La espesa niebla matutina obligaba a los conductores a encender los faros. Las bicicletas aparecían y desaparecían como espectros.
Irina vivía a una manzana del parque, en una calle en la que se mezclaban elegantes residencias urbanas con estudios de pintores y boutiques. Todos los edificios presentaban un falso estilo Jugendstil excepto el suyo, que era sencillo y moderno. Arkady localizó su balcón, una barandilla cromada ante un muro cubierto por una verde y tupida enredadera. Se había colocado en la parada del autobús para poder observar discretamente su apartamento.
¿Conduciría el balcón directamente a la cocina? Arkady imaginó el calor de las luces y el aroma del café. También imaginó a Max tomándose una segunda taza de café, pero debía eliminar a Max del cuadro que se había formado en la mente para no ser presa de un ataque de celos. Era posible que Irina se dirigiera a la emisora en coche. O peor aún, que ella y Max se marcharan juntos. Arkady confiaba que en aquellos momentos estuviera sola, secando una taza y un plato, poniéndose la gabardina para dirigirse a la parada del autobús.
De improviso, una furgoneta de reparto aparcó en medio de la manzana. El conductor se apeó, abrió las puertas traseras, sacó unas perchas de ropa por medio de un ascensor hidráulico y las transportó hacia una tienda. Los limpiaparabrisas de la furgoneta se movían rítmicamente, aunque sólo caía una fina llovizna. Los vehículos que circulaban presentaban un aspecto reluciente. Arkady se bajó de la acera para no perder de vista el apartamento de Irina, pero en aquel momento llegó el autobús y le obligó a retroceder. Los pasajeros subieron en el autobús e introdujeron sus tarjetas en la máquina automática. Lo más asombroso es que todos llevaban una tarjeta.
El autobús partió, seguido de la furgoneta de reparto. Al cabo de unos minutos Arkady observó que el muro cubierto de hiedra del balcón de Irina había adquirido un tono más oscuro, lo que significaba que Irina había apagado las luces de su apartamento. Arkady contempló el portal durante un rato, hasta que comprendió que Irina habría salido mientras la furgoneta estaba aparcada frente al edificio, y en lugar de dirigirse hacia la parada del autobús se había encaminado hacia el parque.
Arkady cruzó la calle y echó a correr hacia el parque. Ofuscado por el nerviosismo que experimentaba, distinguió vagamente unos paraguas oscilando de un lado a otro, a un turco montado en una bicicleta cubierto con un cucurucho confeccionado con un periódico, las gigantescas hayas del Jardín Inglés y a una mujer con una gabardina blanca que entraba en el parque.
La emisora de radio estaba situada al otro lado del parque. Cuando Arkady penetró en él, vio unos senderos que se extendían a izquierda y derecha. El Jardín Inglés constituía el «pulmón verde» de Múnich. Contenía un río, unos riachuelos, un bosque y unos lagos que en aquellos momentos estaban cubiertos por una espesa bruma. Soplaba un viento helado, y Arkady se subió el cuello de la chaqueta.
Súbitamente creyó percibir las pisadas de Irina. Recordaba que caminaba con paso firme, muy segura de sí misma. Odiaba los paraguas y las muchedumbres. Arkady apretó el paso, temeroso de no alcanzarla. Suponiendo que se tratara de ella. Junto al sinuoso sendero crecían unas elevadas hayas cuyas copas parecían perderse entre las nubes. Los robles, más bajos, se inclinaban como mendigos. El sendero atravesaba un riachuelo que ofrecía un aspecto fantasmagórico. Un animal semejante a una enorme oruga olfateaba las húmedas hojas. Al aproximarse, Arkady comprobó que se trataba de un dachshund de pelo duro. Su dueño caminaba tras él, vestido con una gabardina amarilla y sosteniendo una pala y una bolsa.
Irina había desaparecido. A lo largo de los años, ¿a cuántas mujeres había otorgado Arkady los rasgos de Irina? Ésa era la fantasía de su vida, su pesadilla.
