El Bayern-Franconia Bank era un palacio bávaro de piedra caliza cubierto por un tejado de ladrillos rojos. El interior consistía en mármol, madera oscura y el discreto zumbido de los ordenadores que calculaban misteriosos tipos de interés y cambios de divisas. Mientras subía en un ascensor y recorría un pasillo con unas cornisas rococó, Arkady se sintió como un intruso penetrando en una iglesia donde se practicaba un rito que él desconocía.
Había algo ficticio en Schiller, que estaba sentado rígidamente detrás de su mesa. Tenía unos setenta años, los ojos azules, el cutis sonrosado, el cabello plateado y la frente estrecha. Llevaba un traje oscuro de banquero con un pañuelo de hilo en el bolsillo. Junto a Schiller estaba sentado un joven vestido con una cazadora y unos vaqueros, rubio y muy bronceado. La expresión de contenido desprecio que reflejaban sus ojos azules era idéntica a la del anciano.
Schiller examinó la carta que Arkady había escrito en el papel del consulado.
—¿Considera que su aspecto responde al del típico investigador soviético? —le preguntó.
—Me temo que sí.
Arkady le entregó su documento de identidad. No había notado que las esquinas del librito rojo estuvieran tan gastadas y peladas. Schiller examinó la fotografía. Incluso afeitado, Arkady daba la impresión de haberse sentado sobre su ropa antes de vestirse.
—¿Quieres examinar esto, Peter? —preguntó Schiller.
—¿Le importa? —preguntó el otro hombre a Arkady. Era el tipo de cortesía que uno suele mostrar con los sospechosos.
—En absoluto.
Peter encendió la lámpara de la mesa. Al inclinarse para leer la hoja de papel, Arkady comprobó que llevaba una pistola debajo de la chaqueta.
—¿Por qué no le acompañó Fiódorov? —preguntó Schiller a Arkady.
—Me pidió que le presentara sus respetos. Esta mañana tiene que atender a un grupo religioso y a un coro folclórico de Minsk.
Peter le devolvió el documento de identidad y preguntó:
—¿Le importa que llame al consulado?
—No —contestó Arkady.
Peter marcó el número del consulado mientras Schiller observaba atentamente al visitante. Arkady levantó la vista. El techo estaba decorado con unos rechonchos querubines con unas alitas pintados sobre un cielo de yeso. Las paredes azul celeste ponían una nota alegre en la austera decoración. Entre unas litografías de barcos mercantes colgaban unos retratos al óleo de los antepasados de los banqueros. Los respetables burgueses daban la impresión de haber sido embalsamados antes de ser retratados. En una estantería había varios tomos sobre derecho internacional dispuestos ordenadamente, y en una urna de cristal, un reloj de acero con un péndulo. Arkady observó una fotografía en blanco y negro de unas ruinas y unos muros ennegrecidos. El techo se había desplomado sobre un montón de cascotes. En medio de la calle habían colocado una bañera para recoger agua. Alrededor de ella se había congregado un grupo de personas vestidas con el uniforme gris de los expatriados.
—Una curiosa fotografía para tenerla colgada en un banco —dijo Arkady.
—Es una fotografía del banco. En ella se ve cómo quedó el edificio después de la guerra —contestó Schiller.
—Muy impresionante.
—La mayoría de los países se han recuperado después de la guerra —dijo Schiller secamente.
—Hola —dijo Peter—. ¿Podría hablar con Fiódorov? ¿Dónde puedo localizarlo? ¿Podría indicarme a qué hora? No, no, gracias. —Colgó el auricular y se dirigió a Arkady—: Está con un grupo religioso y unos cantantes.
—Fiódorov es un hombre muy ocupado —respondió Arkady.
—Ese tal Fiódorov es un idiota si cree que el Bayern-Franconia Bank está obligado a investigar a un ciudadano alemán —dijo Schiller—. Y sólo un cretino podría imaginar que el Bayern-Franconia se metería en un negocio mixto con un socio soviético.
—Así es como piensa Fiódorov —dijo Arkady, como si las ocurrencias del agregado del consulado fueran legendarias—. Sólo sé que me han pedido que resuelva este asunto con discreción. Tengo entendido que el banco no está obligado a colaborar con nosotros.
—Ni tenemos ningún deseo de colaborar —dijo Schiller.
—No veo por qué habrían de hacerlo —observó Arkady—. Le dije a Fiódorov que debería informar a sus ministerios y sacar el asunto a la luz. Que se encargue la Interpol de buscar a los culpables y de llevarlos a juicio, cuanto más público mejor. Es la mejor forma de proteger la reputación de un banco.
—Bastaría con eliminar el nombre del banco de los informes sobre Benz —dijo Schiller.
—Es cierto —dijo Arkady—. Pero dada la situación en Moscú ninguna persona del consulado quiere asumir esa responsabilidad.
—¿Podría hacerlo usted? —preguntó Schiller.
—Sí.
—¿Quieres saber mi opinión, abuelo? —preguntó Peter.
—Por supuesto —contestó Schiller.
—Pregúntale cuánto quiere por dejarnos en paz. ¿Cinco mil marcos? ¿Diez mil, para repartírselos con Fiódorov? Estoy seguro de que ellos mismos se han inventado esa historia sobre TransKom y el Bayern-Franconia. No existen informes ni ninguna conexión. Me basta con mirarlo para comprender que está mintiendo. Propongo que llames a otros bancos y les preguntes si Fiódorov y Renko les han contado alguna historia sobre negocios mixtos e investigaciones. Llama al cónsul general, presenta una protesta oficial y ponte en contacto con tu abogado. ¿Qué te parece mi propuesta?
El banquero tenía unos labios extremadamente delgados, incapaces de esbozar una amplia sonrisa. Sus ojos, sin embargo, no mostraban signos de vejez ni de decrepitud.
