañas? —preguntó Arkady.

—Una mezcla de guardias privados y voluntarios.

El agente insistió en comunicar a Arkady su nombre completo y en estrecharle la mano.

—Nunca conoces a un hombre hasta que se produce una noche como ésta. Jamás había estado tan borracho y no he probado una gota de alcohol.

Todo el mundo mostraba un aire de asombro, como si hubieran decidido arrancarse la máscara que habían llevado toda la vida para mostrar sus verdaderos semblantes. Profesores de mediana edad, corpulentos camioneros, miembros del aparato y estudiantes rebeldes se saludaban entre sí como si se conocieran de toda la vida. Y entre esa multitud de rusos no había una botella de licor. Ni una sola.

Unos veteranos de Afganistán, con unos pañuelos rojos atados alrededor del brazo, patrullaban por la zona. Muchos lucían todavía sus uniformes y gorras del desierto; algunos sostenían unas radios; otros, unos sacos de cócteles molotov. Todo el mundo decía que habían ido a Afganistán, se habían convertido en drogadictos y habían perdido la guerra. Esos hombres habían perdido a sus amigos en el polvo de Khost y Kandahar, habían peleado a lo largo de la carretera de Salang, y habían procurado no regresar a casa en unos anónimos ataúdes revestidos de zinc. Esta noche ofrecían un aspecto muy eficiente.

Max tenía el pelo y una oreja chamuscados y se había cambiado de chaqueta, pero parecía milagrosamente indemne a pesar de lo sucedido en la granja colectiva. Se detuvo junto a un grupo de fieles congregados en torno a un sacerdote que bendecía unos crucifijos al pie de las escaleras de la Casa Blanca. Luego se giró y vio a Arkady.

Una voz anunció por un megáfono:

—El ataque es inminente. Les rogamos que apaguen todas las luces. Quienes lleven máscaras de gas, prepárense para ponérselas. Los que no dispongan de ellas, cúbranse la nariz y la boca con un paño húmedo.

La velas desaparecieron. De repente, en la oscuridad, miles de personas se colocaron máscaras de gas y se cubrieron la cara con bufandas y pañuelos. El sacerdote, sin inmutarse, siguió pronunciando sus bendiciones a través de la máscara de gas. Max había desaparecido.

La voz a través del megáfono prosiguió:

—Rogamos a los periodistas que no utilicen los flashes.

Pero en aquel momento salió alguien por la puerta de la Casa Blanca, y su presencia fue acogida con una explosión de flashes y reflectores. Arkady vio a Irina entre los periodistas y a Max subiendo la escalera hacia ella.

La zona junto al río estaba a oscuras, pero el centro de la escena parecía un decorado teatral brillantemente iluminado. Los periodistas apostados en las escaleras gritaban en italiano, inglés, japonés y alemán. No se habían distribuido pases oficiales para cubrir el golpe, pero los reporteros eran unos profesionales acostumbrados a presenciar momentos de confusión como éstos, y los rusos estaban acostumbrados al caos.

Dos hombres cubiertos con unos pasamontañas detuvieron a Max cuando se hallaba a mitad de la escalera. Había perdido media ceja y tenía el cuello rojo, pero no perdió la calma. A su alrededor, los cámaras subían y bajaban las escaleras continuamente. Max comenzó a charlar con los guardias, demostrando una gran seguridad en sí mismo y la capacidad de dominar cualquier situación y sortear cualquier obstáculo.

—… vosotros podéis ayudarme —le oyó decir Arkady mientras subía la escalera—. Me dirigía aquí, para reunirme con mis colegas de Radio Liberty, cuando un coche me embistió y me arrojó de la carretera. En la explosión murió un hombre y yo sufrí diversas heridas. —Luego se giró y señaló a Arkady—. Éste es el conductor del otro vehículo. Me ha seguido hasta aquí.

