El día empezaba a declinar cuando Peter dejó a Arkady en la estación del zoológico. Sobre la ciudad cayó un silencio momentáneo, una pausa entre el atardecer y la noche. Arkady había decidido que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de permanecer junto a Irina.
Irina iba a cenar con los coleccionistas americanos. Arkady compró unas flores y un jarrón y se dirigió a través del Tiergarten hacia la Puerta de Brandenburgo, cuyas columnas y frontones tenían la altura de un edificio de cinco pisos. Arkady pensó que podía convertirse en un magnífico paseo, un bulevar que arrancaba en la zona occidental de la ciudad, atravesaba la Puerta y desembocaba en las viejas plazas imperiales del este. En aquellos momentos se encontraba prácticamente solo. Cuando existía el Muro, estos cien metros de superficie asfaltada constituían el lugar más vigilado del mundo, por un lado por las torres vigías y por el otro por los turistas que se encaramaban a una plataforma para observar.
Junto a las columnas había un Mercedes blanco y un hombre, con un abrigo de camello, que jugaba con un balón de fútbol, haciéndolo rebotar sobre su frente y sobre su rodilla y lanzándolo de nuevo al aire. Un futbolista profesional como Boria Gubenko procuraba mantenerse en forma para no perder sus aptitudes.
—¡Renko! —exclamó, sin perder el dominio del balón.
Boria dio un patada al balón, extendió los brazos como un funambulista, lo atrapó con el pie, lo sostuvo sobre el empeine y luego lo arrojó al aire, haciéndolo rebotar sobre su cabeza.
—En Moscú no sólo me dedicaba a jugar al golf —dijo—. ¿Qué te parece? ¿Crees que estoy listo para salir al campo y defender la meta del Ejército Central?
—¿Por qué no?
Cuando Arkady se acercó, Boria retrocedió unos pasos y lanzó el balón contra Arkady, golpeándolo en la barriga. Arkady cayó al suelo y el jarrón se hizo añicos. El suelo empezó a girar y se le nubló la vista.
Boria se arrodilló junto a él y le apuntó con una pistola. Una pistola italiana, pensó Arkady.
—Te debo mucho más que eso —dijo Boria.
La pistola no era necesaria. Luego se puso en pie, abrió la puerta del Mercedes, levantó a Arkady por el cuello de la chaqueta y el cinturón de los pantalones como si fuera un borracho al que tenía que expulsar del campo, lo arrojó sobre el asiento delantero, se sentó al volante y arrancó bruscamente.
—Si fuera por mí, ya estarías muerto. No habrías abandonado Moscú. Si alguien nos veía asesinarte, le hubiéramos pagado para cerrarle la boca. Estoy convencido de que Max tiene tendencias autodestructivas.
Arkady respiraba con dificultad, como si tuviera el estómago cóncavo, y se sentía impotente. Las flores y el jarrón habían quedado desparramados en la calle. Observó que Boria tomaba un camino vecinal que discurría junto al río Spree, más o menos en dirección a poniente, manteniendo la suficiente velocidad para impedir que Arkady se arrojara del coche. De haber querido, ya lo habría matado.
—A veces las personas inteligentes se complican inútilmente la vida. Trazan grandes planes que luego no son capaces de llevar a cabo. Como en esa obra de Shakespeare…
—¿Te refieres a Hamlet? —preguntó Arkady.
—Exacto. No puedes quedarte embelesado admirando el balón, tienes que darle una patada.
—¿De la misma forma que arrojaste al Trabi de la carretera en Múnich?
—Podría haber resuelto nuestros problemas. Cuando Rita me dijo que todavía estabas vivo y que Max te había traído a Berlín, no podía creerlo. ¿Qué os lleváis entre manos tú y Max?
—Creo que Max quiere demostrar que es superior a mí.
—No te ofendas, pero Max lo tiene todo y tú no tienes nada —dijo Boria—. En Occidente eso significa que vale más que tú.
—¿Y quién es superior, Boria Gubenko o Borís Benz? —preguntó Arkady.
Boria sonrió como un chico al que le han pescado robando chocolatinas. Sacó un paquete de Marlboro y ofreció un cigarrillo a Arkady.