—Estoy de acuerdo —dijo Schiller, mirando a Arkady como si fuera calderilla—. Es probable que nunca hayas visto a un tipo menos auténtico en tu vida. Por otra parte, Peter, jamás has visto a un banquero soviético. Es cierto que el banco no tiene conocimiento ni conexión alguna con el sujeto que ha descrito el consulado soviético. Desde luego no estamos obligados a colaborar con el consulado. No obstante, la historia nos ha enseñado que el barro se pega como la pintura, y corremos el riesgo de no quitárnoslo nunca de encima.
Tras esa parrafada, Schiller guardó silencio, como si se hubiera ausentado durante unos momentos de la habitación. Luego miró fijamente a Arkady y dijo:
—El banco no participará en ninguna investigación, pero mi nieto Peter, por cortesía hacia nosotros, está dispuesto a ayudarles, a condición de que el asunto se mantenga en secreto.
La indignación reflejada en el rostro de Peter no traslucía el menor entusiasmo, pensó Arkady.
—Sobre una base informal —dijo Peter.
—¿En qué puede ayudarnos? —preguntó Arkady.
Peter sacó un documento de identidad mucho más presentable que el de Arkady. Era de cuero auténtico, con las esquinas doradas, y contenía una foto en color del teniente Schiller, Peter Christian, Münchner Polizei, vestido con una chaqueta y una gorra verde. Eso era más de lo que esperaba Arkady. Pero era una trampa que él mismo se había tendido, porque si no aceptaba la oferta, los alemanes llamarían de nuevo al consulado hasta conseguir hablar con Fiódorov.
—Será un honor aceptar su ayuda —dijo Arkady.
El coche policial de Peter Schiller era un BMW verde y blanco, con una radio y un teléfono debajo del salpicadero y una luz azul en el asiento posterior. Llevaba puesto el cinturón de seguridad y utilizaba continuamente el intermitente, cediendo el paso a los motoristas que cambiaban de carril y a los peatones que se dirigían en dóciles formaciones hacia la esquina para esperar que el semáforo se pusiera verde. Era demasiado corpulento para ese coche, pensó Arkady, y por su expresión dedujo que no vacilaría en atropellar a cualquiera que se atreviera a cruzar con el semáforo en rojo.
—Supongo que la radio y el teléfono funcionan —dijo Arkady.
—Naturalmente.
Aunque era absurdo, Arkady echaba de menos la temeraria forma de conducir de Jaak y las carreras suicidas de los peatones de Moscú. Peter tenía aspecto de mantenerse en forma levantando bueyes. Llevaba una cazadora amarilla. Arkady había observado que muchas personas en Múnich llevaban prendas amarillas, de un tono dorado-mostaza-diarrea.
—Su abuelo habla muy bien el ruso.
—Lo aprendió en el frente oriental. Fue prisionero de guerra.
—Usted también lo habla bien.
—Opino que todos los policías deberían hablar ruso —replicó Peter.
Se dirigían hacia el sur, hacia las dos torres de la iglesia Marienkirche situada en el centro de la ciudad. Peter frenó para dejar pasar a un tranvía que relucía como un juguete nuevo. No debía ser nada fácil ostentar un bronceado como el de Peter Schiller, pensó Arkady. Seguramente se dedicaba a practicar intensamente el esquí en invierno y la natación en verano.
—Su abuelo dijo que estaba usted dispuesto a ayudarnos. ¿Puede facilitarme algunos datos?
Peter lo miró de reojo antes de responder:
—Borís Benz no tiene antecedentes penales. En realidad lo único que sabemos es que, según el departamento de matriculación de vehículos, tiene el cabello rubio, los ojos castaños, nació en 1955 en Potsdam, en las afueras de Berlín, y no lleva gafas.
—¿Está casado?
—Con una tal Margarita Stein, una judía soviética. Pero sus documentos pueden estar en Moscú, en Tel Aviv o Dios sabe dónde.
—Ya es algo. ¿No disponen de algún expediente de Hacienda o un informe laboral o médico?
—Potsdam pertenece a la República Democrática Alemana. Mejor dicho, pertenecía. Ahora Alemania está unificada, pero muchos expedientes de Alemania Oriental aún no han sido transferidos a Bonn.
—¿Algo sobre llamadas telefónicas?
—Sin una orden judicial, los informes telefónicos están protegidos por la ley. Aquí tenemos leyes, Renko.
—Ya. También tienen un control aduanero. ¿Ha investigado eso?
—Benz podría estar en Alemania o en cualquier país de Europa Occidental. Desde la creación de la CEE, en realidad ya no existe un control de pasaportes.
—¿Qué clase de coche tiene? —preguntó Arkady.
Peter sonrió, como si empezara a sentirse a gusto con ese juego.
—Un Porsche 911 blanco matriculado a su nombre.
—¿Número de la matrícula?
—No estoy autorizado a revelarle más información.
—¿Qué información? Llame a Potsdam y pida que le envíen sus informes.
—¿Por una cuestión privada? Eso va contra la ley.
Al llegar a un obelisco, los vehículos se unían y separaban pacíficamente. En Moscú, sobre todo en invierno, los camiones y los automóviles circulaban con la disciplina de unos bueyes montaraces. Aquí, los automovilistas, los ciclistas y los peatones obedecían las normas. Era como una clínica de reposo del tamaño de una ciudad. Peter sonrió como si estuviera dispuesto a jugar todo el día.
—¿Se cometen muchos asesinatos aquí? —inquirió Arkady.
—¿En Múnich?
—Sí.
—Son asesinatos de cerveza.
—¿De cerveza?
—La Oktoberfest, Fasching… Están borrachos. No se trata de asesinatos.
—¿Se refiere a que no son como los asesinatos de vodka?
—¿Sabe lo que dicen sobre la delincuencia en Alemania? —preguntó Peter.