Las máscaras de lana con que se cubrían el rostro los guardias contrastaban con sus relucientes trajes. Uno era corpulento, y el otro, delgado, pero ambos se giraron al mismo tiempo y apuntaron a Arkady con sus rifles de cañones recortados. Arkady ni siquiera llevaba la pistola de su padre, y dada la situación le resultaba imposible emprender la retirada.

—No es de la prensa —dijo Arkady—. Pedidle que os muestre su carnet.

Max se apresuró a asumir el control de la situación como un director de cine.

En efecto, parecía un decorado: los escalones de mármol mojados, los reflectores, las luces de las bengalas trazadoras.

—Mi carnet se quemó en el coche, pero una docena de periodistas pueden confirmar quién soy. De todos modos, creo que reconozco a este tipo. Se llama Renko, pertenece a la pandilla del fiscal Rodiónov. ¿Por qué no le pedís a él que os muestre su carnet?

Los guardias observaron a Arkady a través de sus máscaras. Arkady tuvo que reconocer que Max había definido el momento con toda precisión; en estas circunstancias, su carnet le condenaría.

—Está mintiendo —dijo Arkady.

—¿Por qué no comprobáis si su coche está destrozado, si ha muerto mi amigo? —En medio del clamor de la multitud que invadía las escaleras, el murmullo de Max resultaba muy eficaz—. Renko es un hombre peligroso. Preguntadle si ha matado a alguien. ¿Lo veis? No puede negarlo.

—¿Cómo se llamaba tu amigo? —preguntó a Max el guardia más delgado.

Aunque no veía su rostro, a Arkady le pareció haber oído la voz del guardia en alguna parte. Podía ser de la milicia, como el agente de tráfico que se había encontrado al pie de la escalera, o un guardaespaldas privado.

—Boria Gubenko, un industrial —contestó Max.

—¿Boria Gubenko? —repitió el guardia, como si reconociera el nombre—. ¿Era un buen amigo tuyo?

—No era un amigo íntimo —se apresuró a aclarar Max—. Pero sacrificó su vida para que yo pudiera llegar aquí, y el hecho es que Renko lo asesinó brutalmente y trató de matarme a mí también. Estamos rodeados por las cámaras de los reporteros de todo el mundo. Esta noche el mundo entero está pendiente de lo que sucede aquí y no podéis dejar que un agente reaccionario como Renko se acerque a nadie. Si tropiezas y le disparas accidentalmente por la espalda, te aseguro que no sería una pérdida irreparable.

—Yo no hago nada de forma accidental —afirmó el guardia.

Max puso un pie sobre el escalón superior.

—Aquí tengo muchos colegas.

—Ya lo sé —dijo el guardia, sacándose el pasamontañas. Era Beno, el nieto de Majmud. Tenía el rostro casi tan oscuro como su máscara, pero estaba iluminado por una sonrisa—. Por eso estamos aquí, para atraparte en caso de que trataras de reunirte con ellos.

El otro guardia agarró a Max por la chaqueta.

—También buscábamos a Boria, pero si Renko ya lo ha liquidado, nos ocuparemos de ti. Para empezar quiero saber lo que les ocurrió a cuatro primos míos que murieron en tu apartamento en Berlín.

—¿De qué está hablando? —preguntó Max, dirigiéndose a Renko.

—Luego hablaremos sobre Majmud y Alí. Será una noche muy interesante —dijo Beno.

—¡Arkady! —exclamó Max en tono de súplica.

—Pero como las cosas se van a poner muy feas dentro de una hora —dijo Beno—, será mejor que charlemos en otro lugar.

Max consiguió liberarse y echó a correr por las escaleras. Al llegar abajo, resbaló sobre un pedazo de cera, chocó con un grupo de veteranos, recuperó el equilibrio y se abrió paso por entre el círculo de fieles que rodeaban al sacerdote. El chechén más corpulento corrió tras él. Beno ordenó a unas personas que estaban junto a él que siguieran a Max.

Beno miró a Arkady y le preguntó:

—¿Vas a quedarte? Esto se va a convertir en un baño de sangre.

—He venido a reunirme con unos amigos.

