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Arkadi comprendió entonces que había estado totalmente equivocado. El cuadro se titulaba el Cuadrado Rojo[1], una de las obras más famosas de la historia de la pintura rusa. No era grande ni completamente cuadrado, ya que la esquina superior derecha era algo más alta que la izquierda. Al aproximarse, Arkady comprobó también que el rectángulo flotaba sobre un fondo blanco.

Kazimir Maliévich, hijo de un fabricante de azúcar, era el más célebre pintor ruso del siglo, y sin duda el más moderno, aunque había fallecido poco después de cumplir los treinta años. Había sido acusado de idealista burgués y sus cuadros permanecían ocultos en los sótanos de los museos, pero debido al perverso orgullo que suscitaba en el pueblo ruso la calidad de sus víctimas, todo el mundo conocía la obra de Maliévich. Arkady, al igual que todos los estudiantes de su época, había pintado rectángulos rojos, negros, blancos… unas auténticas porquerías. Pero Maliévich creaba arte, y todo el mundo veneraba sus obras.

La galería estaba atestada de gente. En una sala contigua se exhibían las obras de otros pintores rusos de vanguardia, la breve explosión cultural que había comenzado durante los últimos días del zar, había anunciado la Revolución, había sido sofocada por Stalin y finalmente enterrada por Lenin. Había unos bocetos, unos objetos de cerámica y unas cubiertas de libros, pero Arkady no vio ningún envoltorio de chicle como los que había mencionado Feldman. La sala estaba prácticamente desierta, ya que todos los asistentes se sentían atraídos por el sencillo rectángulo rojo sobre fondo blanco.

—¿Verdad que es un cuadro precioso? —preguntó Irina. En ruso, la palabra «precioso» significaba también «rojo»—. ¿Qué te parece?

—Me encanta.

—A mí también.

El cuadro reflejaba a Irina. Estaba radiante.

—Enhorabuena —dijo Max, ofreciéndoles unas copas de champán—. Es una exposición extraordinaria.

—¿De dónde procede el cuadro? —preguntó Arkady. No podía imaginar que el Museo Estatal de Rusia accediera a prestar uno de sus más valiosos tesoros a una galería privada.

—Un poco de paciencia —le recomendó Max—. La cuestión es, ¿qué aportará?

—Su valor es incalculable —respondió Irina.

—Sólo en rublos —dijo Max—. La gente que ha acudido aquí posee marcos, yens y dólares.

Media hora después de que se abrieran las puertas, los guardias de seguridad condujeron a los asistentes a la sección en la que estaba instalado el teatro, donde el artista del vídeo que Arkady había conocido en casa de Tommy aguardaba junto a un VCR y una pantalla de proyección por transparencia parabólica. Como no había suficientes sillas, algunas personas se habían sentado en el suelo o permanecían de pie. Arkady, que estaba sentado al fondo, percibió algunos comentarios. Todos eran grandes aficionados y coleccionistas de pintura, más expertos que Arkady, pero incluso él sabía que no existía ningún Cuadrado Rojo de Maliévich fuera de Rusia.

Irina y Margarita Benz se instalaron frente a la pantalla y Max ocupó una silla junto a Arkady. Cuando los asistentes guardaron silencio, la dueña de la galería pronunció unas breves palabras. Tenía la voz ronca y un marcado acento ruso, y aunque Arkady no conocía suficiente alemán para captar todo lo que decía, comprendió que situaba a Maliévich al mismo nivel que Cézanne y Picasso, en tanto que fundador de la pintura moderna, y quizás a un nivel algo superior por ser el pintor más revolucionario y genial de su época. Según recordaba Arkady, el problema de Maliévich era que había otro genio que residía en el Kremlin, y que ese genio, Stalin, había decretado que los escritores y artistas rusos debían ser los «ingenieros del alma humana», lo cual, en el caso de los pintores, significaba pintar cuadros realistas de obreros construyendo presas y de agricultores de las granjas colectivas recolectando el trigo, no unos misteriosos rectángulos rojos.

