28

Max conducía un Daimler, un sedán con unos adornos de madera que parecían obra de un ebanista, y que sonaba como una trompeta con sordina. Su actitud era amistosa, como si hubieran salido de juerga, como si el hecho de convertirse en un trío se le hubiera ocurrido a él.

La lluvia cubría el paisaje alemán. Irina, sentada delante, constituía el único calor tangible dentro del coche. Al hablar se apoyaba en la puerta para dirigirse a Arkady, casi como si quisiera excluir a Max.

—Estoy segura de que te gustará la exposición. Son obras rusas, aunque algunas no se han expuesto nunca en Moscú, al menos públicamente.

—Irina redactó el catálogo —dijo Max—. Así que tenía que estar allí por fuerza.

—Trata sobre los orígenes de uno de los cuadros, un cuadro precioso.

—¿Están autorizados los críticos a utilizar la palabra precioso? —preguntó Arkady.

—En este caso, sí —respondió Irina.

A Arkady le gustaba que Irina le hablara sobre este otro aspecto de su vida, esta nueva e independiente mezcla de conocimientos y opiniones. Él, por su parte, se había convertido en un experto lanzador de redes y limpiador de pescado. ¿Por qué no iba a ser ella una experta en pintura? Max también parecía sentirse muy orgulloso de ella.

Desde el asiento posterior, Arkady no alcanzó a ver cuándo cruzaron la vieja frontera de Alemania Oriental. A medida que la carretera se estrechaba, Max redujo la velocidad para no chocar con unos tractores que aparecieron súbitamente entre la niebla. Más adelante, cuando la carretera quedó despejada, aceleró de nuevo, como si los tres se hallaran en una burbuja que se deslizaba sobre un río alimentado por la lluvia.

Era una situación en la que parecía que el tiempo se hubiera detenido, en parte debido al autocontrol de Max. Arkady sabía que había querido matarlo en Moscú, y sin embargo había dejado que se fugara a Múnich; estaba convencido de que había deseado verlo muerto en Múnich, pero había accedido a llevarlo a Berlín. Por otra parte, Arkady no podía tocar a Max. ¿Con qué autoridad? ¿Como refugiado? Ni siquiera podía formular ciertas preguntas sin que Irina le acusara de volver a utilizarla, arriesgándose a perderla por segunda vez.

—Como Irina estará mañana muy ocupada —dijo Max—, te mostraré la ciudad. ¿Has estado alguna vez en Berlín?

—Cuando estaba en el Ejército —contestó Irina.

A Arkady le asombró que lo recordara.

—¿Qué hacías? —preguntó Max.

—Me dedicaba a traducir lo que decía el mando americano al mando soviético.

—Lo mismo que haces tú en Radio Liberty, Max —apostilló Irina.

Cada vez que Irina lanzaba un ataque sarcástico contra Max, las paredes de la burbuja se estremecían. Sin embargo, viajaban en el lujoso coche de Max y se dirigían a su destino.

—Te enseñaré el nuevo Berlín —dijo Max a Arkady.

Cuando por la noche llegaron a la ciudad, la lluvia había cesado. Entraron por el Avus, el antiguo hipódromo que atravesaba los bosques de Berlín, y se dirigieron directamente al Kurfürstendamm. En lugar de la homogénea opulencia de la Marienplatz, el Ku’damm constituía una caótica colisión de tiendas de Alemania Occidental y clientes de Alemania Oriental. Una gente vestida con ropas inconfundiblemente socialistas se hallaba congregada frente a los escaparates que exhibían bufandas de seda italianas y cámaras japonesas. Sus rostros mostraban la enfurruñada expresión de quienes se consideran los parientes pobres. Un grupo de skinheads desfilaban vestidos con cazadoras y botas de cuero. Las farolas colgaban de unos postes barrocos de la época nazi. Sobre unas mesas había unos pedazos del Muro, puestos a la venta, con pintadas y sin pintadas.

—Es terrible, es un desastre, pero es una ciudad viva —dijo Irina—. Por eso el mercado del arte siempre ha estado aquí. Berlín es la única ciudad internacional de Alemania.

—Una ciudad entre París, Moscú y Estambul —observó Max.

Al atravesar un callejón, Max señaló a un hombre que vendía uniformes. Arkady reconoció la pechera gris y las hombreras azules de la guerrera de un coronel de la aviación soviética. El vendedor estaba cubierto de medallas y galones militares soviéticos, desde el cuello hasta el cinturón.

—Hubieras debido conservar tu uniforme —dijo Max.

Antes de partir de Múnich, Arkady se había visto obligado a aceptar cien marcos que le había entregado Stas; nunca se había sentido más rico ni más pobre al mismo tiempo.

