26

El tráfico nocturno se deslizaba sinuosamente por la Leopoldstrasse, entre el resplandor de los faros, los cristales, las terrazas de los cafés y los cromados.

Peter encendió un cigarrillo y dijo:

—Lamento lo de la celda. Tuve que instalarlo en algún lugar fuera del alcance de Michael y de Fiódorov. De todos modos, puede sentirse orgulloso de su hazaña. No se explican cómo consiguió sustituir los teléfonos. No hacían más que mostrarme el recorrido del coche a las pistas de tenis y de vuelta al coche.

Peter pisó con impaciencia el acelerador y adelantó a varios vehículos. A veces Arkady tenía la impresión de que éste apenas conseguía dominar el impulso de subirse en la acera para adelantar a todos los vehículos que circulaban frente a él.

—Al parecer, el teléfono de Michael es especial. Está dotado de un mecanismo perturbador que impide que una tercera persona intercepte las conversaciones. Le disgustaba tener que pedir otro a Washington.

—¿De modo que al fin encontró su teléfono? —preguntó Arkady.

—Fue increíble. Cuando Fiódorov se marchó, Michael, siguiendo el consejo que le dio usted, se puso los pantalones, marcó su propio número de teléfono y se paseó arriba y abajo por la calle hasta que lo oyó sonar suavemente dentro de un cubo de basura. Fue como si hallara un gatito.

—¿No ha presentado cargos contra mí?

—Le vieron abandonar el garaje donde robaron el primer teléfono, pero cuando terminé de hablar con el encargado, éste estaba tan confuso que no sabía si usted era bajo, alto, negro o blanco. Era incapaz de ofrecer una descripción exacta de usted. Lo importante es que, gracias a mí, todavía está aquí.

—Se lo agradezco.

Peter sonrió.

—¿Lo ve? No resulta tan difícil. Los rusos son muy susceptibles.

—¿Cree que no reconozco sus méritos?

—Digamos que los ignora. Me parece estupendo que los rusos y los americanos se lleven bien, pero eso no significa que puedan enviarlo de vuelta a Moscú cuando les apetezca.

—¿Por qué no examinó el fax de Michael cuando le pedí que lo hiciera?

—Porque ya lo sabía. Después de morir su amigo Tommy, marqué ese número y respondió la mujer. Cuando alguien muere, me vuelvo muy curioso. —Peter ofreció a Arkady un cigarrillo y prosiguió—: Reconozco que me divirtió mucho su jueguecito con los teléfonos. Creo que somos muy parecidos. Si no fuera usted tan embustero, formaríamos un buen equipo.

Al enfilar la autopista, Peter metió la directa y pisó a fondo el acelerador.

—Ha confesado que se inventó la historia del Bayern-Franconia y Benz. ¿Por qué eligió el banco de mi abuelo? ¿Por qué le telefoneó?

—Vi una carta que escribió a Benz.

—¿La tiene en su poder?

—No.

—¿La ha leído?

—No.

Las señales de los kilómetros desfilaban a toda velocidad, y por los pasos superiores circulaba un tráfico incesante.

—¿Tiene un socio en Moscú? ¿Por qué no lo llama? —inquirió Peter.

—Ha muerto.

—¿Se ha sentido alguna vez como una plaga, Renko?

Al parecer, Peter sabía perfectamente dónde se hallaban, porque de pronto redujo la marcha y frenó al pie de una rampa negra cubierta de cenizas. El Trabant de Tommy había desaparecido.

Peter retrocedió lentamente.

—El hormigón no se ha quemado, sólo está resquebrajado —dijo—. No me explico cómo el Trabi pudo chocar con semejante ímpetu contra esa rampa. Las puertas estaban cerradas herméticamente. El volante completamente doblado. Sólo se distinguen las marcas de los neumáticos del Trabi; no hay fragmentos de vidrio ni restos de las luces traseras. Sin embargo, desde la carretera se aprecian las huellas del patinazo.

Dos oscuros apóstrofos se extendían desde la carretera hasta la rampa.

—¿Ha comprobado las señales?

—Sí. Es caucho de carbono de mala calidad. Los neumáticos de los Trabis no se pueden quemar ni reciclar. Los investigadores deducen que Tommy se durmió y perdió el control del coche. Los accidentes mortales en los que está implicado un sólo vehículo son los más difíciles de reconstruir. Claro que es posible que un vehículo más potente chocara con el Trabi y lo precipitara contra la rampa. Si Tommy tuviera algún pariente o enemigo, la investigación aún estaría abierta.