—¿Qué dicen sobre la delincuencia en Alemania?
—Que es ilegal —dijo Peter.
Arkady reconoció los árboles del Jardín Botánico. Cuando el BMW se detuvo en un semáforo, se apeó e introdujo un papel en el bolsillo de la chaqueta de Peter.
—Es el número de un fax de Múnich. Averigüe a quién pertenece, siempre y cuando no sea ilegal. Al otro lado hay un número telefónico. Llámeme a las cinco.
—¿Es el número del consulado?
—No estaré allí. Es un número particular. —Mi cabina particular, pensó Arkady.
—¡Renko! —gritó Peter cuando Arkady alcanzó la acera—. No se acerque por el banco.
Arkady ni siquiera se giró.
—¡Renko! —gritó de nuevo Peter—. Le diré a Fiódorov lo que nos ha contado.
Después de comprar una pastilla de jabón y una cuerda, Arkady regresó a la pensión, se lavó la ropa y la colgó para que se secara. Del piso inferior emanaba un delicioso aroma a cordero asado. No tenía hambre. Sentía un profundo letargo y apenas podía moverse. Se acercó a la ventana y observó los trenes que entraban y salían de la estación. El ferrocarril parecía plateado, como el rastro de un caracol, unas cincuenta vías paralelas y otras tantas agujas que desviaban a las locomotoras de un vía a otra. Qué fácilmente, casi sin darse cuenta, se hallaba un hombre de pronto en una vía paralela a la vida que ambicionaba; luego, años más tarde, al llegar, se encontraba con que la orquesta se había marchado, las flores se habían marchitado y el amor se había desvanecido. Hubiera preferido ser un anciano, barbudo y encorvado, desembarcando con su bastón, en lugar de llegar simplemente demasiado tarde.
Se tumbó en la cama y cayó inmediatamente dormido. Soñó que se hallaba en una locomotora. Era el maquinista, desnudo hasta la cintura, sentado ante los mandos del tren. Por la ventanilla desfilaba el cielo azul. Junto a él había una mujer, con la mano apoyada en su hombro. Arkady no se atrevía a girarse por temor a que hubiera desaparecido. Circulaban junto a la costa. Súbitamente, el tren se lanzó a través de la playa. Unas olas lejanas reflejaban la luz del sol; otras se deslizaban perezosamente hacia la orilla. Las gaviotas se sumergían airosamente en el agua. ¿Era ésta su mano o el recuerdo de su mano? Arkady se contentaba con no mirar y conducir el tren. De pronto el tren se detuvo bruscamente. El sol comenzaba a hundirse en el horizonte. Las olas se convirtieron en unos gigantescos muros negros que arrastraban dachas, coches, milicianos, generales, linternas chinas y tartas de cumpleaños.
Aterrado, Arkady abrió los ojos. Estaba acostado en la oscuridad. Miró el reloj. Eran las diez de la noche. Había dormido diez horas. Peter Schiller probablemente había llamado al número de la cabina y no había obtenido respuesta.
De pronto sonaron unos golpes en la puerta. Arkady se levantó y se dirigió hacia ella, apartando la ropa que colgaba del cordel.
No reconoció a su visitante, un corpulento americano medio calvo que sonreía tímidamente.
—Soy Tommy, ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos anoche, en mi casa.
—Sí, eres el hombre del casco. ¿Cómo me has localizado?
—Gracias a Stas. Después de mucho insistir, me dijo dónde te hospedabas; luego llamé a todas las puertas hasta dar contigo. ¿Podemos hablar?
Arkady le hizo pasar y buscó unos pantalones y unos cigarrillos.
Tommy llevaba una chaqueta de pana que le quedaba estrecha.
Caminaba de puntillas, con los brazos colgando y los puños apretados.
—Anoche te dije que era un estudioso de la Segunda Guerra Mundial. La «Gran Guerra Patriótica». Tu padre fue uno de los más destacados generales soviéticos. Como es natural, me gustaría seguir hablando contigo sobre él.
—No recuerdo que anoche habláramos de él —dijo Arkady, poniéndose los calcetines.
—Estoy escribiendo un libro sobre la guerra desde el punto de vista de los soviéticos. Sabes mejor que nadie los sacrificios que ha hecho el pueblo ruso. Uno de los motivos por los que trabajo en Radio Liberty es para obtener información. Cuando aparece un personaje interesante, siempre le hago una entrevista. He oído decir que te marchas pronto de Múnich, así que decidí venir a verte.
Arkady buscó los zapatos. No entendía adónde quería ir a parar Tommy.
—¿Les haces una entrevista para la emisora?
—No, para mí, para el libro. No sólo me interesan los datos militares sino los conflictos personales entre personajes importantes. Me gustaría que me contaras más cosas sobre tu padre.
Arkady miró por la ventana y vio que la estación se había convertido en un campo de señales luminosas. Unos reflectores iluminaban los vagones de mercancías, y de vez en cuando se oía el ruido de unos enganches al acoplarse.
—¿Cómo sabes que me marcho pronto de Múnich? —preguntó a Tommy.
—Eso dicen.
—¿Quién?
Tommy se puso de puntillas y contestó:
—Max.
—Max Albov. ¿Lo conoces bien?
—Max era el jefe de la sección rusa. Yo trabajo en el Archivo Rojo. Colaboramos juntos varios años.
—¿El Archivo Rojo?
—La mayor biblioteca de estudios soviéticos que existe en Occidente. Está en Radio Liberty.
—¿Eras amigo de Max?
—Quisiera creer que todavía somos amigos —respondió Tommy. Luego le mostró la grabadora que había traído y añadió—: Quería empezar por la decisión de tu padre de permanecer, pese a hallarse acorralado, detrás de las líneas alemanas y emprender una lucha de guerrilla.
—¿Conoces a Borís Benz? —preguntó Arkady.
