35

Siempre imaginé a la mujer con la que estabas —dijo Irina—. Una mujer joven, pequeña, morena, alegre y apasionada. Os veía paseando, charlando. Cuando quería torturarme, os imaginaba pasando un día entero en la playa, con mantas, arena, gafas de sol y el rumor de las olas. Ella sintoniza una emisora de onda corta en la radio para escuchar música romántica, y de pronto suena mi voz. Ella se detiene, porque se trata de una emisora rusa. Luego mueve el dial y tú no se lo impides; no dices una palabra. Entonces imaginaba mi venganza. Ella se va a Alemania. Por casualidad compartimos el mismo vagón en el tren. Es un viaje muy largo. Nos ponemos a charlar, y naturalmente descubro quién es. Por lo general acabamos sobre una helada plataforma en los Alpes. Es una mujer agradable, pero la arrojo de la plataforma por haber ocupado mi lugar.

—¿La matas a ella en vez de a mí?

—Es que estoy furiosa, no loca.

Desde el cuarto piso, los sonidos de la calle eran como las olas del mar. Por el techo se deslizaban las luces de los faros.

Arkady vio un coche que aparcaba en una manzana al norte de la Friedrichstrasse. No podía distinguir la marca, pero observó que no se apeaba ningún pasajero. En una manzana al sur de la calle aparcó otro coche.

Mientras transcurrían las horas, Arkady habló a Irina sobre Rudi y Jaak, sobre Max y Rodiónov, sobre Boria y Rita. A él le parecía un relato muy interesante. Recordó su charla con Feldman, el profesor de arte, que le describió el Moscú revolucionario. «¡Las plazas serán nuestras paletas!». Nosotros mismos somos como paletas, pensó Arkady. Existían numerosas posibilidades. En su interior, Boria Gubenko era Borís Benz. Dentro de una prostituta del Intourist conocida como Rita habitaba la dueña de una galena llamada Margarita Benz.

—La cuestión es, ¿qué podemos ser? —preguntó Irina—. Suponiendo que salgamos con vida. ¿Rusos? ¿Alemanes? ¿Americanos?

—Lo que tú quieras. Seré como arcilla en tus manos.

—Cuando pienso en ti, no te imagino precisamente como un pedazo de arcilla.

—Puedo ser americano. Sé silbar y mascar chicle.

—Una vez me dijiste que querías vivir como los indios.

—Es demasiado tarde para eso, pero puedo vivir como un vaquero.

—¿Sabes montar a caballo al estilo vaquero?

—Y conducir el ganado. O podemos quedarnos aquí. Conducir por las autopistas, subir a los Alpes.

—¿Como un alemán? Eso es más fácil.

—¿Más fácil?

—No puedes ser americano hasta que no dejes de fumar.

—Eso está hecho —respondió Arkady, encendiendo otro cigarrillo. Dio unas caladas y observó las virutas de humo.

Súbitamente apagó el cigarrillo en el suelo, apoyó un dedo en los labios de Irina y le indicó que se apartara. De pronto se había dado cuenta de que el cambio de dirección del humo significaba que se filtraba aire por debajo de la puerta. Las escaleras producían succión, pero Arkady no habría notado la corriente de aire de no haber estado tumbado en el suelo.

Apoyó la oreja contra el suelo, como un indio piel roja, y percibió unos pasos en el descansillo.

Irina permaneció de pie junto a la pared, sin intentar ocultarse.

Arkady vio la luz filtrándose por debajo de la puerta, alrededor de la bolsa que había colocado delante de ésta.

Se apretó contra el suelo y miró a Irina, que lo observaba aterrorizada.

La puerta se abrió de golpe, y Arkady distinguió una silueta familiar, a la luz que penetraba del descansillo.

—Podría haberle matado, Peter.

Peter Schiller apartó la bolsa y entró. Al ver a Arkady tendido en el suelo, sosteniendo la metralleta, preguntó:

—¿Está haciendo prácticas de tiro?

—Esperábamos la visita de otras personas.

Peter vio entonces a Irina, que le miraba sin inmutarse.

—Renko, tenemos rusos por todo Berlín. Han hallado los cadáveres de dos mafiosos en el Centro Europa, asesinados por un individuo que responde a su descripción. ¿Qué le ha pasado en la espalda?

—Me caí —contestó Arkady, poniéndose de pie.

—Arkady estaba conmigo —dijo Irina.

—¿Durante cuánto rato? —preguntó Peter.

—Todo el día.