Estaba solo en el parque. Observó la lenta condensación de la bruma sobre las hojas, percibió el sonido de los hayucos al caer sobre la húmeda tierra, el murmullo de unos pájaros invisibles. Arkady siguió avanzando hasta llegar al borde de un extenso prado, y de pronto, al otro lado del mismo, distinguió una figura blanca que se desvaneció al instante.
Arkady echó a correr a través del prado, jadeando. Al llegar al lugar donde había visto la fugaz aparición, comprobó que ésta se había desvanecido de nuevo. Giró por un sendero bordeado de arces color teja junto al que discurría un lánguido riachuelo. Al cabo de unos minutos volvió a percibir unos pasos, y súbitamente la vio atravesar el otro extremo del sendero, con el bolso colgado del hombro. Iba envuelta en un abrigo blanco que parecía plateado. Llevaba la cabeza descubierta y su pelo, humedecido por la lluvia, parecía más oscuro. Irina se giró bruscamente y luego apretó el paso.
Ambos caminaban al mismo ritmo, a diez metros de distancia, por una oscura avenida bordeada de pinos. Al llegar a un lugar donde el sendero serpenteaba por entre unos abedules, Irina se detuvo y se apoyó en un pino, aguardando a que Arkady la alcanzara.
Luego, siguieron caminando en silencio. Arkady se sentía como si hubiera estado persiguiendo a un ciervo. Sabía que si cometía el menor error, ella echaría a correr y desaparecería para siempre de su vida. Cuando Irina se volvió para mirarlo, él no se atrevió a sostener su mirada ni a tratar de interpretarla. Al menos caminaban juntos, lo cual no dejaba de ser una pequeña victoria.
Arkady lamentaba ofrecer un aspecto tan impresentable. Tenía los zapatos sucios, la ropa húmeda y pegada al cuerpo. Estaba demasiado delgado, y probablemente tenía la mirada endurecida de quien está habituado a padecer hambre.
Al cabo de unos minutos llegaron a orillas de un lago, cuyas aguas estaban negras e inmóviles. Irina contempló la imagen de ambos reflejada en el lago y dijo:
—Jamás había visto algo tan deprimente.
—¿Te refieres a mí?
—A nosotros.
El parque estaba lleno de aves; por entre la neblina aparecieron de improviso unos patos silvestres de cabeza aterciopelada, unos ánades silbones y unas cercetas, arrojando haces de luz sobre la superficie del agua. Unas meaucas volaban acrobáticamente sobre el lago; los gansos se dejaban caer como sacos.
Arkady e Irina se sentaron en un banco.
—Algunas personas vienen aquí todos los días para dar de comer a las aves —dijo Irina—. Traen unos pretzels del tamaño de unas ruedas.
El frío le condensaba el aliento.
—Yo me sentía como esas aves, esperando que vinieras —añadió—. Pero no viniste. Jamás te perdonaré.
—Es evidente.
—Y ahora que estás aquí, me siento de nuevo como una refugiada. No me gusta sentirme así.
—A nadie le gusta.
—Hace años que vivo en Occidente. Me he ganado el derecho de estar aquí. Vuelve a Moscú y déjame en paz.
—No. No quiero volver.
Arkady temió que Irina se pusiera de pie y se alejara. Estaba dispuesto a seguirla; ¿qué otra cosa podía hacer? Pero ella no se movió. Dejó que le encendiera otro cigarrillo y dijo:
—Es una mala costumbre. Como tú.
En el aire flotaba una sensación de desesperanza. Arkady sintió que el frío le calaba los huesos y percibió el eco de los latidos de su corazón. En efecto, era un compendio de malas costumbres: ignorancia, rebeldía, falta de ejercicio, hojas de afeitar gastadas…
Había acudido un sinfín de aves, algunas en bandadas, otras aisladamente. Arkady recordó el buque-factoría a bordo del cual había pasado parte de su exilio, y las gaviotas que revoloteaban sobre la popa tratando de atrapar algunos de los pescados atrapados en las redes. Un día, cuando se hallaba de pie en la rampa de popa liando un cigarrillo, una gaviota le arrebató el papel de las manos y se alejó con su trofeo.
