37

La llegada a Moscú nunca era un camino de rosas, pero esta mañana todo parecía más siniestro. La zona de recogida de equipajes ofrecía un aspecto lúgubre y cavernoso, y la gente tenía un aire triste, desorientado.

Michael Healey les esperaba en la aduana acompañado por un coronel de la Policía Fronteriza. El director delegado de Radio Liberty llevaba una trinchera con numerosos cinturones y observaba a los pasajeros a través de unas gafas oscuras. La Policía Fronteriza era el KGB; llevaban unos uniformes verdes con unas placas rojas y mostraban una expresión de permanente sospecha.

—Ese cabrón ha debido tomar un vuelo directo desde Múnich —dijo Stas—. Maldita sea.

—No puede detenernos —dijo Irina.

—Claro que puede —replicó Stas—. Una palabra suya, y lo mejor que puede sucedemos es que nos obliguen a tomar el próximo avión de regreso.

—No permitiré que os obligue a regresar —dijo Arkady.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Stas.

—Hablaré con él. Vosotros colocaros en la cola.

Stas vaciló unos instantes.

—Si conseguimos pasar, nos espera un coche para llevarnos a la Casa Blanca.

—Me reuniré con vosotros allí —dijo Arkady.

—¿Me lo prometes? —preguntó Irina.

En este escenario, Irina parecía distinta, más suave, con más dimensiones. Por esa misma razón, los iconos más bellos estaban rodeados por unos sencillos marcos.

—Te lo prometo.

Arkady se dirigió hacia Michael, que lo observó como si se sintiera satisfecho de que la ley de la gravedad actuara a su favor. El coronel apenas miró a Arkady, como si estuviera acostumbrado a ocuparse de unos blancos más importantes que él.

—¿Se alegra de volver a casa, Renko? —preguntó Michael—. Me temo que Stas e Irina no podrán quedarse. Tengo sus billetes para el vuelo de regreso a Múnich.

—¿Se atrevería a denunciarlos? —preguntó Arkady.

—Se han saltado las órdenes. La emisora les ha pagado, les ha alimentado, les ha dado alojamiento. Lo menos que pueden hacer es demostrarnos su lealtad. Sólo quiero aclararle al coronel que Radio Liberty se niega a responsabilizarse de ellos. No les hemos encargado que escriban un reportaje de lo que está sucediendo aquí.

—Pero ellos desean estar aquí.

—En ese caso, allá ellos.

—¿Va usted a escribir un reportaje sobre el golpe?

—No soy reportero, pero conozco a muchos. Puedo aportar mi granito de arena.

—¿Conoce Moscú?

—He estado aquí varias veces.

—¿Sabe dónde está la Plaza Roja? —preguntó Arkady.

—Todo el mundo sabe dónde está la Plaza Roja.

—Quizá se confunda. Un tipo de Moscú recibió hace dos semanas un fax haciéndole esa pregunta.

Michael se encogió de hombros.

Unos fotógrafos cargados con sus equipos y sus maletas avanzaron hacia el control de pasaportes, frente a Stas e Irina. Stas metió unos billetes de cincuenta marcos dentro de su pasaporte y el de Irina.

—El fax procedía de Múnich. Para ser más precisos, de Radio Liberty.

—Disponemos de varios fax —dijo Michael.

—El mensaje fue enviado en el fax de Ludmila. Iba dirigido a un especulador del mercado negro que había sido asesinado, y yo lo leí. Estaba en ruso.

—Es lógico, tratándose de un mensaje entre dos rusos.

—Eso fue lo que me despistó —dijo Arkady—. Creí que era un mensaje entre dos rusos y que se refería a la Plaza Roja.

Michael siguió mirando a Arkady a través de sus gafas oscuras con expresión imperturbable, pero parecía como si estuviera masticando algo, porque no cesaba de mover las mandíbulas.

