22

En los viejos tiempos le habríamos gaseado y enviado a casa en un ataúd. Ahora ya no hacemos esas cosas. Desde que nuestras relaciones con los alemanes han mejorado, no tenemos necesidad de hacerlas —dijo el vicecónsul Platónov.

—¿Ah, no? —preguntó Arkady.

—Los alemanes nos ahorran la molestia. Lo primero que voy a hacer es echarlo de aquí —dijo Platónov, descolgando una camisa que estaba tendida en la cuerda. Junto al fregadero había un panecillo y un vaso de zumo. Tras observar un plano de Múnich extendido sobre la mesa, entregó la camisa a Fiódorov y prosiguió—: Sé que aquí se siente como en casa, Renko, pero puesto que ha sido el consulado el que ha alquilado esta habitación, podemos hacer lo que queramos. Voy a denunciarlo por vagabundo, que es justamente lo que es usted, ya que carece de pasaporte y no puede alojarse en ningún hotel.

Fiódorov abrió la bolsa de viaje de Arkady y metió en ella la camisa.

—Los alemanes deportan a los vagabundos extranjeros —dijo—, especialmente a los vagabundos rusos.

—Se trata de un problema de economía —dijo Platónov—. Ya tienen bastante con ocuparse de los alemanes del este.

—Si crees que te van a conceder asilo político, olvídate —afirmó Fiódorov, vaciando los cajones de la cómoda—. Eso está pasado de moda. Nadie quiere dar asilo a los desertores de la Unión Soviética.

Arkady no había visto al vicecónsul desde el día en que llegó a Múnich, pero Platónov no se había olvidado de él.

—¿Recuerda lo que le dije? Visite los museos, vaya de compras. Podría haberse ganado el sueldo de un año comprando cosas aquí para venderlas en Rusia. Le advertí que no tenía ningún status oficial, y que no debía ponerse en contacto con la policía alemana. Pero usted no sólo habló con los alemanes, sino que ha implicado al consulado en este asunto.

—¿Has estado en un incendio? —preguntó Fiódorov, olfateando la chaqueta de Arkady.

Arkady había lavado la ropa que llevaba la noche anterior y se había duchado, pero su pelo y su chaqueta seguían oliendo a humo.

—Mire, Renko —dijo Platónov—, dos veces a la semana tomo el té con industriales y banqueros bávaros para convencerlos de que somos gente civilizada, de que pueden hacer negocios con nosotros y prestarnos millones de marcos sin correr ningún riesgo. Como comprenderá, no puedo permitir que usted intente extorsionarles. Fiódorov me dijo que le costó no pocos esfuerzos convencer a un teniente de policía de que no formaba parte de una conspiración para estafar a los bancos alemanes.

—¿Te gustaría que la Gestapo te hiciera una visita? —preguntó Fiódorov, metiendo el billetero, el monedero, el cepillo de dientes y el tubo de pasta dentífrica en la bolsa. La llave de la taquilla y el billete de la Lufthansa se los guardó en el bolsillo.

—¿Mencionó la policía algún banco en concreto? —preguntó Arkady.

—No —respondió Fiódorov, echando un vistazo al frigorífico, que estaba vacío.

—¿Han presentado los alemanes una protesta oficial?

—No. —Fiódorov dobló el plano y lo metió en la bolsa.

—¿Se ha puesto de nuevo la policía en contacto con el consulado?

—No.

¿Ni siquiera después del accidente de coche? Qué interesante, pensó Arkady.

—Necesito mi pasaje de avión —dijo.

—Se equivoca —contestó Platónov, arrojando un billete de Aeroflot sobre la mesa—. Regresará hoy mismo a Moscú. Fiódorov le acompañará al aeropuerto.

—Mi visado tiene una validez de dos semanas —protestó Arkady.

—Considérelo cancelado.

—Debo permanecer aquí hasta recibir nuevas órdenes de la oficina del fiscal.

—Es difícil localizar al fiscal Rodiónov. Me pregunto por qué decidió enviar a un investigador con un visado turista, sin concederle ninguna autoridad. Todo este asunto es muy extraño —dijo Platónov, dirigiéndose hacia la ventana y contemplando la estación. Por encima del hombro del vicecónsul, Arkady vio unos trenes que se deslizaban por las vías, mientras unos pasajeros aguardaban en el andén. Platónov sacudió la cabeza con admiración—. La eficacia de esta gente es increíble.

