29

La mañana era soleada, seca, sin una nube en el cielo. Arkady y Max recorrieron a pie la misma ruta que aquél había seguido la noche anterior. Irina había ido a la galería para ayudar a colgar los cuadros.

Max era el tipo de animal al que le gusta el sol. Llevaba un traje color mantequilla. Se miraba en los escaparates con aire de fastidio, como si su acompañante no cesara de importunarle pidiéndole unas monedas, una comida, un trabajo. Luego apoyaba una mano en el brazo de Arkady como para decir: «Fíjense en este tipo tan hortera que me acompaña». Cuando sus miradas se cruzaron, Arkady observó en el puntito negro de sus pupilas que Max no se había acostado con Irina anoche, y que su cama no había sido más cómoda que las desnudas tablas del suelo sobre las que había dormido él.

—Es el sueño de cualquier promotor inmobiliario —dijo Max—. Esta parte de Berlín siempre tuvo un aire muy distinguido. La universidad, la ópera, la catedral y los grandes museos siempre estuvieron en Berlín Oriental. Los soviéticos construimos tantas monstruosidades como pudimos, pero nunca tuvimos el dinero ni la energía de los promotores capitalistas. En Alemania Occidental, el precio del suelo de algunas tiendas es más elevado que en ningún otro lugar del mundo. Imagínate el valor que tiene Berlín Oriental. Sin saberlo, los rusos lo hemos salvado. Esto es literalmente una metamorfosis, como si Berlín Oriental saliera por fin de su crisálida.

La Friedrichstrasse era distinta a la luz del día. En la oscuridad, Arkady no había observado la cantidad de oficinas del Gobierno que estaban derruidas. Una de ellas consistía en una fachada de madera con unas ventanas pintadas alrededor de los cimientos de unas Galerías Lafayette que iban a ocupar su lugar. Otra se hallaba envuelta en cinco pisos de lona. Aunque la calle estaba relativamente desierta en comparación con el Ku’damm, por todas partes se percibía el sonido del tráfico oculto de las excavadoras, las taladradoras y las grúas.

—¿Eres el propietario del edificio en el que nos alojamos anoche? —preguntó Arkady.

—Eres demasiado receloso —le recriminó Max sonriendo—. A mí me interesa la visión del futuro; tú buscas huellas dactilares.

Todavía había unos Trabis aparcados debajo de los tilos, aunque los superaban en número los VW, los Volvo y los Maserati. De las ventanas y las puertas de los edificios en construcción salía un polvillo de yeso y el rumor de las excavadoras mecánicas. Las ventanas encaladas mostraban unos carteles que anunciaban las futuras oficinas de Mitsubishi, IBM y Alitalia. Al otro lado de la calle, los escalones de la Embajada soviética estaban vacíos, y las ventanas, oscuras. En un callejón había un café con unas mesas y unas sillas blancas dispuestas en la acera. Arkady y Max se sentaron y pidieron café.

Max consultó su reloj, un cronómetro como los que utilizan los buceadores, con eslabones de oro.

—Tengo una cita dentro de una hora. Soy el agente inmobiliario del edificio donde dormiste anoche. Para un viejo soviético, los bienes raíces constituyen el mejor negocio. ¿Tienes algunas inversiones?

—¿Aparte de libros? —preguntó Arkady.

—Aparte de libros.

—¿Aparte de la radio?

—Aparte de la radio.

—Heredé una pistola.

—Es decir, que no tienes nada —dijo Max—. Si quieres, puedo ayudarte. Eres inteligente, hablas inglés y alemán. Vestido con ropa decente quedarías muy presentable.

La camarera les trajo café y unos bollos con mermelada de fresa. Max sirvió el café y dijo:

—El problema es que creo que no te das cuenta de lo mucho que ha cambiado el mundo. Perteneces al pasado. Es como si hubieras venido de la antigua Roma, persiguiendo a alguien que ha ofendido al César. Tu concepto sobre los delincuentes está trasnochado. Si decides quedarte, tendrás que desembarazarte de ese lastre, borrarlo de tu mente.