Margarita Benz presentó a Irina como la autora del catálogo. Al adelantarse, Irina dirigió la mirada hacia la fila de asientos donde se hallaban sentados Arkady y Max. A pesar de su nuevo jersey negro, Arkady era consciente de que parecía más bien un intruso que un mecenas de las artes, mientras que Max daba la impresión de ser el anfitrión. ¿O es que Max y él estaban destinados a formar una pareja, como unos sujetalibros?

Las luces se apagaron y apareció en la pantalla el Cuadrado Rojo, ampliado a cuatro veces su tamaño.

Irina se expresó en ruso y en alemán. Arkady sabía que hablaba en ruso para él; en alemán para el resto de los asistentes.

—En el mostrador junto a la puerta hallarán los catálogos, que contienen unas explicaciones mucho más detalladas de cuanto yo puedo ofrecerles. No obstante, conviene que aprecien visualmente el estudio al que ha sido sometido este cuadro. Existen ciertos pormenores, los cuales pueden apreciar en la pantalla, que no lograrían descubrir aunque les permitiéramos tener el cuadro en la mano.

Resultaba curioso y alentador al mismo tiempo oír la voz de Irina en la oscuridad. Era como escucharla por la radio.

El rectángulo rojo fue sustituido en la pantalla por una fotografía en blanco y negro de un hombre moreno con expresión triste, luciendo un sombrero de fieltro y un abrigo, situado frente a la iglesia del káiser Guillermo, que ahora constituía un monumento a los caídos en la guerra en el Ku’damm.

—En 1927, Kazimir Maliévich se trasladó a Berlín para asistir a una exposición antológica de su obra —dijo Irina—. Por aquel entonces las autoridades de Moscú habían comenzado a atacarlo. En aquellos tiempos residían en Berlín doscientos mil emigrantes rusos. Kandinsky estaba en Múnich; Chagall, la poetisa Tsvetáieva y el Ballet Ruso, en París. Maliévich había decidido fugarse. La exposición de Berlín contenía setenta cuadros suyos, que junto con las numerosas pinturas que Maliévich había llevado consigo, constituían prácticamente la mitad de su obra. Sin embargo, en junio se vio obligado a regresar a Moscú. Su esposa y su pequeña hija se habían quedado en Rusia. Al mismo tiempo, la sección de agitación y propaganda del comité central del Partido Comunista había intensificado sus ataques contra los artistas rusos, y los alumnos de Maliévich pidieron a éste que los protegiera. Cuando Maliévich abordó el tren para Moscú, dejó dicho que ninguno de sus cuadros debía regresar a Rusia

»Al finalizar la exposición de Berlín de 1927, todas las obras fueron embaladas por la firma Gustav Knauer y enviadas para ser conservadas en el Provinzialmuseum de Hanover, hasta recibir nuevas instrucciones de Maliévich. Algunas obras fueron expuestas en dicho museo, pero cuando los nazis accedieron al poder en 1933 y denunciaron el “arte degenerado”, que incluía el arte de vanguardia, por supuesto, los cuadros de Maliévich fueron embalados de nuevo en las cajas construidas por Knauer y escondidos en el sótano del museo.

»Sabemos que seguían allí en 1935, cuando Albert Barr, el director del Museo de Arte Moderno de Nueva York, visitó Hanover. Barr adquirió dos pinturas y las sacó clandestinamente de Alemania enrolladas en el interior de su paraguas. Los directores del museo de Hanover decidieron que era demasiado arriesgado seguir conservando los cuadros de Maliévich, y los enviaron a uno de los patrocinadores del pintor en Berlín, el arquitecto Hugo Haring, quien al principio los ocultó en su casa, y, posteriormente, durante los bombardeos de Berlín, en su ciudad natal de Biberach, en el sur.