—¿La han cerrado?

—En Alemania ocurren tantos accidentes de carretera que no podemos investigarlos todos. Si desea matar a un alemán, hágalo en la carretera.

—¿Halló alguna marca de explosión dentro del coche, algún indicio de que podía tratarse de un incendio premeditado?

—No.

Peter hizo marcha atrás a toda velocidad, luego pisó levemente el freno y el coche giró en redondo. Arkady recordó que había pilotado unos reactores en Tejas, donde existía menos riesgo de chocar con algún objeto.

—Mientras Tommy se abrasaba en el coche, usted me dijo que había presenciado otro incendio parecido. ¿Quién era la víctima?

—Un especulador —contestó Arkady—. Un banquero llamado Rudi Rosen. Se quemó en un Audi. El coche ardió por completo. Después de morir, Rudi recibió un fax transmitido por el aparato que vimos en la emisora.

—¿Cree que la persona que se lo envió pensaba que aún estaba vivo?

—Sí.

—¿Qué provocó el incendio? ¿Un cortocircuito? ¿Una colisión?

—Fue un accidente premeditado. Colocaron una bomba.

—Antes de que muriera Rosen, ¿estuvo en el coche con él?

—Sí.

—No sé por qué, pero es la primera vez que le creo. Sé que miente sobre todo lo demás. Estoy convencido de que hay otra persona implicada en ello, aparte de Benz. ¿De quién se trata? Recuerde que mañana sale un avión para Moscú. Podría obligarlo a regresar en él.

—Tommy y yo buscábamos algo.

—¿Qué?

—Un Bronco rojo.

Frente a ellos, unas luces rojas iluminaban el borde de la carretera. En el arcén, estaban aparcados varios vehículos. Peter avanzó hacia ellos y se detuvo bruscamente. Unos hombres y unas mujeres se apearon apresuradamente de los vehículos, deslumbrados por los faros del coche. Peter sacó dos linternas de la guantera. Cuando él y Arkady se apearon del BMW, los hombres se precipitaron enfurecidos hacia ellos, increpándolos por haber turbado su intimidad. Peter detuvo a uno con el brazo y se encaró violentamente con otro, obligándolo a retroceder. Peter Schiller parecía tener dos caras, pensó Arkady: el ideal ario y el lobo.

Peter avanzó entre las mujeres que aguardaban a los clientes, mientras Arkady examinaba los vehículos que estaban aparcados en el extremo del arcén. Como ignoraba qué aspecto tenía un Bronco, tuvo que leer el nombre en cada vehículo. ¿Un Bronco no era un potro salvaje que saltaba y brincaba? No, el sonido que percibía era como el batir de un tambor húmedo o el acoplamiento de unas tortugas.

Arkady no vio ningún Bronco rojo, pero cuando Peter regresó del otro lado del arcén, le comunicó que acababa de ver partir uno conducido por una tal Tima. Ambos se montaron apresuradamente en el BMW y se lanzaron tras él por la carretera.

Arkady imaginó la noche arrastrándose tras ellos como una larga bufanda. Los habitantes de Múnich vivían tranquilamente, ajustados a un horario, tomaban muesli para desayunar, iban a trabajar en bicicleta y pagaban para acostarse con una mujer. Peter, sin embargo, vivía a más revoluciones por minuto.

—Creo que cuando estaba usted sentado en el Trabi esperando a Tommy, alguien debió verlo —dijo Peter—. Luego, el pobre Tommy emprendió el camino de regreso y alguien lo siguió. No fue un accidente. Fue un asesinato, pero creyeron que le habían matado a usted.

—¿Qué pretende?, seguir dando vueltas con el coche hasta que alguien trate de matarnos?

—Lo hago para despejarme. ¿Está persiguiendo a alguien de Moscú, o es que alguien le persigue a usted?

—En estos momentos estoy dispuesto a perseguir cualquier cosa, hasta una estrella.

—¿Como mi abuelo?

—Quizá su abuelo esté relacionado con el asunto y quizá no. Sinceramente, no lo sé.

—¿Conoce a Benz?

—No.

—¿Ha hablado con alguien que conoce a Benz?

