Stas vivía solo… o casi. Atravesar el pasillo de su apartamento significaba codearse con Gógol y Gorki. En el armario residían célebres poetas como Pushkin y Voloshin. Los elevados pensamientos de Tolstoi llenaban las estanterías situadas sobre un equipo de música sueco, unos compact discs y un televisor. Los periódicos y las revistas estaban apilados por orden cronológico. Como dé un resbalón, pensó Arkady, moriré sepultado bajo un alud de viejas noticias, música y aventuras.
—No es que sea desordenado —se justificó Stas—. Me gusta saborear la vida intensamente.
—Es evidente —respondió Arkady.
—Los hoteles carecen de alma —dijo Stas.
Laika estaba sentada junto a la puerta. Arkady apenas podía distinguir sus ojos a través del pelo, pero estaba seguro de que observaba todos sus movimientos.
—Tengo que marcharme —dijo.
Después de visitar al presidente de la emisora, Arkady pasó el resto del día vigilando el apartamento de Benz. Había anochecido, y vio una luz encendida en una de las habitaciones. Había decidido pasear en metro hasta que cerrara, o adquirir un billete económico para un tren por la mañana y esperar en la estación. Así no podrían acusarlo de ser un vagabundo. Había ido a casa de Stas a recoger la bolsa.
Había una pregunta que le obsesionaba.
—¿Dónde vive Max?
—No lo sé —contestó Stas—. Tómate una copa antes de marcharte. Te espera una noche muy larga.
Antes de que Arkady pudiera protestar, o esquivar a la perra y salir del apartamento, su anfitrión se dirigió a la cocina y regresó con dos vasos y una botella de vodka. El vodka estaba helado.
—¡Caramba! —exclamó Arkady.
Stas llenó los vasos hasta la mitad y dijo:
—Por Tommy.
Arkady bebió un sorbo, sintiendo el impacto del helado líquido en sus tripas. El alcohol no parecía afectar a Stas; era como un frágil junco que resistía cualquier embate. Éste volvió a llenar los vasos y dijo:
—Por Michael, y por la serpiente que consiga morderlo.
Arkady bebió otro trago y depositó el vaso sobre un montón de papeles, lejos del alcance de Stas.
—Tengo curiosidad por saber una cosa. He notado que te gusta incordiar a los americanos. ¿Por qué no te despiden?
—Por las leyes laborales alemanas. Los alemanes no quieren pagar el subsidio de paro a los extranjeros, de modo que cuando uno consigue un trabajo es casi imposible echarlo. Los directivos americanos y los empleados rusos de la emisora se reúnen periódicamente. Según la ley, los informes deben ser redactados en alemán, cosa que enfurece a los americanos. Una vez al año, Michael trata de despedirme. Es como un tiburón famélico. De todas formas, mis programas son muy buenos.
—¿Te divierte fastidiarlo?
—Lo que realmente le puso rabioso fue que los trabajadores judíos acusaron a la emisora de antisemitismo. Presentaron su queja ante un tribunal alemán y ganaron el pleito.
—¿No os molestó que Max regresara a Moscú?
—Sí, sobre todo a Irina y a mí. Habíamos tenido varios problemas de seguridad.
—Eso dijo Michael. Una explosión, según creo.
—Por eso hicieron instalar unas verjas y un enorme muro alrededor de la emisora. Pero el hecho de que el jefe de la sección rusa regrese a Moscú constituye un problema de seguridad a otro nivel.
—Supongo que Michael odia a Max.
—Es lógico —dijo Stas, contemplando el vaso vacío—. Hace diez años que conozco a Max. Siempre me admiró su habilidad para llevarse bien con los americanos y con nosotros. Sabe adaptarse a todas las circunstancias. Tú y yo somos rusos. Max es líquido. Tiene una capacidad asombrosa para cambiar de forma y adaptarse a cualquier recipiente. En una situación fluida, es el rey. Regresó de Moscú convertido en un perfecto hombre de negocios. Los americanos le creen porque es como un espejo. A sus ojos, parece un americano.