—¿Borrarlo?

—Como los alemanes. Berlín Occidental estaba completamente destruido, pero se pusieron manos a la obra y lo convirtieron en un modelo del capitalismo. ¿Nuestra respuesta? Construimos el Muro, que naturalmente constituía un pedestal para Alemania Occidental.

—¿Por qué no inviertes en Alemania Occidental?

—Eso es pensar en el pasado. Francamente, Alemania Occidental no tiene nada que ofrecer. Es una isla, un club para librepensadores y objetores de conciencia. Pero un Berlín unificado será la capital del mundo.

—Parecen las palabras de un visionario.

—Cierto. El Muro era una realidad aún mayor que tu investigación. Ahora que el Muro ha desaparecido, Berlín podrá prosperar. Piensa en ello: han desaparecido más de doscientos kilómetros de Muro, y en el centro de Berlín existen otros mil kilómetros cuadrados por construir. Es la mayor oportunidad de invertir en bienes raíces de la segunda mitad del siglo XX.

Los ojos de Max expresaban tal convencimiento que Arkady comprendió que era un vendedor nato. Max vendía la idea del futuro, que resultaba ciertamente atrayente. La evidencia del futuro estaba allí mismo, en la calle. Por doquier se oía el eco de sus sonidos. El único edificio silencioso era la Embajada soviética, irguiéndose por encima de los árboles como un mausoleo.

—¿Comparte Michael tu visión? —preguntó Arkady—. No deja de ser extraño que, tratándose del director delegado de seguridad de la emisora, te recibiera de nuevo con los brazos abiertos.

—Michael está bastante desesperado. Si los americanos abandonan la emisora, se verá en un grave apuro. No posee un título en administración comercial; sólo tiene un Porsche. Si él puede adaptarse a la nueva situación, no veo por qué no puedes hacerlo tú.

—¿Cómo?

—Viniste aquí para proseguir tu investigación. Lo que hagas a partir de ahora es otra cuestión. ¿Prefieres seguir adelante o retroceder?

—¿Tú qué crees?

—Para ser sincero —respondió Max—, de no ser por Irina, me importaría un comino lo que hicieras. Irina forma parte de Berlín. Ella se beneficiará, sin duda. ¿Por qué quieres privarla de ello? Jamás ha tenido la oportunidad de disfrutar del dinero.

—¿Y crees que podrá disfrutar de él si permanece contigo?

—Sí. No me considero una persona totalmente inocente, pero las fortunas no se consiguen a base de «gracias» y «por favor». Seguro que cuando se inventó la rueda aplastó a alguien. —Max se limpió los labios y prosiguió—: Comprendo la influencia que ejerces sobre ella. Todos los emigrados se sienten culpables respecto a alguien.

—¿De veras? ¿De qué te sientes tú culpable?

Un buen vendedor no se deja intimidar por una respuesta grosera.

—No es una cuestión de moralidad —contestó Max—. Ni siquiera se trata de ti o de mí. Sencillamente, yo poseo la capacidad para cambiar, y tú, no. Puede que seas un heroico investigador, pero perteneces al pasado. Aquí no hay nada para ti. Me gustaría que fueras sincero y que te preguntaras qué es lo que le conviene más a Irina, ¿avanzar o retroceder?

—Eso debe decidirlo Irina.

—Por supuesto que debe decidirlo ella. El caso es que los dos sabemos qué es lo que más le conviene. Acabamos de salir de Moscú. Ambos sabemos que, aunque ella regrese, yo puedo protegerla mejor que tú. Dudo que consiguieras sobrevivir más de un día si regresaras. Así pues, se trata de retroceso emocional, ¿no es cierto? Tú y ella convertidos en unos pobres pero enamorados refugiados. Mientras la Embajada soviética intenta deportaros. Creo que necesitarías un amigo con influencias, y sinceramente no se me ocurre a nadie más que a mí. En cuanto decidas quedarte, tendrás que renunciar a tu investigación. Irina te abandonaría al instante si pensara que te habías quedado por otro motivo que no fuera ella.