—Me niego a marcharme —afirmó Arkady.

—No tiene más remedio. O se va por las buenas o los alemanes le obligarán a hacerlo por las malas. No creo que le convenga que esto conste en su expediente. Le ofrezco la salida más cómoda —dijo Platónov.

—¿Me expulsan del país? —preguntó Arkady.

—Así es —contestó Platónov—. Es perfectamente legal. Tengo que cuidar nuestras buenas relaciones con Alemania.

—Jamás me habían expulsado de ningún país —protestó Arkady.

Había sido arrestado y exiliado, pero jamás le habían expulsado. La vida cada vez se hacía más sutil, pensó Arkady.

—Es lo que suele hacerse en estos casos —dijo Fiódorov, metiendo el resto de la ropa en la bolsa.

De pronto se abrió la puerta y apareció un perro negro que Arkady supuso que formaba parte del proceso de expulsión. El animal tenía los ojos negros como el ágata, y por su tamaño y pelaje parecía un cruce con un oso. Entró en la habitación con paso decidido y observó a los tres hombres con recelo.

Al cabo de unos segundos se oyeron unas pisadas por el pasillo y apareció Stas.

—¿Te marchas? —preguntó a Arkady.

—Digamos que me obligan a marcharme.

Stas entró en la habitación sin mirar siquiera a Platónov ni a Fiódorov, aunque Arkady estaba seguro de que sabía quiénes eran; había estudiado a los miembros del aparato soviético toda su vida, y un hombre que dedica toda su vida a estudiar a los gusanos reconoce de inmediato a un gusano. Cuando Fiódorov se disponía a meter el resto de la ropa en la bolsa, el perro se giró súbitamente hacia él y éste se detuvo en seco.

—Anoche pedí a Tommy que fuera a visitarte a la pensión. ¿Hablaste con él? —preguntó Stas.

—Lamento mucho lo de Tommy.

—¿Te has enterado del accidente?

—Yo mismo lo presencié —respondió Arkady.

—Quiero saber cómo sucedió.

—Yo también —dijo Arkady.

Los ojos de Stas brillaban más de lo habitual. Miró fijamente a Platónov y a Fiódorov, y el perro hizo otro tanto. Luego observó la bolsa de viaje y dijo a Arkady:

—No puedes marcharte.

—Es preciso acatar las leyes alemanas —terció Platónov—. Puesto que Renko no tiene dónde alojarse, el consulado ha decidido tramitar su regreso a Moscú.

—Quédate con nosotros —insistió Stas.

—No es tan sencillo —contestó Platónov—. Las invitaciones a los ciudadanos soviéticos deben ser cursadas por escrito y autorizadas previamente. Su visado ha sido anulado y le hemos reservado un pasaje para Moscú.

—¿Puedes marcharte ahora mismo? —preguntó Stas a Arkady.

Arkady sacó la llave de la taquilla y el billete de Lufthansa del bolsillo de Fiódorov y contestó:

—Tengo el equipaje listo.

Stas se incorporó al tráfico que circulaba por el centro de la ciudad. Aunque estaba nublado, bajó las ventanillas para evitar que el aliento del perro empañara los cristales. El animal ocupaba todo el asiento trasero, y Arkady tuvo la sensación de que sólo le permitiría sentarse con su bolsa en el asiento delantero si se movía con cautela. Cuando abandonó la pensión, Platónov y Fiódorov parecían unos enterradores a quienes se les había escapado el cadáver.

—Gracias.

—Deseaba hacerte unas preguntas —dijo Stas—. Tommy era un estúpido y tenía una porquería de coche. El Trabi no superaba los setenta y cinco kilómetros por hora, y no debió tomar la autopista, pero no me explico cómo perdió el control del coche y se estrelló contra la rampa.

—Yo tampoco me lo explico —dijo Arkady—. Dudo que la policía consiga averiguar el origen del accidente. El coche quedó hecho cenizas.

—Probablemente fue debido al calentador de parafina que había instalado en el suelo del coche. Era una trampa mortal.

—Afortunadamente, Tommy apenas sufrió. Si no murió al estrellarse, debió morir asfixiado por el humo.

—¿Has presenciado ese tipo de accidentes en otras ocasiones?

—En Moscú vi a un hombre morir abrasado en el interior de su automóvil. Tardó un poco más en arder porque era un coche de más categoría.