Tommy se inclinó hacia atrás y contestó:
—Lo vi en una ocasión.
—¿Cuándo?
—Poco antes de que Max fuera a Moscú. Por supuesto, nadie sabía que iba a regresar. Estaba con Benz.
—¿No has vuelto a ver a Benz?
—No. Max y yo nos encontramos por casualidad.
—¿Recuerdas a Benz después de haberlo visto sólo en una ocasión?
—Dadas las circunstancias, sí.
—¿Había alguien más presente?
Tommy cambió de postura, como si de pronto se sintiera incómodo.
—Unos trabajadores, unos clientes. Nadie que yo haya vuelto a ver… Quizá no sea un buen momento para hacerte la entrevista.
—Es un momento perfecto. ¿Dónde se produjo tu encuentro con Benz y con Max?
—En la Plaza Roja.
—¿En Moscú?
—No.
—¿En Múnich?
—Es un club.
—¿Está abierto a estas horas?
—Claro.
—Pues vamos allá —dijo Arkady, cogiendo la chaqueta—. Yo te contaré lo que quieras saber sobre la guerra y tú me hablas sobre Benz y Max.
Tommy respiró profundamente y dijo:
—Si Max estuviera todavía en Radio Liberty, podrías hablar…
—¿Tienes coche?
—Algo parecido —contestó Tommy.
Era la primera vez que Arkady se montaba en un Trabant, un coche fabricado en Alemania Oriental. Era una especie de bañera de fibra de vidrio con aletas. Sus dos cilindros producían un sonido sincopado. El humo que invadía el vehículo no brotaba del tubo de escape sino de un calentador de parafina instalado en el suelo del coche, entre los pies de Arkady. Circulaban con las ventanillas delanteras bajadas; las ventanillas posteriores estaban herméticamente cerradas. Cada vez que pasaba un Audi o un Mercedes, el Trabant traqueteaba tras él, esforzándose en seguirlo.
—¿Qué te parece? —preguntó Tommy.
—Es como circular por carretera en una silla de ruedas —contestó Arkady.
—Es más bien una inversión que un coche —dijo Tommy—. El Trabi es un pedazo de la historia. Aparte de ser lento, peligroso y contaminante, es la pieza tecnológica más eficaz que existe en el mundo. Alcanza los noventa kilómetros por hora y funciona con metano o alquitrán de hulla, quizás incluso con loción capilar.
—Parece ruso.
Sin embargo, comparado con el Trabant, el Zhiguli de Arkady parecía un coche de lujo. Hasta un Polska Fiat parecía un cochazo a su lado.
—Dentro de diez años se habrá convertido en una pieza de coleccionista —afirmó Tommy.
Al poco rato llegaron a los suburbios de la ciudad, una explanada negra donde unos jalones iluminados señalaban las diversas autopistas. Cuando Arkady se giró para comprobar si les seguía alguien, el asiento casi se partió en dos.
—Todo el problema ruso-alemán es increíble —dijo Tommy—. Históricamente, con los alemanes moviéndose siempre hacia el este y los rusos hacia el oeste, aparte de las leyes raciales nazis que convertían a todos los eslavos en unos Untermenschen sólo aptos para ser esclavos. Hitler de un lado y Stalin del otro. Eso sí que fue una guerra.
Miró a Arkady con una expresión de orgullo y camaradería. Debe sentirse solo, pensó Arkady. ¿A qué otro insensato se le ocurriría pasearse de noche con un investigador soviético? Cuando un camión cisterna pasó rugiendo junto a ellos, el Trabi vibró violentamente y Tommy sonrió satisfecho.
—Llegué a conocer bien a Max antes de empezar a trabajar en el Archivo Rojo, cuando dirigía la sección de revisión de programas. Yo no creaba los programas, disponía de unos colaboradores que revisaban su contenido. En Radio Liberty existen ciertas directrices. Nuestros anticomunistas más acérrimos, por ejemplo, son los monárquicos. Por supuesto que nuestro deber es promocionar la democracia, pero a veces se filtra un toque de antisemitismo o de sionismo. Es complicado mantener el equilibrio. También traducimos los programas para que el presidente de la emisora sepa qué estamos transmitiendo. De todos modos, mi vida era más cómoda cuando Max era el jefe de la sección rusa. Comprendía perfectamente a los americanos.
—¿Por qué regresó a Moscú?
—No lo sé. Fue una sorpresa para todos. Es evidente que había mantenido contacto con los soviéticos, y para ellos fue una satisfacción que regresara a Moscú. Pero su marcha no nos perjudicó, de otro modo no le hubiera invitado a la fiesta.
—¿Qué opinan de él los americanos que trabajan en la emisora?
—Al principio, el profesor Gilmartin estaba muy disgustado. Max siempre fue su favorito. Le parecía increíble que los rusos se hubieran infiltrado en Radio Liberty. A Michael Healey lo conociste en mi casa. Es el director delegado. Temía que hubiera algún topo en la emisora, pero según parece Max regresó simplemente para ganar dinero. Como un capitalista. No se lo puedo reprochar.
—¿Habló Michael con Benz sobre Max?
—No creo que Michael supiera nada de Benz. Procuramos que Michael no se meta en nuestras vidas. No obstante, todo acabó bien. Max regresó oliendo a rosas. —Para reforzar su argumento, Tommy añadió—: Incluso estuvo en la CNN.
Arkady se giró de nuevo para comprobar si alguien les seguía, pero sólo distinguió la niebla que cubría la ciudad.
Frente a ellos, la carretera se bifurcaba hacia el norte en dirección a Nuremberg, y hacia el sur en dirección a Salzburgo. Tommy giró a la derecha, y al salir de una curva y atravesar un paso subterráneo, Arkady distinguió en la oscuridad una especie de isla rosa. No esperaba ver los muros del Kremlin o las cúpulas de San Basilio alzándose como fantasmas junto a la autopista, pero sí algo más imponente que un edificio de estuco blanco de una sola planta enmarcado por unas luces rojas de neón, con una luz roja rectangular junto a un cartel que decía LA PLAZA ROJA y, en cursivas más discretas, CLUB DE SEXO. Al apearse del Trabi, Arkady pensó que los sueños nunca son tan extraños como la realidad.