—Fíjate en ese pato ruso —dijo.
—¿Cuál? —preguntó Irina.
—El que tiene las plumas sucias, el pico torcido y se fuma un cigarrillo.
—Te lo has inventado.
—Pero tú giraste la cabeza. Imagínate cuando los patos rusos se enteren de que existe este lago, un lago con pretzels, invadirán el lugar.
—¿Los cisnes también?
Un grupo de cisnes se deslizaban majestuosamente por entre los patos. Cuando una cerceta se resistió a cederles el paso, el cisne que iba en cabeza estiró su largo y cremoso cuello, abrió su pico amarillo y gruñó como un cerdo.
—Ése es ruso. Ya se ha infiltrado —dijo Arkady.
Irina miró a Arkady fijamente y dijo:
—Tienes un aspecto horrible.
—En cambio tú estás guapísima.
La luz acentuaba sus hermosas facciones. La gotas de lluvia brillaban sobre su cabello como rubíes.
—Me dijeron que las cosas te iban muy bien en Moscú —dijo.
—¿Quién te dijo eso?
Irina vaciló antes de responder.
—No eres como yo esperaba que fueras. Eres como yo te recuerdo.
Caminaban lentamente. Arkady notó que de vez en cuando el hombro de Irina rozaba el suyo.
—Stas sentía curiosidad por conocerte. No me sorprende que os hayáis hecho amigos. Max dice que los dos sois unos artefactos de la Guerra Fría.
—Es cierto. Soy como un pedazo de mármol que encuentras en unas antiguas ruinas. Lo coges, lo examinas y te preguntas: «¿Qué diablos sería eso? ¿Formaría parte de un abrevadero o de una noble estatua?». Quiero mostrarte algo.
Arkady sacó un sobre del bolsillo, lo abrió y le enseñó la cuartilla sobre la que su padre había escrito una palabra.
—Es mi nombre —dijo ella.
—Lo ha escrito mi padre. Hacía muchos años que no tenía noticias de él. Probablemente es lo último que hizo antes de morir. ¿Hablaste con él?
—Quería localizarte sin causarte ningún trastorno, de modo que me puse en contacto con tu padre.
Arkady trató de imaginarse la escena: una paloma metiéndose en un horno, aunque durante los últimos años de su vida, su padre había sido un horno bastante frío.
—Me dijo que eras un héroe, que habían intentado doblegarte pero que tú les obligaste a aceptarte de nuevo en la oficina del fiscal, que te asignaban los casos más difíciles y que siempre los resolvías con éxito. No paraba de ensalzar tus virtudes. Me dijo que os veíais con frecuencia y que me escribirías.
—¿Qué más?
—Que estabas demasiado ocupado para mantener una relación sentimental, pero que las mujeres te perseguían.
—¿Y tú le creíste?
—Dijo que lamentaba que fueras un fanático y que a veces te creyeras Dios. Que había algunas cosas que sólo Dios podía juzgar.
—Si yo fuera el general Kiril Renko, hubiera temido contemplar el rostro de Dios.
—También me dijo que pensaba mucho en ti. ¿Tuviste amantes?
—No. Estuve en unas celdas psiquiátricas durante un tiempo, luego me trasladaron a Siberia, y luego me dediqué a pescar. No se me presentaron muchas oportunidades de tener una amante.
Irina se detuvo y dijo:
—No me vengas con ésas. Recuerdo Rusia. Siempre existen oportunidades. Estoy convencida de que cuando regresaste a Moscú tuviste una amante.
—Estaba enamorado. No buscaba una amante.
—¿Estabas enamorado de mí?
—Sí.
—Tu padre tenía razón, eres un fanático.
Pasaron junto a un lago cubierto por unas gotitas de lluvia que parecían perlas. ¿Era el mismo lago que habían visto antes?
