El secreto consistía en que Stas sólo comía a la hora del desayuno: hígado, salmón ahumado, ensaladilla de patatas y varias tazas de café. Como buen soltero, disponía también de un vídeo y un gigantesco televisor.
Arkady puso la cinta y utilizó el mando a distancia para pasar rápidamente de una imagen a otra: los monjes, la Marienplatz, la taberna al aire libre, los modernos vehículos, más cervecerías, los cisnes, la ópera, la Oktoberfest, los Alpes, y de nuevo la taberna al aire libre. Arkady rebobinó la cinta hasta el inicio de la última escena. La taberna, iluminada por el sol, estaba rodeada por un muro cubierto por una enredadera, en torno a la cual revoloteaban unas abejas. Los comensales parecían agotados tras la copiosa comida, excepto la mujer sentada en una de las mesas. Arkady detuvo la imagen en el momento en que ésta alzaba el vaso.
—No la he visto jamás —dijo Stas—. Lo que me asombra es que nunca he estado en esta taberna. Creía que las conocía todas.
La imagen volvió a cobrar vida en la pantalla. La mujer alzó su vaso. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, dejando el rostro al descubierto, el collar de oro relucía sobre su jersey de cachemira negro, las alargadas gafas de sol le daban un aspecto divertido, y las uñas pintadas y los labios rojos prometían en ruso: «Te quiero». Stas sacudió la cabeza y dijo:
—Estoy seguro de que la recordaría.
—¿No la has visto en Radio Liberty? —preguntó Arkady.
—No.
—¿Con Tommy?
—Es posible, pero no la recuerdo.
Arkady cambió de táctica.
—Quisiera ver dónde trabajaba Tommy.
—¿El Archivo Rojo? Si intento hacerte pasar, los guardias avisarán a Michael. No me importa que se enfade conmigo, pero les dirá a los guardias que no te den un pase.
—¿Michael está siempre en la emisora?
—No. Entre las once y las doce juega al tenis en el club. Pero se lleva el teléfono portátil a todas partes.
—¿Estarás en la emisora?
—Estaré en mi despacho hasta el mediodía. Soy escritor. Me dedico a relatar la decadencia y caída de la Unión Soviética con frases escuetas.
Cuando Stas se marchó, Arkady arregló el sofá, fregó los platos y planchó las prendas que Fiódorov había metido en su bolsa. Tenía la muñeca llena de morados, pero la perra no le había herido. Stas había visto las señales, pero no dijo nada. Cada paso que daba Arkady, del sofá al fregadero y a la tabla de planchar, era observado atentamente por Laika, que hasta ahora parecía encontrar su conducta aceptable.
Mientras planchaba, Arkady puso de nuevo la cinta. Cuando aparecieron las imágenes de la cervecería, pensó que podía estar contemplando el patio de un restaurante en lugar de una taberna al aire libre. Había un comedor interior, pero la luz del exterior era demasiado intensa para distinguir algo a través de las ventanas.
¿Qué sabía Arkady sobre esa mujer? Quizás había sido una puta en Moscú llamada Rita. O podía ser Frau Benz. La única evidencia de su existencia era esta cinta. Esta vez Arkady observó que la mesa estaba puesta para dos comensales. La mujer ofrecía un aspecto casi teatral. El collar de oro era decididamente teutónico, pero los ángulos de su rostro eran inconfundiblemente rusos. Su excesivo maquillaje también era típicamente ruso. Arkady lamentó que no se quitara las gafas. Lentamente, sus labios esbozaron una sonrisa y dijo a Rudi Rosen: «Te quiero». Laika se dirigió hacia el televisor y se sentó frente a él.
Arkady rebobinó la cinta, deteniéndola cada dos planos. A medida que le cinta retrocedía, apareció la imagen de las gafas de sol, la mesa, los comensales, la madreselva y las abejas, el carrito con tapetes y servilletas, los cubiertos, las jarras de agua, el estuco, la madreselva y, por último, la ventana en cuyo cristal se reflejaba el hombre que sostenía la cámara, situado frente a un grueso muro cubierto por la enredadera. Ésta era otra cuestión: ¿quién había filmado la película? Se trataba de un hombre de complexión atlética, vestido con un jersey rojo, blanco y negro. Los colores de Marlboro.
Arkady pasó la cinta otra vez. En el aire flotaban unas motas. Las abejas revoloteaban alrededor de la madreselva y los comensales volvieron a cobrar vida. La mujer de las gafas de sol repitió: «Te quiero».