El interior del club estaba inundado de luces rojas y resultaba difícil ver con claridad, pero Arkady distinguió unas mujeres que llevaban ligueros negros, medias negras, sujetadores y unos corseletes. La ambientación del local estaba presidida por unos samovares de latón en las mesas y unas estrellas fluorescentes en las paredes.
—¿Qué te parece? —preguntó Tommy, metiéndose los faldones de la camisa dentro de los pantalones.
—Es como los últimos días de Catalina la Grande —contestó Arkady.
Era interesante observar lo intimidados que se sentían los hombres en un prostíbulo. Tenían dinero, la posibilidad de elegir a una mujer o de marcharse. Las mujeres eran unas siervas, unas esclavas, unos simples colchones. Sin embargo, al menos antes del sexo, el poder lo detentaban ellas. Las mujeres, exhibiéndose en ropa interior, estaban cómodamente tumbadas en unos divanes como unos gatos; los hombres, por el contrario, revelaban los tics nerviosos de quienes se sienten desnudos. Frente a una barra en forma de herradura, había unos soldados americanos. Al acercárseles una prostituta se pusieron a charlar con ella, desplegando todo su encanto y seducción mientras ella los miraba con expresión pétrea y aburrida, como si estuviera dormida. Lo que más chocaba a Arkady era que las mujeres fueran rusas. Lo notó en sus acentos y al oírlas murmurar entre sí, en la palidez de su piel y en la forma de sus ojos. Una de las prostitutas, una joven de hombros anchos cubierta con una bata de seda rosa, parecía una campesina de las estepas que había emprendido viaje a Occidente vestida en ropa interior. Cuchicheaba con una compañera de aspecto más delicado, con grandes ojos armenios, embutida en un body de encaje negro. Al observarlas, Arkady se preguntó en qué se diferenciarían las prostitutas rusas importadas de las chicas alemanas. ¿En sus dotes amatorias? ¿En su capacidad de sumisión? ¿En su habilidad para sanar? Las mujeres lo miraban como si hubieran adivinado que también era ruso. Arkady se preguntó hasta qué punto estaba hambriento de amor, o al menos de un sucedáneo del amor. ¿Era ésta la sensación que transmitía, o parecía tan muerto como una cerilla quemada?
—Dijiste que Max Albov regresó a Múnich oliendo a rosas —dijo a Tommy.
—Así es. Incluso creo que lo respetamos más. Estoy convencido de que conseguirá ganar un millón.
—¿Haciendo qué? ¿Te lo ha comentado?
—Como periodista en televisión.
—Dijo algo sobre un negocio mixto.
—Propiedades, valores. Max dice que un hombre que no es capaz de ganar dinero en Moscú no es ni siquiera capaz de hallar moscas en un pedazo de mierda.
—Una perspectiva muy atrayente. Quizá todo el mundo debería regresar a Moscú.
—Ésa era la idea.
Tommy no podía apartar los ojos de las mujeres. Tenía las mejillas encendidas y no cesaba de rascarse el pecho y la cabeza, como si la mera proximidad de las prostitutas le pusiera cachondo. Arkady no compartía su excitación. Para él, el amor era la brisa de la montaña, el amanecer y el nirvana; el sexo era revolcarse entre las hojas; el sexo comprado sabía a gusanos. Pero hacía tanto tiempo que no experimentaba ni el amor ni el sexo, que no estaba capacitado para juzgar a nadie. Unos consideran que el sexo comprado es una bajeza, mientras que a otros les parece un trámite sencillo y directo, quizá porque tienen menos imaginación o más dinero.
Cada raza posee sus propios rasgos. Una herencia tártara de ojos estrechos y almendrados. El óvalo eslavo, con la frente redondeada. Los labios finos, el cutis pálido como la nieve. Sin embargo, ninguna de esas mujeres se parecía a Irina. Ella tenía los ojos más grandes y profundos, más bizantinos que mongoles, con una mirada más abierta, y al mismo tiempo reservada. Su rostro era menos ovalado, con la mandíbula más suave, la boca más amplia, más expresiva. Era curioso: en Moscú solía escuchar a Irina cinco veces al día; aquí no la escuchaba nunca.
A veces pensaba que él e Irina podían haber llevado otra vida, más normal. Como amantes. Como marido y mujer. Como personas corrientes que viven, duermen y se despiertan juntos. Quizá hubieran llegado a odiarse y se habrían separado, pero de forma normal, no con la vida partida por la mitad. No con un sueño que había degenerado en una obsesión.
La mujer vestida de rosa se acercó con una amiga y pidió champán.
—No faltaba más. —A Tommy todo le parecía bien.
Los cuatro se sentaron en una mesa situada en un rincón. La mujer de rosa se llamaba Tatiana; su amiga, la que llevaba un body de encaje negro, Marina. Tatiana tenía el pelo rubio, con las raíces oscuras, recogido en una cola de caballo; Marina era morena y llevaba el pelo suelto para disimular un hematoma en la mejilla. Tommy, haciendo de anfitrión, dijo:
—Éste es mi amigo Arkady.
—Enseguida adivinamos que era ruso —dijo Tatiana—. Tiene un aspecto muy romántico.
—Los hombres pobres no somos románticos —replicó Arkady—. Tommy es mucho más romántico que yo.
—Podríamos divertirnos un rato —sugirió Tommy.
Arkady observó a una mujer que pasó frente a ellos, moviendo las caderas provocativamente, mientras conducía a un soldado a través de una cortina de abalorios hacia una habitación situada al fondo.
