La primera vez que Arkady había atravesado la aldea, vio a unas mujeres vendiendo flores junto a la carretera. Pero esta noche no estaban. El lugar parecía abandonado, las ventanas estaban oscuras, como si las casas trataran de ocultarse. Los girasoles oscilaban bajo la lluvia. Una vaca, asustada por los faros, salió apresuradamente de un jardín.
En la carretera, el agua había formado charcos. Los tanques habían dejado surcos en el barro, mientras avanzaban de dos en dos destrozando las cercas y los árboles frutales. El Zhiguli tenía tracción delantera y Arkady metió la primera marcha, avanzando como si arrastrara una embarcación.
Los campos al otro lado de la aldea parecían más planos y el camino más recto y estrecho. Medio kilómetro más adelante, el borde derecho de la carretera estaba aplastado por unas gigantescas huellas que salían de un campo. El barro estaba amontonado como una pila de ladrillos, mostrando la forma en que los tanques habían penetrado en la carretera, avanzando en fila india. Debía parecer un desfile militar, pensó Arkady, con la diferencia de que arrancaba en un sembrado de patatas y no había testigos para presenciarlo.
El resto del camino presentaba un trazado menos accidentado, y Arkady utilizó únicamente las luces de posición. Los campos formaban unas hileras grises y negras, y la carretera, debido a la lluvia, parecía extenderse sobre un terreno pantanoso.
Esta vez no había una hoguera que lo guiara. Al pasar por entre los corrales y penetrar en el jardín de la Granja Colectiva del Sendero de Lenin, Arkady vio unas segadoras y unos tractores enmohecidos, el garaje donde había hallado el coche del general Penyaguín, el matadero y el cobertizo lleno de artículos de consumo. El pozo situado en medio del jardín, donde había hallado los cadáveres de Jaak y de Penyaguín, estaba rebosante debido a la lluvia.
Arkady se apeó del coche, se metió el revólver en el cinturón, debajo de la chaqueta, y sostuvo la bolsa contra su pecho. A cada paso que daba, un líquido lechoso, que era una mezcla de cal y agua de lluvia, se introducía en sus zapatos.
En el otro extremo del jardín, más allá del establo y el cobertizo, Arkady distinguió unos faros. Al acercarse, vio que se trataba de un Mercedes y que los faros iluminaban una figura que en aquellos momentos salía de uno de los búnkers, el que había permanecido cerrado durante su primera visita. Boria Gubenko avanzaba torpemente sosteniendo una caja de madera rectangular. Tenía los zapatos y el abrigo de pelo de camello manchados de barro. Colocó la caja en la parte trasera de un camión de la granja, el mismo que había vendido a Jaak la radio de onda corta.
Max le aguardaba dentro del camión y colocó la caja en el suelo, junto a otras que estaban colocadas de pie.
—Estábamos a punto de marcharnos —le dijo a Arkady.
Boria parecía de mal humor. Estaba empapado, con el pelo pegado a la frente, como si hubiera disputado un partido bajo la lluvia.
—¿Dónde está Kim? —preguntó.
—Kim y Minin han sufrido un accidente en la carretera —respondió Arkady.
—Ya me lo esperaba. De todos modos, me alegro de que hayas venido.
—Tengo que ir a por más cajas —dijo Boria, mirando a Max y a Arkady y dirigiéndose de nuevo hacia el bunker.
La caja que acababan de cargar en el camión tenía pegados unos sellos descoloridos que decían: SÓLO COMO REFERENCIA y MATERIAL CONFIDENCIAL PROCEDENTE DE LOS ARCHIVOS DEL MINISTERIO DEL INTERIOR DE LA URSS.
—¿Cómo está Irina? —preguntó Max.
—Muy feliz.
—Había olvidado su propensión al martirio —dijo Max con tono sarcástico—. ¿Cómo podía resistírsete? Lamento no haberme despedido de ella en Berlín, pero Boria tenía prisa. Es un tipo muy poco romántico, como todos los chulos. Lo único que le interesan son sus prostitutas y sus máquinas tragaperras. Le gustaría cambiar, pero los delincuentes tienen una mente muy limitada. Los rusos nunca cambian.
—¿Dónde está Rodiónov? —preguntó Arkady.