Al pensar en Rudi, Arkady se acordó de pronto de Polina y de Jaak. Decidió que si conseguía regresar vivo a Moscú, intentaría ser menos intolerante, valorar más la amistad y recelar de todos los coches. Stas conducía de forma temeraria, pero al menos mantenía la vista fija en la carretera, dejando que el perro vigilara a Arkady.

—¿Te llevó Tommy a la Plaza Roja?

—¿Conoces ese tugurio?

—No soy tonto, Renko. ¿Qué otro motivo podía tener para conducir por la carretera a esas horas de la noche? Pobre Tommy. Un caso fatal de rusofilia.

—Luego fuimos a un aparcamiento, una especie de burdel itinerante.

—El lugar ideal para pescar una enfermedad mortal. Las leyes alemanas exigen que las mujeres se sometan a la prueba del SIDA cada tres meses, lo que demuestra que tienen una actitud más científica sobre la cerveza que ingieren que sobre las mujeres con las que se acuestan. De todos modos, follar en un jeep debe dejarte baldado. Pensaba que Tommy y tú queríais hablar sobre las famosas batallas de la Gran Guerra Patriótica.

—Hablamos de ellas durante un rato.

—Los americanos siempre hablan de la guerra —dijo Stas.

—¿Conoces a Borís Benz?

—No. ¿Quién es?

Su voz no revelaba el menor indicio de engaño ni vacilación. Los niños mienten de forma descarada. Los adultos se delatan a través de pequeños gestos, apartando la vista o disimulando su mentira con una sonrisa.

—¿Puedes dejarme en la estación? —preguntó Arkady.

Cuando Stas se detuvo entre los autocares y los taxis aparcados en la zona norte de la estación, Arkady se apeó, dejando la bolsa en el asiento.

—¿Vas a volver? —le preguntó Stas—. Tengo la impresión de que te gusta viajar ligero de equipaje.

—Espérame un par de minutos.

Aunque Fiódorov tenía el cerebro de un mosquito, seguramente había reconocido la llave de la consigna de la estación y quizá había memorizado el número. El plazo de depósito había expirado, y Arkady tuvo que pagar al empleado otros cuatro marcos para abrir la taquilla y recoger la cinta, lo que le dejó con setenta y cinco marcos para el resto de su estancia.

Al salir de la estación vio a un guardia de tráfico que trataba de obligar a Stas a apartarse para que pudiera aparcar un autocar italiano. El autocar brillaba como una góndola y el claxon tenía un sonido musical. Cuantos más bocinazos daba el conductor del autocar y más vociferaba el guardia, más fuerte ladraba el perro. Stas seguía sentado frente al volante, fumándose tranquilamente un cigarrillo.

—Parece una ópera —dijo a Arkady.

Stas giró hacia el norte, hacia donde se hallaban los museos, y luego hacia el este, hacia el Jardín Inglés. Arkady observó que les seguía un Porsche blanco que había visto en la estación.

—¿Quién es Borís Benz? —le preguntó Stas.

—Lo ignoro. Sólo sé que se trata de un alemán del este que vive en Múnich y que viaja con frecuencia a Moscú. Tommy me dijo que había conocido a Benz. Es la persona que buscábamos anoche.

—Si Tommy y tú ibais juntos, ¿cómo es que no estabas en el coche cuando se produjo el accidente? ¿Por qué no la palmaste tú también?

—La policía me recogió. Cuando regresábamos a Múnich, vimos el coche incendiado.

—El policía no me dijo que tú estuvieras presente.

—No tenía por qué hacerlo. Los informes sobre los accidentes de coche suelen ser breves y escuetos.

Peter había identificado a Arkady como «un testigo que observó que el difunto consumió bebidas alcohólicas en un club erótico junto a la carretera». Una breve pero acertada descripción, pensó Arkady.

—Sobre todo cuando se trata de un accidente en el que está implicado un sólo vehículo y éste arde por completo —añadió Arkady.

—Creo que hay algo más. ¿Qué hacía ese tal Benz en Moscú? ¿Por qué no investigas a un nivel más oficial? ¿Dónde conoció Tommy a Benz? ¿Quién se lo presentó? ¿Por qué te sacó la policía del coche de Tommy? ¿Fue realmente un accidente?

—¿Sabes si Tommy tenía enemigos? —preguntó Arkady.