Pasaron frente a la derruida fachada de la iglesia del káiser Guillermo, brillantemente iluminada. Detrás de ella se alzaba una gigantesca torre de cristal coronada por la estrella de la Mercedes. Max abandonó el bulevar y giró por una oscura vía arterial que discurría junto a un canal. No obstante, la brújula interna de Arkady había empezado a funcionar. Antes de que llegaran a la Friedrichstrasse, sabía que se encontraban en lo que antes era el Berlín Oriental.

Max descendió por la rampa de un garaje. Al penetrar en él, las luces del garaje se encendieron automáticamente. El aire estaba impregnado de un olor a cemento húmedo. De las paredes colgaban unas cajas de empalmes eléctricos, suspendidas de unos cables.

—¿Hace mucho que se construyó este edificio? —preguntó Arkady.

—Todavía está en obras —respondió Max.

—Créeme, nadie descubrirá que estás aquí —dijo Irina.

Max abrió el ascensor con una llave. El interior estaba iluminado por unos apliques de cristal y tenía el suelo de tarima. Max cogió la bolsa de Irina y entró en el ascensor. Arkady cogió la suya, sintiéndose como un obrero llevando una bolsa de herramientas.

Se detuvieron en la cuarta planta, y Max abrió la puerta de un pequeño estudio.

—Me temo que está sin amueblar, pero la luz y el agua funcionan y no pagamos alquiler —dijo, entregándole la llave a Arkady—. Nosotros nos alojaremos en un apartamento situado dos pisos más arriba.

—Lo importante es que estás a salvo —dijo Irina.

—Gracias —respondió Arkady.

Max cogió a Irina del brazo y la condujo hacia el ascensor. A fin de cuentas, le pertenecía a él.

La llave tenía unas muescas recién forjadas y afiladas, ideal para abrir el corazón, pensó Arkady, si uno sabía introducirla entre las costillas.

En el estudio no había cama, cómoda ni sillas. Las paredes y los suelos estaban desnudos. Las baldosas del cuarto de baño relucían como dientes. En la cocina había una pequeña cocina de gas pero faltaban los utensilios. De haber tenido que prepararse la comida, pensó Arkady, habría tenido que sostenerla sobre el fuego con las manos.

Sus pisadas resonaban de forma exagerada. Arkady se detuvo, tratando de percibir algún ruido procedente del apartamento situado dos pisos más arriba. En Múnich temía que Irina se acostara con Max. Ahora estaba seguro de ello. ¿Cómo sería el apartamento de Max? Arkady trató de concentrarse en el revestimiento de las paredes y el suelo. El resto podía imaginárselo perfectamente.

Se preguntó si hubiera sido mejor que permaneciera en Múnich.

La capacidad de elección consistía en el lujo de poder votar, de probarse unos zapatos, de contemplar la carta de un restaurante y decidir entre comer caviar rojo o negro.

Se había visto obligado a trasladarse a Berlín. De no haberlo hecho, habría perdido a Irina, y también a Max. De este modo los tenía a los dos, pensó, como un hombre orgulloso de llevar una larga cuerda atada al cuello.

La puerta del ascensor estaba cerrada con llave. Arkady bajó por las escaleras de emergencia, abrió la puerta del garaje y salió a la calle. La Friedrichstrasse era una de las avenidas más importantes, pero sus farolas emitían una débil luz. La calle estaba desierta. Todas las personas que se hallaban despiertas estaban en el zona occidental.

Al distinguir la punta de una torre de televisión, Arkady dedujo que la Alexanderplatz se hallaba a su derecha, y Alemania Occidental, a su izquierda. Aunque su mapa mental se había quedado anticuado, ninguna ciudad europea importante había sufrido tan pocos cambios durante los últimos cuarenta años como Berlín. La ventaja del modelo soviético era que la construcción y el mantenimiento de los edificios era mínimo, de forma que los recuerdos de la época soviética permanecían prácticamente intactos.

Múnich había sido un territorio nuevo para Arkady. Berlín, no. Día tras día, cuando estaba en el Ejército, su deber consistía en controlar a las patrullas de radio británicas y americanas mientras circulaban por el Tiergarten hacia la Potsdam Platz, a lo largo de Stresemann y Koch hacia Checkpoint Charlie, para acabar su recorrido por la Prinzenstrasse. Las seguía desde el mismo momento en que partían hasta que regresaban.

Por más que apretaba el paso, no conseguía librarse de los celos que experimentaba, los cuales eran como una sombra que caminaba frente a él a grandes zancadas, disipándose al llegar a una farola para aparecer súbitamente de nuevo.