»Diecisiete años más tarde, finalizada la guerra y cuando Maliévich ya había muerto, los conservadores del Stedelijk Museum de Amsterdam averiguaron que los cuadros se hallaban en poder de Haring, que seguía viviendo en Biberach, y adquirieron las pinturas que actualmente constituyen la mayor colección de cuadros de Maliévich que existe en Occidente. Pero por las fotografías de la exposición de Berlín, sabemos que han desaparecido quince de sus obras más importantes. Sabemos también que algunas de las mejores pinturas que Maliévich trajo consigo a Berlín no llegaron a exponerse aquí. Nunca llegaremos a saber cuántas obras suyas han desaparecido. ¿Se quemaron en el Blitz de Berlín? ¿Fueron destruidas por un inspector de correos al descubrir unas obras de “arte degenerado”? ¿Fueron embaladas, almacenadas y abandonadas en Hanover, en pleno caos de la guerra, o en el almacén que la firma de transportes Gustav Knauer tenía en Berlín?

El cuadro fue sustituido en la pantalla por una desvencijada caja cubierta de sellos y viejos documentos. Era la caja que Arkady había visto en la galería.

—Esta caja llegó a la galería un mes después de la demolición del Muro —dijo Irina—. La madera, los clavos, el estilo de construcción y los documentos de porte corresponden a una de las cajas fabricadas por Knauer. Dentro había un óleo sobre lienzo, de cincuenta y tres por cincuenta y cinco centímetros. Los administradores de la galería comprendieron de inmediato que se trataba de un cuadro auténtico de Maliévich, o bien de una extraordinaria falsificación.

La caja desapareció de la pantalla y apareció de nuevo el enigmático cuadro, esta vez en tamaño natural.

—Actualmente existen menos de ciento veinticinco óleos de Maliévich. Debido a su rareza, así como a su importancia en la historia del arte, han alcanzado un valor muy elevado, especialmente sus obras maestras como el Cuadrado Rojo. La mayoría de las pinturas de Malievich fueron proscritas en Rusia durante cincuenta años por considerarlas unas obras «ideológicamente incorrectas». Algunas de ellas han empezado a ver la luz del día, como si se tratara de unos rehenes políticos que finalmente son liberados. Sin embargo, la situación se ve complicada por la gran cantidad de imitaciones que inundan el mercado del arte en Occidente. Los mismos falsificadores que antes copiaban los iconos medievales, en la actualidad se dedican a falsificar obras de arte moderno. En Occidente nos apoyamos en la procedencia de los cuadros, en los catálogos de las exposiciones y las facturas de venta que nos proporcionan las fechas en que las obras fueron expuestas, vendidas y revendidas. La situación en la Unión Soviética es distinta. Cuando un artista era arrestado, sus obras quedaban automáticamente confiscadas. Cuando sus amigos se enteraban de su arresto, se apresuraban a ocultar o destruir las obras de éste que conservaban en sus casas. Las obras de arte de la vanguardia rusa que han conseguido sobrevivir fueron en su día ocultadas en cajas con doble fondo o detrás del papel que cubría las paredes. Muchas obras auténticas carecen de un certificado de autenticidad. Exigir el certificado de autenticidad de una obra que ha logrado sobrevivir a la persecución del Estado soviético es como negar su supervivencia.

En la cinta de vídeo, unas manos enfundadas en unos guantes de goma dieron la vuelta al Cuadrado Rojo y arrancaron suavemente un minúsculo fragmento del marco, que, tras ser analizado, se comprobó que era de fabricación alemana y que correspondía a la época en que el cuadro había sido pintado. Irina explicó que los artistas rusos siempre procuraban utilizar materiales alemanes.

A continuación aparecieron en la pantalla unas pinturas dentro de unas pinturas. Debajo del aparato de rayos X, el Cuadrado Rojo constituía un negativo que revelaba un rectángulo pintado. Debajo de una luz fluorescente, la capa inferior de pintura blanca de zinc que cubría el borde adquiría una suave tonalidad cremosa. Debajo de una luz ultravioleta, las ampliadas pinceladas de blanco de plomo adquirían un color azul. Debajo de una luz oblicua, las pinceladas se convertían en unas comas horizontales con algunas variaciones: una nube de pinceladas en un determinado punto, unas pinceladas más enérgicas en otro, dentro de un mar de distintas tonalidades rojas quebradas por un agrietamiento denominado «craquelure», donde la pintura roja no se había amalgamado con la pintura amarilla que se ocultaba debajo.