—Como dice Max, tenemos que adaptarnos a los nuevos tiempos.
—Necesitabais un socio para el negocio mixto y era más fácil inventárselo que hallar uno.
—Me gusta el nombre de Benz —dijo Boria, acariciando el volante—. Tiene un sonido más tranquilizador que Gubenko. Benz es un hombre con el que la gente quiere hacer negocios. ¿Cómo lo descubriste?
—Muy sencillo. Tú eras el socio de Rudi, pero sobre el papel su socio era Benz. Cuando averigüé que Benz era una identidad falsa, comprendí que eras el candidato más probable. Me extrañó que la enfermera de la clínica en tu casa de Múnich me creyera y me dejara entrar cuando me hice pasar por ti. No tengo acento alemán. Luego cometiste el error de filmar la ventana del restaurante cuando rodaste la cinta de Rita. Tu imagen no se apreciaba claramente porque sostenías la cámara, pero en una pantalla grande vi enseguida que eras tú.
—La cinta fue idea de Max.
—En ese caso debería darle las gracias a él.
Mientras se dirigían al Ku’damm, pasaron frente a una gasolinera con unos carteles en polaco.
—Los polacos se dedican a robar un coche, un coche bueno, le quitan el motor y lo sustituyen por un motor legal, una porquería que apenas funciona, y lo conducen a la frontera. Los guardias fronterizos comprueban el número del motor y les dejan pasar. Es absurdo: ¿cuántos se requieren para robar un coche? Si tienes dinero, sobornas al guardia y pasas la frontera sin mayores problemas.
—¿Es más difícil atravesar la frontera con un cuadro? —preguntó Arkady.
—¿Quieres que te diga la verdad? Me gusta ese cuadro. Es una obra de arte extraordinaria. Pero no lo necesitamos. Hubo ciertas discrepancias al respecto. Nos iba bien con las máquinas tragaperras, con las chicas…
—¿Es ésa la misión del personal de TransKom? ¿Enviar a las prostitutas de Moscú a Múnich?
—Es legal. Es una oportunidad excelente. El mundo nos abre sus puertas, Renko.
—¿Entonces por qué sacasteis el cuadro clandestinamente?
—Estamos en una democracia. Yo voté en contra, pero perdí. Max desea el cuadro y Rita prefiere ser Frau Margarita Benz, la dueña de una galería, que una prostituta. Cuando te libraste de morir abrasado en el Trabi, propuse liquidarte aquí, pero ellos se opusieron. No tengo nada en contra tuyo, pero quiero dejar atrás todo lo que representa Moscú. Max dice que no hablarás, que estás implicado personalmente en el asunto y que no nos causarás problemas. Que formas parte del equipo. Me gustaría creerlo, pero cuando te seguí, vi que te montabas en el coche de un policía y os fuisteis a Potsdam. Huelo la milicia local a un kilómetro de distancia. Nos estás traicionando, Renko, y eso es un error. Estamos en un mundo nuevo y deberíamos beneficiarnos de él en lugar de intentar destruirnos. No podemos comportarnos toda la vida como los hombres de las cavernas. No tengo inconveniente en aprender de los alemanes, de los americanos y de los japoneses. El problema son los chechenos. Van a estropear Berlín como estropearon Moscú. Atacan los negocios de sus propios compatriotas. Se pasean con pistolas automáticas como si estuvieran en casa, destrozando restaurantes, saqueando comercios y secuestrando a niños. La policía alemana no sabe qué hacer porque nunca ha tenido que enfrentarse a ese tipo de cosas. No pueden infiltrarse en sus bandas porque ninguno de ellos puede pasar por chechén. Pero los chechenos han demostrado ser unos imbéciles, porque tienen tanto dinero que podrían invertirlo aquí y ganar una fortuna. Yo mismo podría enseñarles a hacer negocios lícitos. Rudi era un economista, y Max, un visionario, pero yo soy un hombre de negocios. Sé por experiencia que los negocios se basan en la confianza. Yo confío en que mis proveedores me venden buen licor, no veneno, y mis proveedores confían en que les pague con dinero de verdad, no con rublos. El concepto más civilizado del mundo es la confianza. Si Majmud atendiera a razones, todos viviríamos en paz.
