En una tienda de souvenirs del aeropuerto, Arkady compró una bandeja para cervezas y un chal de algodón bordado con las ratas de Hamelín. Luego se metió en uno de los lavabos, cubrió el cuadro con el chal, envolvió la bandeja en un plástico con burbujas, la metió en la bolsa de Rita y se reunió con Peter e Irina en una esquina del vestíbulo.
—Imaginaros todos los cuadros y manuscritos que les fueron confiscados a los pintores, escritores y poetas durante setenta años, ocultos en el Ministerio del Interior y el KGB —dijo Arkady—. Nada es desechado. Quizá el poeta reciba un balazo en la cabeza, pero sus poesías son conservadas en una caja y ocultadas en un sótano. Luego, en un momento mágico, cuando Rusia se incorpora al resto del mundo, esas obras se convierten en unos bienes de gran valor.
—Pero no pueden venderlos —dijo Irina—. Las obras de arte de más de cincuenta años de antigüedad no pueden ser sacadas legalmente de la Unión Soviética.
—Pero pueden sacarlas clandestinamente —terció Peter.
—Basta con que sobornen a los guardias fronterizos —dijo Arkady—. Han llegado a sacar tanques blindados, trenes y hasta barriles de petróleo. Sacar una pintura es relativamente fácil.
—No obstante —insistió Irina—, la venta no es válida si infringen las leyes soviéticas. Los coleccionistas y los museos no quieren verse envueltos en disputas internacionales. Rita no habría podido vender el Cuadrado Rojo si hubiera sido sacado de Rusia.
—Quizá sea una copia realizada en Alemania —dijo Peter—. En Berlín Oriental había unos falsificadores extraordinarios, que ahora se han quedado sin trabajo. ¿Se ha sometido este cuadro a un examen riguroso?
—Por supuesto —respondió Irina—. Ha sido datado, examinado bajo rayos X y analizado. Incluso ostenta la huella del pulgar de Maliévich.
—Todo eso puede falsificarse —dijo Peter.
—Cierto —contestó Irina—. Pero incluso las mejores falsificaciones, hechas con la madera, las pinturas y la técnica adecuadas, tienen una cualidad que revela que son falsificaciones.
—Esto suena muy espiritual —dijo Peter.
—Es como conocer a las personas —prosiguió Irina—. Al cabo de un tiempo aprendes a distinguir entre las personas auténticas y las falsas. Una pintura representa la idea de un pintor, y las ideas no pueden falsificarse.
—¿Cuánto vale ese cuadro? —preguntó Peter.
—Quizá cinco millones de dólares. Aquí eso no significa mucho —dijo Arkady—, pero en Rusia representa cuatrocientos millones de rublos.
—A menos que se trate de una falsificación —observó Peter.
—El Cuadrado Rojo es auténtico y procede de Rusia —dijo Arkady.
—Pero lo hallaron en una caja construida por Knauer —objetó Irina.
—La caja es falsa —afirmó Arkady.
—¿La caja? —repitió Peter—. No se me había ocurrido pensar en ello.
—Benz no estaba interesado en los cuadros que robó su abuelo —dijo Arkady—. Ya tenía una buena colección de cuadros. Lo que le interesaba eran las cajas que su abuelo mandó construir utilizando a los carpinteros de la firma Knauer.
—Es una buena deducción —dijo Peter—. Excelente.
Arkady colocó el chal sobre las rodillas de Peter, y éste preguntó sorprendido:
—¿Qué hace?
—El ambiente cultural es un poco desapacible en estos momentos en Moscú.
—No lo quiero.
—Es la única persona a quien puedo confiárselo —dijo Arkady.
—¿Cómo sabe que no desapareceré con él?
—Me parece de justicia hacerle guardián de una obra de arte rusa. Además, es un favor a cambio de otro —contestó Arkady, palpando el bolsillo de la chaqueta que contenía el pasaporte y el visado que Peter le había devuelto, y el billete que había comprado con el dinero de Alí.