—A veces, cuando uno menos se lo espera, los rusos pueden ser muy precisos. Por ejemplo, el fax preguntaba dónde estaba Krassni Ploschad. En inglés, square significa una plaza o una figura geométrica, pero en ruso la figura geométrica es un quadrat. En inglés, Maliévich pintó un Red Square. En ruso, pintó un Krassni Kvadrat. No comprendí el mensaje hasta que vi la pintura.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—La pregunta «¿dónde está la Plaza Roja?» no tiene ningún sentido. En cambio, la pregunta «¿dónde está el Cuadrado Rojo?» sí tiene sentido cuando va formulada a un hombre que piensa que puede vender ese cuadro. No es lógico que Ludmila, siendo rusa, empleara una palabra incorrecta. Recuerdo que su despacho esta junto al suyo. Trabaja para usted. ¿Qué tal se le da el ruso, Michael?

Los siberianos mataban a los conejos de noche utilizando linternas y palos. Los conejos se quedaban contemplando el resplandor de la linterna hasta que los abatían a palos. A pesar de las gafas oscuras, Arkady notó que Michael lo contemplaba fijamente como un conejo.

—Eso sólo demuestra que quienquiera que enviara el fax creyó que la otra persona estaba viva.

—Exactamente —respondió Arkady—. También demuestra que intentaba hacer un trato con Rudi. ¿Fue Max quien le presentó a Rudi?

—Enviar un fax no es ilegal.

—No, pero en su primer mensaje le comentaba a Rudi lo de la comisión de intermediario. Usted trataba de eliminar a Max de la operación.

—No demuestra absolutamente nada —afirmó Michael.

—Veremos qué opina Max. Le mostraré el fax. En él figura el número de Ludmila.

La cola avanzó unos pasos, y Stas Kólotov, criminal de Estado, miró a través del cristal de la ventanilla al funcionario, el cual comparó sus ojos, sus orejas, su pelo y estatura con la fotografía del pasaporte y examinó las páginas.

—Ya sabe lo que le sucedió a Rudi —dijo Arkady—. No creo que estuviera a salvo en Alemania. Recuerde cómo acabó Tommy.

El funcionario devolvió a Stas el pasaporte. Irina introdujo el suyo por debajo de la ventanilla y dirigió al funcionario una mirada tan desafiante que fue como si le invitara a arrestarla. El funcionario no reparó en ello. Después de hojear el documento, se lo devolvió, y el resto de la cola siguió avanzando.

—No creo que sea el momento oportuno de llamar la atención, Michael —prosiguió Arkady—, sino para preguntarse, «¿qué puedo hacer por Renko para que no se lo cuente a Max?».

Pese a que Stas le instó a que se apresurara, Irina se detuvo al otro lado de la aduana. Arkady pronunció en silencio la palabra «vete», y él y Michael observaron a Stas que la conducía a través de la puerta de salida.

—Le felicito —dijo al fin Michael—. Ahora que ha conseguido que Irina entre, lo más probable es que la maten. Recuerde que fue usted quien la trajo aquí.

—Ya lo sé.

Un equipo de la televisión alemana estaba negociando el precio de pasar una cámara de vídeo. El Comité de Emergencia, según les informó un coronel del cuerpo de aduanas, había prohibido esa mañana a los periodistas extranjeros transmitir imágenes por vídeo.

El coronel aceptó un compromiso informal de cien marcos para asegurarse de que los reporteros no violarían las leyes del Comité. Los otros reporteros que estaban en la cola frente a Arkady tuvieron que negociar sus propios acuerdos financieros con los agentes de la aduana y salir corriendo para montarse en sus coches. El pasaporte soviético de Arkady estaba en regla y no era negociable. El funcionario le hizo un gesto con la mano, como si fuera un cajero, para indicarle que pasara.

Unas puertas dobles conducían al vestíbulo de entrada, donde una multitud de emocionados parientes agitaban unos ramos de flores envueltos en celofán. Arkady miró a su alrededor para comprobar si veía a unos tipos que portaban unas grandes bolsas deportivas. Puesto que los funcionarios que controlaban los detectores de metal de Sheremétievo se tomaban muy en serio su labor, las únicas personas que con toda certeza no iban armadas eran los pasajeros que llegaban. Arkady sostuvo la bolsa de lona contra su pecho, y confió en que Rita ya hubiera telefoneado advirtiendo que llegaba con el cuadro.