—¿Es lo único que pretendes?
—Sí.
Pasaron a través de las hordas habituales que circulaban por el Ku’damm, bajo los carteles de neón de AEG, Siemens, Nike y Cinzano. Las ruinas de la iglesia del káiser Guillermo parecían fuera de lugar porque era el único edificio que no era nuevo. Detrás de él se erigía el muro de cristal del Centro Europa, iluminado por las luces de las oficinas. Boria aparcó en el garaje del Centro.
La zona comercial del Centro Europa comprendía más de un centenar de comercios, restaurantes, cines y cabarets. Boria y Arkady pasaron frente a tentadores bares de sushi, cines donde ponían películas del Oeste, unas tiendas donde vendían perlas cultivadas y relojes suizos, y salones de manicura. Boria parecía pensativo, como si meditara la posibilidad de ampliar su negocio de artículos de golf.
—Majmud confía en ti. Es posible que acceda a escucharte.
—¿Está aquí? —preguntó Arkady.
—Aunque Max asegura que formas parte del equipo, quiero que me hagas este pequeño favor, para demostrar que no nos traicionas. Majmud está arriba. Ya sabes lo obsesionado que está con su salud.
Subieron por una escalera. Arkady supuso que su encuentro con Majmud Jasbulátov se desarrollaría en el asiento trasero de un coche o en un rincón de un restaurante débilmente iluminado, pero al llegar a la tercera planta se encontró en un vestíbulo enmoquetado y brillantemente iluminado, con un mostrador repleto de champús orgánicos, gafas de sol y frascos de vitaminas. Por sesenta marcos el empleado les entregó unas toallas, unas zapatillas de goma y unas cadenas de metal de la que colgaban las llaves de los armarios.
—¿Son unos baños? —preguntó Arkady.
—Una sauna —respondió Boria.
En los vestuarios había varios armarios, un secador de pelo y unos geles para ducha. Arkady colocó sus escasas prendas en los colgadores, cerró el armario y se colgó la cadena con la llave de la muñeca. Las pertenencias de Boria apenas cabían en el armario. La mayoría de los hombres, cuando se desnudan, presentan un aspecto deforme o ridículo. Pero un atleta como Boria Gubenko estaba acostumbrado a desnudarse delante de otras personas. A su lado, Arkady tenía un aspecto esquelético.
—¿Majmud acude aquí con frecuencia? —preguntó.
—Se cuida mucho. Esté donde esté, aquí o en Moscú, se pasa una hora al día en la sauna.
—¿Cuántos chechenos hay aquí?
En el mercado del puerto sur, Majmud nunca iba acompañado por menos de media docena.
—Unos cuantos. Tranquilízate —dijo Boria—. Sólo quiero que hables con Majmud cara a cara. Tú le caes bien. Además, quiero demostrarte que todo lo que hago aquí es lícito.
—¿Esto es un lugar público?
—No podría ser más público —respondió Boria, abriendo la puerta de la sauna.
Arkady estaba acostumbrado a unos baños de tipo utilitario, a pálidos torsos rusos y al olor de alcohol mezclado con sudor. Esto era diferente. Una terraza con un bosque tropical de plantas de plástico se abría a una piscina interior circular, rodeada de unos escalones de mármol. Arkady vio unos cuerpos que nadaban, flotaban o estaban tendidos en unas tumbonas, desnudos y tan rosados que parecía que se hubieran revolcado en la nieve. Varones adultos, mujeres, chicos y chicas. Parecía una exaltación del hedonismo, de no tratarse de una cuestión tan seria. Todos tenían aspecto de atletas olímpicos y estaban rígidos como momias. Algunos iban cubiertos por una toalla, otros no. En aquellos momentos salió de la piscina un hombre con pinta de senador, que lucía una perilla y una barriga cubierta de vello gris. Los chechenos eran fáciles de distinguir. Dos de ellos estaban apoyados en la balaustrada observando a una mujer que nadaba en la piscina, cubierta únicamente por un gorro y unas gafas. Aunque los chechenos nunca hubieran permitido a sus mujeres desnudarse en público, no les importaba que lo hicieran las alemanas.