—Pues procura llevártelos de aquí. —Beno volvió a colocarse el pasamontañas y bajó un escalón—. Si no lo consigues… buena suerte.

Tras esas palabras, echó a correr escaleras abajo.

Arkady llegó arriba en el momento en que salía un portavoz protegido por unos guardias que llevaban unos escudos antibalas. Rodeado de cámaras, el portavoz se detuvo unos instantes para anunciar que habían detectado la presencia de unos francotiradores en los tejados de unos edificios cercanos. Luego entró de nuevo, mientras los periodistas tomaban nota de lo que éste había dicho y comentaban la noticia.

Irina había salido con el portavoz y permaneció fuera.

—Al fin has llegado —dijo.

Sus ojos expresaban cansancio y alegría al mismo tiempo.

—Stas se encuentra dentro, en la segunda planta. Ha llamado a Múnich. Todavía no han cortado los hilos telefónicos. En estos momentos está transmitiendo las últimas noticias.

—Deberías estar con él —dijo Arkady.

—¿Quieres que me vaya?

—No, quiero que te quedes conmigo.

Mientras unas bengalas trazadoras atravesaban el cielo, la voz del megáfono insistía en que se apagaran todas las luces. Pero algunos, sin hacer caso de la advertencia, encendieron unos cigarrillos. Típicamente ruso, pensó Arkady. De pronto oyeron el sonido de unos barcos patrulleros que se aproximaban por el río, y en la orilla opuesta aparecieron las luces de un convoy. Las mujeres que formaban el círculo exterior comenzaron a cantar, y algunos las imitaron, balanceándose de un lado a otro. En la oscuridad, parecía la superficie del mar o un campo de hierba agitado por el viento.

—Quedémonos aquí con ellos —dijo Irina.

Bajaron la escalera, atravesaron el círculo defensivo formado por los veteranos de Afganistán y pasaron junto a una hilera de velas que acababan de encender. Habían acudido otros veteranos sentados en unas sillas de ruedas, que habían colocado unas cadenas en los radios de las ruedas para sujetarlas. Unas mujeres los protegían con unos paraguas. Debían formar un curioso desfile, pensó Arkady.

—No te detengas —dijo Irina—. Aún no he podido bajar para presenciar el espectáculo. No quiero perdérmelo.

La gente estaba sentada, de pie, circulando lentamente como si estuvieran en una feria. Todos recordarían estos momentos de forma distinta, pensó Arkady. Unos dirían que el ambiente que reinaba alrededor de la Casa Blanca era sereno, triste; otros recordarían que predominaba un aire festivo, como un circo. Si es que vivían para contarlo.

Arkady siempre había evitado todo tipo de marchas y manifestaciones. Ésta era la primera manifestación a la que acudía voluntariamente, tal vez como el resto de moscovitas que lo rodeaban; los obreros de la construcción que formaban las tropas interiores desarmadas; los anodinos miembros del partido que habían dejado sus carteras para cogerse de la mano y formar uno de los cincuenta anillos humanos que rodeaban la Casa Blanca; las doctoras que habían conseguido hurtar unas vendas de los botiquines de los hospitales.

Arkady deseaba contemplar sus rostros. No era el único. Un sacerdote se paseaba por entre una hilera de personas impartiendo la bendición. Arkady se fijó en unos pintores que hacían unos retratos con lápiz blanco sobre un papel negro y los regalaban a los presentes.

El misterio no consiste en la forma en que morimos, sino en la forma en que vivimos. El valor que tenemos al nacer con el tiempo se va diluyendo y se desvanece. Año tras año nos convertimos en unos seres más solitarios. Sin embargo, mientras sostenía la mano de Irina, en esos momentos, esa noche, Arkady se sentía capaz de desafiar al mundo.

Alguien le entregó un papel. El rostro le resultaba familiar, era el rostro que tenía al nacer. El rumor de la multitud se fue acrecentando, como una vorágine bajo la lluvia. En lo alto, un helicóptero agitaba el aire con sus hélices. Lanzó una bengala que fue cayendo como una cerilla en un pozo.