Arkady reconoció enseguida a Polina. Iba vestida con una gabardina y estaba sentada en una silla del vestíbulo, leyendo un periódico que parecía Pravda. No era difícil de adivinar puesto que la mayoría de los periódicos habían sido prohibidos el día anterior. Arkady se detuvo junto al tablón que anunciaba los vuelos y encendió un cigarrillo. Era increíble. El país entero seguía con su vida como si tal cosa, manteniendo la vista baja. Quizá la historia no era más que un microscopio. ¿Cuántas personas habían asediado el Palacio de Invierno? El resto de la gente estaba ocupada buscando un pedazo de pan, un lugar caliente, o emborrachándose.

Polina se apartó el pelo de la cara, miró a Arkady, dejó el periódico y salió. A través de la ventana, Arkady la vio dirigirse hacia un individuo que estaba montado en un escúter aparcado junto a la acera. Su amigo se trasladó al asiento posterior y Polina se sentó delante, le dio al pedal de arranque con furia y partieron a toda velocidad.

Arkady se encaminó hacia el asiento que había ocupado Polina y miró el periódico, que decía: «Las medidas que se han tomado son provisionales. Éstas no indican en modo alguno una renuncia por parte de las autoridades soviéticas a emprender unas profundas reformas…»

Debajo del periódico estaban las llaves de un coche y una nota que decía: «El número de la matrícula del Zhiguli blanco es X65523MO. No debiste regresar». Traducido, el mensaje significaba «bienvenido a casa».

El Zhiguli estaba aparcado en la primera línea del aparcamiento de la terminal. En el suelo había un lienzo cuadrado cubierto de pintura roja. Arkady sacó la bandeja de cervezas del envoltorio de plástico, la sustituyó por la pintura y la metió en la bolsa de Margarita.

Luego cogió la autopista del sur que conducía a Moscú. Al llegar a un túnel, bajó la ventanilla y arrojó la bandeja.

Al principio todo parecía normal. Arkady vio los acostumbrados coches en mal estado circulando velozmente sobre los acostumbrados baches. De pronto, detrás de una hilera de alisos, vio la silueta de un tanque. Más adelante vio otros tanques que parecían unas oscuras marcas de agua sobre un fondo verde.

Arkady no vio ningún tanque circulando por la autopista, ni rastro de los militares, hasta llegar a una carretera secundaria que conducía a Kúrkino, donde se topó con una interminable fila de vehículos blindados con jóvenes soldados vestidos con uniformes de campaña, por cuyas mejillas se deslizaban las lágrimas. Al llegar a un punto en que la carretera principal atravesaba la carretera transversal y se convertía en la carretera de Leningrado, la caravana la abandonó para dirigirse a la ciudad.

Arkady pisó el acelerador y luego redujo la velocidad, mientras una reluciente moto azul, ocupada por dos individuos, le seguía a un centenar de metros de distancia. Podían haberle metido una bala en la cabeza, pero probablemente temían dañar la pintura.

Una ligera llovizna barría la suciedad del asfalto. Arkady miró el salpicadero. El coche no disponía de limpiaparabrisas. Puso la radio, y después de un concierto de Chaikovski escuchó unas instrucciones destinadas a ayudar a los ciudadanos a conservar la calma: «Debe denunciar cualquier acción de los provocadores. Deje que los órganos responsables cumplan su sagrada misión. Recuerde los trágicos hechos ocurridos en la plaza de Tiananmen, cuando unos agentes seudodemocráticos provocaron una innecesaria matanza». El locutor hizo hincapié en la palabra innecesaria. Luego sintonizó una emisora que operaba desde la Cámara de los Sóviets denunciando el golpe.

Al llegar a un semáforo en rojo, la motocicleta se detuvo detrás del coche. Era una Suzuki, el mismo modelo que Jaak y él habían admirado frente a un sótano en Liúbertsi. El conductor llevaba un casco negro, y una cazadora y unos pantalones de cuero que parecían una armadura. Cuando Minin se apeó del asiento trasero, cubierto con una gabardina y sosteniendo un sombrero en la mano, Arkady pisó a fondo el acelerador, pasó por entre los vehículos que circulaban en sentido lateral y dejó atrás la moto.