—Si sabías eso, ¿por qué no has dicho a Irina que te perseguía a ti?

Max suspiró.

—Por desgracia, Irina todavía cree en tus aptitudes. Quizá pensara que tenías razón. Estamos en un dilema: tú a un lado y yo al otro. Coexistimos. La moralidad no tiene nada que ver en este asunto. Debemos procurar llegar a un acuerdo.

Después de que Max pagara la cuenta y se marchara, Arkady se encaminó por entre los árboles hacia la Puerta de Brandenburgo, donde la estatua de la Victoria exhibía una tonalidad diurna verdosa. Unos vencejos revoloteaban sobre ella, alimentándose de insectos. Arkady pasó junto a un grupo de turistas y se dirigió hacia el prado. Aunque tenía las vueltas del pantalón y los zapatos húmedos, la tierra emanaba un calor estival. La hierba mostraba unas borlitas de flores blancas, y por el suelo se deslizaban unos insectos. Las abejas revoloteaban entre los tréboles, tratando de recuperar el tiempo perdido durante las lluvias. Unos ciclistas, con pantalones cortos y cascos, circulaban por un sendero en fila india, volando como banderas en un desfile de automóviles. Arkady se preguntó si sabían que estaban penetrando en la zona del nuevo Berlín ideado por Max.

Como tenía tiempo, caminó por el Ku’damm hasta la estación del zoológico. Tenía la sensación de estar rodeado por un ejército de berlineses del este que habían llevado a cabo la invasión ordenadamente, pero se habían dispersado ante el primer puesto de zapatillas deportivas dispuestas sobre la acera. Los berlineses occidentales se habían refugiado detrás de las barandillas de los cafés, pero incluso allí eran perseguidos por unos gitanos con unas panderetas y unas criaturas en brazos.

Un par de rusos examinaban unos uniformes que colgaban de una percha. Arkady se detuvo para contemplar unos pedazos del Muro acompañados por unos documentos que confirmaban su autenticidad. En otra mesa vio un piloto automático y un altímetro pertenecientes a un helicóptero del Ejército Rojo. Supuso que si se ponía a rebuscar por el Ku’damm, hallaría el resto de las piezas del helicóptero. Llegó a la estación del zoológico a mediodía y telefoneó a Peter, pero no obtuvo respuesta.

En aquel momento llegó un tren, del que se apeó otra legión de alemanes del este. Arkady se vio de pronto arrastrado por la muchedumbre hasta la iglesia conmemorativa, donde unos jóvenes con mochilas en la espalda estaban sentados en las escaleras, contemplando a un individuo que hacía juegos de manos. Unos turistas japoneses se apearon de un autocar, armados con las consabidas máquinas fotográficas.

El viejo Berlín estaba dividido en dos, y esencialmente gobernado por rusos y americanos. Ahora apenas se veían turistas americanos. A Arkady se le ocurrió que podría permanecer como una estatua: El último ruso, posando como si tratara de vender un alfiler de Lenin.

Cuando regresaba por el prado, Arkady vio cuatro secciones del Muro todavía en pie, como unas lápidas mortuorias. Ello demostraba que Max estaba equivocado; no todo el mundo deseaba eliminar el Muro para apresurarse a hacer dinero. Alguien había pensado que era necesario erigir un monumento conmemorativo.

Junto a éste había una grúa dotada de un brazo doble para acceder a los edificios más altos. A una altura de unos setenta metros, en la parte superior de la grúa, una polea sostenía una cesta cuadrada. Arkady vio a una figura que trepaba sobre el borde de la cesta y que saltaba. Con las piernas y los brazos extendidos, se precipitó al vacío y desapareció detrás de las secciones del Muro.

Al aproximarse, Arkady comprobó que las secciones medían cuatro metros cuadrados y que estaban pintadas con todos los colores del símbolo de la paz, unos Cristos, unos ojos agnósticos, los barrotes de una celda y nombres y mensajes en distintos idiomas. Detrás de ellas había unas personas sentadas a unas mesas colocadas en la calle, junto a un cartel que decía: CAFÉ DEL SALTO.