—Mentira —dijo Peter—. Se trata de una guerra entre distintas bandas, ¿no es cierto? Benz está relacionado con una de ellas. Cuantos más detalles descubro sobre la Unión Soviética, más seguro estoy de que se trata de una guerra interminable entre bandas mafiosas.

—En cierto aspecto es verdad —dijo Arkady.

—Esta tarde me dijo que ni siquiera conocía a esta mujer, y ahora resulta que es su testigo.

Peter se paseó por la habitación. Tenía el tamaño y la corpulencia de Boria, pero era más wagneriano, pensó Arkady. Un Lohengrin que se había equivocado de ópera.

—¿Dónde está Benz? —preguntó Arkady.

—Ha desaparecido —contestó Peter—. Hace una hora cogió un avión para Moscú.

No era mal momento para abandonar Berlín. Quizá Boria había decidido abandonar la identidad de Benz, pensó Arkady. Puede que no volvieran a ver a Borís Benz. Desde luego, liquidar a Majmud era una proeza más importante que seguir aferrándose a la empresa de Fantasy Tours. De todos modos, le extrañaba que Boria hubiera decidido largarse; no era el tipo que se rinde fácilmente.

—Benz se ha marchado con Max Albov —dijo Peter—. Han desaparecido los dos.

—Max iba a venir aquí —dijo Irina.

Arkady recordó que el ascensor se había detenido en esta planta antes de seguir hasta la sexta. Max debió entrar en el apartamento para hacer el equipaje. ¿Por qué se habría marchado a Moscú?

—Cogieron un vuelo chárter —dijo Peter.

—¿Cómo pudieron coger un vuelo chárter a última hora de la noche sin haber reservado el billete?

—Había muchos asientos disponibles —respondió Peter.

—¿Por qué?

Peter miró a Arkady y a Irina.

—¿No se han enterado? ¿No tienen radio ni televisor en el apartamento? Deben de ser las únicas personas en el mundo que no lo saben. Se ha producido un golpe de Estado en Moscú.

—Así que al fin ha sucedido… —dijo Irina, sonriendo.

—¿Quién ha asumido el poder? —inquirió Arkady.

—Un Comité de Emergencia. El Ejército ha sacado los tanques a la calle. Es lo único que sabemos.

El golpe era una catástrofe anunciada, el resultado de los temores rusos, la noche moscovita que sigue al día, pero Arkady estaba asombrado. Asombrado de estar asombrado. Max y Boria también debían estar asombrados.

—Me extraña que Max haya regresado precisamente en estos momentos —observó Arkady.

—Lo importante es que los dos se han marchado —dijo Irina.

—Ya no necesita esto —dijo Peter, quitándole la metralleta a Arkady. Luego cogió los cargadores y se los metió en el bolsillo.

—Estamos a salvo —dijo Irina.

—No del todo —dijo Peter, indicándoles que se apartaran a un rincón. Arkady había colocado el seguro en la metralleta, y Peter lo quitó.

La habitación estaba todavía a oscuras. Debido al resplandor que penetraba a través de la ventana, Peter podía verles mejor que ellos a él, pero Arkady observó que les hacía un gesto indicándoles que no se movieran. El ascensor se detuvo y se abrieron las puertas. Irina agarró la mano de Arkady. Peter les indicó que se tendieran en el suelo, se giró y disparó una ráfaga a través de la pared.

La Skorpion no era un arma muy ruidosa, pero los proyectiles de 7,62 milímetros atravesaron el tabique como si fuera de papel. Peter avanzó pegado a la pared, disparando a la altura de la cintura. En el descansillo sonaron unas exclamaciones de temor y desconcierto. Peter disparó una segunda andanada a la altura de las rodillas. De pronto alguien disparó desde el descansillo, arrancando un pedazo del muro del tamaño de un plato. Peter utilizó el agujero como blanco. Se volvió de espaldas a la pared, sacó el cargador vacío y metió el último. En la pared había un arco formado por multitud de agujeros. Peter se acercó al orificio superior, apuntó y disparó, sin apartarse de la pared, rodeado de unos haces de luz que penetraban a través de los orificios. De pronto sonó otro disparo, y Peter se apartó precipitadamente. Luego se acercó de nuevo a la pared, introdujo el cañón de la metralleta por el orificio y disparó otros cuatro proyectiles. Tras colocar el arma en posición manual, disparó un tiro a la altura de sus pies. Luego colocó de nuevo la metralleta en posición automática y vació el cargador. En diez segundos, Peter había disparado ochenta proyectiles a través de la pared. Mientras se dirigía a la puerta, soltó la Skorpion y sacó su pistola de la funda que llevaba sujeta en la cintura.