No hubo problema en obtener unos pasajes para el vuelo regular de la Lufthansa para Moscú, pues al producirse el golpe militar la lista de pasajeros había menguado sensiblemente. Lo que le extrañaba a Arkady era que los líderes del nuevo Comité de Emergencia permitieran que los aviones aterrizaran en Moscú.
Stas bajó cojeando del avión de Múnich, sosteniendo una grabadora y una cámara.
—¡Qué gloriosa idiotez! —exclamó regocijado—. El Comité de Emergencia no ha arrestado a ningún líder democrático. Los tanques están en Moscú, pero se limitan a circular por la ciudad. Los niveles de opresión se han suavizado mucho.
—¿Cómo te has enterado de lo que ocurre? —preguntó Arkady.
—La gente nos llama de Moscú —respondió Stas.
—¿Quieres decir que las líneas telefónicas permanecen abiertas? —preguntó Arkady asombrado.
—A eso me refería cuando te dije que era una idiotez.
—¿Sabe Michael que vas a Moscú?
—Intentó detenerme. Dice que es un riesgo y que si nos pescan, la emisora se verá en una situación muy comprometida. Dice que Max llamó desde Moscú para decir que todo sigue igual y que no tengo por qué alarmarme.
—¿Sabe que nos acompaña Irina?
—Me lo preguntó. Pero no lo sabe.
Aunque los pasajeros habían empezado a embarcar, Arkady se metió en una cabina telefónica.
Un mensaje grabado repetía incesantemente que las líneas internacionales estaban ocupadas. La única forma que tenía de comunicarse era seguir insistiendo. Cuando estaba a punto de darse por vencido, vio un centro de fax.
Polina le había dicho que se llevaría el fax de Rudi. Al llegar al mostrador, Arkady escribió el número telefónico de Polina y el siguiente mensaje: «Espero verte pronto. Si tienes una pintura del tío Rudi, te agradeceré que la traigas. Conduce con cuidado». Añadió su número de vuelo y hora de llegada y firmó el mensaje. Luego pidió una guía de números de fax y escribió un segundo mensaje dirigido a Fiódorov: «He seguido tu consejo. Haz el favor de informar al fiscal municipal Rodiónov que regreso hoy. Renko». La empleada le miró asombrada y dijo:
—Debe de estar ansioso de llegar a casa.
—Siempre estoy ansioso de llegar a casa —respondió Arkady.
Irina le hizo una señal desde la puerta de embarque. Stas y Peter Schiller se miraban como miembros de diferentes especies.
Peter agarró a Arkady por el brazo y dijo:
—No puede dejarme con eso.
—Confío en usted.
—Basándome en mi corta experiencia con usted, eso significa una maldición. ¿Qué voy a hacer con él?
—Colgarlo en un lugar donde la temperatura sea constante. Regáleselo a alguien. Pero no se lo regale a su abuelo. La historia sobre Maliévich no era mentira. Es cierto que trajo sus cuadros a Berlín para ponerlos a salvo. De momento, haga lo mismo que él.
—Creo que el gran error de Maliévich fue regresar. ¿Y si Rita telefonea a Moscú y les dice que usted se llevó el cuadro? Si Albov y Gubenko saben que ha partido para Moscú, le estarán esperando.
—Confío en que así sea. Yo no podré dar con ellos, de modo que ellos tendrán que dar conmigo.
—Quizá debería acompañarlo.
—Es usted demasiado bueno, Peter. Los ahuyentaría.
Peter no parecía convencido por las palabras de Arkady.
—La vida no consiste únicamente en automóviles veloces y armas automáticas. Usted cumple una tarea que le honra.
—Le matarán en el aeropuerto o cuando se dirija a Moscú. La gente se aprovecha de las revoluciones para ajustar cuentas. ¿Qué les importa otro cadáver? Al menos aquí puedo meterlo en la cárcel.
—Gracias, no me apetece la idea.
—Podemos mantenerlo vivo y extraditar a Albov y a Gubenko.