En el garaje de Luitpold, un elegante Mercedes dotado de un teléfono rojo estaba aparcado junto a la garita del guarda. Arkady recordó a los árabes del Hilton y subió por la rampa hasta el siguiente nivel, eligió un BMW que parecía bastante ligero y le propinó un fuerte empujón. Súbitamente, las luces del coche comenzaron a parpadear y el claxon se disparó. Arkady zarandeó a otros Mercedes, unos Audis, Daimlers y Maseratis, hasta que toda la planta reverberaba como una orquesta de alarmas. Cuando Arkady vio al empleado subir corriendo la rampa, echó a correr escaleras abajo.
En la garita había un aparato para picar tarjetas, una caja registradora, unas herramientas de coche y un largo cuchillo para abrir las portezuelas de los coches que estaban cerradas con llave. El cuchillo exigía una paciencia de la que Arkady carecía, de modo que cogió una llave inglesa. Al romper la ventanilla del Mercedes, la alarma de la limusina se unió al coro de bocinazos, pero a los cinco segundos Arkady consiguió el teléfono del coche y abandonó precipitadamente el garaje.
En Moscú era un investigador de la oficina del fiscal municipal; aquí, tras pasar menos de una semana en Occidente, se había convertido en un ladrón. Sin embargo, en vez de sentirse culpable, se sentía vivo. Incluso había tenido la precaución de desconectar el teléfono.
Eran más de las once cuando llegó a Radio Liberty. Al otro lado de la calle, por entre los coches aparcados y la verja de hierro, vio el edificio del club, una terraza con unas mesas y unos escalones que conducían a las pistas de tierra batida donde jugaban unos tenistas vestidos con unos atuendos blancos y color pastel. Qué mundo tan encantador, pensó Arkady. Qué maravilla que la gente pudiera hacer una pausa en su jornada laboral para calzarse unos pantalones cortos y echarse a correr detrás de una pelota de tenis. Miró dentro del Porsche de Michael y vio que el teléfono celular, el cetro de plástico, había desaparecido.
Michael se hallaba en una pista cerca del edificio del club. Llevaba unos pantalones cortos y un jersey con el escote en forma de V. Jugaba con la indolente facilidad de alguien que ha aprendido a manejar una pelota de tenis desde la infancia. Su contrincante, que estaba de espaldas a Arkady, agitaba torpemente la raqueta y se movía con paso vacilante por la pista, como si se hallara sobre un trampolín. Detrás de él, frente a Michael, había una mesa sobre la que reposaba el teléfono, con la antena desplegada. Las otras mesas estaban vacías.
Mientras Arkady pensaba en la forma de abordar a Michael, se entretuvo observando a los jugadores. Su adversario lanzaba las pelotas a derecha e izquierda, y de vez en cuando hacia la alambrada que rodeaba la pista. Otras veces tropezaba y no conseguía alcanzar la pelota. Era como si practicara un juego inventado en otro planeta, con otras leyes de gravedad, totalmente ajeno a él.
De improviso los dos jugadores se acercaron a la red para conversar unos instantes, y Arkady oyó que pronunciaban su nombre. Cuando el contrincante de Michael regresó para ocupar de nuevo su lugar, vio que se trataba de Fiódorov. La pelota lanzada por el agregado del consulado voló por encima de la alambrada y aterrizó en una pista donde jugaban dos mujeres. Ambas llevaban unas faldas cortas, mostrando sus atléticas y bronceadas piernas, y observaron disgustadas la pelota. Michael se acercó a la alambrada y les pidió disculpas. Fiódorov se dirigió hacia ellos corriendo y agitando la raqueta. Arkady aprovechó el momento de confusión para aproximarse a la mesa y sustituir el teléfono de Michael por el que había sacado del Mercedes.
En un extremo del jardín había dos cubos de basura, uno naranja para objetos de plástico y otro verde para objetos de vidrio. Tras arrojar el teléfono en el cubo naranja, Arkady pasó frente a las pistas de tenis, atravesó la verja de la emisora, pasó por debajo de las cámaras, junto a la garita del guarda del aparcamiento y subió los escalones que conducían a recepción.
Al oír que lo llamaban, Stas se dirigió al mostrador de recepción, sorprendido de ver allí a Arkady, mientras los guardias trataban de localizar a Michael.
—Está sonando.
—No disponemos de todo el día —dijo Stas.