Pero no tuvo necesidad de utilizarla. En el descansillo yacían cuatro chechenos, cubiertos de sangre y polvo, como si hubieran sufrido un accidente industrial. Peter se acercó a ellos, apuntándoles a la cabeza con una mano mientras con la otra les palpaba la arteria carótida para comprobar si les latía el pulso. Dos de los chechenos sostenían también unas Skorpion. Arkady reconoció al amigo de Alí que había visto en el café del Salto. Beno no estaba entre ellos.

—Cuando llegué, observé que habían aparcado frente al edificio —dijo Peter—. Dos en cada coche.

—Gracias —dijo Arkady.

Bitte —respondió Peter, pronunciado la palabra con evidente satisfacción.

La gente se siente desconcertada cuando se despierta al oír el sonido de una metralleta automática. En una zona de la ciudad donde había tantas obras, la primera reacción fue de burguesa indignación ante el hecho de que alguien se atreviera a dar martillazos antes del amanecer.

En la calle, Arkady vio las luces azules de unos coches patrulla dirigiéndose hacia la Friedrichstrasse, sin hacer sonar las sirenas porque era de noche. Él e Irina siguieron a Peter hasta su coche y se montaron en él. Al arrancar, Peter informó de lo sucedido por la radio de la policía.

Los agentes que respondieron tenían que localizar la dirección y luego registrar cuatro plantas para hallar los cadáveres. No había testigos en el edificio.

Arkady sabía que era posible que alguien que viviera al otro lado de la calle les hubiera visto abandonar el edificio, pero sólo podían describir a dos hombres y una mujer divisados en la oscuridad, y a varios centenares de metros de distancia.

—No podemos hacer nada sobre sus huellas dactilares —dijo Peter—. Están por todo el apartamento, pero no les resultará fácil averiguar a quién pertenecen. Su amiga asegura que no tiene antecedentes penales en Alemania, y en cuanto a usted, aquí no disponemos de sus huellas digitales.

—¿Y usted?

—Limpié la metralleta y los cargadores, y no utilicé mi pistola.

—No me refería a eso.

Peter reflexionó unos instantes antes de contestar.

—Cada vez que utilizamos un arma de fuego debemos presentar un informe. No quiero explicar por qué maté a cuatro hombres a los que no identifiqué formalmente ni advertí de sus derechos. ¿A través de una pared? Podían haber sido cuatro individuos que preguntaban unas señas, o que pedían dinero para Greenpeace o la madre Teresa de Calcuta.

Peter tenía los dedos manchados de polvo y se los limpió en la camisa.

—No quiero explicar por qué estoy ayudando a mi abuelo. Se trata de una guerra entre bandas de mafiosos rusos. No dejaré que se convierta en un escándalo público en el que se vea implicado mi abuelo.

—Si averiguan que yo estoy metido en ello, Fiódorov conoce su nombre —dijo Arkady.

—Creo que en estos momentos el consulado de Múnich estará demasiado ocupado con el asunto del golpe para ocuparse de usted o de mí.

Por la radio oyeron a un agente ordenando que se personaran unas ambulancias en la Friedrichstrasse. La urgencia de su voz contrastaba con la calma que reinaba en el Tiergarten, que todavía estaba envuelto en sombras.

—Me ha mentido desde el principio —dijo Peter—, pero debo reconocer que he averiguado muchas cosas a partir de sus mentiras. De todos modos, confío en que se decida a contarme la verdad. —Si nos lleva a la plaza Savigny, quizá pueda mostrársela— dijo Arkady.

Mientras Arkady permanecía sentado en un banco de la plaza, sintió que empezaba a dolerle la espalda. Necesitaba una aspirina o una dosis de nicotina, pero no llevaba aspirinas ni se atrevió a encender un cigarrillo para no revelar su presencia. Desde donde estaba sentado no podía ver a Peter ni a Irina, que estaban aparcados a una manzana de distancia. Podía ver las luces de la galería, que daban la impresión de haber permanecido encendidas toda la noche.

En Moscú, debajo del mismo techado de nubes, los tanques circulaban por las calles. ¿Se trataba de un golpe militar? ¿Reivindicaría el Partido su papel como vanguardia del pueblo? ¿Había comenzado en serio la tarea de salvación nacional, como tiempo atrás en Praga, Budapest y Berlín Oriental?