—¿Qué vamos a hacer, Arkasha?
Al salir del parque se dirigieron al café de la universidad, donde las máquinas de acero inoxidable emitían unas nubes de vapor sobre las jarras de leche y unos pósters de Italia —las pistas nevadas de los dolomitas y los pintorescos barrios de Nápoles— que colgaban en las paredes. Los otros clientes del local eran unos estudiantes que se hallaban sentados frente a unos libros abiertos y unas gigantescas tazas de café. Arkady e Irina se sentaron en una mesa junto a la ventana.
Arkady le habló sobre su periplo a través de Siberia, desde Irkutsk hasta Kamchatka, pasando por Norilsk.
Irina le habló sobre Nueva York, Londres y Berlín.
—En Nueva York, el trabajo en el teatro era bueno, pero no pude afiliarme al sindicato. Son como los sindicatos soviéticos, o quizá peor. Así que trabajé de camarera. Las camareras de Nueva York son fantásticas. Son tan viejas que parece que hayan servido a Alejandro Magno o a los faraones. Trabajan muy duro. Luego me puse a trabajar en una galería de arte. Querían a alguien que tuviera un acento europeo. Yo formaba parte del ambiente de la galería, y el trabajo me gustaba. A nadie le interesaba la vanguardia rusa. Tú esperabas verme en Rusia y yo esperaba verte entrar en una galería de arte de la avenida Madison, bien trajeado, con unos zapatos nuevos y una corbata.
—La próxima vez tendríamos que coordinar nuestros sueños.
—Max fue a visitar las oficinas de Radio Liberty en Nueva York. Montó un programa sobre arte ruso y yo le entrevisté. Me dijo que si alguna vez iba a Múnich y necesitaba trabajo no dudara en llamarlo. Un año más tarde me trasladé a Múnich y le llamé. Todavía hago algunos trabajos para unas galerías de Berlín. Siempre andan buscando obras de arte revolucionario porque han alcanzado unos precios increíbles.
—¿Te refieres al arte de nuestra difunta y desacreditada Revolución?
—Las subastan en Sotheby’s y Christie’s. Los coleccionistas están dispuestos a pagar cualquier precio por ellas. Estás en un apuro, ¿no es cierto?
—Estaba en un apuro. Ahora ya no.
—Me refiero a tu trabajo.
—El trabajo tiene sus altibajos. Las personas buenas mueren y las malas se aprovechan del botín. Parece que mi carrera ha atravesado un bache, pero he decido tomarme unas vacaciones de mis deberes profesionales.
—¿Y qué vas a hacer?
—Podría convertirme en alemán. Temporalmente, por supuesto. Primero me convertiría en polaco, luego en alemán del este, y por último en bávaro.
—¿Hablas en serio?
—Desde luego. Me pondría un traje distinto todos los días y me presentaría en tu despacho, diciendo: «Éste es al aspecto que debe ofrecer Arkady Renko; bien vestido y calzado». —¿No piensas rendirte?— en estos momentos, no.
Arkady le dijo que en cierta ocasión había visto cristalizarse el aliento de un ciervo y caer como si fuera nieve. También le habló sobre los ríos de salmones en Sajalín, las águilas de cabeza blanca que habitan en las islas Aleutianas y las mangas que rodean el mar de Bering. Hasta ahora, nunca se había parado a pensar en la cantidad de experiencias que le había deparado su exilio, en lo extraordinarias y hermosas que habían sido.
Comieron en una pizzería donde servían pizzas calentadas en un horno de microondas. Estaban deliciosas.
Arkady explicó a Irina que las primeras ráfagas de viento que soplaban al amanecer a través de la taiga hacían que los millones de árboles se estremecieran como unos pájaros negros dispuestos a alzar el vuelo. Le habló sobre los yacimientos petrolíferos que ardían cada año, sobre los faros que podían distinguirse desde la luna. Le explicó lo que significaba desplazarse desde una jábega a otra sobre el hielo del Ártico. Unos sonidos y unos espectáculos que la mayoría de los investigadores jamás llegan a conocer.