—Sigue ocupándose de la oficina del fiscal. El Comité está formado por una pandilla de imbéciles y borrachos del Partido y, comparado con ellos, Rodiónov parece un genio. Por supuesto, el Comité ganará porque la gente siempre se deja intimidar por los que hacen restallar el látigo. Lo malo es que el golpe era totalmente innecesario. Todo el mundo podía haberse hecho rico. Ahora regresaremos al sistema de contar las migajas.
Arkady indicó las cajas y observó:
—Eso no son migajas. ¿Por qué las trasladas si estás convencido de que el Comité va a ganar?
—Suponiendo, cosa bastante improbable, que el golpe fracasara, la gente no tardaría en seguir la ruta de los tanques. Al llegar aquí, descubrirían enseguida los búnkers y lo perderíamos todo.
Arkady miró el búnker al que se había dirigido Boria y dijo:
—Me gustaría echar un vistazo.
—Por qué no —respondió amablemente Max, saltando del camión.
El espacio dentro del bunker era muy estrecho, destinado a albergar a una docena de hombres durante un holocausto nuclear, los cuales hubieran vivido apiñados como monos alrededor de un generador lleno de agujeros para comunicarse por radio con las tropas que caían en el campo de batalla. El generador, que jadeaba como un Trabi, emitía unas luces rojas de emergencia. Boria estaba cubriendo una pintura con una tela transparente.
—Aquí apenas cabe nada —dijo Max—. Tuvimos que desembarazarnos de los contadores de radiación. De todos modos, no funcionaban.
Luego encendió una linterna y mostró a Arkady el interior del búnker. Uno puede imaginarse una mina con unas vetas de malaquita, lapislázuli u oro sepultadas en el suelo. Pero los tesoros que contenía el búnker eran aún más deslumbrantes. La mayoría de las pinturas aún no habían sido embaladas, y, a la luz de la linterna, Arkady contempló un cuadro de Matiushin, cuyos colores eran tan vividos como el día en que lo había pintado, una palmera de Sarián, unos cisnes de Vrúbel, unos radiantes soles de Yuon y una angélica vaca de Chagall. Junto a unos dibujos eróticos de Ánnenkov había un ogro pintado por Lisitski. Sobre un caleidoscopio de Popova había un gallo de pelea, agitando las plumas, de Kandinsky. A Arkady le parecía como si hubiera penetrado en una mina llena de imágenes, en la que se había sepultado la cultura de un pueblo.
—Es la mayor colección de obras rusas de vanguardia que existe en el mundo, aparte de la Galería Tretiakov —dijo Max con orgullo—. Por supuesto, el ministerio no sabía lo que estaba confiscando porque la milicia carece de buen gusto. Pero las personas a las que les robaron estos tesoros sí lo tenían, y eso es lo importante, ¿no es cierto? En primer lugar, la Revolución confiscó todas las colecciones privadas. Los revolucionarios querían poseer los cuadros más revolucionarios. Después Stalin emprendió una purga entre sus viejos amigos, y la milicia se hizo con las obras de arte. Siguieron coleccionándolas durante las épocas de Jruschov y Bréznev, ocultándolas en el ministerio. Así es como se crean las grandes colecciones de arte. Cuando encargaron a Rodiónov la tarea de limpiar los archivos del ministerio, reconoció el Cuadrado Rojo, y éste lo condujo a las pinturas que se conservan aquí, que son unas obras extraordinarias pero que no tienen el valor del Cuadrado Rojo. Rodiónov comprendió que aunque podía sacar el cuadro clandestinamente, necesitaba la ayuda de alguien más experto para sacarlo del país y colocarlo legalmente en el mercado. ¿Has traído el cuadro?
—Sí —contestó Arkady—. ¿Has traído el dinero y el billete de avión?
Boria les miró como si supiera por experiencia lo complicados que pueden resultar algunos tratos.
—Aquí apenas cabemos. Vamos a otro lugar.
Max les condujo al matadero. La linterna iluminó los tajos, las máquinas de picar carne y los potes de sebo. El cerdo seguía colgado de un gancho en la pared, emanando un olor apestoso.
Max ofreció un cigarrillo a Arkady.
—No me sorprende que hayas venido. Lo que me cuesta creer es que estés dispuesto a llegar a un acuerdo. No es tu estilo.
—Sin embargo, he traído la pintura —respondió Arkady.