—Nadie ha conseguido extraditar a nadie de la Unión Soviética. ¿Y quién sabe qué Gobierno asumirá el poder el día de mañana? Es posible que nombren a Max ministro de Finanzas y a Gubenko ministro de Deportes. Además, si se ponen a investigar a Alí y a sus amigos, se alegrará de que me encuentre lejos de aquí.
Un suave gong anunció la última llamada para embarcar.
—Cada vez que aparecen los rusos, Alemania se hunde en el caos —dijo Peter.
—Y viceversa —replicó Arkady.
—Recuerde que siempre habrá una celda esperándole en Múnich.
—Danke.
—Tenga mucho cuidado.
Peter examinó a los pasajeros que aguardaban en la cola para embarcar mientras Arkady se reunía con Stas y con Irina. Cuando descendía por la rampa, Arkady se giró y vio a Peter vigilando desde la retaguardia. Luego agarró el chal y se alejó.
La bolsa cabía en el compartimento sobre los asientos. Arkady ocupó el asiento junto al pasillo, Stas se sentó junto a la ventana, e Irina, en medio. Cuando despegaron, Stas adoptó una expresión aún más irónica que lo habitual. Irina se aferró al brazo de Arkady. Se la veía agotada, aturdida, pero satisfecha. Arkady pensó que parecían unos refugiados que se habían confundido de avión.
Varios pasajeros, con aspecto de periodistas y fotógrafos, iban cargados con maletines y bultos. Nadie quería perder dos horas esperando recoger su equipaje mientras la revolución estaba en pleno apogeo.
—Al principio, el Comité de Emergencia anunció que Gorbi estaba enfermo —dijo Stas—. Tres horas más tarde, uno de los líderes sufre una hipertensión. Es un golpe muy curioso.
—Irina y tú no tenéis visado. ¿Por qué estáis tan seguros de que os dejarán bajar del avión? —preguntó Arkady.
—¿Crees que alguno de estos reporteros tiene un visado? —preguntó Stas—. Irina y yo tenemos un pasaporte americano. Ya veremos lo que sucede cuando lleguemos. Es la historia más importante de nuestra vida. No podíamos desaprovecharla.
—Al margen del golpe, tu nombre figura en una lista de criminales de Estado. Lo mismo que Irina. Podrían arrestaros.
—¿Y tú? —preguntó Stas.
—Yo soy ruso.
—Queremos ir —dijo Irina con firmeza.
Abajo se extendía Alemania, no las autopistas y las prósperas granjas del oeste sino los serpenteantes caminos y los míseros campos del este.
Irina apoyó la cabeza en el hombro de Arkady. El tacto de su cabello contra su mejilla resultaba tan normal que se sentía conmovido, como si en aquellos momentos estuviera viviendo una vida alternativa que siempre había ambicionado, y casi deseó que el avión no aterrizara nunca.
Stas hablaba nerviosamente, como una radio a bajo volumen:
—Históricamente, las revoluciones se cargan a los personajes que ocupan el poder. Y por regla general los rusos se pasan. Los bolcheviques asesinaron a la clase dirigente, y luego Stalin mató a los bolcheviques. Pero esta vez la única diferencia entre el Gobierno de Gorbi y el golpe es que Gorbi no está metido en él. ¿Escuchaste la declaración del Comité de Emergencia? Al parecer, han asumido el poder para proteger a la gente del «sexo, la violencia y la flagrante inmoralidad». Entretanto, las tropas penetran en Moscú y la gente levanta barricadas para proteger la Casa Blanca.
La Casa Blanca era el Parlamento ruso situado en el Presnia Rojo, junto al río. Presnia era un viejo barrio al que se le había impuesto el título honorífico de «Rojo» por haber erigido barricadas contra el zar.
—Eso no detendrá a los tanques —afirmó Stas—. Lo que sucedió en Vilnius y Tbilisi era un mero anticipo. Esperarán a que anochezca. Primero enviarán a las tropas Internacionales armadas con gas neurotóxico y cañones de agua para dispersar a la muchedumbre, y luego las tropas del KGB penetrarán en el edificio. El alto mando de Moscú ha emitido trescientas órdenes de arresto, pero el Comité no quiere utilizarlas. Creen que la gente, al ver los tanques, retrocederá despavorida.