Bebieron vino tinto.
Arkady le habló sobre los individuos que trabajaban en la bodega del buque-factoría donde limpiaban el pescado —unos defensores del Partido que se hacían a la mar en busca de aventuras, un botánico que soñaba con las orquídeas de Siberia—, cada uno de ellos inmerso en sus propias fantasías.
Tras apurar la botella de vino, tomaron brandy.
Arkady describió a Irina el Moscú que había hallado a su regreso. En el centro, un dramático campo de batalla formado por los políticos y los empresarios; detrás, inmóvil como un decorado teatral, ocho millones de ciudadanos haciendo cola. Sin embargo, había ciertos momentos, al amanecer, cuando el sol brillaba sobre el río y las azuladas cúpulas, en que la ciudad parecía redimible.
El calor que emanaban los clientes y las máquinas había condensado una capa de vapor sobre la ventana que difundía la luz y los colores de la calle. De pronto, al mirar por la ventana, Irina vio a Max de pie en la acera, frente al café. ¿Cuánto tiempo llevaba observándoles?
Al entrar, Max dijo:
—Parecéis un par de conspiradores.
—Siéntate con nosotros —dijo Arkady.
—¿Dónde has estado? —preguntó Max a Irina con un tono de preocupación y alivio a la vez—. No has aparecido por la emisora en todo el día. Estábamos inquietos por ti; fuimos a buscarte a tu casa. Tú y yo debíamos ir a Berlín, ¿recuerdas?
—He estado hablando con Arkady —respondió ella.
—¿Habéis terminado? —preguntó Max.
—No —contestó Irina. Luego sacó un cigarrillo del paquete de Arkady y lo encendió—. Si tienes prisa, vete a Berlín. Sé que tienes trabajo allí.
—Los dos tenemos trabajo allí.
—El mío puede esperar —replicó Irina.
Max guardó silencio durante unos instantes, mientras observaba a Irina y a Arkady. Luego se quitó el sombrero, lo sacudió y adoptó una actitud menos agresiva. Arkady recordó que Stas lo había descrito como un líquido, como un experto en adaptarse a cualquier situación.
Max sonrió, se sentó y dijo:
—Me asombra que todavía estés aquí, Renko.
—Arkady me ha contado sus aventuras durante los últimos cuatro años —terció Irina—. Son muy distintas de lo que había oído decir.
—Probablemente ha sido demasiado modesto —replicó Max—. La gente asegura que era el niño mimado del Partido. Un apelativo más que merecido, sin duda. ¿Quién sabe cuál es la verdad?
—Yo —respondió Irina, expulsando el humo hacia Max.
Max apartó el humo con la mano, la contempló como si hubiera atrapado una telaraña y preguntó a Arkady:
—¿Cómo va tu investigación?
—No muy bien.
—¿Ningún arresto inminente?
—No.
—Supongo que no dispones de mucho tiempo.
—Estaba pensando en abandonar el caso.
—¿Y?
—He decidido quedarme.
—¿De veras? —preguntó Irina.
—Está bromeando —dijo Max—. No creo que lo abandone ahora. ¿Qué se ha hecho de tu sentido patriótico, de tu orgullo?
—Mi patria casi ha desaparecido, y no experimento el menor orgullo.
—Arkady no tiene que ser el último ciudadano en abandonar Rusia —terció Irina.
—Algunas personas han regresado porque creen que existen buenas oportunidades —dijo Max—. Éste es el momento de intentar aportar algo, no de huir.
—Me maravilla que seas tú quien diga eso, teniendo en cuenta que te has fugado en dos ocasiones —dijo Irina.
—¡Esto es el colmo! —exclamó Stas, cerrando la puerta del café y apoyándose contra ella para recuperar el resuello—. Irina, la próxima vez que desaparezcas, haz el favor de dejar unas señas donde podamos localizarte. Estoy agotado.