—¿Vienen muchos rusos por aquí? —preguntó Arkady.
—Son camioneros —respondió Tatiana haciendo una mueca—. Solemos tener una clientela muy internacional.
—A mí me gustan los alemanes —dijo Marina con aire pensativo—. Al menos se lavan.
—Eso es importante —observó Arkady.
Tatiana ocultó su copa de champán debajo de la mesa y se metió un lingotazo del vodka que llevaba en una botella. Luego llenó generosamente las copas de sus compañeros. El vodka volvía a subvertir el sistema, pensó Arkady. Marina se inclinó hacia él y murmuró:
—Moho importante.
—Ambas hablamos italiano —dijo Tatiana—. Recorrimos Italia durante dos años.
—Trabajábamos en el Bolshoi Piccolo Ballet.
—No necesariamente relacionado con el Bolshoi original —dijo Tatiana, echándose a reír.
—Bailábamos —añadió Marina, estirando su esbelto cuello.
—Actuábamos en pequeñas poblaciones. No obstante, gozábamos del sol y de la música —añadió Tatiana con acento nostálgico.
—Cuando nos marchamos, había otras diez compañías rusas de ballet en Italia que trataban de imitarnos —dijo Marina.
—Creo que contribuimos a difundir el amor por el baile —afirmó Tatiana, sirviendo a Arkady otro lingotazo de vodka—. ¿Estás seguro de que no tienes dinero?
—Siempre se siente atraída por tipos que no le convienen —dijo Marina.
—Gracias —dijo Arkady, dirigiéndose a ambas—. Estoy buscando a un par de amigos. Uno se llama Max. También es ruso, pero va mejor vestido que yo y habla inglés y alemán.
—No lo conocemos —contestó Tatiana.
—El otro se llama Borís —dijo Arkady.
—Borís es un nombre muy corriente —observó Marina.
—Creo que se apellida Benz.
—También es un apellido muy corriente —dijo Tatiana.
—¿Podrías describirlo? —preguntó Arkady a Tommy.
—Es un hombre corpulento, guapo, simpático.
—¿Habla ruso? —preguntó Tatiana.
—No lo sé. Sólo le oí hablar alemán —respondió Tommy.
Benz era un tipo tan nebuloso, un simple nombre en un documento de matriculación en Moscú y en una carta en Múnich, que Arkady se alegraba de conocer a alguien que le hubiera visto en carne y hueso.
—¿Por qué quieres saber si habla ruso? —inquirió Arkady.
—Porque el Borís que yo conozco es un tipo muy internacional —contestó Marina—. Habla perfectamente el ruso.
—Es alemán —afirmó Tatiana.
—¿Cómo lo sabes si no te has acostado con él?
—Tú tampoco.
—Tima se acostó con él. Recuerdo que me lo comentó.
—Conque te lo comentó, ¿eh? —dijo Tatiana, imitando el acento afectado de su compañera.
—Somos amigas.
—Es una bruja. Lo siento —dijo Tatiana al ver que había herido a Marina. Luego se giró hacia Arkady y añadió—: Ese tipo que buscas parece una salchicha polaca, ¿qué más puedo decirte?
—¿Está Tima aquí?
—No, pero puedo describirte el coche que conduce —contestó Tatiana—. Rojo, transmisión en las cuatro ruedas, y responde al nombre de «Bronco».
—Sé dónde podemos hallarla —dijo Tommy, deseoso de intervenir en la conversación—. Está cerca de aquí. Te llevaré.
—Ojalá tuvieras dinero —dijo Tatiana a Arkady.
Dadas las circunstancias, aquello era el mejor cumplido.
En un desvío de la carretera estaban aparcados una docena de jeeps, Troopers, Pathfinders y Land Cruisers. Una prostituta se encontraba sentada al volante de cada vehículo. Los clientes se detenían en el arcén para examinar la mercancía. Cuando habían acordado el precio, la mujer apagaba la luz roja que anunciaba su disponibilidad, el cliente se montaba en el vehículo y se dirigían hacia el extremo del desvío, lejos de los faros de los coches que circulaban por la carretera. En aquellos momentos había veinte vehículos aparcados al borde de una explanada negra.
Tommy y Arkady avanzaron a pie entre los vehículos que tenían los faros encendidos y luego por el centro del desvío, apartándose para dejar pasar a un Trooper. Tommy estaba visiblemente excitado.
—Solían trabajar en unos remolques en la ciudad, hasta que los vecinos se quejaron del trasiego de vehículos por las noches. Aquí el impacto visual es menor. Están seguras; los médicos las examinan una vez al mes.
Los vehículos aparcados en el extremo del desvío tenían las ventanillas traseras cubiertas por unas cortinillas. Un jeep oscilaba violentamente de un lado al otro.
—¿Qué aspecto tiene un Bronco? —preguntó Arkady.
Tommy le indicó uno de los modelos más grandes, pintado de azul. Eran unos vehículos muy altos, ideales para atravesar la tundra.
—¿Qué te parecen? —preguntó Tommy.
—Tienen un aspecto muy sólido.
—Me refiero a las mujeres.
—¿Adónde quieres ir a parar? —inquirió Arkady.
—Podría prestarte un poco de dinero.
—No, gracias.
Tommy vaciló unos instantes y luego preguntó:
—¿Te importa guardarme las llaves del coche? —preguntó.
—¿Lo dices en serio?
—Ya que estamos aquí, podríamos divertirnos un rato —dijo Tommy—. Sólo nos llevará unos minutos.
Arkady se sentía como un estúpido. ¿Quién era él para juzgar a nadie? Tommy lo miraba con aire de súplica. Cogió las llaves y dijo:
—Te espero en el coche.