—No tenía muchos amigos, pero tampoco enemigos. Tengo la impresión de que todas las personas que pretenden ayudarte se ganan unos cuantos enemigos. No debí enviarlo a tu pensión. No podía protegerse.

—¿Tú sí puedes?

Stas no respondió, pero Arkady notó el aliento del perro sobre su cogote.

—Se llama Laika, pero es muy alemana. Le encanta el cuero y la cerveza y desconfía de los rusos, aunque a mí me quiere mucho. Ya hemos llegado —dijo Stas, indicando un edificio con unos balcones llenos de geranios—. Cada balcón es como una taberna al aire libre. Un auténtico paraíso bávaro. El balcón con los cactus es mío.

—Gracias, pero no puedo quedarme —dijo Arkady.

Stas se detuvo frente a la entrada del edificio.

—Pensaba que buscabas un sitio donde alojarte —dijo.

—Lo que necesito es alejarme del consulado. Eres muy generoso, te lo agradezco —contestó Arkady.

—No puedes marcharte. No tienes dónde dormir.

—Cierto.

—Y apenas tienes dinero.

—Cierto.

—¿Crees que podrás sobrevivir en Múnich en estas condiciones?

—Sí.

—Es un típico ruso —le dijo Stas a la perra. Luego se giró hacia Arkady y preguntó—: ¿Crees que tienes una estrella especial que te protege? ¿Sabes por qué Alemania tiene un aspecto tan pulcro y aseado? Porque cada noche cogen a los turcos, a los polacos y a los rusos y los meten en unas higiénicas cárceles hasta que los envían a casa.

—Quizá tenga suerte. Apareciste en el momento más oportuno.

—Eso es distinto.

En aquel momento apareció el Porsche que los había estado siguiendo. El conductor se detuvo junto a ellos y bajó la ventanilla. Llevaba unas gafas oscuras de navegante sujetas con una cordón rojo. Al sonreír, mostró una blanca y resplandeciente dentadura.

—Hola, Michael —dijo Stas.

—¿Qué tal, Stas? —contestó Michael con tono enérgico.

Arkady recordó que le habían presentado al director delegado de la emisora en casa de Tommy.

—¿Te has enterado del accidente de Tommy? —preguntó Michael.

—Sí —respondió Stas.

—Es una tragedia —dijo Michael, guardando un momento de silencio.

—Sí.

—Decidí venir a verte para preguntarte cómo sucedió.

—¿Ah, sí?

—Oí decir que tu amigo, el investigador Renko de Moscú, estaba anoche con Tommy. Y ahora, casualmente, me lo encuentro aquí.

—Estaba a punto de irme —dijo Arkady.

—El presidente de la emisora desea hablar con usted —dijo Michael, abriendo la portezuela del Porsche—. No es preciso que vengas con nosotros, Stas. Después de la entrevista acompañaré a Renko de nuevo a tu casa.

—Si crees que Michael va a salvarte, estás loco —dijo Stas a Arkady.

Michael conducía el Porsche con una mano mientras con la otra sostenía un teléfono celular.

—Me dirijo hacia su casa en compañía del camarada Renko, señor —dijo, volviéndose hacia Arkady y sonriendo—. El camarada Renko, señor. Debe de haberse producido una interferencia. Estos aparatos funcionan por medio de un rayo visual. —Se colocó el teléfono en el hombro, sujetándolo con la barbilla mientras cambiaba de marcha, y prosiguió—: Llegaremos dentro de unos minutos, señor. ¿Puede esperarnos hasta que lleguemos? Dentro de unos minutos. —Luego depositó el teléfono en su estuche y se giró de nuevo hacia Arkady—. Gajes de la técnica. Me he informado sobre usted, Renko. Tiene un historial muy interesante. Según parece, es usted un desertor. Hallé su informe en el fichero de Irina. También figura en el fichero de Tommy. ¿Cómo se las arregla para meterse en tantos líos?

—¿Estaba siguiendo a Stas?

—En efecto, y me condujo directamente a usted. Cuando vi que se dirigían a la estación, me llevé un sobresalto. ¿Qué fue lo que sacó de la taquilla?

—Un gorro de piel y la Orden de Lenin.

—Parecía una caja de plástico. Siento curiosidad por saber de qué se trata. Como director delegado del departamento de seguridad, mantengo unas excelentes relaciones con la policía de aquí. Puedo intentar averiguar lo que usted y Tommy hacían anoche, o bien puede contármelo usted mismo. De esa forma saldrá ganando.