—¿En qué tipo de negocios está metido?
—Lo ignoro. Antes de marcharse solía decir que uno podía ganar un dineral con el derrumbe de la Unión Soviética. Según él, es como cualquier empresa grande que quiebra, todavía existen valores y propiedades. ¿Quién es el mayor terrateniente de la Unión Soviética? ¿Quién es el dueño de los mayores bloques de oficinas, de los mejores centros turísticos, de los únicos edificios de apartamentos decentes?
—El Partido.
—El Partido Comunista. Max decía que lo único que tenía que hacer era cambiar de nombre, constituirse en una empresa y reestructurarse. Echar a los accionistas y quedarse con los bienes.
Arkady no recordaba en qué momento había vuelto a dejar la bolsa en el suelo, pero de pronto comprobó que estaba sentado en el sofá. En la mesa había pan, queso y unos cigarrillos. Una lámpara de pie proyectaba unos haces de luz en tres direcciones. A través de la puerta abierta del balcón se filtraba el ruido del tráfico y el aire nocturno.
Stas llenó de nuevo los vasos.
—Yo no era un espía. Los del KGB estaban convencidos de que todos los manifestantes y los desertores eran unos espías o unos chiflados. Lo que yo no podía imaginar era que los americanos creyeran que el KGB había conseguido infiltrar a un peligroso elemento llamado Stas en Occidente. Algunos jefes de la CÍA estaban convencidos de ello. Todos los del FBI lo creían. El FBI no cree en ningún desertor. Si vieran a Jesús abandonar Moscú, montado en un burro, no dudarían en abrirle un expediente.
»Existen verdaderos héroes. Pero yo no soy uno de ellos. Hombres y mujeres que se arrastraron por entre las minas hasta llegar a Turquía o que se enfrentaron al fuego de las metralletas para alcanzar el jardín de una embajada. Que arruinaron sus carreras y perdieron a sus familias. ¿En nombre de qué? De Checoslovaquia, Hungría y Afganistán. Lo cual no significa que no estuvieran comprometidos. Tú lo entiendes, pero los americanos no pueden entenderlo. Nos hemos criado rodeados de informadores. Entre nuestros parientes y nuestros amigos siempre existía algún informador. Incluso entre los héroes. Es muy complicado. Un día, una antigua amante que vivía en Moscú vino a visitarme a Múnich. Michael me preguntó por qué salía con ella puesto que todo el mundo sabía que era una informadora. Pero eso no significa que hubiera dejado de quererla. En Radio Liberty tenemos un escritor cuya esposa trabajaba en una base militar dando clases de ruso a los oficiales americanos, follando con ellos y sacándoles información para el KGB, para poder vivir como cualquier mujer occidental. Pasó dos años en la cárcel. Pero eso no significa que el marido no la haya perdonado. Todos hablamos con ella. ¿Qué vamos a hacer, fingir que está muerta?
»O bien llegamos a un compromiso. Un pintor amigo mío fue llamado por el KGB antes de abandonar Moscú. Le dijeron: “No te hemos enviado a un campo de trabajos forzados, de modo que confiamos en que no nos desprestigies ante la prensa occidental. Consideramos que eres un gran pintor y quizá no comprendas lo difícil que es sobrevivir en Occidente, así que nos gustaría concederte un préstamo. En dólares. Nadie se enterará de ello y no es preciso que firmes un recibo. Dentro de unos años, cuando hayas conseguido establecerte, puedes devolvérnoslo con intereses, o sin intereses”. Cinco años más tarde mi amigo les envió públicamente un cheque y exigió un recibo, pero ya era tarde, pues comprendió que se había vendido. Me pregunto cuántas personas se encuentran en unas circunstancias parecidas.