—¿Qué hubiera sucedido si Pávlov hubiera hecho sonar una campana y sus perros no le hubieran hecho caso? —preguntó Irina—. Habrían alterado el curso de la historia.
—Lo que también me choca —dijo Stas—, es que nunca había visto a tantos periodistas que se mantuvieran sobrios.
Polonia se extendía como un oscuro océano.
Los carritos de la comida bloqueaban el pasillo. El humo de los cigarrillos circulaba con la misma rapidez que las variopintas teorías.
El Ejército ya había tomado cartas en el asunto, para ofrecer al mundo un fait accompli. El Ejército esperaría a que anocheciera para emprender su ataque, de forma que hubiera menos fotógrafos presentes. El Comité tenía en su poder a los generales. Los demócratas tenían en su poder a los veteranos de Afganistán. Nadie sabía de qué lado se inclinarían los jóvenes oficiales que acababan de regresar de Alemania.
—A propósito —dijo Stas—, el fiscal municipal Rodiónov ha arrestado en nombre del Comité a los industriales y ha confiscado sus bienes. No a todos los industriales, sólo a los que se oponen al Comité.
Cuando Arkady cerró los ojos, se preguntó qué clase de Moscú se encontraría a su llegada. Eran unos momentos en que todo podía suceder.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Stas—. Tengo un hermano que no he visto desde hace veinte años. Nos llamamos una vez al año, por Año Nuevo. Me llamó esta mañana para decirme que iba a ir al Parlamento para defenderlo. Es un tipo gordo, bajito, cargado de hijos. ¿Cómo va a detener un tanque?
—¿Crees que conseguirás dar con él? —preguntó Arkady.
—Me aconsejó que no fuera. ¡Es increíble! —exclamó Stas, mirando por la ventanilla. El vapor se había condensado en unas pelotitas de agua entre los dobles paneles de cristal—. Dijo que llevaría un gorro de esquiar rojo.
—¿Qué ha sido de Rikki?
—Se ha ido a Georgia. Metió a su madre, a su hija, el televisor y el vídeo en su nuevo BMW y se largó. Sabía que lo haría. Es un tipo encantador.
A medida que se aproximaban a Moscú, Irina se parecía cada vez más a la muchacha que lo había abandonado, como si regresara a un incendio exhibiendo un resplandor especial, como si el resto del mundo estuviera sumido en las tinieblas, como si regresara para vengarse.
Arkady estaba decidido a seguirla a donde fuera, cuando hubiera resuelto el problema de Boria y Max, por supuesto.
Se preguntó si su regreso obedecía a un motivo personal, para vengar a Rudi, a Tommy y a Jaak. Aparte de los muertos, ¿en qué medida lo hacía por Irina? Liquidar a Max no borraría los años que ella había pasado junto a él. Arkady los llamaba los años de los emigrados, pero vista desde cierta altura, Rusia era una nación de emigrados, dentro y fuera. Todo el mundo estaba comprometido en cierta medida. Rusia tenía una historia tan tenebrosa que cuando se producían unos minutos de claridad, todo el mundo se precipitaba para presenciar el espectáculo.
En cualquier caso, Max y Boria eran, a diferencia de él, los clásicos especímenes de una nueva era.
Cuando atravesaron el espacio aéreo soviético, Arkady supuso que obligarían al avión a dar media vuelta y regresar. Al aproximarse a Moscú, imaginó que ordenarían al piloto dirigirse a una base militar para repostar y luego regresar a Alemania. Cuando se encendieron las señales de abrocharse los cinturones, todos se apresuraron a apagar los cigarrillos.
A través de la ventanilla vieron los bosques, las líneas de energía eléctrica y los campos verdegrisáceos que conducían a Sheremétievo.
Stas contuvo la respiración, como si se dispusiera a sumergirse en el agua.
Irina agarró la mano de Arkady, como si fuera ella quien lo condujera de regreso a casa.