—Cincuenta mil dólares me parece un precio excesivo, teniendo en cuenta que no puedes vender el cuadro a nadie. No tienes un certificado de autenticidad ni la caja de Knauer.
—Tú aceptaste el precio.
—No es fácil reunir ese dinero en una noche como esta —dijo Max.
Boria observó la lluvia que seguía cayendo y dijo:
—Coge el cuadro.
—Siempre te precipitas —le recriminó Max—. Podemos resolver este asunto como personas inteligentes.
—¿Qué os pasa? —preguntó Boria—. No lo entiendo.
—Renko y yo tenemos una relación muy especial. Prácticamente somos socios.
—¿Como anoche en Berlín? Cuando bajaste del apartamento, dijiste que Renko y la mujer no estaban allí. Creo que hubiera sido mejor que subiera yo. Bien pensado, soy el que ha hecho todo le trabajo.
—No te olvides de Rita —observó Arkady—. Rudi debió sentirse abrumado por una mujer como ella.
Boria sonrió.
—Rudi quería meterse en el negocio del arte, y dejamos que se asociara a nosotros. Le hicimos creer que iba a presentarse alguien de Múnich con un cuadro fabuloso para que él lo autentificara. No sabía quién era Rita porque no tenía una vida sexual muy activa.
—A diferencia de Boria —terció Max—. Algunos quizá lo considerarían poco escrupuloso. Al menos, bígamo.
—Así que Rita le trajo uno —prosiguió Boria—. Max lo pintó. Decía que era un «efecto especial», como en el cine.
—Kim tuvo que liquidarlo con una bomba porque Boria exigió que se quemara todo lo que había en el coche.
—Kim es capaz de cualquier cosa —dijo Boria.
—Boria ha llevado una vida muy interesante —dijo Max—. Rita y Kim. TransKom podía haberse convertido en una empresa multinacional si hubiéramos dejado a un lado las máquinas tragaperras y las putas. Con el Comité de Emergencia sucede lo mismo. Todos podían haberse hecho millonarios, pero no toleraban la menor reforma. Es como tener un socio al que la sífilis le ha atacado el cerebro. Ahora nos limitamos a salvar lo que podemos.
—Yo tenía un amigo, un detective, que se llamaba Jaak. Le encontré aquí, dentro de un coche. ¿Qué sucedió? —preguntó Arkady.
—Tuvo la mala suerte de encontrarse con Penyaguín —respondió Boria—. El general estaba comprobando el sistema de comunicaciones en el otro búnker, y el detective le preguntó por qué había un batallón de tanques y tropas aguardando en el campo. Pensaba que iba a pasar lo mismo que en Estonia, que iba a producirse un golpe de Estado, y decidió regresar a Moscú para dar la voz de alarma. Menos mal que yo me encontraba aquí. Estaba examinando los vídeos que hay en el cobertizo y conseguí detenerlo antes de que se montara en el coche. Pero Penyaguín estaba muy nervioso.
—A Boria no le gusta que le critiquen —dijo Max.
—Penyaguín era el jefe del CID —dijo Boria. No era la primera vez que contemplaba un cadáver.
—Era un burócrata —dijo Arkady.
—Supongo que sí. De todos modos, Minin debía investigar el asunto, pero tú te presentaste antes. —Boria observó el pozo de cal viva. Luego, como si desconfiara de su buena estrella, dijo—: No puedo creer que hayas regresado.
—¿Dónde está Irina? —preguntó Max.
—En Múnich —contestó Arkady.
—Déjame que te diga dónde me temo que está —dijo Max—. Me temo que ha regresado contigo y se ha dirigido a la Casa Blanca, donde probablemente le pegarán un tiro. Puede que el Comité esté formado por una serie de imbéciles del Partido, pero las tropas conocen su deber.
—¿Cuándo va a producirse el ataque? —preguntó Arkady.
—A las tres de la mañana. Utilizarán tanques. Será rápido pero muy cruento, y aunque quisieran, no podrán respetar la vida de los periodistas. ¿Sabes lo que sería gracioso? Que esta vez fuera yo quien salvara a Irina. —Max hizo una pausa y luego prosiguió—: Irina está aquí. No lo niegues. Se te nota en la cara. Ella no te hubiera dejado regresar solo.