»O bien, en última instancia, nos volvemos locos. Conozco el caso de un escritor que se trasladó a París. Un famoso autor que sobrevivió al Gulag y que escribía bajo el seudónimo de Teitlebaum. Al cabo de un tiempo descubrieron que era un informador del KGB. Desesperado, escribió un artículo insistiendo en su inocencia y alegando que el informador no era él, sino Teitlebaum.
»A veces —prosiguió Stas— consiguen eliminarnos. Nos envían una carta bomba, nos clavan la punta envenenada de un paraguas o bebemos hasta matarnos. Pero eso no significa que no seamos unos héroes.
Laika estaba tumbada en el suelo como una esfinge. Aunque Arkady no veía sus ojos, presentía la fuerza de su mirada. Cada vez que la perra percibía un ruido extraño ponía las orejas tiesas, pero no apartaba la vista de Arkady ni un segundo.
—No tienes que justificarte ante mí —dijo Arkady.
—Sí, porque eres diferente. Eres un disidente. Salvaste a Irina, pero todo el mundo quiere salvarla, de modo que eso no constituye necesariamente una acción política.
—Fue una cuestión personal —dijo Arkady.
—Tú te quedaste. Todos habíamos oído hablar de ti. Eras como un fantasma. Irina trató de localizarte en un par de ocasiones.
—No lo sabía.
—Nos sacrificamos para luchar en el bando de los buenos. ¿Quién sabía que la historia iba a cambiar de esa forma, que el Ejército Rojo acabaría reducido a unos campamentos de mendigos en Polonia, que el Muro iba a ser derribado? ¿Creían que el Ejército Rojo constituía un peligro? Ahora les preocupan los doscientos cuarenta millones de rusos que se extienden hasta el Canal de la Mancha. Radio Liberty ya no representa la línea del frente. No estamos bloqueados; tenemos corresponsales en Moscú; hacemos entrevistas a personajes del Kremlin.
—Vosotros ganasteis —dijo Arkady.
Stas apuró la botella y encendió un cigarrillo. Estaba pálido, y sus ojos relucían como unos fósforos encendidos.
—¿Que hemos ganado? ¿Entonces por qué me siento como un emigrante? Uno no sabe si decir que abandonó su tierra porque le echaron, o porque creía ser más útil fuera que dentro. Los demócratas del mundo aplauden nuestros nobles esfuerzos. Pero la Unión Soviética no cayó de rodillas gracias a mis esfuerzos sino a la historia, a la ley de la gravedad. La batalla no se está librando en Múnich sino en Moscú. La historia nos ha abandonado como a unos náufragos. Ya no parecemos héroes sino locos. Los americanos nos contemplan asombrados —no me refiero a Michael y a Gilmartin, a ellos sólo les preocupa su trabajo y hacer que la emisora funcione—, sino a otros que leen los titulares sobre lo que sucede en Moscú y nos dicen: «Debieron haberse quedado». Les da lo mismo que nos echaran, que nos jugáramos el cuello o que quisiéramos salvar al mundo. Cuando los americanos ven a un tipo como tú, piensan: «Al menos ése decidió quedarse».
—No tuve elección. Hice un pacto con ellos. Prometieron dejar en paz a Irina si yo me quedaba. De todos modos, hace mucho de eso.
Stas observó su vaso vacío y preguntó:
—Si hubieras podido, ¿te habrías marchado con ella?
Arkady no respondió. Stas se inclinó hacia delante y apartó el humo con la mano para ver su rostro con mayor claridad.
—¿Te habrías marchado con ella? —repitió.
—Soy ruso. No creo que hubiese sido capaz de marcharme.
Stas guardó silencio.
—Desde luego, el que yo me quedara en Moscú no afectó el curso de la Historia —dijo Arkady—. Quizás el loco fui yo.
Stas se dirigió a la cocina y regresó con otra botella. Laika seguía vigilando a Arkady para asegurarse de que no sacaba una bomba o trataba de agredir a su amo con una pistola o un paraguas envenenado.
—Irina lo pasó muy mal en Nueva York. Creo que en Moscú trabajó en unos estudios cinematográficos, ¿no es cierto? —preguntó Stas.