El Trabi estaba aparcado al otro lado de la carretera. Desde él vio a Tommy dirigirse hacia un jeep, acordar el precio con la prostituta y montarse en el vehículo, junto a ella. Al cabo de unos segundos, el jeep retrocedió hacia un lugar apartado y oscuro.
Arkady encendió un cigarrillo y encontró un cenicero, pero no una radio. Era un coche perfectamente socialista, diseñado para estimular los malos hábitos y la ignorancia, y él era el perfecto conductor.
Los coches entraban y salían continuamente de la carretera. La cuestión no era si existía delincuencia en Alemania sino de cómo definían la delincuencia. En Moscú, la prostitución era ilegal. Aquí se consideraba un comercio.
Un Trooper se metió en un hueco que acababa de abandonar uno de los jeeps. La conductora encendió la luz roja y se miró en el retrovisor, se atusó el pelo, se pintó los labios, se ajustó el sujetador, sacó el pecho y se puso a leer una novela. La mujer que estaba sentada en el coche frente a ella contemplaba el vacío con unos ojos que parecían pintados sobre sus párpados. Ninguna tenía aspecto de ser Tima. Arkady dedujo que era una abreviación de Fátima, de modo que buscó a una mujer con apariencia islámica. A esa distancia, el destello de las luces quedaba amortiguado, como el resplandor de unas velas. Los parabrisas parecían unos iconos en los que se exhibía una virgen de aspecto aburrido.
Al cabo de veinte minutos, Arkady empezó a inquietarse por Tommy. Imaginó la hilera de vehículos aparcados en el extremo del desvío. Uno de ellos se balanceaba bruscamente, con las cortinillas echadas. Era un lugar siniestro, donde el sexo y la violencia se confundían fácilmente. Le pareció oír un ruido como si estrangularan y golpearan a alguien. Desde fuera podía interpretarse como un sonido de amor. Era un temor absurdo, pero Arkady dio un suspiro de alivio cuando vio a Tommy cruzar la carretera y dirigirse hacia el coche. El americano se sentó ante el volante, jadeando, y preguntó:
—¿He tardado mucho?
—Horas —respondió Arkady.
Tommy se instaló cómodamente, se metió los faldones de la camisa dentro de los pantalones y se abrochó la chaqueta. Emanaba un olor a perfume y sudor, como si acabara de regresar de un viaje a tierras exóticas. Parecía muy satisfecho de sí mismo, y Arkady se preguntó cuántas veces conseguiría reunir el valor necesario para acercarse a una prostituta.
—Ha sido un dinero bien empleado. ¿Seguro que no cambiarás de opinión? —preguntó a Arkady.
—No. Vámonos.
Súbitamente se abrió la portezuela junto a Arkady. Peter Schiller se agachó y dijo:
—No respondió usted a mi llamada, Renko.
El BMW de Peter estaba aparcado en un lugar sombrío, a varios metros de la carretera principal. Arkady se apoyó en el capó del coche, con las piernas y los brazos extendidos, mientras Peter le registraba para comprobar si iba armado. Contempló los coches aparcados junto a la carretera y a Tommy, que se montó en su Trabant y regresó solo a Múnich.
—Moscú constituye un misterio para mí —dijo Peter mientras palpaba la espalda, los muslos, los tobillos y las muñecas de Arkady—. Nunca he estado allí y no siento el menor deseo de ir, pero me da la impresión de que un importante investigador no debería tener que utilizar una cabina telefónica para su trabajo. He verificado el número que me dio para localizarlo.
—Detesto permanecer sujeto a una mesa de despacho.
—Ni siquiera posee una mesa de despacho. Fui al consulado y hablé con Fiódorov. No sabe nada sobre su investigación, nunca había oído hablar de Borís Benz y creo que desearía no haberlo conocido a usted.
—Reconozco que no mantenemos una estrecha amistad —dijo Arkady.
Cuando trató de girarse, Peter le aplastó la cara contra el techo del coche.
—Fiódorov me dio la dirección de su pensión. Las luces de su habitación estaban apagadas. Mientras le esperaba, pensé en lo que debía hacer con usted. Es obvio que se inventó lo del Bayern-Franconia para protegerse. También es evidente que ha montado usted solito este tinglado para ganarse unos cuantos marcos durante sus vacaciones. Un pequeño negocio ruso. Se me ocurrió informar a varios ministerios y a la Interpol, hasta que recordé que mi abuelo es muy sensible a toda publicidad negativa relacionada con el banco. Se trata de un banco mercantil, no dirigido al público, y no necesita ninguna publicidad, especialmente el tipo de publicidad que usted le daría. De modo que decidí llevármelo a algún lugar apartado y darle una paliza hasta romperle todos los huesos.
—¿Eso no es ilegal?
—Le hubiera dejado tan hecho polvo que no hubiera podido contarle a nadie lo sucedido.
—Bueno, puede intentarlo —dijo Arkady.
No llevaba arma, pero Peter llevaba la pistola que había visto en el banco, una Walther. Arkady estaba seguro de que Peter Christian Schiller no dispararía contra él, al menos hasta que le hubiera hecho apartarse del BMW, para evitar que la bala destrozara su flamante coche. Si Peter se proponía darle una paliza, Arkady no sabía si conseguiría resistir. A estas alturas, ¿qué importaba un poco de sangre y perder unos cuantos dientes? Arkady se enderezó y se giró hacia Peter.
Sobre la explanada soplaba una fresca brisa que agitaba la cazadora amarilla del policía. Mientras Peter apuntaba a Arkady con la pistola, dijo:
—De pronto apareció su amigo con el Trabi. Supuse que se trataba de un desgraciado de la zona oriental. Nadie conduce un Trabi en esta época. De vez en cuando se ve alguno cerca de la antigua frontera, pero no en Múnich. Al cabo de diez minutos salió de la pensión acompañado de usted. Encajaba perfectamente en el papel de cómplice.
—¿De veras?