Una furgoneta ofrecía bocadillos, cigarrillos, refrescos y cerveza. Los clientes eran ciclistas, parejas de mediana edad con perros atados a sus sillas, un par de hombres de negocios que parecían turcos y un grupo de adolescentes vestidos con cazadoras que relucían bajo el sol. El joven que había saltado, un chico vestido con una camiseta y un mono, se balanceaba boca abajo a pocos centímetros del suelo. Estaba suspendido de unas cuerdas elásticas sujetas a sus tobillos y a la parte superior de la grúa. El chico desató las cuerdas y se puso en pie para agradecer los aplausos de los ciclistas y los gritos tribales de sus compañeros.

A Arkady le llamaron la atención los dos hombres de negocios. Iban bien vestidos, pero habían acumulado una considerable cantidad de cervezas vacías sobre su mesa. Eran corpulentos, y el aspecto de uno de ellos le resultaba familiar. Aunque estaba sentado de espaldas a él, observó que tenía el pelo largo por detrás, corto por los lados, y un flequillo color naranja por delante. No aplaudieron, pero presenciaban la escena con gran atención.

Un segundo joven se metió en la cesta que pendía de la grúa. Luego se instaló en el borde de la cesta y se sujetó a uno de los cables. Un schnauzer soltó un ladrido, y su dueño le metió una salchicha en la boca. El joven que estaba subido en la cesta miró hacia abajo, buscando el lugar más adecuado para aterrizar.

Dvai! —exclamó el tipo de pelo largo, cansado de esperar—. ¡Venga ya! —le gritó, como suelen hacerlo los pescadores cuando un compañero tira lentamente de las redes.

El joven saltó, agitando los brazos y las piernas. Esta vez Arkady vio dos cables oscilando detrás de él. Dedujo que era preciso tener en cuenta el peso de la persona que saltaba, la distancia hasta el suelo y la extensión de los cables. El rostro que se precipitaba en el vacío estaba pálido como la cera, con los ojos desencajados y la boca abierta. Arkady no había visto nunca tal expresión de terror. De pronto los cables se tensaron y el saltador ascendió de nuevo. Luego volvió a caer, más lentamente, mientras su rostro se ponía rojo y el óvalo de su boca asumía una forma humana. Dos muchachas vestidas con unas cazadoras de cuero corrieron hacia el héroe para ayudarlo a descender. Todos los presentes aplaudieron, excepto los dos hombres de negocios, quienes reían a mandíbula batiente. El tipo que Arkady había reconocido se inclinó hacia atrás para recuperar el resuello. Era Alí Jasbulátov.

La última vez que Arkady había visto a Alí éste se hallaba con su abuelo Majmud en el mercado de coches del puerto sur, en Moscú. Alí golpeó la mesa con la palma de la mano, haciendo un ruido como si se estrellara un cuerpo contra el suelo, y soltó otra carcajada. Una de las botellas de cerveza rodó por la mesa y cayó al suelo, pero Alí no se molestó en recogerla. El tipo sentado junto a él también era chechén, mayor que el otro, con unas cejas que parecían abanicos. Los jóvenes vestidos con cazadoras de cuero se metieron con ellos por reírse de su compañero, pero al cabo de un rato les dejaron en paz. Alí extendió los brazos como si fueran alas y los agitó. El tipo sentado frente a él le hizo un gesto con la mano, alzó el vaso de cerveza y encendió un cigarrillo.

Nadie quería saltar para divertir a Alí. Al cabo de un cuarto de hora, él y el otro chechén se pusieron en pie y se dirigieron hacia la plaza Potsdam, donde se montaron en un VW y se alejaron. Puesto que no podía seguirlos a pie, Arkady se encaminó hacia el Ku’damm, sintiéndose satisfecho.