—Era una estudiante hasta que la expulsaron de la universidad. Luego consiguió trabajo como sastra en los estudios Mosfilm —respondió Arkady.
—En Nueva York trabajó como maquilladora en el teatro, luego conoció a un grupo artístico y trabajó en unas galerías de arte, primero allí y luego en Berlín, mientras trataba de defenderse continuamente de sus salvadores. Siempre ocurría lo mismo: un americano se enamoraba de ella y acababa erigiéndose en su salvador. Supongo que debió ser un alivio para ella encontrar trabajo en Radio Liberty. Debo reconocer que Max fue el primero en reconocer su talento. Al principio sólo trabajaba esporádicamente en la emisora, pero Max decía que su voz tenía una gran calidad, que cuando hablaba por la radio era como si se dirigiese a un amigo. La gente la escuchaba. Al principio yo dudaba en contratarla porque no tenía experiencia profesional. Max me pidió que le enseñara a modular la voz y a fijarse en el reloj. Por lo general no nos damos cuenta de lo rápidamente que hablamos. Irina era capaz de memorizar un guión después de leérselo una sola vez. Al cabo de un tiempo se convirtió en la mejor locutora de la emisora.
Stas abrió la botella y prosiguió:
—Max y yo éramos como dos escultores que modelan la misma estatua. Como es lógico, los dos nos enamoramos de Irina. Max, Irina y yo estábamos siempre juntos. Salíamos a cenar, nos íbamos a esquiar a los Alpes y viajábamos a Salzburgo para asistir al festival musical. Éramos un trío inseparable, aunque ni Max ni yo conseguimos nada de ella. Yo no esquiaba. Me quedaba leyendo en el hotel, sabiendo que Max no estaba tratando de cortejarla en las pistas porque en realidad éramos un cuarteto. —Stas se interrumpió unos minutos y llenó los vasos de vodka—. Entre nosotros estaba siempre presente el hombre al que había dejado atrás. El hombre que la había salvado, el hombre que ella aguardaba que apareciera un día. ¿Cómo podíamos derrotar a semejante héroe?
—Quizá ella se cansó de esperarle —dijo Arkady.
Ambos bebieron un trago al mismo tiempo, como dos individuos encadenados al mismo remo.
—No —dijo Stas—. No te hablo de hace muchos años. Cuando el año pasado Max regresó a Moscú, pensé que al fin me había librado de mi rival. Pero me hizo una jugada que demuestra su gran talento. ¿A que no adivinas lo que hizo?
—No —contestó Arkady.
—Al cabo de un tiempo regresó. La quería y regresó por ella. Hizo lo que yo no pude hacer y lo que tú nunca hiciste. Ahora Max se ha convertido en un héroe y yo soy simplemente su amigo.
Stas bebió otro trago de vodka y sus ojos comenzaron a arder como ascuas. A Arkady se le ocurrió de pronto que nunca lo había visto comer.
—¿A qué se dedicaba Max antes de trasladarse a Occidente? —preguntó.
—Era director de cine —contestó Stas—. Desertó con ocasión de un festival cinematográfico. Pero Hollywood no estaba interesado en él.
—¿Qué tipo de películas hizo?
—Películas de guerra en las que morían alemanes, japoneses y terroristas israelíes, lo de costumbre. Max tenía los gustos de los grandes directores: trajes hechos a medida, buenos vinos, mujeres hermosas…
—¿Dónde vive en Múnich? —preguntó Arkady de nuevo.
—No lo sé. Mi última esperanza eres tú.
—Max también me ha derrotado.
—No, lo conozco bien. Sólo ataca cuando no tiene otra salida. Mientras no representes una amenaza para él, es tu mejor amigo.
—No creo que yo represente ninguna amenaza para él. Por lo que se refiere a Irina, estoy muerto.
Ésa era la palabra que ella había utilizado en casa de Tommy, como si le clavara un cuchillo.
—¿Te ha pedido que te marches?
