Al principio Arkady no sabía si la visita de Irina había sido real, porque nada parecía haber cambiado. Max los llevó a desayunar a un hotel de la Friedrichstrasse, admiró las obras de renovación del restaurante, sirvió el café y les mostró las reseñas de los periódicos sobre la exposición.
—Die Zeit y el Frankfurter Allgemeine han publicado unas críticas prudentes pero positivas, insistiendo en el apoyo que Alemania ha prestado al arte ruso. La crítica de Die Welt, al que no le gusta el arte moderno ni los rusos, es francamente mala. La del Bild es todavía peor, pero se trata de un periódico de extrema derecha que prefiere publicar noticias sobre esteroides o sexo. Es un buen comienzo. Irina, esta tarde tienes unas entrevistas con Art News y Stern. Sabes manejar a la prensa mejor que Rita. Lo importante es que esta noche cenaremos con unos coleccionistas de Los Ángeles. Los americanos han empezado a interesarse por el cuadro; los suizos también quieren hablar con nosotros. Lo que más me gusta de los suizos es que no exhiben las obras de arte que adquieren; prefieren guardarlas en una caja fuerte. A propósito, a finales de semana retiraremos el cuadro de la exposición, para hacerlo más accesible a los compradores serios.
—La exposición iba a permanecer abierta un mes para que la gente pudiera contemplarlo —protestó Irina.
—Lo sé. Es por la póliza del seguro. Rita temía exponer el cuadro, pero le dije que estabas muy interesada en que el público pudiera admirarlo.
—¿Y Arkady?
—Arkady —Max soltó un suspiro, como si le fastidiara el tema. Luego se limpió los labios con la servilleta y dijo—: Veremos qué podemos hacer. ¿Cuándo caduca tu visado?
—Dentro de dos días —respondió Arkady, convencido de que Max ya lo sabía.
—Es un problema, porque los alemanes ya no aceptan a los refugiados de la Unión Soviética. No existe ningún problema político. —Max se giró hacia Irina y dijo—: Lo lamento, pero ésta es la situación. Puedes regresar cuando quieras. Aunque te acusen de traición, a nadie le importa. Lo peor que puede suceder es que no te dejen entrar. Si yo te acompañara, no habría ningún problema. —Luego se volvió hacia Arkady y añadió—: La cuestión, Renko, es que no puedes desertar, de modo que tienes que conseguir que la policía alemana te renueve el visado. Yo te acompañaré. También necesitas un permiso de trabajo y un permiso de residencia. Suponiendo, naturalmente, que el consulado soviético quiera colaborar.
—No querrán —dijo Arkady.
—En ese caso, la situación es muy distinta. ¿No puede ayudarte tu amigo Rodiónov en Moscú? ¿No quiere que te quedes aquí más tiempo?
—No.
—Qué extraño. ¿A quién persigues? ¿No puedes decírmelo?
—No.
—¿Se lo has dicho a Irina?
—No.
—Basta, Max —dijo Irina—. Alguien trata de asesinar a Arkady. Dijiste que nos ayudarías.
—No se trata de mí —respondió Max—. Es Borís. Hablé con él por teléfono y dijo que le disgustaba que tú y la galería tuvierais tratos con un tipo como Renko, sobre todo cuando estamos a punto de presenciar la culminación de nuestra obra.
—Borís es el marido de Rita —explicó Irina a Arkady—. Un típico alemán.
—¿Lo conoces? —le preguntó Arkady.
—No.
—Borís teme que Arkady esté en una situación comprometida debido a su vinculación con la mafia rusa —dijo Max—. Si llegara a descubrirse, la exposición sería un fracaso.
—Yo no tengo nada que ver con la galería —dijo Arkady.
—Borís cree que Renko te está utilizando —dijo Max a Irina.
—¿Con qué fin?
Arkady ahora estaba seguro de que ella había ido a verlo anoche; no era un sueño. Irina observaba atentamente a Max, como si recelara de él. Se habían trazado unas nuevas líneas, y Max retrocedía sobre ellas con gran prudencia.
—Para quedarse aquí, para ocultarse… no lo sé. Me limito a comunicarte lo que opina Borís. Si quieres que Renko se quede aquí, prometo hacer cuanto pueda por ayudarle. Al fin y al cabo, mientras él permanezca aquí te tendré también a ti.
Cuando hacía buen tiempo, salir de la ciudad era como emprender una excursión veraniega. Se dirigieron hacia el sur a través de los verdes campos del Grünwald y pasaron junto al Havel, por el que se deslizaban cientos de pequeños barcos de vela que a lo lejos parecían gaviotas.