La estación de metro de Voikóvskaia estaba rodeada de moscovitas que acababan de apearse de los atestados trenes para contemplar las nubes, abrocharse la gabardina y apresurarse a casa. Otras personas se habían detenido en la entrada para comprar rosas, helados y piroshki. La escena tenía un aire surrealista debido precisamente a su normalidad. Arkady se preguntó si el golpe no se habría producido en otra ciudad.

Detrás de la estación se habían instalado unas cooperativas no mayores que unos cobertizos. Arkady se colocó en una cola frente a una de ellas, en la que despachaban Gauloises, hojas de afeitar, Pepsis y latas de piña, y se compró una botella de agua mineral con gas y un desodorante en un bote de aerosol color lavanda. Luego se dirigió a una tienda de artículos de segunda mano donde vendían relojes sin manecillas y tenedores sin dientes, y compró dos series de curiosas llaves colgadas de unos aros de metal. Tiró las llaves y conservó los aros, que metió junto con el agua y el desodorante en la bolsa de lona.

Arkady se montó de nuevo en el coche y continuó avanzando por la avenida hasta que vio a la Suzuki aparcada frente al estadio del Dynamo. El tráfico se había vuelto más denso. Al comprobar que el cinturón de Sadóvaia estaba bloqueado por una caravana de vehículos blindados, giró a la izquierda y los siguió hasta llegar a Fadaiev, donde consiguió adelantarlos. Al principio percibió su olor, y luego vio los tubos negros de escape de unos tanques circulando por la plaza Manege, junto al muro occidental del Kremlin. Al atravesar Tverskáia, distinguió la Plaza Roja, que estaba bloqueada por unas hileras de tropas Internacionales que parecían unos setos vivos.

Un grupo de gente salió del Mundo de los Niños sosteniendo unos animales de peluche. En la acera había unas mujeres que vendían medias y zapatos de segunda mano. ¿Un golpe de Estado? Tal vez se había producido en Birmania, en el África negra o en la Luna. La mayoría de los ciudadanos estaban demasiado agotados. Aunque se produjeran tiroteos en las calles, seguirían haciendo cola. Parecían sonámbulos, y en este ocaso Moscú era el centro del sueño.

Al otro lado de la plaza, el Lubianka ofrecía también un aspecto soñoliento. Sin embargo, del patio situado en la parte trasera del edificio salió una hilera de furgonetas.

Arkady entró en el patio del edificio donde se hallaba su apartamento, aparcó el Zhiguli entre unas cajas de vodka situadas alrededor de la iglesia y abrió una verja que conducía a un estrecho callejón que desembocaba en un barranco situado sobre el canal. Sosteniendo la bolsa de Rita, franqueó la puerta trasera de un bloque de apartamentos y subió la escalera hasta la cuarta planta, desde la cual podía observar el patio y la moto azul oculta tras una furgoneta de reparto, aparcada a una manzana de distancia.

Arkady sintió lástima de Minin. En un día normal, hubiera dispuesto de un coche y se hubiera podido comunicar por radio. ¿Qué recordaba de su ayudante? Su impaciencia, su tendencia a precipitarse. Minin se apeó de la moto; parecía nervioso y preocupado. Le seguía el conductor, que al quitarse el casco reveló una espesa y larga melena negra. Era Kim, que ahora perseguía a Arkady.

Arkady salió por la puerta trasera, atravesó una zona llena de arbustos y enfiló un camino de tierra que serpenteaba entre los muros posteriores de unos talleres hasta desembocar en una calle frente al lugar donde estaba aparcada la moto. Al girarse hacia el edificio, vio a Minin que oprimía los botones de la caja de códigos.