Curiosamente, Arkady no podía negarlo, aunque hubiera sido una mentira muy oportuna. Como si negándolo pudiera conseguir que Irina desapareciera.
—¿Has descubierto lo que querías saber? —preguntó Boria a Max, que asintió—. Pues veamos la pintura.
Le arrebató la bolsa a Arkady y la abrió mientras Max iluminaba con la linterna la envoltura de plástico.
—Tal como nos dijo Rita —comentó Boria.
Max sacó el cuadro de la bolsa y observó:
—Pesa mucho.
—Pero es el cuadro —protestó Boria.
Max le quitó el plástico y dijo:
—Es madera, no es una tela, y no es del mismo color.
—Es rojo —dijo Boria.
—Pero no es el mismo rojo —replicó Max.
A Arkady le parecía una excelente obra, de un bermellón intenso en lugar de un rojo oscuro, aplicado con unas pinceladas muy precisas.
—Creo que es una copia. ¿Qué opinas? —preguntó Max, girándose y dirigiendo la linterna al rostro de Arkady.
Boria le propinó una patada que lo derribó al suelo y se precipitó sobre él para golpearlo en el pecho. Arkady rodó por el suelo e, incorporándose sobre un costado, sacó el Nagant. Pero Boria se le había adelantado y disparó contra el suelo, rociando a Arkady con cemento.
Arkady disparó. Max estaba de pie en la oscuridad, sosteniendo el cuadro, que de pronto se convirtió en un escudo blanco fosforescente capaz de iluminar todo el matadero. La tela de Polina se había incendiado cuando la atravesó la bala. Boria se quedó estupefacto y, al comprender lo sucedido, se giró hacia Arkady y disparó cuatro veces.
Arkady disparó contra él y Boria cayó de rodillas. La parte delantera de su abrigo, a la altura del corazón, mostraba una mancha roja. Arkady disparó por segunda vez. Cuando empezó a desplomarse, Boria extendió la mano, sosteniendo todavía la pistola, con la vista nublada, como si quisiera impedir que el mundo girara a su alrededor. Luego inclinó la cabeza a un lado y cayó de bruces, como si se hubiera lanzado para detener un tiro de penalti.
La tela, que yacía en el suelo, irradiaba una luz blanca de la que empezó a brotar un humo pestilente. La manga de la chaqueta de Max estaba ardiendo. Durante unos instantes permaneció en la puerta, como un hombre pegado a una antorcha. Luego se giró y echó a correr.
Una nube química invadió la estancia, mientras las llamas se deslizaban por las ranuras del suelo. A Arkady le escocían los ojos y le dolía el pecho, pero no estaba herido. No sentía ninguna sensación en las piernas debido a la patada que le había asestado Boria.
Se arrastró por el suelo para coger su chaqueta y la pistola de Boria, una pequeña TK que estaba vacía, y se dirigió hacia la puerta. Luego se levantó, salió del matadero y se apoyó durante unos minutos en el muro.
Aparte del resplandor que provenía del matadero y de los faros del coche, el jardín estaba oscuro. La superficie del pozo parecía estar hirviendo, pero seguramente se debía a un efecto producido por las gotas de lluvia. No había señal de Max, ni siquiera un rastro de humo.
De pronto lo iluminaron los faros del Mercedes. Arkady retrocedió y disparó la última bala que quedaba en el Nagant, aunque apenas podía distinguir su mano y menos aún el coche. El Mercedes giró hacia la derecha, atravesó el jardín y enfiló el camino que conducía a la aldea. Arkady se quedó observando el coche hasta que desaparecieron las luces traseras.
Luego se acercó cojeando hasta el camión. Las rodillas todavía le flaqueaban. Cuando se desabrochó la camisa, vio que tenía el vientre cubierto de cemento. En aquellos momentos hubiera dado cualquier cosa por fumarse un cigarrillo.
Se abrochó la camisa, se puso la chaqueta, sacó las llaves del contacto y cerró las puertas del camión. Después se dirigió al búnker y lo cerró para impedir que penetrara la lluvia.
Por último, cruzó el jardín hacia el lugar donde había aparcado el Zhiguli. En el estado en que había quedado, Arkady dudaba de que pudiera alcanzar a Max. Por otra parte, el Zhiguli había sido construido para circular por las carreteras rusas.