El guardia colgó, miró a Arkady con cara de pocos amigos y le entregó un pase. La puerta se abrió y penetraron en el pasillo enmoquetado en color crema de Radio Liberty. Arkady advirtió que habían cambiado los tablones de anuncios, lo que demostraba la eficacia de la organización. En ellos se veían unas fotografías en las que aparecía el presidente Gilmartin charlando con un grupo de locutores húngaros y aplaudiendo a los bailarines folclóricos de Minsk. Por el pasillo caminaban apresuradamente unos técnicos que llevaban unas cintas de audio. De vez en cuando, el pelo gris de Ludmila asomaba por la puerta de un despacho.
—¿Has venido para colocar una bomba en el despacho del director o de Michael? —preguntó Stas a Arkady.
—¿Dónde está el Archivo Rojo?
—Las escaleras están situadas entre la máquina de refrescos y la de bocadillos. Espero que no vueles el edificio.
Cuando Tommy le informó de que el Archivo Rojo constituía la mayor biblioteca de la vida soviética fuera de Moscú, Arkady imaginó las anticuadas lámparas y las polvorientas estanterías de la Biblioteca Lenin. Como de costumbre, la realidad lo dejó asombrado. El Archivo Rojo no estaba iluminado por unas anticuadas lámparas, sino por el suave resplandor de unas lámparas halógenas. Tampoco había libros sino archivos de microfichas, unos archivadores metálicos motorizados que se deslizaban sobre unas guías. En lugar de una sala de lectura había una máquina que ampliaba las microfichas hasta un tamaño legible. Admirado, Arkady pasó la mano por un archivador. Era como si la vieja Rusia, Pedro, Catalina la Grande y el asedio del Palacio de Invierno hubieran sido reducidos al tamaño de la cabeza de un alfiler. Al girarse, se sorprendió de ver en un rincón un objeto tan primitivo como una caja de madera con unas tarjetas de archivo escritas en cirílico.
Todos los investigadores que estaban sentados en las mesas, tomando notas afanosamente, eran americanos. Una empleada vestida con una blusa adornada con lacitos se mostró entusiasmada de ver a un ruso.
—¿Dónde estaba la mesa de Tommy? —preguntó Arkady.
—En la sección Pravda —respondió la mujer, suspirando e indicando una puerta—. Le echamos mucho de menos.
—Es lógico.
—Estos días recibimos una enorme cantidad de información —dijo la mujer—. Antes escaseaba, pero ahora sobra. No damos abasto.
—La comprendo.
La sección Pravda consistía en una pequeña sala repleta de estanterías que contenían unos volúmenes encuadernados de Pravda y de Izvestia. En un extremo de la sala había un vídeo conectado a un televisor en color. Arkady dedujo que la emisora debía disponer de una antena parabólica porque, aunque habían bajado el sonido, comprobó que estaba contemplando un noticiario soviético. En la pantalla aparecía una muchedumbre vestida con harapos tratando de volcar un camión. Cuando al fin lo lograron, todos se apresuraron a subirse a la parte trasera del vehículo. Un primer plano mostraba al conductor con la nariz sangrando. Otro plano del camión ofrecía el nombre de una cooperativa que se dedicaba a fabricar sebo. La gente se apeó del camión agitando unos huesos y unos pedazos de carne putrefacta. Arkady comprendió entonces hasta qué punto se había dejado condicionar por la excelente cerveza y la comida alemana. ¿Era la situación realmente tan desastrosa?, se preguntó.
Detrás del televisor estaba la mesa de Tommy, cubierta de periódicos, manchas de café y unas balas de ametralladoras que utilizaba como pisapapeles. El cajón del centro contenía unos bolígrafos, una grapadora, unos blocs de notas y unos clips. En los cajones laterales había un diccionario ruso-inglés y otro alemán-inglés, novelas de vaqueros, libros de historia militar, manuscritos, y cartas rechazando algunas solicitudes. Ni siquiera había un jack telefónico para un fax.
Arkady regresó a la sala de los archivos y preguntó a la empleada:
—¿Disponía Tommy de un fax cuando trabajaba en la revisión de programas?
—Es posible. La sección de revisión de programas está en otra zona de la ciudad. Quizá tenía uno allí.
—¿Cuánto tiempo trabajó aquí?
—Un año. Ojalá dispusiéramos aquí de un fax. Es uno de los privilegios de los ejecutivos —dijo la mujer, como si se refiriera a unos premios—. Pero disponemos de toda clase de información sobre la Unión Soviética. Sobre cualquier tema.