—Con Tommy. ¡Frene! —exclamó Arkady. Una joven vestida con una cazadora y unas botas de cuero rojas caminaba por el borde de la carretera. Al aproximarse a ella, Arkady observó que tenía el pelo negro y la cara redonda de los uzbekos.

—¡Deténgase! —ordenó Arkady a Peter.

La chica estaba furiosa y se expresaba en un alemán que parecía un dialecto ruso.

—Ese capullo me echó del coche. Lo mataré.

—¿Qué aspecto tiene su coche? —preguntó Arkady.

—¡Mierda! —exclamó la chica, dando una patada en el suelo—. Todas mis cosas están dentro del coche.

—Quizá podamos encontrarlo.

—Son fotografías y objetos personales.

—¿Qué clase de coche es?

La chica reflexionó unos instantes antes de responder. Uzbekistán está muy lejos, pensó Arkady. Tenía las piernas delgadas y parecía aterida de frío.

—Da lo mismo, yo misma lo buscaré —dijo la chica.

—Si alguien le ha robado el coche —dijo Peter—, debe denunciarlo a la policía.

La joven observó con recelo a Peter y el BMW, con su antena especial y su luz azul.

—No.

—¿Qué significa Tima? —preguntó Arkady.

—Es la abreviación de Fátima —respondió la chica, apresurándose a añadir—: No he dicho que me llamara Tima.

—¿Le robaron el coche hace dos noches?

La joven cruzó los brazos y respondió:

—¿Me ha estado vigilando?

—¿Es usted de Samarcanda o de Tashkent?

—De Tashkent.

—¿Cuánto rato hace que le robaron el coche?

La joven apretó los labios y echó a andar, balanceándose sobre sus elevados tacones. En otro tiempo, los uzbekos habían constituido la célebre Horda Dorada de Tamerlane que había abandonado Mongolia para dirigirse hacia Moscú. Esto era el colmo, tener que recorrer a pie una autopista.

Al llegar a la Plaza Roja se detuvieron para examinar los coches que estaban aparcados frente al local. No había ningún Bronco rojo. Unos hombres de negocios se apearon de unas furgonetas y penetraron en el club erótico.

—Han salido de juerga —dijo Peter—. Son de Stuttgart. Lo único que harán será beber cerveza, y luego regresarán a casa para follar con sus mujeres.

Cuando enfilaron la carretera de nuevo, Peter parecía haberse serenado, como si hubiera tomado una importante decisión. Arkady también se sentía más relajado.

A medida que se aproximaban a la ciudad, ésta parecía extenderse ante ellos como un campo de batalla de polillas.

Frente al apartamento de Benz estaba aparcado un Bronco rojo. No se distinguía ninguna luz a través de las ventanas. Peter y Arkady pasaron dos veces frente al apartamento, aparcaron el coche en la manzana siguiente y regresaron a pie.

Peter se ocultó bajo un árbol mientras Arkady subía los escalones y pulsaba el timbre del apartamento. Nadie respondió por el interfono. Las luces del apartamento seguían apagadas.

—Se ha marchado —dijo Peter.

—El coche está aquí.

—Habrá salido a dar un paseo.

—¿A medianoche?

—Es un alemán del este, ¿cuántos coches cree que posee? Veamos si conseguimos descubrir algo.

Peter entregó a Arkady una linterna, lo condujo hasta el Bronco y sacó las pinzas de una navaja multiuso. El cromado del guardabarros delantero estaba intacto, pero en los protectores de goma brillaba algo. Peter se agachó y extrajo unos filamentos de vidrio.

—Una de las razones por las que resulta casi imposible reciclar un Trabi es que la estructura de fibra de vidrio se hace añicos —dijo, guardando los fragmentos en un sobre—. Muertos o vivos, los Trabis son unos coches muy complicados.

Peter comunicó por radio el número de la matrícula del Bronco. Mientras aguardaba la respuesta, colocó los filamentos de vidrio en el cenicero del BMW y les aplicó la llama del encendedor. Los fragmentos comenzaron a arder emitiendo un humo marrón y unos hilillos de ceniza negra, mientras un repugnante hedor invadía el coche.

—Parecen pertenecer a un Trabi —dijo Peter, apagando la llama—, pero eso no demuestra nada. No podemos compararlos con los restos del coche de Tommy, ya que se quemó por completo. De todos modos, hasta un abogado tendría que reconocer que el Bronco chocó con algo.