La Suzuki estaba apoyada sobre el pedal, con la rueda delantera ladeada. La moto tenía una carrocería de plástico azul que se extendía desde el parabrisas hasta el tubo de escape como el carenado de un motor de chorro. El acceso a los tubos de escape era complicado; por otra parte, cualquier cosa que añadiera no podría detectarse fácilmente. Al tumbarse de espaldas en el suelo, Arkady sintió que se le volvía a abrir la herida en la espalda. La Suzuki tenía un motor de cuatro tiempos que se extendía desde los tubos colectores hasta el silenciador. Cuando Arkady agitó la botella de agua y los roció, los tubos escupieron el agua. Aunque primero vació la botella sobre los tubos, se quemó los dedos al meter la mano para colocar alrededor de ellos los aros de metal sujetos al bote de desodorante. No obstante, apretó bien los aros. Jaak se habría sentido orgulloso de él.

Cuando Arkady se puso de pie, Minin y Kim habían desaparecido. Se limpió las manos en la chaqueta, se echó la bolsa al hombro y echó a caminar hacia su casa. Al mirar hacia arriba, observó que las cortinas de la ventana se movían ligeramente.

Minin lo recibió sonriendo. Dejó que Arkady entrara en el apartamento y cerrara la puerta antes de salir precipitadamente del dormitorio sosteniendo la inmensa Steshkin que había agitado frente al apartamento de Rudi. Una Steshkin era una metralleta parecida a una Skorpion, pero con un aspecto menos desagradable. Luego se abrió la puerta del armario situado detrás de Arkady y apareció Kim. Tenía el rostro plano como una sota de espadas y sostenía una Malish, la misma arma que solía llevar para proteger a Rudi. Debía llevarla oculta dentro de la cazadora. Arkady estaba impresionado. Era como enfrentarse a la artillería.

—Dame la bolsa —dijo Minin.

—No.

—Si no me la entregas te mato —insistió Minin.

Arkady sostuvo la bolsa contra su pecho y respondió:

—El cuadro que contiene vale cinco millones de dólares. No creo que quieras acribillarlo a balazos. Es muy frágil. Si caigo sobre él, quedará completamente destrozado. ¿Cómo ibas a explicárselo al fiscal municipal? Además, no pretendo socavar tu autoridad, pero me parece una solemne estupidez colocar a un blanco entre dos armas automáticas. ¿No estás de acuerdo? —añadió Arkady, dirigiéndose a Kim.

Kim se apartó.

—Te lo advierto por última vez —dijo Minin.

Arkady sostuvo la bolsa en sus brazos mientras abría el frigorífico. De la botella de kéfir brotaba una especie de musgo que apestaba, y cerró la puerta apresuradamente.

—Tengo curiosidad por saber una cosa, Minin. ¿Qué te hace pensar que el cuadro contribuirá a defender la sagrada misión del Partido?

—El cuadro pertenece al Partido.

—Te equivocas. ¿Vas a apretar el gatillo, o no?

Minin bajó la metralleta.

—No importa si yo te mato o no. A partir de hoy eres hombre muerto.

—Estás trabajando con Kim. ¿No te avergüenza circular acompañado de un maníaco asesino?

Minin no respondió, y Arkady se dirigió a Kim:

—¿No te avergüenza circular acompañado de un investigador? Uno de los dos debería sentirse profundamente avergonzado.

Kim sonrió, pero Minin miró a Arkady con odio.

—Siempre me he preguntado por qué me tenías tanta antipatía, Minin.

—Por tu cinismo.

—¿Mi cinismo?

—Respecto al Partido.

—Ya.

Arkady tenía que reconocer que Minin no andaba muy equivocado.

—Creía que el investigador Renko, el hijo del general Renko, era un héroe. Supuse que sería una experiencia fantástica trabajar contigo, hasta que comprendí que eras un tipo corrupto y despreciable.

—¿Qué te llevó a esa conclusión?

—Teníamos que investigar a delincuentes, pero las investigaciones siempre acababan perjudicando al Partido.

—Yo no soy responsable de eso.

—Observé para ver si obtenías dinero de las mafias.

—Jamás obtuve dinero de las mafias.

—No. Eras más corrupto porque el dinero no te importaba.

—He cambiado —dijo Arkady—. Ahora quiero dinero. Llama a Albov.

—¿Quién es Albov?

—O me largaré con el cuadro y habrás perdido cinco millones de dólares.