—Max Albov.
La mujer guardó silencio unos instantes mientras jugueteaba con los lazos de su blusa.
—Ése es un tema confidencial. Está bien —dijo, levantándose del asiento—. ¿Su nombre es?
—Renko.
—¿A quién desea ver?
—A Michael.
—En ese caso… —dijo la mujer, alzando las manos.
Max era como una veta de oro que se filtraba a través de numerosos archivos de microfichas. Arkady se sentó frente a la ampliadora y examinó varios ejemplares de Pravda, Estrella Roja y Cine Soviético, los cuales describían la carrera cinematográfica de Max, su traidora deserción a Occidente, su trabajo en Radio Liberty —el portavoz de desinformación de la CIA—, sus remordimientos de conciencia, su regreso a la madre patria y su reciente encarnación en la televisión americana como un respetado periodista y locutor.
A Arkady le llamó la atención un viejo artículo publicado en Cine Soviético. «Para el director Maxim Albov, la parte más importante de la historia es la mujer. Según él, basta disponer de una actriz hermosa, adecuadamente iluminada, para que el éxito de la película esté garantizado».
Todas sus películas, sin embargo, eran de acción, exaltando el valor y los sacrificios del Ejército Rojo y de los guardias fronterizos contra los maoístas, los sionistas y los muyahidin.
Otro artículo decía: «Fue muy difícil plasmar el efecto de un tanque israelí en llamas puesto que los técnicos de rodaje carecían de detonadores y de explosivos de plástico. La escena tuvo que ser improvisada por el propio director.
»Albov: “Estábamos rodando en las afueras de Bakú, cerca de una planta química. Los aficionados al cine ignoran que he estudiado química. Por tanto, yo sabía que si mezclábamos sodio rojo y sulfato de cobre podíamos crear una explosión espontánea sin necesidad de fusible ni de detonador. Puesto que disponíamos de poco tiempo, probamos cuarenta o cincuenta muestras antes de rodar la escena, que filmamos con una cámara accionada por control remoto y protegida por una mampara de plexiglás. Era una escena nocturna, y el efecto del tanque israelí al estallar en llamas resultó muy espectacular. Ni en Hollywood lo hubieran hecho mejor”. En aquel momento se abrió de golpe la puerta del archivo y aparecieron Michael y Fiódorov. Arkady observó que las piernas de Fiódorov, vestido todavía con pantalones cortos, presentaban un color blanco fluorescente. Llevaba la raqueta bajo el brazo. Michael sostenía el teléfono. Iban acompañados por los guardias del mostrador de recepción y por Ludmila, que miraba a Arkady como un perro de presa.
—Puedes utilizar mi despacho —dijo Ludmila a Michael—. Está junto al tuyo. De esta forma, tu secretaria no le verá.
Michael aceptó su ofrecimiento y penetraron en un despacho decorado con muebles negros y unos ceniceros parecidos a las urnas que contienen las cenizas de los difuntos. En las paredes colgaban unas fotografías de la famosa poetisa Tsvetáieva, que había emigrado a París con su marido, un asesino. El suyo había sido un matrimonio decididamente complicado.
Los guardias obligaron a Arkady a sentarse en un otomán. Fiódorov se sentó en el sofá, y Michael, en el borde la mesa.
—¿Dónde está mi maldito teléfono?
—Lo tiene usted en la mano —contestó Arkady.
Michael arrojó el teléfono en la mesa.
—Éste no es mío. Lo sabe perfectamente. Ha sustituido mi teléfono por otro.
—¿Cómo iba a hacerlo? —preguntó Arkady.
—Así consiguió pasar.
—No, me entregaron un pase de visitante —replicó Arkady.
—Porque no pudieron avisarme por teléfono —dijo Michael—. Porque son unos idiotas.
—¿De qué color es su teléfono?
Michael trató de dominarse.
—Fiódorov y yo nos hemos reunido hoy para hablar sobre usted. Nos está causando muchos problemas.
—Se negó a regresar a casa, tal como le ordenó el cónsul —terció Fiódorov—. Tiene un amigo en la emisora llamado Stanislav Kólotov.
—¡Stas! Hablaré más tarde con él. ¿Le envió al archivo? —preguntó Michael a Arkady.
—No, quería ver dónde trabajaba Tommy.
—¿Por qué?