Los bloques de oficinas en Unten den Linden eran inmensos y frágiles, como toda la arquitectura soviética. El edificio más grande era la Embajada soviética, frente a la que estaban aparcados unos Trabis. Unas personas caminaban debajo de los tilos. De improviso salió un hombre de entre las sombras y alzó la mano, en la que sostenía un cigarrillo, como un signo de interrogación. Arkady pasó rápidamente de largo, asombrado de que alguien se hubiera fijado en él.

Al aproximarse a los reflectores que iluminaban la Puerta de Brandenburgo y la silueta de la Victoria montada en su carroza, la ciudad se convertía en un gigantesco tapiz de estrellas y hierba. No se trataba de un parque sino de una serie de montículos que se extendían hacia el norte y el sur. Sobre ellos soplaba una brisa y se oía el zumbido de los insectos. Arkady sintió deseos de retroceder. Aquí era donde se había erigido el Muro, que era como decir, «Aquí es donde se erigían las pirámides».

En realidad, la Puerta estaba rodeada por dos Muros, aislándola como un pedazo de Grecia en el centro, de modo que no era una puerta sino un fin, donde las vistas a ambos lados se detenían bruscamente. El Muro había sido un horizonte blanco de cuatro metros de altura. Junto a él se extendía una especie de tierra de nadie con torres vigías, redondas y rectangulares, alambradas, zanjas, trampas antitanque, perreras, campos minados y zarzas. Las luces chisporroteaban por doquier como una carga eléctrica.

El vacío dejado por la demolición del Muro y todo el aparato que lo rodeaba era más inmenso que éste. Arkady recordó que una noche de verano, hacía muchos años, se encontraba en este mismo lugar. No había ocurrido nada especial, salvo que había visto a dos perros, acompañados de su cuidador, trotando junto a la base del muro interior. El cuidador era un alemán del este, no un soviético, que azuzaba a los perros al tiempo que los mantenía controlados, lo mismo que la estatua de la Victoria dominaba sobre su pedestal a los caballos. Los perros olfatearon el suelo, y de pronto se giraron hacia el lugar donde se hallaba Arkady. Arkady temió —era un joven oficial que no había cometido delito alguno— que hubieran olfateado su execrable falta de fervor y le estuvieran persiguiendo. Pese a ello permaneció inmóvil, y al cabo de unos segundos, los perros dieron media vuelta. A partir de entonces, cada vez que contemplaba la Puerta, veía en la silueta de la estatua a los perros y a su cuidador.

Arkady avanzó hacia las luces y atravesó la Puerta con paso cauteloso. Al otro lado se hallaba el Tiergarten, un parque lleno de hermosos macizos de flores e iluminadas avenidas. Le llevó veinte minutos atravesar el Tiergarten, rodear el parque zoológico y dirigirse hacia la estación del zoo, donde el metro circulaba sobre la calle. Era la única parada de trenes que los berlineses occidentales podían utilizar para dirigirse hacia la zona este, y la estación donde se apeaban los soviéticos cuando se dirigían al oeste.

A nivel de la calle, buena parte de lo que recordaba Arkady estaba cubierto de pintadas. Las ventanillas de cambio de divisas estaban cerradas, pero por las noches se vendían drogas en los portales. En lo alto, las cosas habían cambiado menos. Los mismos carriles de vía estrecha discurrían junto a las mismas elevadas plataformas debajo del mismo tejado de cristal. La consigna de la estación permanecía abierta las veinticuatro horas del día. Arkady guardó en una taquilla de la estación la cinta que había traído consigo de Múnich.

En la calle, debajo de la estación, había una hilera de teléfonos. Arkady desplegó un papel y llamó al número que le había dado Peter Schiller.

Peter respondió a la octava señal de llamada.

—¿Dónde está? —preguntó irritado.

—En Berlín. ¿Y usted? —inquirió Arkady.

—Sabe de sobra que estoy en Berlín. Me llamó esta tarde para pedirme que condujera todo el día bajo la maldita lluvia para llegar aquí. Sabe muy bien que éste es un número de Berlín. ¿Hay alguien con usted?

En aquel momento entró un tren en la estación. El sonido hizo vibrar el teléfono.

—Perfecto —dijo Arkady—. Volveré a llamarle mañana por la tarde a este mismo número. Quizás haya averiguado algo más.

—Renko, si cree que puede…

Arkady colgó. Era alentador saber que Peter se hallaba cerca, al menos más cerca que en Múnich.

Regresó a través del parque siguiendo el mismo camino. De nuevo tuvo la sensación de que iba a topar con una barrera de cemento tan intensamente iluminada que parecía un muro de hielo, pero sólo halló unos cascotes cubiertos de hierba y flores.

Debo tener más fe, se dijo Arkady.