Al cabo de unos minutos una voz transmitió por la radio del coche, en un alemán seco y cortante, la informado que había solicitado Peter. Éste escribió en un papel «Fantasy Tours» y la dirección de Borís Benz.

—Pregúntele cuántos vehículos están registrados a nombre de Fantasy —dijo Arkady.

Tras formular la pregunta, Peter anotó el número 18 y una lista de vehículos compuesta por Pathfinders, Navahos, Cherokees, Troopers y Rovers.

—Dijo usted que no conocía a Benz —inquirió Peter después de colgar el teléfono.

—Dije que Tommy conocía a Benz.

—Me dijo que usted y Tommy estaban buscando a Benz y que entraron en el club erótico.

—Tommy lo vio allí hace un año.

—¿Quién era el enlace? ¿Cómo se conocieron?

Arkady no había revelado a Peter el nombre de Max porque temía implicar a Irina en el asunto.

—¿Por qué se encontró Tommy con Benz? ¿Acaso quería hablar con él sobre la guerra?

—Estoy seguro de que Tommy le habló de ello. Quería entrevistar a varias personas para un libro que pensaba escribir sobre la guerra. Estaba obsesionado con el tema. Su apartamento parece un museo de la guerra.

—Lo sé, estuve allí.

—¿Y cuál fue su impresión?

La mirada de Peter parecía haber recobrado su habitual energía, como si se la hubiera transmitido la electricidad de la radio. Sacó una llave del bolsillo y dijo:

—Creo que deberíamos visitar otra vez ese museo.

Dos de las paredes estaban decoradas con unas esvásticas y una tercera se hallaba cubierta por un mapa de la Wehrmacht. Las estanterías contenían una colección de máscaras de gas, unos Panzers de hojalata, el tapacubos del coche oficial de Hitler, todo tipo de municiones y el zapato ortopédico de Goebbels. Un reloj en forma de águila marcaba las doce.

—Estuve aquí hace un rato —dijo Peter—. Normalmente no registramos los apartamentos de las víctimas.

Sobre la mesa, donde se había derretido el pastel de cumpleaños en forma de Muro de Berlín, había una máquina de escribir junto a un bloc de notas, unas cuartillas y unas tarjetas de archivos. Peter examinó con gran interés unos prismáticos y se colocó un brazal y una gorra de la SS, como un actor probándose los objetos de atrezzo. Cogió el casco que Tommy había lucido en la fiesta y dijo:

—Pobre Jürgen, era amigo mío.

Luego examinó el molde dental.

—Es la dentadura de Hitler —dijo Arkady.

Sieg heil! —exclamó Peter.

Al oír la exclamación, Arkady sintió que se le erizaba el vello del cogote.

—¿Sabe por qué perdimos la guerra? —preguntó Peter.

—No.

—Me lo explicó un anciano. Nos hallábamos de excursión en los Alpes. Cuando nos detuvimos a comer en un prado lleno de flores silvestres, surgió el tema de la guerra. El anciano dijo que los nazis habían cometido muchos «excesos», pero que habían perdido la guerra debido a un acto de sabotaje. Al parecer, unos obreros que trabajaban en las fábricas de municiones rebajaban la pólvora que colocaban en los proyectiles para que nuestras armas resultaran ineficaces. De no de haber sido por eso, habríamos podido alcanzar una paz honorable. El viejo me habló de los abuelos y de los muchachos que luchaban entre las ruinas de Berlín, apuñalados por la espalda por los saboteadores. Años más tarde me enteré de que esos saboteadores eran rusos y judíos, unos trabajadores explotados a quienes los patronos mataban de hambre. En aquellos momentos recordé las flores, la maravillosa vista alpina, y las lágrimas que asomaban a los ojos del anciano.

Peter dejó el molde dental en la estantería, se acercó a la mesa y comenzó a examinar las tarjetas, las notas y las cuartillas.

—¿Qué busca? —le preguntó Arkady.

—Respuestas.

Registraron minuciosamente los cajones del escritorio y de la mesita de noche, examinaron las carpetas que contenían los archivadores y unas agendas que hallaron debajo de la cama. Al fin, junto al teléfono de la cocina, hallaron unos números sin nombres escritos en la pared. Peter soltó una carcajada, descolgó el teléfono y marcó uno de los números.