—No.
—Eso significa que aún no ha tomado una decisión.
—Le trae sin cuidado que me marche o me quede. Creo que ni siquiera me ve.
—Irina dejó de fumar hace años. La primera vez que te vio me pidió un cigarrillo. Ya lo creo que te ve.
Laika giró súbitamente la cabeza hacia el balcón, como si algo la hubiera alarmado. Stas indicó a Arkady que guardara silencio y apagó la luz.
La habitación quedó a oscuras. Al cabo de unos instantes, percibieron el impacto de un cuerpo pesado al caer en el balcón. Aunque Arkady no podía ver a Laika, la localizó por medio de sus gruñidos. Luego sonaron unos pasos y la perra se incorporó, dispuesta a atacar al intruso.
De pronto oyeron una voz que exclamaba:
—¡Stas, soy yo! ¡Stas!
Stas encendió la luz y dijo a la perra:
—Siéntate, Laika. Buena chica.
En aquel momento apareció Rikki y avanzó hacia ellos tambaleándose. Arkady recordó haber visto al actor-locutor georgiano en la cafetería de la emisora y en casa de Tommy. Daba la impresión de encontrarse siempre en un grave apuro.
—¡Maldito cactus! —se lamentó. Tenía el dorso de la mano cubierto de espinas.
—He cambiado las plantas de sitio —dijo Stas.
Arkady encendió la luz del balcón. Debajo de la lámpara que colgaba del techo había una mesa, dos sillas, un cubo que contenía varias botellas vacías de cerveza y unos cactus dispuestos en un semicírculo, mostrando unas espinas que parecían bayonetas.
—Es un sistema de alarma —dijo Stas.
Rikki veía las estrellas cada vez que Stas le arrancaba una espina.
—Todo el mundo tiene geranios en los balcones. Son unas plantas preciosas —dijo.
—Rikki vive en el piso de arriba —explicó Stas a Arkady.
Rikki se frotó la mano, en la que se apreciaban unas manchitas rojas.
—¿Siempre te presentas de este modo? —le preguntó Arkady.
—Me tenían atrapado —contestó Rikki, alejándose apresuradamente del balcón—. Están apostadas frente a mi puerta.
—¿A quién te refieres?
—A mi madre y a mi hija. Llevaba años esperando con impaciencia el momento de reunirme con ellas, y ahora no sé cómo sacármelas de encima. Mi madre pretende llevarse el televisor y mi hija ha decidido regresar a Rusia en coche.
—¿En tu coche? —inquirió Stas.
—En cuanto llegue a Georgia será suyo —contestó Rikki—. En un momento de debilidad prometí regalárselo. Es un BMW nuevo. ¿Qué va a hacer una joven con ese coche en Georgia?
—Divertirse —respondió Arkady.
—Están desmadradas. Quieren llevárselo todo. Me avergüenzo de ellas —dijo Rikki con tono trágico.
—No les abras la puerta y acabarán marchándose —le recomendó Stas.
—Te equivocas —replicó Stas, suspirando y alzando los ojos al techo—. Esperarán hasta que me canse y les abra la puerta.
—Puedes deslizarte por la escalera sin que te vean —dijo Arkady.
—Les dije que esperaran un minuto. No puedo desaparecer como por arte de magia. Al final no tendré más remedio que abrirles la puerta.
—En ese caso no entiendo por qué has venido aquí —dijo Stas.
Rikki se miró la mano, que empezaba a hincharse, y preguntó:
—¿Me das un brandy?
—Sólo tengo vodka —contestó Stas.
—Pues dame un vodka —dijo Rikki.
Luego se sentó en una silla y bebió un trago del vodka que le ofreció Stas.
—He decidido dejarle otro coche.
—Pero fuiste a recibirla al aeropuerto. Conoce tu coche. Está enamorada de él —dijo Stas.
—Le diré que es tuyo, que te lo pedí prestado para impresionarla…
—¿Y qué coche vas a dejarle? —preguntó Stas.