—Aunque la obra no está firmada —dijo Irina—, cada pincelada constituye una firma. Las pinceladas, las pinturas utilizadas, la ausencia de firma e incluso el «craquelure» son característicos de los cuadros de Maliévich.

A Arkady le gustaba la palabra «craquelure». Sospechaba que, visto bajo una determinada luz, él mismo mostraría ciertas grietas.

En la pantalla apareció un fragmento ampliado del lienzo, puesto de relieve por una luz oblicua que revelaba una huella dactilar apenas discernible a través de la pintura.

—¿A qué mano corresponde esta huella dactilar? —preguntó Irina.

Seguidamente apareció en la pantalla un rostro de ojos hundidos y mirada melancólica. La cámara retrocedió para mostrar la guerrera azul y el taciturno rostro del difunto general Penyaguín. Era la última persona a quien Arkady esperaba encontrarse de nuevo, y menos aún en un ambiente artístico. Utilizando una pluma, el general indicó unas espirales y deltas similares en dos huellas dactilares ampliadas, una de ellas obtenida del Cuadrado Rojo que colgaba en la galería, y la otra de un cuadro autentificado de Maliévich expuesto en el Museo Estatal de Rusia. Una voz en off traducía las palabras del general. Arkady pensó que habría sido más práctico utilizar a un perito forense alemán, aunque reconocía que un general soviético resultaba más impresionante. La voz en off pertenecía a Max.

—¿Dirían ustedes que estas huellas pertenecen a la misma persona? —preguntó éste.

Penyaguín miró directamente a la cámara tratando de expresarse con energía y firmeza, como si presintiera que su protagonismo iba a ser breve:

—A mi entender, estas huellas pertenecen sin lugar a dudas a la misma persona.

Cuando se encendieron las luces de la sala, uno de los asistentes de aspecto más distinguido se levantó y preguntó enojado:

—¿Ha pagado usted un Finderlohn?

—Una comisión de agente —tradujo Max a Arkady.

—No —respondió Margarita—. Aunque ese tipo de comisiones son absolutamente legales, hemos tratado directamente con el propietario de la obra.

—Esas comisiones equivalen a un rescate. Sabe perfectamente que me refiero a las comisiones pagadas en Tejas por el tesoro Quedlinburgo, que fue robado de Alemania por un soldado americano después de la guerra.

—En esta operación no ha intervenido ningún americano —replicó Margarita.

—Ése es sólo uno de los numerosos casos en que una obra de arte alemana fue robada por las fuerzas de ocupación. Por ejemplo, la pintura del siglo XVII que se conservaba en el castillo de Reinhardsbrunn y que fue robada por las tropas rusas. ¿Dónde se halla ahora? En la sala de subastas de Sotheby’s.

—Tampoco ha intervenido ningún ruso —le aseguró Margarita—, excepto, naturalmente, el propio Maliévich. Y yo misma, que llevo sangre rusa. Usted sabe que es ilegal exportar obras de arte de esa época y calidad de la Unión Soviética.

El coleccionista pareció tranquilizarse, pero antes de ocupar de nuevo su asiento, inquirió:

—Así pues, ¿procede de Alemania Oriental?

—En efecto.

—Debe de ser una de las pocas cosas buenas que salieron de allí.

El comentario fue acogido con sonoras muestras de aprobación por parte del público.

Arkady se preguntó si el cuadro era realmente auténtico, independientemente de la breve intervención del general Penyaguín. ¿Sería cierta la historia de la caja en que había sido embalado? Todo el mundo sabía que la mayoría de las obras de Maliévich que todavía existían habían permanecido ocultas o habían sido enviadas clandestinamente a los museos en los que actualmente se hallaban expuestas. Maliévich había sido el pintor maldito de su época.

¿Qué certificado poseía Arkady para demostrar que él mismo era auténtico? Ni siquiera un pasaporte soviético.

Margarita Benz era una anfitriona severa pero generosa, impidiendo que los asistentes se aproximaran al cuadro, prohibiendo la utilización de máquinas fotográficas y conduciendo a sus invitados hacia un bufé a base de caviar, salmón ahumado y champán. Irina circulaba entre los asistentes, respondiendo a unas preguntas que más bien parecían unas increpaciones. Arkady supuso que se debía a que el alemán era un idioma que sonaba un tanto agresivo a los oídos de un extranjero; al fin y al cabo, si los asistentes no estuvieran satisfechos, ya se habrían largado. De todos modos, observar a Irina era como contemplar a una cigüeña blanca moviéndose entre cuervos.