—Ser alemán no deja de tener ciertas ventajas. El otro día, cuando me llamó usted, oí que pasaba un tren. El servicio de transportes, haciendo gala de una increíble eficiencia, me informó de a qué estaciones de metro y de superficie llegaban unos trenes y a qué hora. Supuse que, siendo usted ruso, se había dirigido a la estación del zoológico, puesto que ya debía conocerla.
—Es usted un genio, no cabe duda.
Peter no lo negó.
—Cuando volvió a llamarme ayer desde la estación del zoológico, le estaba esperando y le seguí. ¿Ha observado lo que ha cambiado Berlín?
—Sí.
—Cuando demolieron el Muro, la gente se lanzó a la calle a celebrarlo. El este y el oeste de Berlín habían vuelto a unirse. Era como una noche loca de amor. Luego fue como contemplar el amanecer y descubrir que la mujer con la que uno se ha acostado te registra los bolsillos y la cartera y se lleva las llaves del coche. La euforia se había desvanecido. Ése no es el único cambio que ha experimentado la ciudad. Estábamos preparados para el Ejército Rojo, pero no para la mafia rusa. Usted mismo los vio anoche.
—Es como Moscú.
—Eso es lo que me preocupa. Comparados con sus gángsteres, los delincuentes alemanes parecen un coro de Salzburgo. Los asesinos alemanes son más pulcros. Las mafias rusas se matan en las mismas calles. Las tiendas mantienen las puertas cerradas, contratan a detectives privados o se trasladan a Hamburgo o Zúrich. Es terrible.
—No parece usted muy disgustado.
—Todavía no han invadido Múnich. La vida era muy aburrida hasta que apareció usted.
Arkady pensó que era como si Peter hubiera despegado en un avión, y lo único que podía hacer era observar dónde iba a aterrizar. No sabía cuánto tiempo le había estado siguiendo, esperando oír los nombres de Max Albov, Irina Asánova y Margarita Benz.
En medio del bosque, entre las casitas y los caminos rurales, la carretera atravesaba la antigua frontera de Alemania Oriental. Desde allí se divisaba Potsdam, al menos la zona donde se hallaban las casas proletarias que constituían diez pisos de anónimos balcones mal construidos.
El viejo Potsdam quedaba oculto bajo un pabellón de hayas. Peter aparcó en una avenida bordeada de árboles frente a un edificio de tres plantas. Parecía la mansión del káiser, con una verja de hierro forjado y un pórtico lo bastante amplio y elevado para albergar a un coche de caballos, una escalinata de mármol que conducía a la puerta de entrada, una fachada clásica de piedra, unas ventanas lo bastante altas para mostrar unos techos artesonados y una magnífica torre que se erigía sobre el tejado de ladrillos. Salvo que buena parte de la fachada se había derrumbado y un andamio cubría la segunda planta. A un lado de la escalinata habían instalado una rampa de madera; el otro lado estaba destruido. Algunas ventanas se encontraban selladas con ladrillos o tablas. A través del tejado de la torre asomaba un pequeño árbol. El jardín estaba lleno de hierbajos. La verja se hallaba cubierta por un polvo ferroso compuesto de herrumbre, hollín y polvo. Pero el edificio estaba habitado; los balcones y las ventanas estaban adornados con geranios, y a través de los cristales se distinguían unas luces tenues y unas siluetas que se movían lentamente. Junto a la verja había un cartel que decía CLÍNICA.
—Es la casa de los Schiller —dijo Peter—. Mi abuelo se vendió por ella, por esta ruina.
—¿La ha visto su abuelo? —preguntó Arkady.
—Borís Benz le enseñó una fotografía. Quiere volver a instalarse aquí.
Toda la manzana estaba ocupada por unas decrépitas mansiones de diseño parecido a la casa de los Schiller. Algunas presentaban un aspecto aún más derruido. Una estaba totalmente cubierta por una enredadera, como una vieja tumba. En otra había un cartel que decía: VERBOTEN! KEIN EINGANG!
—Éste solía ser el distrito de los banqueros —dijo Peter—. Por las mañanas se trasladaban a Berlín y regresaban por la tarde. Eran personas cultas e inteligentes. En sus casas colgaba un modesto retrato del Führer. Cuando algunas familias judías, como los Meyer o los Weinstein, desaparecieron de sus casas, todos fingieron no estar enterados de nada. Más tarde adquirieron sus casas a buen precio. Ahora mi abuelo quiere que hagamos un pacto con el diablo para recuperar esta ruina.