A pesar de lo avanzado de la hora, su interlocutor respondió inmediatamente.

—Abuelo, voy a ir a visitarte con mi amigo Renko —dijo Peter.

El viejo Schiller llevaba una bata de seda y unas zapatillas de terciopelo. El suelo del salón estaba cubierto con unas alfombras orientales. Las pantallas de las lámparas eran de vidrio de colores.

—Estaba despierto cuando me has llamado. La noche es el mejor momento para leer.

El banquero parecía perfectamente capaz de separar el trabajo de su vida personal. Los estantes de la biblioteca no contenían tomos sobre normas bancarias sino libros de arte que versaban sobre diversos temas, desde alfombras turcas hasta cerámica japonesa. Bajo unos reflectores dispuestos para sacar el mayor partido posible de unos objetos de modesto tamaño pero de extraordinaria calidad, había un bronce griego de un delfín, unas calaveras mexicanas de azúcar y jade y un perro de alabastro chino. En la pared colgaba un oscuro icono de una virgen, en lo que habría constituido el «bello rincón» de una mansión rústica prerrevolucionaria. La gruesa madera estaba resquebrajada y el rostro de la virgen aparecía cubierto por el humo que hacía que sus ojos parecieran aún más luminosos.

Schiller sirvió el té en unas tazas de porcelana con el borde dorado. Se movía con rigidez, sin doblar la espalda, y Arkady notó que debajo de la bata llevaba un corsé ortopédico.

—Lo siento, no tengo mermelada. Recuerdo que a los rusos les gusta tomar mermelada con el té.

Peter no cesaba de pasearse de un lado a otro.

—Es bueno para la alfombra —observó su abuelo. Luego se volvió hacia Arkady y añadió—: De niño recorría un kilómetro diario sobre esa alfombra. Estaba lleno de vitalidad. No podía remediarlo.

—¿Por qué tenía el americano tu número de teléfono? —le preguntó Peter.

—Por su estúpido libro. Es el tipo de individuo que se dedica a husmear por los cementerios y cree que se ha labrado un nombre. No dejaba de molestarme, pero me negué a que me entrevistara. Sospecho que le habló de mí a Benz.

—¿El banco no estaba implicado? —inquirió Arkady.

Schiller sonrió levemente y respondió:

—El Bayern-Franconia no tiene el menor interés en invertir en la Unión Soviética. Benz vino a verme.

—Benz es un macarra —dijo Peter—. Dirige a un grupo de prostitutas en la autopista. ¿De qué quería hablar contigo?

—De terrenos.

—¿Un asunto de negocios? —preguntó Arkady.

Schiller bebió un poco de té.

—Antes de la guerra teníamos un banco en Berlín. Nosotros no somos bávaros —dijo, observando a su nieto con preocupación—. Ése es el problema de Peter; no fue educado para convertirse en un borracho. Mi familia residía en Potsdam, en las afueras de la ciudad. También poseíamos una residencia veraniega en la costa. He hablado a Peter muchas veces de nuestras casas. Eran maravillosas. El caso es que lo perdimos todo, el banco y las casas. Todo terminó en el sector soviético y posteriormente en la República Democrática Alemana. Primero nos lo arrebataron los rusos, y luego los alemanes del este.

—Suponía que tras la reunificación habían restituido las propiedades privadas a sus antiguos dueños.

—¡Oh, sí! La vieja Alemania Oriental está plagada de fantasmas judíos. Pero a nosotros no nos ayudaron porque las nuevas leyes excluían las propiedades confiscadas entre 1945 y 1949, que fue cuando perdimos las nuestras. Al menos, eso creía hasta que se presentó Benz.

—¿Qué le dijo? —preguntó Arkady.

—Se hizo pasar por un agente inmobiliario. Me informó que existía cierta confusión sobre la fecha exacta en que habían confiscado nuestra casa de Potsdam. Cuando gobernaban los rusos, muchas propiedades quedaron abandonadas durante años. Los documentos se habían perdido o quemado. Benz me dijo que intentaría proporcionarme una nueva documentación para apoyar mi demanda. —Schiller se volvió hacia su nieto y agregó—. Lo hice también por ti, Peter. Benz dijo que quizá podría ayudarnos a recuperar la finca rústica y la residencia veraniega.