Al ver que Minin guardaba silencio, Arkady se encogió de hombros y avanzó hacia la puerta.

—Espera —dijo Minin. Se dirigió al teléfono del pasillo, marcó un número y regresó al cuarto de estar con el auricular en la mano. Arkady examinó la estantería de los libros y sacó el ejemplar de Mackbeth. La pistola que había ocultado detrás del volumen había desaparecido.

—Vine aquí mientras estabas en Alemania —dijo Minin con cara de satisfacción—. Registré el apartamento de arriba abajo.

Alguien respondió al teléfono y Minin habló rápidamente, explicando a su interlocutor que Arkady se negaba a cooperar con ellos.

—Enséñame el cuadro —le ordenó.

Arkady sacó la pintura de la bolsa y retiró una parte del envoltorio de plástico.

—Ha habido un error —dijo Minin por teléfono—. No es un cuadro, sólo un lienzo pintado de rojo. —Luego arrugó la frente y preguntó—: ¿Que es el mismo? ¿Estás seguro?

Cuando indicó a Arkady que se pusiera al teléfono, éste metió el lienzo de nuevo en la bolsa.

—¿Arkady? —dijo la voz por teléfono.

—¡Max! —respondió Arkady, como si hiciera años que no se hubieran visto.

—Me alegra oír tu voz, y me complace que hayas traído el cuadro. Hablamos con Rita y nos dijo que temía que fueras a denunciarla a la policía alemana. Podrías haberte quedado en Berlín. ¿Por qué has regresado?

—Porque me habrían metido en la cárcel. La policía me buscaba a mí, no a Rita.

—Es cierto. Boria te tendió una trampa. Estoy seguro de que a los chechenos también les hubiera gustado conocer tu paradero. Hiciste bien en regresar.

—¿Dónde estás? —preguntó Arkady.

—Dada la situación, prefiero no decírtelo. Francamente, estoy preocupado por Rodiónov y sus amigos. Espero que hayan decidido resolver el problema rápidamente, porque cuanto más tiempo transcurra, peor. Tu padre ya se habría cargado a los defensores de la Casa Blanca, ¿no es cierto?

—Sí.

—Tengo entendido que deseas llegar a un acuerdo sobre el cuadro. ¿Qué quieres?

—Un pasaje en el vuelo de la British Airways a Londres, y cincuenta mil dólares.

—Mucha gente trata de abandonar la ciudad. Puedo pagarte en rublos, pero es muy difícil conseguir divisas extranjeras.

—Te paso otra vez a Minin.

Después de entregarle el teléfono, Arkady cogió un cuchillo de cocina de un cajón junto al fregadero. Mientras Minin seguía charlando con Max, Arkady abrió la ventana y sacó el cuadro de la bolsa. A medida que se puso a cortar el envoltorio, las burbujas del plástico comenzaron a estallar.

—¡Espera! —exclamó Minin, ofreciendo el teléfono de nuevo a Arkady.

—De acuerdo —dijo Max, echándose a reír—. Tú ganas.

—¿Dónde estás?

—Minin te acompañará.

—Puede indicarme el camino. Tengo un coche abajo.

—Será mejor que hable con él —dijo Max.

Minin escuchó atentamente durante unos instantes y colgó de nuevo el teléfono en el pasillo.

—No tienes que indicarme el camino —dijo Arkady—. Dime dónde está.

—Esta noche va a haber toque de queda. Es mejor que vayamos juntos, por si han bloqueado alguna carretera.

Kim esbozó una amplia sonrisa.

—Apresúrate. Quiero regresar y encontrarme a la chica sentada en el escúter.

Era la primera vez que desplegaba los labios, pero no dijo lo que Arkady deseaba oír.

—Hemos visto a Polina —dijo Minin, observando fijamente a Arkady—. Tienes un aspecto asqueroso. Parece que te hayas revolcado en el suelo. Por lo visto no te han tratado muy bien en Alemania.

—Ha sido un viaje muy largo —respondió Arkady.