Frente a los almacenes Ka-de-We, Arkady vio a dos chechenos apoyados en el guardabarros de un Alfa Romeo. Más arriba, frente al enorme rectángulo de cristal del Centro Europa, cuatro mañosos de Liúbertsi estaban sentados en el interior de un Golf. En un callejón llamado Fasenenstrasse había unos elegantes restaurantes con puertas de cristal y decorativos botelleros. En uno de ellos, un chechén, peludo y de baja estatura, estaba sentado en uno de los reservados. En la manzana siguiente, un mafioso de Long Pond patrullaba frente a las boutiques.

Arkady se dirigió de nuevo a la estación del zoológico. En las guías telefónicas no constaba el número de TransKom ni el de Borís Benz. La telefonista tampoco pudo facilitarle la información que le pedía. Sin embargo, halló el número de una tal Margarita Benz.

A la quinta llamada, Irina respondió:

—¿Dígame?

—Soy Arkady.

—¿Cómo estás?

—Bien. Lamento molestarte.

—No, me alegro de que hayas llamado —dijo Irina.

—¿A qué hora es la fiesta de esta noche? ¿Hay que ir bien trajeado?

—A las siete. No te preocupes por nada, Max y yo pasaremos a recogerte. Haz como los intelectuales alemanes: cuando no sepas qué ponerte, ponte un traje negro. Parecen todos unas viudas. ¿Seguro que estás bien? ¿No te sientes desorientado en Berlín?

—No. He empezado a familiarizarme con la ciudad.

Margarita Benz vivía en la plaza Savigny, a un par de manzanas de distancia. Al dirigirse hacia allí, Arkady pasó frente a una pequeña zona comercial donde había unas tiendas de electrodomésticos con unos carteles en polaco. Frente a las tiendas estaban aparcados unos automóviles polacos. Unos hombres descargaban unas bolsas de salchichas socialistas baratas y cargaban unos aparatos de vídeo.

Halló la dirección en un antiguo edificio, a pocos pasos de la plaza Savigny. Bajo el timbre del la tercera planta había una placa que decía GALERÍA BENZ. Arkady vaciló unos segundos y luego se alejó. La plaza Savigny tenía dos minúsculos jardines rodeados de un elevado seto. En el centro había un jardín con caléndulas y trinitarias. Al fondo del seto se veían unas pequeñas glorietas destinadas a defender la intimidad de las parejas de enamorados.

Arkady cruzó el jardín y se dirigió hacia una esquina. Al otro lado de la calle había un restaurante con unas mesas dispuestas en la acera, a la sombra de un haya. Al atravesar la calle, oyó el rumor de los cubiertos y los vasos. Un camarero servía café junto a una mesa enmarcada por una enredadera que cubría un muro amarillo. Dos mesas estaban ocupadas por unos ejecutivos que comían apresuradamente, y otras dos, por unos estudiantes con la cabeza apoyada en las manos. Las mesas del interior quedaban ocultas por los reflejos de la calle. En los cristales de las ventanas, el seto del parque parecía un sólido muro verde. Se trataba de la cervecería que Arkady había contemplado en la cinta de Rudi. Había creído que se hallaba en Múnich porque estaba incluida en la cinta que mostraba las vistas de esa ciudad, una presunción que ahora le parecía estúpida. Estaba hambriento, pero sobre todo le molestaba haber cometido tan imperdonable estupidez.

Un camarero le miró fijamente, y Arkady preguntó:

Ist Frau Benz hier?

El camarero observó una mesa colocada al fondo, la misma en que aparecía sentada la mujer en la cinta. Seguramente era la mesa que ocupaba habitualmente.

Nein.

¿Por qué habían incluido a Margarita Benz en la cinta? El único motivo que se le ocurría a Arkady era para que Rudi pudiera identificarla si no la conocía y ella no deseaba darle su nombre. Pero era el tipo de mujer que ocupaba habitualmente la misma mesa en un agradable restaurante en una bonita plaza de Berlín. ¿Qué clase de negocios mantenía con ella un cambista de Moscú?

El camarero seguía mirando fijamente a Arkady. Al girarse observó su imagen reflejada en el cristal, como si también formara parte de la cinta.