A excepción de quienes residían en la Friedrichstrasse, los alemanes habían dormido plácidamente durante toda la noche. La televisión alemana había cerrado los ojos a la hora acostumbrada. Arkady supuso que los organizadores del golpe arrestarían como mínimo a un millar de destacados reformadores, asumirían el control de la televisión y la radio soviéticas, y cerrarían los aeropuertos y las líneas telefónicas. Sin duda el fiscal municipal Rodiónov lamentaba que fuera necesario dar un golpe de Estado, pero, como todos los rusos sabían, existían ciertas tareas ingratas que era mejor realizarlas cuanto antes. Lo que Arkady no se explicaba era por qué Max y Gubenko habían regresado a Moscú. ¿Cómo podía aterrizar un vuelo internacional si los aeropuertos estaban cerrados? Era una lástima que no pudiera escuchar lo que decía Stas por Radio Liberty. De pronto empezó a lloviznar. Arkady oyó el excitado aleteo de los pájaros entre los setos, mientras sobre la plaza se extendían las luces de las ventanas, el sonido del tráfico y el rumor de las máquinas que limpiaban las calles.

Al otro lado del seto percibió los pasos de unos tacones altos. De improviso apareció Rita, vestida con una gabardina y un sombrero rojos, caminando apresuradamente a través de la plaza con la mano derecha metida en el bolsillo. Arkady sabía que utilizaba habitualmente la mano derecha porque la había visto disponerse a firmar la cuenta de la cena. Abrió el portal sin sacar la mano del bolsillo y, antes de penetrar en él, se giró para echar un vistazo.

Diez minutos más tarde salió un guardia armado que soltó un bostezo, se desperezó y echó a andar en dirección opuesta.

Al cabo de otros diez minutos, las luces de la galería se apagaron. Rita apareció de nuevo, cerró la puerta y echó a caminar hacia la plaza, sosteniendo una bolsa de lona con la mano izquierda.

Arkady se acercó a ella, señaló la bolsa que llevaba en la mano y dijo:

—Ésa no es forma de tratar a un cuadro de cinco millones de dólares.

Rita se detuvo y le miró furiosa. El contenido de la bolsa estaba envuelto en plástico.

—Confío en que sea impermeable —dijo Arkady.

Cuando Rita echó a andar de nuevo, Arkady agarró el asa de la bolsa y la detuvo.

—Avisaré a la policía —dijo ella.

—Hágalo. Creo que la vida de la policía alemana sería increíblemente aburrida de no ser por los rusos. Les encantará escuchar la historia sobre usted y Rudi Rosen, aunque me temo que los detalles perjudiquen su negocio. ¿De modo que Max y Boria la han abandonado?

Arkady admiraba el valor de Rita. Estaba acostumbrada a tratar con hombres. Su rostro adquirió una expresión más suave, más razonable.

—No voy a esperar a que aparezcan los chechenos —dijo, ofreciéndole una sonrisa neutral—. ¿No podemos hablar en otro sitio donde no nos mojemos?

A Arkady se le ocurrió meterse en uno de los cenadores, pero Rita le condujo hacia unas mesas situadas al otro lado de la calle, bajo un toldo. Era el mismo restaurante que aparecía en la cinta de vídeo, y se sentó en la misma que ocupaba cuando alzó el vaso y dijo: «Te quiero». El interior del restaurante se hallaba a oscuras. Estaban solos.

Aunque era muy temprano, Rita llevaba un maquillaje que parecía una máscara exótica y feroz. La gabardina roja estaba tan reluciente como sus labios. Arkady le desabrochó la gabardina.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó Rita.

—Digamos que me parece una mujer muy atractiva.

Arkady se sentó frente a ella, sosteniendo una de las asas de la bolsa, que estaba situada debajo de la mesa.

—¿Recuerda a una chica rusa que se llama Rita? —preguntó Arkady.

—Perfectamente —respondió Rita—. Una chica muy trabajadora. Sabía que siempre podía hacer negocios con la milicia.

—Y con Boria.

—Las gentes de Long Pond protegían a las chicas que trabajaban en el hotel. Boria era un buen amigo.

—Pero para ganar mucho dinero, Rita tenía que marcharse de Rusia. Se casó con un judío.

—No es ningún delito.

—No fue a Israel.

Margarita levantó la mano y le mostró sus largas uñas.

—¿Me imagina construyendo un kibbutz en el desierto con estas uñas?

—Y Boria la siguió.