Estaba empapado, pero permaneció de pie, mirando fijamente a Max.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Irina.
—Puede que vomite. O quizá me tome una cerveza. ¿Les estabas dando una lección de moralidad política, Max? Lamento habérmelo perdido. ¿Era una conferencia breve?
—Stas no me perdona el haber regresado a Rusia —dijo Max—. No puede aceptar que el mundo ha cambiado. Es muy triste. A veces las personas inteligentes se aferran a las respuestas más simples. Incluso el hecho de que estés en Múnich demuestra hasta qué punto han cambiado las cosas. No pretenderás hacerte pasar por un refugiado político. —Luego se volvió hacia Irina y preguntó—: ¿Qué importa que Renko se quede o se marche? No tiene nada que ver con nosotros.
Irina no respondió. Como si presintiera que entre ambos se abría una brecha cada vez más profunda, Max acercó su silla a la suya y dijo en voz baja:
—Quiero saber qué clase de historias te ha contado Renko. No puede quejarse del nutrido público que se ha congregado para escucharlo.
—Creo que se sentían más a gusto solos —dijo Stas.
—Permíteme recordarte que Renko no es un héroe intachable.
Se queda cuando debería marcharse; se marcha cuando debería quedarse. Tiene el don de la inoportunidad.
—A diferencia de ti —terció Irina.
—También quisiera hacerte notar —prosiguió Max— que tu héroe probablemente acudió a ti porque estaba asustado.
—¿Por qué iba a estar asustado? —preguntó Irina.
—Pregúntaselo a él —respondió Max—. Renko, ¿no estabas con Tommy la noche en que sufrió un accidente mortal? ¿No estabas con él poco antes de que ocurriera?
—¿Es cierto? —preguntó Irina a Arkady.
—Sí.
—Ni Stas, ni Irina, ni yo sabemos qué clase de turbios manejos te llevas entre manos —dijo Max—, pero es posible que Tommy muriera porque le metieras en ellos. ¿Qué pretendes ahora? ¿Implicar también a Irina?
—No —contestó Arkady.
—Sólo sugiero —prosiguió Max, dirigiéndose a Arkady y alzando la mano para sofocar las protestas de Stas—, sólo sugiero que acudiste a Irina porque querías ocultarte.
—Eres un mierda —protestó Stas.
—Quiero escuchar su respuesta —insistió Max.
Por la barbilla de Stas se deslizaban unas gotas de agua. Max contemplaba fijamente a Arkady. Durante unos segundos, el único sonido que se percibía era el rumor de las tazas y los platos en el mostrador, y el silbido de la máquina de café.
—En Moscú escuché a Irina por la radio. Ése fue el motivo que me trajo aquí.
—Así que eres un ferviente admirador suyo —dijo Max—. Pues pídele un autógrafo. Regresa a Moscú y podrás escucharla cinco veces al día.
—Puede venir con nosotros a Berlín —dijo Irina.
—¿Qué? —preguntó asombrado Max.
—Si tienes razón en lo que dices, Arkady debe abandonar Múnich inmediatamente. Nadie lo relacionará con nosotros. En Berlín estará a salvo.
—No —contestó secamente Max.
Arkady comprendió que éste había llegado a una conclusión muy distinta; había construido lenta y minuciosamente un argumento lógico que sólo tenía una salida: que Arkady desapareciera del mapa.
—Me opongo tajantemente a que Renko nos acompañe a Berlín —dijo Max.
—Entonces vete solo —dijo Irina—. Yo me quedo aquí con Arkady.
—No nos hospedaremos en un hotel —dijo Max—. Nos alojaremos en el nuevo apartamento.
—Es muy grande —dijo ella—. Dispondrás de espacio suficiente para ti solo.
Max trató de recuperar la compostura, pero en aquel momento Arkady comprendió el motivo que le había impulsado a regresar de Moscú. El peor de los motivos.
De improviso, el amor se enrosca como una serpiente y aplasta a dos hombres al mismo tiempo.