—Porque hacía un trabajo interesante.
—¿Y los informes sobre Max Albov?
—Me parece un personaje fascinante.
—Pero le dijo a la empleada del archivo que había venido a verme a mí.
—Así es. Ayer, cuando me llevó a visitar al presidente Gilmartin, prometió darme dinero.
—Pero usted le contó a Gilmartin una sarta de mentiras —replicó Michael.
—Renko necesita dinero —dijo Fiódorov.
—Por supuesto que necesita dinero. Todos los rusos necesitan dinero —dijo Ludmila.
—¿Está seguro que éste no es su teléfono? —preguntó Arkady a Michael.
—Es un teléfono robado —contestó Michael.
—En ese caso, convendría que la policía examinara las huellas dactilares —dijo Arkady.
—Ahora, naturalmente, están impresas mis huellas. La policía no tardará en presentarse. A usted le gusta organizar follones, Renko, y mi deber es conseguir que todo funcione como la seda. Creo que lo mejor es que regrese cuanto antes a Moscú.
—Eso mismo opinamos en el consulado —dijo Fiódorov.
Arkady trató de levantarse, pero los guardias se lo impidieron.
—Hemos decidido enviarlo de regreso a Moscú. Considérelo un hecho. El tipo de comunicado que mi amigo Serguéi envíe a Moscú depende de usted. Serguéi podría decir que tuvo tanto éxito en su misión que regresó antes de lo previsto. Por otra parte, deduzco que un investigador que se ve obligado a regresar por intentar perjudicar las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, por abusar de la hospitalidad de la República Alemana y por robar un teléfono de la emisora, recibirá como mínimo una acogida bastante fría. ¿Le gustaría pasar el resto de su miserable existencia limpiando letrinas en Siberia? De usted depende.
—Me gustaría ayudarle —dijo Arkady.
—Eso está mejor. ¿Qué anda buscando en Múnich? ¿Por qué ha estado husmeando en Radio Liberty? ¿Por qué le ha pedido ayuda a Stas? ¿Dónde está mi teléfono?
—Se me ha ocurrido una idea —dijo Arkady.
—¿De qué se trata?
—Haga una llamada.
—¿A quién? —preguntó Michael, perplejo.
—A usted mismo. Puede que oiga sonar su teléfono.
Tras unos instantes de silencio, Michael preguntó:
—¿Eso es todo, Renko? Es usted peor que un cretino, es un suicida.
—No puede obligarme a regresar. Esto es Alemania —dijo Arkady.
Michael saltó de la mesa con la agilidad de un atleta. Llevaba una especie de máscara blanca alrededor de los ojos por el uso de las gafas de sol y emanaba un olor a sudor mezclado con loción para después del afeitado.
—Por eso lo enviamos a casa, Renko. Es usted un refugiado. ¿Qué cree que hacen los alemanes con los tipos como usted? Ya conoce al teniente Schiller.
Los guardias obligaron a Arkady a levantarse. Fiódorov se puso en pie con la rapidez de un perro adiestrado.
Sobre la mesa de Ludmila había un cenicero, un teléfono y un fax, y cuando Michael abrió la puerta para que entrara Peter Schiller, Arkady observó que en el aparato, junto al botón para transmitir mensajes, figuraba el número que había llamado a Rudi Rosen preguntando dónde estaba la Plaza Roja.
—Tengo entendido que regresa a casa —le dijo Peter.
—Observe el fax —contestó Arkady.
Parecía la oportunidad que el teniente había estado aguardando desde hacía tiempo. Agarró a Arkady por el brazo, se lo dobló hacia atrás y le presionó la muñeca hasta obligarjo a ponerse de puntillas.
—Estoy harto de usted —dijo.
—Examine el fax —insistió Arkady.
—Ha cometido un robo, ha entrado aquí subrepticiamente y se ha resistido a la policía. Otro turista ruso. —Peter empujó a Arkady hacia la puerta y dijo—: Traiga el teléfono que ha encontrado, Michael.
—Hemos decidido retirar los cargos para acelerar el proceso de repatriación —dijo Michael.
—El consulado se ha ocupado de tramitar tu visado —dijo Fiódorov—. Hemos reservado un pasaje en el vuelo que sale hoy para Moscú. Te garantizamos la máxima discreción.
—¡Nada de eso! —exclamó Peter, sujetando a Arkady como si fuera un trofeo—. Si ha infringido las leyes alemanas, está en mis manos.