—Boria me hizo una proposición perfectamente legal. Necesitaba a alguien que le ayudara a reclutar chicas para que vinieran a trabajar a Alemania, y necesitaba a alguien que las vigilara. Yo tenía suficiente experiencia.

—Eso no es todo. Boria compró unos documentos y creó a Borís Benz, lo cual le resultó muy conveniente a la hora de buscar un socio extranjero en Moscú. De esta forma podía ser ambos. Cuando usted se casó con Borís Benz, ello le permitió quedarse aquí.

—Boria y yo tenemos una relación especial.

—Y cuando llamaba un intruso, usted se hacía pasar por la doncella y decía que Herr Benz estaba de vacaciones en España.

—Una buena puta debe ser capaz de desempeñar varios papeles.

—¿Cree que fue una buena idea crear la identidad de Borís Benz? Era un punto débil. Había demasiadas cosas que dependían de ello.

—Funcionó hasta que apareció usted.

Arkady miró las mesas vacías sin soltar el asa de la bolsa.

—Filmaron una cinta de vídeo en este restaurante y la enviaron a Rudi. ¿Por qué?

—Para que pudiera identificarme. Rudi no me conocía y yo no quería decirle mi nombre.

—No era un mal tipo.

—A usted le ayudó mucho. Cuando nos los contó Rodiónov, decidimos eliminar a Rudi de la manera más eficaz. Sabía lo del cuadro. Le hicimos creer que si conseguía que alguien lo autentificara podría venderlo. Le entregué un cuadro ligeramente distinto. Boria dijo que si la explosión era lo bastante espectacular, nos libraríamos de Rudi y al mismo tiempo Rodiónov tendría una excusa para eliminar a los chechenos.

—¿Creía que Boria iba a permanecer aquí y asumir definitivamente la identidad de Borís Benz?

—¿Dónde preferiría estar usted, en Moscú o en Berlín?

—De modo que cuando en la cinta dijo «te quiero», se lo dijo a Boria.

—Aquí nos sentíamos felices.

—Y estaba dispuesta a hacer ciertas cosas para Boria a las que su esposa jamás habría accedido, como regresar a Moscú y meter una bomba en el coche de Rudi. Me preguntaba por qué una turista pudiente había decidido alojarse en un tugurio como el hotel Soyuz. Hasta que comprendí que era el hotel más cercano al mercado negro, y que por tanto podía trasladarse a él con una bomba desprovista de mecanismo de efecto retardado sin correr excesivo riesgo. De todos modos, fue muy valiente. Eso sí es amor.

Rita se humedeció los labios.

—Es usted un interrogador muy hábil. ¿Me permite que le haga una pregunta?

—Adelante.

—¿Por qué no me pregunta sobre Irina?

—¿Por ejemplo?

Rita se inclinó hacia delante y respondió en voz baja:

—Lo que Irina sacó de todo ello. ¿Cree que Max le compró ropa y le hizo regalos porque le gustaba conversar con ella? ¿No se ha preguntado lo que ella estaba dispuesta a hacer por él?

Arkady sintió que las orejas empezaban a arderle y que se ponía colorado.

—Estuvieron juntos durante varios años —dijo Rita—. Prácticamente vivían como marido y mujer, como Boria y yo. No sé lo que ella le habrá contado, sólo sé que lo que ahora hace para usted lo hizo antes para él. Como hubiera hecho cualquier mujer.

—¿Qué está tratando de decirme? —preguntó Arkady.

Rita le miró con expresión de lástima.

—Por lo visto no se lo ha contado todo. He conocido a muchos hombres como usted. Convierten a una mujer en una diosa, mientras todas las demás son unas putas. Irina se acostó con Max. Él solía alardear de sus proezas en la cama. —Rita le hizo un gesto para que se inclinara hacia delante, y bajó aún más la voz—. Si quiere, puedo contárselas para que las compare con las suyas.

Cuando Arkady notó que Rita había soltado el asa de la bolsa, la levantó apresuradamente y dijo:

—Si dispara ahora, destrozará el cuadro. No creo que lo tenga asegurado contra ese tipo de accidentes.

—¡Cabrón!

Rita sacó la pistola del bolsillo. Era la pistola del calibre 22 de Boria. Arkady le torció la muñeca y le arrebató el arma.

—¡Hijo de puta! —exclamó Rita.

Boria la había traicionado, se había marchado a Moscú y la había abandonado con esta mierda de pistola. Arkady le quitó las balas y la arrojó sobre el regazo de Rita.

—Yo también te quiero —dijo.