—¿En qué sentido?

—Le daremos dinero. No podemos permitir que haya nada sospechoso referente a la muerte de uno de nuestros empleados. Confiamos en que la época dura de la Guerra Fría ya ha pasado. Estoy convencido de que así es.

—¿Por qué? Quizá pierda su trabajo; quizá cierren la emisora.

—Me gusta contemplar el futuro con optimismo.

—A Max Albov también.

—Max es un ganador. Una estrella. Como podía serlo Irina si perfeccionara su inglés y eligiera a sus amigos con más esmero. El presidente Gilmartin quiere hacerle unas preguntas sobre Tommy. Gilmartin es el jefe de Radio Liberty y Radio Free Europe. Es la voz principal de Estados Unidos y un hombre muy ocupado. De modo que si se hace el listo, puede verse en un serio aprieto. En cambio, si se muestra sincero, percibirá una compensación.

—Es decir, que me conviene ser sincero.

—¡Exactamente!

Michael sonrió satisfecho y pisó el acelerador. El Porsche adelantó a los otros vehículos como si se tratara de un fueraborda.

Se dirigieron hacia la zona este de la ciudad, donde se hallaban las grandes mansiones, casi unos palacios, que Arkady había visto. Algunas eran unas construcciones modernas, al estilo Bauhaus, a base de yeso y tuberías de acero. Otras ofrecían un aspecto casi mediterráneo, con amplias cristaleras y los jardines llenos de plantas. Algunas de ellas parecían sostenerse de milagro y otras constituían unos ejemplos del más rancio estilo Jugendstil, minuciosamente reconstruidas, cubiertas con unas pintorescas fachadas y unos aleros curvados.

Michael aparcó frente a una imponente mansión. En el jardín había un anciano tratando de instalar una mesa con una sombrilla.

Michael condujo a Arkady a través del césped. Aunque no llovía, el anciano llevaba puesta una gabardina y unas botas de goma. Tenía unos sesenta años y unas facciones aristocráticas. Cuando Arkady y Michael se acercaron, se volvió hacia éste y lo miró con una mezcla de enojo y alivio.

—Le presento al investigador Renko, señor —dijo Michael—. El presidente Gilmartin.

—Encantado —dijo Gilmartin, estrechando la mano de Arkady con firmeza. Luego se puso a rebuscar en la caja de herramientas hasta dar con unos alicates. Sobre la hierba, junto a la mesa, yacían una llave de tuerca y un destornillador.

Michael se quitó las gafas de sol.

—¿Por qué no esperó a que yo llegara para ayudarle?

—Los malditos alemanes siempre se quejan de mi antena parabólica. Es una lata. Necesito una antena parabólica, y éste es el único lugar desde el que se capta la señal de los satélites, a menos que la instale en el tejado, en cuyo caso los alemanes pondrían el grito en el cielo.

Al aproximarse, Arkady se dio cuenta de que la sombrilla servía para camuflar una antena parabólica de tres metros de diámetro. Tanto la antena como la mesa estaban clavadas en el suelo.

—Menos mal que se ha puesto las botas de goma, señor —dijo Michael.

—Hace mucho que estoy en esta profesión, y sé que todas las precauciones son pocas —contestó Gilmartin. Luego se giró hacia Arkady y añadió—: Trabajé en varias emisoras durante treinta años, hasta que decidí que no me gustaba el rumbo que había tomado la radio. Mi intención era causar impacto.

—Tommy —le recordó Michael.

—Sí —respondió Gilmartin, mirando a Arkady fijamente—. Estamos en la Edad Media, Renko. Hemos tenido muchos problemas. Asesinatos, robos, atentados con bombas. Hace unos años ustedes nos volaron la emisora checa. Trataron de apuñalar a nuestro jefe rumano cuando se encontraba en el garaje. Electrocutaron a uno de nuestros mejores colaboradores rusos. Pero nunca habíamos perdido a un americano, ni siquiera en los tiempos en que nos acusaban de pertenecer a la CIA. Es la Prehistoria. Ahora percibimos unos fondos del Congreso.

—Somos una corporación privada —dijo Michael.

—Fundada en Delaware, según creo recordar. No somos agentes secretos.

—Tommy era un tipo inofensivo —observó Michael.