Un par de americanos vestidos de esmoquin se paseaban frente a las bandejas de comida.

—No me ha gustado la referencia a Estados Unidos —dijo uno de ellos—. No sé si recordarás que la subasta de obras de vanguardia rusa que se celebró en Sotheby’s fue un rotundo fracaso.

—Se trataba de obras de escasa importancia, en su mayoría falsificaciones —respondió el otro—. Una obra tan importante como ésta estabilizaría el mercado. En cualquier caso, aunque no la consiga, me alegro de haber venido a Berlín.

—Debes tener presente, Jack, que Berlín ha cambiado mucho. Se ha convertido en una ciudad muy peligrosa.

—¿Peligrosa? ¿Después de haber sido derribado el Muro?

—Está llena de… —El americano alzó la vista del plato, cogió a su amigo del brazo y murmuró—: He decidido afincarme en Viena.

Arkady miró a su alrededor, tratando de descubrir lo que había infundido tanto temor al americano. Pero no había nadie más que él.

Una hora más tarde, el elevado nivel de ruido y la densa nube de humo confirmaban el éxito de la exposición. Arkady se dirigió a la sala de proyección para contemplar la cinta del Berlín de antes de la guerra, la cual consistía principalmente en unas imágenes de unos coches de caballos circulando por Unter den Linden, y unos planos de refugiados rusos. Pasó la cinta varias veces, rebobinándola y haciéndola avanzar de nuevo. Como es lógico, los personajes que aparecían en la pantalla eran los refugiados más exóticos y atrayentes de su época. Todos ellos —escritores, bailarines y actores— emanaban un intenso magnetismo.

Arkady creía que se hallaba a solas, hasta que, de pronto, Margarita Benz le preguntó:

—¿Verdad que Irina ha estado magnífica esta noche?

—Sí.

La dueña de la galería permaneció junto a la puerta de la sala de proyección, sosteniendo una copa en una mano y un cigarrillo en la otra.

—Tiene una voz maravillosa. ¿Le han convencido sus argumentos?

—Totalmente —respondió Arkady.

Al cabo de unos instantes Margarita se acercó a él y dijo:

—Quería verlo de cerca.

—¿En la oscuridad?

—¿No es usted capaz de ver en la oscuridad? Debe de haber sido un mal investigador —dijo Margarita.

Tenía un talante brusco e imperioso. Arkady recordó las contradictorias identificaciones que Jaak había escrito sobre sus fotografías: la señora de Borís Benz, alemana, hospedada en el Soyuz, y Rita, la prostituta, emigrada a Israel cinco años antes. Margarita dejó caer el cigarrillo en su copa, la depositó sobre el vídeo y entregó a Arkady unas cerillas para que le encendiera otro. Sus uñas parecían garras. Cuando Arkady la vio por primera vez en el coche de Rudi, pensó que se trataba de una vikinga. Ahora, en cambio, le parecía Salomé.

—¿Ha conseguido vender el cuadro? —le preguntó.

—Un cuadro como ése no se vende en un minuto.

—¿Cuánto tiempo lleva venderlo?

—Varias semanas.

—¿Quién es el dueño del cuadro? ¿Quién es el vendedor?

Margarita soltó una carcajada.

—Qué preguntas tan impertinentes…

—Es la primera vez que asisto a una exposición. Siento curiosidad.

—Sólo el comprador necesita saber quién es el vendedor.

—Si es ruso…

—¿Bromea? En Rusia nadie sabe quién es dueño de qué. Si es ruso, la persona que lo tenga en sus manos es el dueño.

—¿Cuánto cree que obtendrá por él? —preguntó Arkady.

—Existen otras dos versiones del Cuadrado Rojo, cada una de las cuales está valorada en cinco millones de dólares —contestó Margarita con evidente satisfacción—. Llámeme Rita. Mis amigos me llaman Rita.