—Desde luego. Él escoge a la víctima y usted se presenta con una carta falsa del consulado. Llamé para averiguar el nombre del propietario del coche y me informaron que se trata de Thomas Hall, un americano residente en Múnich. Me chocó que un americano condujera un Trabi.
—Él asegura que es una buena inversión. ¿De modo que nos siguió?
—No fue muy difícil, dada la lentitud con que circulaban.
—¿Y qué piensa hacer? —preguntó Arkady.
Curiosamente, cuando un alemán se siente angustiado, su rostro lo refleja con toda claridad. En aquellos momentos Peter parecía debatirse entre la ira y la curiosidad.
—¿Es buen amigo de Hall?
—Lo conocí anoche. Me sorprendió que se presentara esta noche en mi pensión.
—Usted y Hall fueron a un club de sexo, lo que demuestra que son muy amigos.
—Tommy dijo que había visto a Benz en el club. Las mujeres que trabajan en él nos dijeron que quizá lo encontraríamos aquí.
—¿No había hablado con Hall antes de anoche?
—No.
—¿Ni se había comunicado con él?
—No. ¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó Arkady.
—Esta mañana me dio usted un número de fax para que lo investigara. Pues bien, el aparato pertenece a Radio Liberty. Está instalado en el despacho de Thomas Hall.
La vida estaba llena de sorpresas, pensó Arkady. Había pasado la noche con un tipo presuntamente inocente y acababa de descubrir que se había comportado como un imbécil. ¿Por qué no había verificado él mismo los números de Radio Liberty? ¿Qué otros datos había pasado por alto?
—¿Cree que puede alcanzar a Tommy? —preguntó Arkady.
Peter vaciló unos instantes, mientras Arkady lo observaba para comprobar su reacción. El alemán sostuvo su mirada sin pestañear, y al fin contestó:
—En estos momentos sólo estoy seguro de poder alcanzar a un Trabi.
Regresaron por la misma ruta que había tomado Tommy pero a otra velocidad. Peter aceleró hasta que el BMW alcanzó los doscientos kilómetros por hora, como si condujera por una pista de carreras que conociera como la palma de su mano. De vez en cuando miraba a Arkady de reojo, aunque éste hubiera preferido que no apartara la vista de la carretera.
—No mencionó Radio Liberty en el banco —dijo Peter.
—No sabía que la emisora estuviera implicada en el asunto. Puede que no lo esté.
—No nos conviene que estalle aquí una guerra civil rusa. Sería preferible que regresaran a casa y se mataran allí.
—Es una posibilidad.
—Si Radio Liberty está implicada, los americanos también.
—Espero que no.
—¿No ha trabajado nunca con los americanos?
—Supongo que usted sí —contestó Arkady.
—Me formé en Tejas.
—¿Como vaquero?
—Como piloto de aviación. En aviones de combate.
Al tomar una curva apareció una señal que no llegaron a distinguir. Arkady pensó que no existía nada como la velocidad para hacer que uno apreciara el trazado de una carretera.
—¿Para la aviación alemana?
—Algunos de nosotros nos formamos allí. De este modo, si nos estrellamos, causamos menos destrozos.
—Parece lógico.
—¿Es usted del KGB?
—No. ¿Le dijo Fiódorov que lo era?
Peter soltó una risita irónica.
—Fiódorov juró que no era del KGB. Dios nos libre. Pero si no lo es, ¿por qué está interesado en Radio Liberty?
—Tommy envió un fax a Moscú.
—¿Qué decía? —preguntó Peter.
—¿Dónde está la Plaza Roja?
Ambos guardaron silencio, hasta que de pronto apareció una mancha rosa frente a ellos.
—Es preciso hablar con Tommy —dijo Arkady. Luego sacó un cigarrillo y preguntó—: ¿Le importa que fume?
—Baje la ventanilla.
Al bajarla penetró en el coche un olor acre que les hizo toser.
—Alguien está quemando plástico —dijo Peter.
—Y neumáticos.
La mancha rosa se hizo más grande, luego se desvaneció y volvió a reaparecer, de un color rosa más intenso. Estaba situada al borde de una rampa de acceso, como una antorcha de la que sobresalía una gruesa columna de humo agitada por el viento. Vista de cerca, parecía hundirse en el suelo.
—Es el Trabi —dijo Peter.
Ambos se apearon del coche y retrocedieron a pie, cubriéndose la nariz y la boca con la mano. El Trabant había chocado con la rampa y había quedado completamente destrozado. Las llamas eran gigantescas, como unas manchas rojas mezcladas con unas tonalidades azules y verdes producidas por unas sustancias químicas. El humo era negro como el petróleo. El Trabi no sólo ardía desde el interior sino que todo el vehículo estaba envuelto en unas furiosas llamas que devoraban las paredes, el capó, el techo y los asientos de plástico. Los neumáticos, al arder, formaban unos círculos espectrales.
Arkady y Peter dieron una vuelta alrededor del coche para comprobar si Tommy había conseguido escapar.
—No es la primera vez que contemplo un incendio de estas características —dijo Arkady—. Si Tommy no consiguió huir del coche, está muerto.
Peter retrocedió, y Arkady trató de acercarse al vehículo arrastrándose de rodillas para no aspirar el humo, pero el calor era demasiado intenso.
Cuando cambió el viento, vio en el salpicadero del coche una foto chamuscada que parecía haber sido minuciosamente recortada con unas tijeras.
Peter subió de nuevo en el BMW, encendió las luces y retrocedió hasta descubrir unas huellas de neumáticos. Luego se apeó y colocó la luz azul sobre el techo del coche. Probablemente era un buen policía, pensó Arkady.
Era imposible salvar a Tommy. Una de las portezuelas comenzó a derretirse, devorada por unas llamas violáceas. Al cabo de unos instantes se desplomó el techo, y las llamas empezaron a oscilar como una gigantesca flor sacudida por el viento.