Unos niños pequeños, rubios como el oro, salieron corriendo de un comedor. Sus gritos resonaban en las placas de cobre sobre la piscina. Arkady vio a otros chechenos jugando al dominó en una mesa del comedor.
Boria y Arkady pasaron frente a dos piscinas más pequeñas y penetraron en una sauna seca. Dentro estaba el alemán con aspecto de senador. Se encaramaron en los bancos superiores, donde el aire era más caliente, pero el alemán ni siquiera reparó en ellos. Estaba sentado junto a un termómetro que colgaba en la pared, frotándose el sudor por todo el cuerpo como si fuera jabón. Cada pocos segundos comprobaba la temperatura. Arkady notó que la cadena de metal que llevaba en la muñeca estaba ardiendo. La sauna estaba perfectamente aislada, pues no se percibía ningún ruido procedente de la piscina.
—¿Dónde está Majmud?
—Debe de estar aquí —contestó Boria.
—¿Dónde está Alí?
Arkady pensó que si Majmud se hallaba aquí, sus guardaespaldas no podían andar muy lejos.
Boria se llevó un dedo a los labios para indicar a Arkady que guardara silencio. Parecía una escultura, salvo por las gotas de sudor que cubrían sus sienes, su labio superior y la cavidad donde su cuello se unía a sus músculos pectorales.
—El calor seco hace que uno tarde más en sudar —murmuró—. Vamos al baño ruso.
Fuera, los chechenos que estaban apoyados en la balaustrada observaban a la nadadora mientras se secaba con una toalla en el borde de la piscina. No era joven, pero tenía un cuerpo duro y atlético del que evidentemente se sentía orgullosa. Al quitarse el gorro, su espesa melena rubia le cayó sobre los hombros. La agitó violentamente y se frotó la cabeza para secarse el pelo. Tenía el rostro amplio, típicamente eslavo. De pronto se giró y miró a los chechenos y a Arkady con insolencia. Era Rita Benz.
Boria franqueó una puerta con un cartel que decía RUSSICH DAMPFBADEN, seguido de Arkady, y ambos se sumergieron en una aromática nube. Arkady se sentó en un banco, y al extender la mano tocó el borde de piedra caliza de una fuente. La única luz consistía en un resplandor grisáceo que se alzaba de cuatro losas de cristal situadas alrededor de la fuente. Boria se sentó al otro lado, pero Arkady no alcanzaba a verlo.
La sauna era como un horno que hacía que el sudor brotara lentamente; el baño ruso, por el contrario, estaba tan saturado de vapor que el sudor brotaba al instante. El aroma a cipreses contribuía a abrir los poros. Arkady notó que el sudor se deslizaba por su frente y por su pecho y se acumulaba entre los dedos de los pies, llenando todos los huecos de su cuerpo, como si fuera un enorme conductor de sudor. Pensó en Rita y en la primera vez que la había visto en el coche de Rudi. Ésta lo había mirado de la misma forma en que había mirado entonces a Rudi.
—¿Alí? —sonó la voz de Majmud desde un rincón.
Cuando Arkady se dirigió hacia la puerta, Boria le golpeó violentamente. Su cabeza chocó con la pared y cayó al suelo.
Más que perder el conocimiento, sintió como si atravesara un breve eclipse. Luego abrió los ojos, se arrastró por el suelo y se apoyó en el banco. Aparte de su precario equilibrio y del zumbido que sentía en los oídos, estaba indemne. Las personas que sufren un golpe en la cabeza siempre se hacen la misma pregunta: ¿qué ha sucedido? Hace unos segundos se hallaba en el baño ruso con Boria y Majmud. Ahora se encontraba solo.
De pronto notó que el vapor había adquirido una tonalidad rosácea, lo que significaba que tenía un corte en la cabeza y que la sangre le nublaba la vista. Se palpó la cabeza y notó un bulto, pero no parecía estar herido. Se secó la cara con una toalla, pero el baño seguía envuelto en una nube de vapor color rosa.
Al mirar hacia abajo, Arkady observó que las losas de cristal estaban teñidas de rojo. Mientras se deslizaba alrededor de la fuente, vio un pie rojo colgando del banco frente a él. El pie pertenecía a un frágil y esquelético cuerpo.