En aquel momento se abrió la puerta de uno de los balcones y salió una mujer vestida con un gorro y un delantal blanco, empujando una silla de ruedas. La mujer giró la silla, le puso el freno y se sentó en ella a fumarse un cigarrillo.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Arkady a Peter.
—Creo que conviene que le eche un vistazo —respondió éste.
El camino de acceso a la mansión conducía a una arcada. Los hierbajos crecían entre las piedras del camino y uno de los pilares de la arcada había sufrido una colisión y había sido sustituido por una tubería. En la puerta de entrada había una cruz roja y un cartel que decía ¡SILENCIO! Estaba abierta, y a través de ella se filtraba el sonido de una radio y un olor a desinfectante. No había un mostrador de recepción. Peter condujo a Arkady a través de un vestíbulo de madera de nogal hasta una sala de baile transformada en un comedor, y luego a una gigantesca cocina dividida por unos tabiques en una cocina más pequeña y una zona de cuartos de baños y retretes.
Peter probó la sopa y dijo:
—No está mal. En Alemania Oriental tienen unas estupendas patatas amarillas. Anoche fui a Potsdam, pero no llegué hasta aquí.
—¿Dónde estuvo?
—En los archivos del municipio de Potsdam, buscando a Borís Benz. —Peter dejó el cazo en la olla y prosiguió—: No he podido obtener muchos datos sobre él. Miré en el ordenador federal y comprobé el número de su permiso de conducir, las señas de su residencia de Múnich y su certificado de matrimonio. También pude averiguar que posee una empresa privada llamada Fantasy Tours, con los documentos de contratación, póliza de seguro e informes médicos en regla, dado que la ley alemana exige que los empleados sean examinados una vez al mes para comprobar si padecen alguna enfermedad venérea. Lo que no he podido averiguar es dónde estudió ni su historial laboral.
—Usted me dijo que Benz nació en Potsdam y que muchos expedientes de Alemania Oriental aún no habían sido transferidos.
—Por eso vine aquí —dijo Peter mientras subían la escalera—. Pero aquí no hay ningún informe sobre Borís Benz. No es lo mismo introducir un nombre en el archivo de un ordenador que insertarlo en una lista escolar escrita a mano. En cuanto a los informes laborales o militares, no tienen importancia si uno no busca trabajo ni pretende que un banco le conceda un préstamo. Lo único que demuestra es que Borís Benz tiene más dinero que historia personal. Ah, éste debía ser el dormitorio principal.
Peter y Arkady entraron en una habitación en la que había cinco camas. Algunas estaban ocupadas por pacientes sujetos al gota a gota. En las paredes había unas fotografías y unos dibujos hechos a lápiz. Las sábanas parecían limpias y el suelo de tarima relucía como un espejo. Cuatro ancianas vestidas con unas batas jugaban a las cartas. Una de ellas alzó la vista y exclamó:
—Wir haben Besucher! ¡Tenemos visita!
Peter asintió y dijo:
—Sehr gut, meine Damen. Schönen Foto. Danke.
Las ancianas sonrieron y Peter se despidió de ellas cortésmente.
El resto de los dormitorios habían sido transformados en habitaciones para pacientes, o en unos baños revestidos de zinc. Por la claraboya de un despacho salía el humo de un cigarrillo. Arkady y Peter subieron a la tercera planta. En el techo, sobre la escalera, donde antiguamente pendía una araña, habían instalado un tubo fluorescente.
—Si Benz no se crió aquí, no comprendo cómo estaba tan bien informado sobre mi abuelo y lo que hizo en la guerra —dijo Peter—. Sólo la SS y los rusos lo sabían. Hay dos posibles respuestas: Benz es ruso o alemán.
—¿Usted qué opina? —preguntó Arkady.
—Que es alemán —contestó Peter—. De Alemania Oriental. Para ser más precisos, que pertenece a la Staatssicherheit. El equivalente al KGB. Durante cuarenta años la Stasi creó unas identidades para los espías. ¿Sabe cuánta gente trabaja para ellos? Dos millones de informadores. Más de ochenta y cinco mil oficiales. La Stasi poseía numerosos edificios de oficinas, apartamentos, hoteles y unas cuentas bancarias millonarias. ¿Adónde fueron a parar todos sus agentes? ¿Qué fue del dinero? Durante las dos últimas semanas antes de la demolición del Muro, los agentes de la Stasi se apresuraron a conseguir unas identidades nuevas. Cuando la gente invadió sus oficinas, éstas estaban desiertas y los archivos se habían evaporado. Una semana más tarde, Borís Benz alquiló un apartamento en Múnich. Fue como si volviera a nacer.