—Somos amigos —respondió Rikki, parpadeando nerviosamente—. Tu Mercedes tiene más de diez años, está hecho una birria. Mi hija es una mujer de buen gusto. En cuanto vea tu coche, se negará a subirse en él. Confiaba en que me prestarías las llaves del coche.
Stas le llenó de nuevo el vaso y dijo, dirigiéndose a Arkady:
—Aunque no lo creas, Rikki atravesó una vez a nado el mar Negro. Llevaba un traje de buzo y una brújula. Tuvo que sortear las minas y las redes, y nadó debajo de los barcos patrulleros. Fue una huida heroica. Y aquí le tienes, tratando de ocultarse de su hija.
—¿Aceptas mi plan?
—La vida te pasa factura, Rikki. Creo que tu hija va a hacerte pagar durante años —contestó Stas—. El coche sólo es el principio.
Rikki se atragantó y empezó a toser como un descosido. Luego se levantó con aire solemne, se dirigió al balcón y escupió el vodka sobre la barandilla.
—¡Maldita sea esa chica! ¡Y maldito seas tú también! —exclamó, dirigiéndose a Stas.
Seguidamente depositó el vaso en la mesa y comenzó a trepar por la tubería de agua que recorría la fachada del edificio. Arkady pensó que era un hombre de una asombrosa agilidad, teniendo en cuenta su corpulencia. Al cabo de unos segundos se encaramó al el balcón superior, del que cayó una lluvia de pétalos de geranio.
Al despertar, Arkady se dio cuenta de que estaba tumbado en el sofá. Eran las dos de la mañana. No existe agujero más profundo que las dos de la mañana, la hora en que el temor hace presa en todo el mundo. Stas había eludido dos veces su pregunta. ¿Dónde vivía Max?
A los rusos no les gustan los hoteles. Las visitas suelen alojarse en casas de amigos, y los otros amigos saben perfectamente dónde se hospedan. Arkady contempló fijamente la azulada penumbra del cuarto de estar, imaginándose a Max acostado con Irina. Podía verlos con toda claridad, como si estuvieran en la habitación contigua. Veía a Max abrazado a Irina, aspirando el aroma de su cabello.
Arkady encendió una cerilla, cuyo resplandor iluminó tenuamente los sillones, la mesa y las estanterías. Luego se quitó la manta de encima. Recordaba haber visto un teléfono sobre la mesa, junto a una agenda telefónica. Encendió otra cerilla, abrió la agenda y halló el nombre de Irina Asánova, seguido de su número telefónico. Apagó la cerilla para no quemarse los dedos y descolgó el auricular. ¿Qué podía decirle? ¿Que lamentaba despertarla a estas horas pero que tenía que hablar urgentemente con ella? Irina ya le había dado a entender que no tenía nada que decirle, y menos aún si Max estaba acostado con ella. Podía intentar prevenirla, pero ella se reiría de él.
En lugar de eso, cuando respondiera al teléfono, podía decirle que quería hablar con Max. Con ello le demostraría que estaba al tanto de la relación entre ambos. O cuando ella le preguntara quién era, podía decirle que se trataba de Borís, para comprobar su reacción.
Arkady marcó el número de Irina, pero cuando intentó acercarse el auricular a la oreja, sintió que unos afilados dientes le aprisionaban la muñeca. Trató de coger el teléfono con la otra mano, pero la perra soltó un gruñido.
Oyó las dos señales seguidas de los teléfonos alemanes y la voz de Irina:
—¿Dígame?
Arkady intentó librarse del animal, pero éste apretó las mandíbulas con más fuerza.
—¿Quién es? —preguntó Irina.
Arkady tenía el brazo inmovilizado bajo el peso de la perra.
Al cabo de unos segundos oyó un clic.
La perra lo soltó cuando Arkady colgó el teléfono, pero permaneció junto a él para cerciorarse de que no volvía a descolgarlo.
Sálvame, pensó Arkady. Sálvame de mí mismo.