Majmud tenía una toalla metida en la boca, como si estuviera devorándola. El cuello y el pecho presentaba tantos orificios que parecía que hubiera sido acribillado a balazos por una pistola automática, pero de su vientre sobresalía el mango de un cuchillo. Arkady recordó que llevaba una toalla púdicamente sujeta alrededor de la cintura. Boria llevaba la toalla en la mano. Al frotarse la muñeca, comprobó que la cadena y la llave habían desaparecido.
De pronto sonaron unos golpes en la puerta y apareció Alí. Tenía un aspecto gordo y robusto, y el pelo le caía en unos rizos alrededor del rostro.
—Abuelo, ¿no crees que llevas demasiado tiempo ahí metido?
Arkady no respondió. Supuso que Alí no tardaría en darse cuenta de que el vapor tenía un extraño color rosáceo. Alí entró en el baño y cerró la puerta. Luego empezó a tantear el banco con la mano. Arkady se puso de pie y se dirigió sigilosamente hacia el otro extremo.
—¿Dónde…?
Durante unos minutos sólo se oía el rumor del agua deslizándose sobre el borde de la fuente. Luego, Arkady oyó que Alí alzaba el cuerpo de su abuelo y le extraía el cuchillo. Al retirar el cadáver de Majmud de las losas de cristal, Arkady vio los pies de Alí.
—¿Quién está ahí? —preguntó Alí, girándose bruscamente.
Arkady no respondió. Sabía que junto a la puerta había dos chechenos, y algunos más apostados en distintas zonas de la sauna. En cuanto Alí los llamara, acudirían inmediatamente.
—Sé que estás aquí —dijo Alí.
De improviso empezó a agitar el cuchillo, removiendo las partículas de agua suspendidas en el aire. La fuente le impedía alcanzar a Arkady. Éste trató de deslizarse hacia la puerta, pero sintió que la hoja del cuchillo le rajaba la espalda y retrocedió apresuradamente. Alí clavó el cuchillo en el marco de la puerta, junto a la mano de Arkady.
Éste le propinó una patada, y Alí se tambaleó. Luego agarró a Arkady de un pie, lo derribó al suelo e intentó golpearlo en la cabeza, pero resbaló y soltó el cuchillo, que rodó hasta el otro extremo del cubículo.
Ambos se arrastraron hacia el cuchillo. Alí lo alcanzó antes que Arkady y se levantó, como un buda alzándose a través de una nube roja, sosteniendo el cuchillo en la mano. Era un cuchillo de deshuesar, con una hoja larga y afilada. Arkady le propinó un puñetazo y Alí cayó hacia atrás, pero recuperó enseguida el equilibrio y se precipitó sobre Arkady, derribándolo de nuevo. Ambos rodaron por el suelo y aterrizaron debajo de la fuente.
Tras forcejear durante unos instantes, Alí consiguió incorporarse y se apoyó en el banco. Al mirar hacia abajo vio que tenía un corte en el vientre que se extendía desde la cadera izquierda hasta la costilla derecha, a través del cual se desparramaban los intestinos como el contenido de una taza. Alí trató de aspirar aire, pero no podía articular palabra. Mostraba la expresión de un hombre que se lanza al vacío y de pronto descubre que no está sujeto por una cuerda. Arkady se acercó a él y le quitó la cadena con la llave que llevaba colgando de la muñeca.
Después cogió la toalla y las zapatillas y salió del baño. Los dos chechenos se había trasladado al otro extremo de la piscina, pero Rita había desaparecido. Se zambulló en la piscina, que estaba helada, y salió apresuradamente dejando unas espirales rojas flotando en la superficie. Se lavó en otra piscina más pequeña, se secó y se dirigió a las duchas.
El armario de Alí contenía su flamante traje y una bolsa Louis Vuitton con una metralleta, tres cargadores y una cartera llena de marcos alemanes. Arkady se vistió, y al bajar la escalera se cruzó con unos oficinistas que se dirigían a la sauna para relajarse un rato antes de regresar a casa. Ninguno de ellos reparó en lo mal que le sentaba el traje a Arkady. Al salir, devolvió al cajero las zapatillas que le había entregado.