Se quitó la chaqueta sin soltar la bolsa. Al ver que el dorso de la camisa estaba manchado de sangre, Kim lanzó un silbido. Arkady sacó del armario una chaqueta arrugada pero limpia, la que se había puesto para ir al cementerio, y extrajo del bolsillo el Nagant, el viejo revólver de su padre. Las cuatro balas, gruesas como unas pepitas de plata, también estaban en el bolsillo. Arkady metió un brazo a través de las asas de la bolsa, abrió el cilindro y lo cargó. Luego se giró hacia Minin.

—¿Cuántas veces te he dicho que no sólo debes registrar los armarios sino también la ropa?

Minin y Arkady aguardaron en el patio mientras Kim fue a buscar la moto. El cielo estaba encapotado. Los relámpagos y la lluvia intensificaban el color azul de la iglesia y daban a las ventanas del edificio una tonalidad pastel aceitosa.

Arkady se preguntó si el hipnotizador de la televisión actuaría también esa noche.

—Tengo un vecino que me recoge el correo y me compra la comida. No he encontrado ninguna carta, y el frigorífico estaba vacío.

—Quizás ella sabía que estabas fuera —dijo Minin.

Arkady hizo ver que no se había dado cuenta de la metedura de pata de Minin. Las alcantarillas de la iglesia estaban atascadas, como de costumbre, y rebosaban.

—Vivía en el piso debajo del mío —dijo Arkady—. Siempre me oía caminar por el apartamento, y probablemente os oyó a vosotros.

El rostro de Minin quedaba medio oculto por su sombrero.

—¿Por qué no dices que lo lamentas? —preguntó Arkady—. Tenía el corazón delicado. Quizá no pretendiste asustarla.

—Era un estorbo.

—¿Cómo dices?

—Cometió el error de inmiscuirse. Yo no sabía que estaba delicada. No me responsabilizo de sus actos.

—¿Quieres decir que lo lamentas?

Minin apoyó el cañón de la Steshkin en el lugar donde la bolsa cubría el corazón de Arkady.

—Quiero decir que te calles.

—¿Te sientes marginado? —preguntó Arkady, adoptando un tono de voz más suave—. ¿Crees que te estoy privando de tu autoridad? ¿Te da rabia no participar en la revolución?

Minin trató de guardar silencio, pero las preguntas de Arkady le habían puesto nervioso.

—Estaré allí cuando empiece la acción.

Kim llegó con su moto y los siguió a través del callejón. Al llegar al lugar donde estaba aparcado el coche, Minin se sentó en el asiento, junto al conductor.

—No dejaré que te escapes de nuevo. Y no quiero montarme en la moto de ese chiflado.

Arkady consideró la situación. Si se negaba a ir, no encontraría a Albov. Además no debía seguir presionando a Minin.

—Coge la metralleta con la mano izquierda —le ordenó.

Cuando Minin obedeció, Arkady colocó el seguro en la Steshkin y dijo:

—Mantén la mano izquierda donde pueda verla.

El Zhiguli tenía un embrague manual. Arkady dejó la bolsa en el suelo, junto a su pie izquierdo, y colocó el Nagant sobre sus rodillas.

Kim les condujo a lo largo de la Tverskáia, por el carril central. La gente se había refugiado de la lluvia, metiéndose en los comercios o en las cafeterías. Al llegar a la plaza Pushkin, vieron a un grupo de manifestantes con pancartas que se dirigían al edificio del Parlamento. Muchos de ellos eran unos críos, pero otros tenían los años de Arkady o más. Eran hombres y mujeres que habían sido niños durante la época de Jruschov, que habían aspirado el embriagador oxígeno de la breve reforma pero que no habían protestado cuando los tanques soviéticos invadieron Praga, y que habían vivido avergonzados desde entonces. Ésa era la base de la colaboración. El silencio. Llevaban unos gorros de lana sobre sus calvicies, pero al fin habían decidido alzar la voz.

En la plaza Mayakovski, el tráfico se detuvo para dejar pasar a los tanques que se dirigían hacia el Parlamento por el cinturón de Sadóvaia.

—La división Taman —dijo Minin con satisfacción—. Son los más duros. Subirán hasta las mismas puertas del Parlamento.