Maliévich apareció en la pantalla en un autorretrato, con un jersey de cuello alto, un traje negro y unas intensas tonalidades verdes.

—¿Cree que pensaba fugarse? —preguntó Arkady.

—Al final no tuvo el valor de hacerlo.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo noto en su expresión.

—¿Cómo consiguió usted salir?

—Follando, querido. Me casé con un judío. Luego me casé con un alemán. Uno tiene que estar dispuesto a hacer ciertas cosas. Por eso deseaba conocerlo a usted, para comprobar qué era lo que estaba dispuesto a hacer.

—¿Qué cree usted que estoy dispuesto a hacer?

—No lo suficiente.

Una respuesta interesante, pensó Arkady. Quizá Rita era mejor psicóloga que él.

—Tengo la impresión de que algunos de sus invitados han visto a demasiados rusos desde que derribaron el Muro.

—Demasiados rusos no, demasiados alemanes. Berlín Occidental solía ser un club especial, ahora es como cualquier otra ciudad alemana. Todos los jóvenes de Berlín Oriental han oído hablar sobre el estilo de vida occidental, y ahora quieren ser unos punks. Sus padres son unos nazis impenitentes. Cuando el Muro fue derribado, llegaron en tromba. No es de extrañar que los berlineses occidentales huyan despavoridos.

—¿Va usted a marcharse?

—No. Berlín representa el futuro. Así es como será Alemania. Berlín es una ciudad que ofrece muchas posibilidades.

Los cuatro se sentaron a cenar en la terraza del restaurante de la plaza Savigny. Max parecía gozar de los últimos momentos de la emocionante velada, como un productor teatral que saborea un estreno, admirando a Irina como si fuera su estrella. Ella estaba resplandeciente, como si estuviera rodeada por un sinfín de velas. Rita ocupaba la misma silla en la que aparecía sentada en la cinta de vídeo. Parecía preocupada, como si no consiguiera resolver un problema básico de aritmética.

Max y Margarita apenas existían para Arkady; sólo veía a Irina. De vez en cuando sus miradas se cruzaban tan palpablemente como si se tocaran, como si conversaran en silencio.

El camarero depositó la bandeja junto a Max y señaló a dos individuos vestidos con unos relucientes trajes que se acercaban por el jardín. Caminaban lentamente, como si hubieran sacado a pasear al perro, aunque no iban acompañados de ningún perro.

—Son chechenos. La semana pasada destrozaron un restaurante situado cerca de aquí, en la calle más tranquila de Berlín. Mataron a un camarero con un hacha delante de los clientes. ¡Con un hacha!

—¿Qué pasó después? —preguntó Arkady.

—Regresaron y dijeron que se encargarían de proteger el restaurante.

—Es increíble —dijo Max—. De todas formas, supongo que ustedes estarán protegidos.

—Desde luego —respondió el camarero.

Los chechenos cruzaron la calle y se encaminaron hacia el restaurante. Arkady había visto a uno de ellos comiendo con Alí en el café del Salto; el otro era el hermano menor de Alí, Beno, un tipo diminuto como un jockey.

—Eres amigo de Boria, ¿no? Hemos oído decir que tienes un apartamento aquí.

—¿Y vosotros? ¿Tenéis también un apartamento aquí? —replicó Max con aire asombrado.

—Hemos alquilado una suite en un hotel —contestó Beno. Había heredado la astuta mirada y la capacidad de concentración de su abuelo, y Arkady comprendió que él, no Alí, iba a ser el próximo Majmud. Miraba fijamente a Max, como si no hubiera reparado en las otras personas que se hallaban sentadas a la mesa—. ¿Estáis celebrando algo? ¿Podemos sentarnos con vosotros?

—No tenéis edad suficiente.

—En ese caso nos veremos más tarde.

Beno y su compañero dieron media vuelta y se alejaron.

Cuando Rita se dispuso a pagar la cuenta, Max insistió en que pagaría él, para hacerse el generoso y para demostrar que controlaba la situación. Pero se equivocaba, pensó Arkady. Ninguno de ellos controlaba la situación.