—El tipo más inofensivo que jamás he conocido —dijo Gilmartin—. Además, los tiempos duros han pasado. ¿Qué hacía usted, un investigador soviético, con Tommy la noche en que murió?

—Tommy tenía un interés histórico en la guerra contra Hitler —contestó Arkady—. Me hizo unas preguntas sobre personas que yo conocía.

—Sospecho que en este asunto se esconde algo más —dijo Gilmartin.

—Mucho más —terció Michael.

—La emisora es como una familia —prosiguió Gilmartin. Nos ayudamos y protegemos mutuamente. Quiero saber toda la historia.

—¿Por ejemplo? —preguntó Arkady.

—Si había alguna cuestión de sexo. No me refiero a usted y a Tommy. Me refiero a mujeres.

—El presidente quiere saber si, en caso de que Washington decida examinar el historial de Tommy, encontrarían algunos trapos sucios.

—A ellos les tiene sin cuidado que la prostitución sea legal en Alemania —dijo Gilmartin—. Las normas morales americanas se dictan en Peoria. El más leve indicio de escándalo puede causarnos un grave perjuicio.

—Y nos retirarían la financiación —dijo Michael.

—Quiero saber todo lo que usted y Tommy hicieron anoche —dijo Gilmartin.

Arkady reflexionó unos instantes antes de responder.

—Tommy fue a verme a la pensión. Hablamos acerca de la guerra. Al cabo de un rato le comenté que me apetecía tomar el aire, así que los dos montamos en su coche y fuimos a dar una vuelta. Vimos a un grupo de prostitutas junto a la autopista. Después le dejé, y Tommy regresó solo. De vuelta a Múnich, sufrió un accidente.

—¿Se acostó Tommy con una prostituta? —preguntó Gilmartin.

—No —mintió Arkady.

—¿Habló con alguna? —preguntó Michael.

—No —mintió de nuevo Arkady.

—¿Habló con algún ruso? —preguntó Michael.

—No —mintió Arkady por tercera vez.

—¿Por qué se separaron? —preguntó Gilmartin.

—Yo quería irme con una prostituta, y Tommy se negó a esperarme.

—¿Cómo regresó usted a Múnich? —preguntó Michael.

—La policía me recogió en la carretera.

—Una noche nefasta —observó Gilmartin.

—Tommy no tuvo la culpa de lo sucedido —dijo Arkady.

Michael y Gilmartin se miraron durante unos minutos, como si conversaran en silencio; luego, el presidente de la emisora alzó la vista y suspiró.

—Es muy endeble —dijo.

—Pero si Renko insiste en su versión de los hechos, tendrán que aceptarla. Al fin y al cabo, es ruso. No disponen de un año para arrancarle la verdad. Además, Tommy conducía un viejo Trabant, un coche fabricado en Alemania Oriental. Podemos centrar nuestro argumento en que el coche era una trampa mortal. Tiene usted suerte de estar vivo —añadió Michael dirigiéndose a Arkady y dándole unos golpecitos en la espalda.

—La muerte de Tommy debe haber sido un duro golpe para usted —dijo Arkady a Gilmartin—. Una tragedia personal. Su papel no consistía en tomar decisiones. Se ocupaba de investigar las noticias y de las traducciones, ¿no es así?

—Efectivamente —respondió Michael.

—Lo cual también es importante —se apresuró a añadir Gilmartin—. Michael habla el ruso mejor que yo, pero si no dispusiéramos de unos buenos traductores, nuestros trabajadores rusos se volverían locos.

Gilmartin señaló de pronto con los alicates unas tuercas que se habían soltado y preguntó a Arkady:

—¿Entiende algo de antenas parabólicas?

—No.

—Me temo que no he hecho un buen trabajo.

—Descuide, señor. Comprobaremos la potencia del viento y la señal, y nos aseguraremos de que todos los cables están en buenas condiciones —dijo Michael—. A mí me parece un trabajo estupendo.

—¿De veras? —preguntó Gilmartin satisfecho, retrocediendo unos pasos para admirar su obra—. Parecería más convincente si sacáramos unas sillas para que la gente se sentara debajo de la sombrilla.

—Señor, no me parece prudente que la gente se siente a tomarse una limonada debajo de un receptor de microondas.

—Tienes razón —dijo Gilmartin, rascándose la barbilla con los alicates—. Quizá podríamos invitar a los vecinos.