En la tercera planta estaban las dependencias del servicio, que habían sido transformadas en botiquines y habitaciones para las enfermeras. En una de ellas había una cuerda tendida de la que colgaban unas bragas.
—¿Dónde podían ocultarse los hombres de la Stasi? —preguntó Peter—. Si eran importantes, lo lógico es que acabaran en la cárcel. Si no lo eran, con su historial, nadie se atrevería a darles trabajo. No podían huir a Brasil como si se tratara de una segunda oleada de nazis. Rusia no quiere acoger a miles de agentes alemanes. ¿Qué es esto?
Habían llegado a una estrecha escalera que estaba bloqueada por unos cubos. Peter los apartó, subió la escalera y trató de abrir una puerta que había en el techo. La puerta cedió, y al abrirse cayó una nube de polvo sobre la escalera.
Peter y Arkady se deslizaron a través de la puerta y penetraron en la torre. Los batientes de las ventanas estaban cerrados, una parte del techo se había derrumbado, y en un rincón crecía un pequeño tilo, un prisionero de la torre. La vista era espléndida: lagos y colinas que se extendían hasta Berlín, rodeados de campos. Dos pisos más abajo vieron a la enfermera sentada en la silla de ruedas. Se había quitado las sandalias y se había bajado las medias hasta las pantorrillas. Giró la silla para que le diera el sol y se repantigó como Cleopatra, sosteniendo un cigarrillo entre los labios.
—¿De dónde saca un alemán del este el dinero para comprar dieciocho coches nuevos? —preguntó Peter—. ¿O para vivir en Múnich? Para ser un hombre sin historia, Benz nació con unos amigos muy influyentes.
—¿Pero por qué fue a ver a su abuelo? —preguntó Arkady—. ¿Qué consiguió de él salvo que le relatara unas historias de guerra?
—La Stasi no sólo estaba formada por espías sino por ladrones. Se dedicaban a arrestar a la gente adinerada, les robaban sus ahorros aduciendo que eran unas «indemnizaciones al Estado», y sus colecciones de pinturas y monedas acababan en la mansión de un coronel de la Stasi. Es posible que Benz se llevara algo cuyo valor desconoce. Todavía existen muchos tesoros ocultos en este país.
La deducción de Peter era una respuesta perfectamente germana y exquisitamente lógica a la identidad de Borís Benz. Arkady no tenía más remedio que admirarlo.
—¿Quién es Max Albov? —preguntó súbitamente Peter.
—Me ha prestado un apartamento en Berlín —contestó Arkady, sorprendido por la pregunta y tratando de ponerse a la defensiva—. Por eso le llamé a usted. Mi pasaporte está en su coche y no puedo hospedarme en un hotel sin él. Además, quiero que renueve mi visado.
Peter comprobó la solidez de una columna antes de apoyarse en ella.
—Su pasaporte es la cadena con la que le tengo sujeto. Si se lo devolviera, no volvería a verle el pelo.
—¿Y eso le preocupa?
Peter soltó una carcajada y dirigió la vista hacia los campos que rodeaban la finca.
—Me imagino viviendo aquí de niño. Corriendo por los pasillos, trepando al tejado y partiéndome el cuello. Claro que me preocupa, Renko. Ayer le seguí hasta el apartamento de la Friedrichstrasse. Albov llegó antes de que me marchara a Potsdam; lo identifiqué por el número de su matrícula. Por los datos que he obtenido sobre él, creo que es un tipo de cuidado. Se ha fugado en dos ocasiones, seguramente está relacionado con el KGB y se hace pasar por un próspero hombre de negocios. ¿Qué se traen ustedes dos entre manos?
—Le conocí en Múnich. Se ofreció a ayudarme.
—¿Quién es la mujer? Estaba con él en el coche.
—No lo sé.
Peter sacudió la cabeza.
—La respuesta correcta es «¿a qué mujer se refiere?». Ahora lamento no haberme quedado para vigilar el apartamento de la Friedrichstrasse. ¿Cree que está a salvo, Renko?
—Lo ignoro.
Peter aspiró profundamente.
—Dicen que el aire de Berlín es muy saludable.
Arkady encendió un cigarrillo y ofreció otro a Peter. En el balcón inferior se oían unos ronquidos mezclados con el zumbido de las moscas.
—El Estado Proletario —dijo Peter.
—¿Qué va a hacer con la casa? —preguntó Arkady—. ¿Va a asumir el papel de terrateniente, o se va a instalar en ella?
—Quisiera arrendarla —contestó Peter, apoyándose en la balaustrada.