—¿Cuánto dinero te pidió? —preguntó Peter.

—No me pidió dinero sino información.

—¿Información del banco?

Schiller parecía ofendido.

—De mi historia personal —contestó, despojándose de las zapatillas. Sus pies presentaban unas manchas azuladas y tenía las uñas amarillentas. Le faltaban dos dedos—. Se me congelaron. Debería vivir en España. Tráeme un brandy, Peter. Me he enfriado.

—¿Qué hizo en el frente oriental? —preguntó Arkady.

Schiller carraspeó antes de responder.

—Estaba en un destacamento especial.

—¿Especial?

—Ya sé dónde quiere ir a parar. Otros destacamentos especiales apresaban a los judíos. Yo no hice nada de eso. Mi destacamento se dedicaba a reunir obras de arte. Mi padre no quería que estuviera en el frente, de modo que consiguió que me incorporaran a un grupo de la SS que seguía a la avanzadilla. Yo era un muchacho, más joven que vosotros. Mi padre me aseguró que nos encargaríamos de proteger las obras de arte. Tenía razón: sin nuestra intervención, miles de pinturas, joyas y libros de incalculable valor hubieran desaparecido. Nuestra misión consistía literalmente en rescatar la cultura. Las listas ya habían sido confeccionadas. Goering redactó una lista; Goebbels, otra. Nosotros disponíamos de carpinteros, de expertos en embalar obras de arte, y de nuestros propios trenes. La Wehrmacht tenía órdenes de mantener las vías abiertas para que pasaran los cargamentos que enviábamos. Fue un otoño muy ajetreado. Luego, cuando llegó el invierno, nos instalamos en las afueras de Moscú, donde en aquellos momentos se libraba la guerra, aunque nosotros lo ignorábamos.

El té, acompañado de brandy, resultaba más apetecible. El banquero cruzó las piernas con visible esfuerzo, como si el menor movimiento le causara un dolor insoportable.

—¿Era eso lo que Tommy deseaba saber? —inquirió Arkady.

—Me hizo algunas preguntas a propósito de lo que acaba de relatar —contestó Schiller.

—Me dijiste que os capturaron en las afueras de Moscú y que estuvisteis tres años en un campo de concentración —dijo Peter—. Me dijiste que no tuvisteis más remedio que rendiros cuando se os congelaron los fusiles.

—A mí se me congelaron los pies. A decir verdad, cuando me capturaron me hallaba oculto en un vagón de mercancías. Los hombres de la SS fueron fusilados allí mismo. A mí también me habrían fusilado de no ser porque los rusos encontraron unos iconos en algunas cajas. Me sometieron a un feroz interrogatorio. Accedí a redactar una lista de lo que habíamos requisado. Posteriormente, la guerra tomó otros derroteros. Nunca estuve en un campo de concentración, ni un solo día. Viajé con el Ejército Rojo, al principio buscando los objetos que la SS había requisado. Luego, cuando nos dirigimos hacia el oeste, hice de asesor a unas tropas especiales del Ministerio soviético de Cultura, ayudando a localizar y enviar obras de arte alemanas a Moscú. Stalin confeccionó una lista, lo mismo que Beria. Devolvimos un sinfín de obras de arte porque conseguimos hallar las piezas que la SS había robado de distintos países, como unos dibujos de Koenigs en Holanda y unas pinturas de Poznan en Polonia. Despojamos el Museo de Dresde, la Biblioteca Real de Prusia y las colecciones de los museos de Aachen, Weimar y Magdeburgo.

—En otras palabras, colaboraste con ellos —dijo Peter.

—Serví a la historia. Sobreviví. No fui el único. Cuando los rusos llegaron a Berlín, ¿adónde crees que se dirigieron? Mientras la ciudad ardía, mientras Hitler aún estaba vivo, se apresuraron a saquear los museos. Desaparecieron numerosos tesoros, como cuadros de Rubens y Rembrandt, y el oro de Troya.

—¿Estaba usted allí? —preguntó Arkady.

—No, me encontraba todavía en Magdeburgo. Cuando terminamos nuestra labor allí, los rusos me ofrecieron un vodka. Habíamos permanecido juntos durante tres años. Incluso lucía una guerrera del Ejército Rojo. Pues bien, me quitaron la guerrera, me condujeron a un callejón, me pegaron un tiro por la espalda y me dieron por muerto. Como comprobarás, Peter, se trata de mi historia personal.