De regreso al apartamento, Arkady se detuvo para comprar unas mantas, una toalla, una pastilla de jabón y un jersey negro como los que solían utilizar los intelectuales. Max e Irina acudieron a las seis y media en punto a recogerlo.

—Estás delgado; el jersey te sienta bien —dijo Max. Con la chaqueta de botones dorados parecía desembarcado de un yate.

Irina llevaba un traje esmeralda que acentuaba su cabello rojo. Estaba tan nerviosa y excitada que no paraba de moverse.

Arkady sentía curiosidad por su nueva vida.

—Parece una ocasión muy importante —dijo cuando bajaban en el ascensor hacia el garaje—. ¿No quieres decirme de qué se trata?

—Es una sorpresa —respondió ella.

—¿Sabes algo sobre pintura? —preguntó Max a Arkady, como si éste fuera un niño.

—Estoy segura de que Arkady reconocerá esto —dijo Irina.

Cuando atravesaban el Tiergarten hacia la Kantstrasse, Irina se giró hacia Arkady. Sus ojos relucían como ascuas en la penumbra del Daimler.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. Me quedé preocupada cuando me llamaste.

—¿Te ha llamado? —preguntó Max.

—Tengo curiosidad por saber adónde me lleváis —dijo Arkady.

—Me alegro de que vengas —dijo Irina, cogiéndole la mano.

Aparcaron en la plaza Savigny. Mientras se dirigían hacia la galería, Arkady comprendió que se trataba de un acontecimiento cultural de gran importancia. Los hombres, acompañados de unas damas adornadas con joyas esplendorosas, tenían un aspecto tan distinguido que parecían el propio káiser. Unos catedráticos vestidos de negro iban acompañados de sus esposas, las cuales lucían unos abrigos de punto. Algunos incluso llevaba boinas. Los fotógrafos estaban agolpados en la entrada de la galena. Arkady entró discretamente mientras Irina se sometía a los fogonazos de los reporteros. En el interior de la galería se había formado una cola junto a un vetusto ascensor. Max les condujo hacia la escalera y se abrió paso a codazos por entre la muchedumbre que subía por ella.

Al llegar a la tercera planta, una voz femenina exclamó:

—¡Irina!

Todos los asistentes tenían que mostrar su invitación en el mostrador de recepción, pero la mujer les hizo pasar directamente. Tenía un amplio rostro eslavo y unos ojos negros que contrastaban con su rubia cabellera. Llevaba un vestido largo de color púrpura que parecía una túnica para un rito sagrado. El maquillaje parecía que se le fuera a resquebrajar cuando sonreía.

—Pasad, pasad —dijo, besando a Max tres veces, al estilo ruso.

—Usted debe de ser Margarita Benz —dijo Arkady.

—Eso espero, de lo contrario me he equivocado de galería —respondió, estrechándole la mano.

Arkady estuvo tentado de decirle que ya se habían visto en la carretera, cuando ella iba montada en el coche de Rudi y él estaba con Jaak, pero consideró que no sería correcto.

Las puertas se abrieron de golpe. La galería consistía en una buhardilla de techo elevado, con unas secciones movibles que formaban un espacio abierto a un lado y un teatro en el otro. Arkady observó a Irina, a Max, a las camareras, los rostros alertas de los guardias de seguridad, y la preocupada expresión de los empleados de la galería.

Sobre un pie, en el centro de la galería, había una vieja caja de madera rectangular. Aunque las esquinas se hallaban astilladas, era evidente que la caja estaba bien construida. A través de las manchas, Arkady distinguió la borrosa silueta del águila, la guirnalda y la esvástica de los servicios postales del Tercer Reich.

Sin embargo, lo que llamó su atención fue una pintura que colgaba en la pared del fondo. Era un pequeño lienzo pintado de rojo. No mostraba retrato ni paisaje, sino tan sólo una mancha roja.

Polina había pintado otros seis casi idénticos para hacer volar los coches en Moscú.