Pero Moscú era un escenario inmenso y la mayoría de la gente parecía no darse cuenta de que se había producido un golpe. Las parejas entraban en los cines cogidos de la mano. Un quiosco había abierto sus puertas y, a pesar de la lluvia, se había formado una larga cola frente a él.

La calle Tverskáia se convirtió en Leningrad Prospekt, que desembocaba en la carretera de Leningrado. Kim corría frente a ellos sobre su moto. Dada la velocidad a la que circulaban, Arkady no temía que Minin disparara contra él.

—¿Vamos a tomar la carretera del aeropuerto? —le preguntó.

—Dale al acelerador. No quiero perderme los fuegos artificiales —respondió Minin.

La zona que rodeaba el lago Jimki estaba en calma, como una sombra entre las luces urbanas, percibiéndose el monótono rumor de la lluvia que caía sobre el agua. De pronto apareció una hilera de faros, seguida de unos tanques que avanzaban lentamente. Frente a ellos se extendía el resplandor horizontal de la carretera de circunvalación.

La moto comenzó a soltar chispas, como si arrastrara el silenciador. El bote de desodorante que Arkady había sujetado a los tubos de escape se componía de un tercio de gas propano, que se expandía dos mil cien veces. Al inflamarse, se expandía como un soplete. Las llamas ascendían por los laterales de plástico, a través de los orificios, y por la rueda trasera formando unos chorros de fuego que parecían impulsar la moto hacia delante. Arkady vio que Kim miraba por el retrovisor para comprobar por dónde salían las llamas, luego a ambos lados y finalmente hacia abajo, donde la carrocería de plástico ardía como un meteoro alrededor de sus piernas y sus botas. La moto empezó a oscilar de un carril a otro, como si quisiera alejarse del fuego. Aunque la carretera atravesaba un brazo del lago y no había ningún lugar donde desviarse, Kim se metió en el arcén.

—¡Para! ¡Para! —gritó Minin, apoyando la metralleta contra la sien de Arkady.

La moto rozó un raíl y comenzó a dar bandazos como una bola de fuego. Kim consiguió dominarla durante unos instantes, pero luego empezó a girar de nuevo y el casco salió despedido en medio de las llamas. Cuando Arkady aceleró, Minin apretó el gatillo pero el arma no se disparó. La cogió con la otra mano para quitarle el seguro, pero Arkady le apuntó con el Nagant y dijo:

—Bájate. —Arkady redujo la velocidad a quince kilómetros por hora, la suficiente para que Minin se diera un buen golpe al aterrizar en el suelo—. ¡Salta!

Arkady abrió la portezuela junto a Minin y le dio un empujón, pero éste se agarró a la parte exterior, pegado al cristal. Rompió la ventanilla con la Steshkin, consiguió introducir los codos y apuntó a Arkady con la metralleta. Arkady frenó. Cuando Minin disparó, la ventanilla detrás de Arkady estalló en mil pedazos. Detrás había quedado la moto ardiendo sobre el asfalto. Frente a ellos aparecían las luces de la carretera de circunvalación que se extendía sobre la autopista. Arkady abrió de nuevo la puerta de una patada con el pie derecho, mientras con el izquierdo pisaba a fondo el acelerador. Pero el peso de Minin y la resistencia del aire hicieron que la puerta volviera a cerrarse. Minin empezó a disparar, destrozando el cristal trasero y las ventanillas laterales, mientras Arkady se metía en el arcén y chocaba con la curva de la carretera de circunvalación.

Debajo de la rampa reinaba la oscuridad y el silencio. Cuando el Zhiguli salió por el otro lado, la puerta junto al asiento del pasajero colgaba como un ala rota, y Minin había desaparecido.

Arkady había perdido a su guía, pero ahora estaba seguro de que regresaba a un lugar que conocía bien. Quitó unos fragmentos de vidrio que se habían adherido a la bolsa, mientras el aire se filtraba por la abertura de la puerta y las ventanillas.

Arkady recordó que los coches soviéticos, a medida que evolucionaban, se iban desembarazando de todos los lujos superfluos.

Éste era un modelo nuevo.