—¿Qué era lo que le interesaba a Benz? —preguntó Arkady.

—Nada en particular —respondió Schiller—. En realidad, tuve la impresión de que quería verificar mi lista, comparándola con la suya. En el fondo era un tipo ruin, un bastardo de los cuarteles. Al final sólo hablamos sobre embalaje. La SS había contratado a unos carpinteros de la empresa Knauer de Berlín, que en aquella época eran unos expertos en materia de transportar obras de arte. Le hice unos dibujos. Estaba más interesado en los clavos, las maderas y la documentación que en el arte.

—¿A qué se refería cuando dijo que era un bastardo de los cuarteles?

—Es una expresión muy común —respondió Schiller—. ¿Cuántas muchachas alemanas tuvieron hijos de los soldados extranjeros destinados aquí?

—Benz nació en Potsdam —dijo Arkady—. ¿Cree que su padre era ruso?

—Al menos tenía acento ruso —contestó Schiller.

—Todas las historias que me contaste sobre defender Alemania eran mentira. Eras un ladrón, primero en un bando y luego en el otro. ¿Por qué no me contaste todo esto antes? ¿Por qué lo has hecho ahora?

El banquero volvió a calzarse las zapatillas y se giró hacia Peter.

Tenía la fragilidad y la brutal sinceridad de las personas ancianas, una combinación mortal.

—No te concernía. El pasado había quedado atrás. Pero ahora sí te concierne. Todo tiene un precio. Si conseguimos recuperar nuestra casa y nuestras propiedades, si conseguimos regresar a casa, ése es el precio que tú debes pagar, Peter.

Peter acompañó a Arkady al apartamento de Stas y se alejó en la oscuridad.

Arkady abrió la puerta con la llave que le había dado Stas. Después de olfatearlo durante unos minutos, Laika le dejó pasar. Arkady se dirigió a la cocina y preparó una cena a base de galletas para la perra, y té, mermelada y cigarrillos para él.

Al cabo de unos momentos se oyeron unos pasos en el pasillo y apareció Stas, vestido con la chaqueta de un pijama y los pantalones de otro. Se apoyó en el quicio de la puerta y observó cómo Laika se comía las galletas.

—Zorra —dijo.

—¿Te he despertado? —preguntó Arkady.

—No estoy despierto. Si lo estuviera, te preguntaría dónde demonios te has metido. —Stas se dirigió con paso vacilante hacia el frigorífico y sacó una cerveza—. Es evidente que me consideras el portero, el conserje, el enano que te limpia los zapatos. ¿Dónde te has metido?

—He estado con mi nuevo socio alemán. Está entusiasmado con el caso. He hecho todo lo posible por confundirlo.

—Es imposible confundir a un alemán —dijo Stas, sentándose.

Pero Arkady había conseguido confundir a Peter por omisión, al no mencionar a Max para no perjudicar a Irina. En estos momentos Peter estaba convencido de que su abuelo era la única conexión entre Tommy y Benz.

—Me he aprovechado de su sentimiento de culpa nacional —dijo Arkady.

—Bien hecho. He descubierto que en este país todo el mundo padece amnesia, pero si has dado con un alemán que se siente culpable, te garantizo que no existe nadie en este mundo que sufra un mayor complejo de culpabilidad. ¿Me equivoco?

—No.

Stas apuró la cerveza, dejó la botella sobre la mesa y dijo:

—De todos modos, estaba despierto. Pensaba que si me hubiera quedado en Rusia, probablemente hubiera muerto en un campo de trabajos forzados. O quizá me hubieran aplastado como un blini.

—Hiciste bien en largarte.

—A consecuencia de lo cual he ejercido una enorme influencia en los acontecimientos mundiales. Me burlo de la emisora, pero el presupuesto de Radio Liberty es menor que el coste de un solo bombardero estratégico.

—¿De veras?

—Y encima me hallo en una situación exenta de impuestos.

—Eso suena estupendo.

Stas miró el reloj de la cocina. El segundero avanzaba haciendo unos clics audibles, como una llave que girase reiteradamente en una cerradura. Laika se acercó a él y apoyó su peluda cabeza en sus rodillas.

—Quizá debí quedarme —dijo Stas.