20

El pastel sabía a ceniza y a alquitrán, pero la fiesta resultó muy animada, presidida por Max Albov e Irina, sentados en un sofá y sonriendo como si fueran el rey y la reina de la reunión.

—Cuando estaba aquí, la gente decía que pertenecía a la CIA. Cuando fui a Moscú, decían que era del KGB. Algunos piensan que ésas son las únicas respuestas concebibles.

—Aunque te hayas convertido en una estrella de la televisión —dijo Tommy—, sigues siendo el mejor director de la sección rusa que hemos tenido.

—Gracias —respondió Max, aceptando un whisky como una pequeña muestra de la admiración que todos sentían por él—. Pero esos tiempos han pasado. Cuando estuve aquí, traté de realizar mi trabajo lo mejor que pude. La Guerra Fría había terminado. Había llegado el momento de dejar de trabajar para los americanos y regresar a casa para hacer algo por Rusia.

—¿Qué tal te trataron en Moscú? —preguntó Rikki.

—Todo el mundo me pedía un autógrafo. No, en serio, en Rusia eres una auténtica estrella de la radio, Rikki.

—Georgia —le corrigió Rikki— Georgia. —Max se giró hacia Irina y dijo—: En Rusia eres la voz más famosa de la radio. —Luego prosiguió en ruso—: Supongo que queréis saber si el KGB me apretó los tornillos, si les revelé algunos secretos que pudieran perjudicar a la emisora o a vosotros. La respuesta es no. Esa época ha pasado. No me he entrevistado con nadie del KGB. Francamente, la gente en Moscú no se preocupa de nosotros; están demasiado ocupados tratando de sobrevivir, y necesitan ayuda. Por eso regresé.

—Algunos hemos sido condenados a muerte —dijo Stas.

—Esas viejas condenas han sido suspendidas. Si no me crees, ve al consulado e infórmate. —En atención a su nutrida audiencia, Max continuó en inglés—: No creo que a Stas le aguarde nada peor que la pésima comida de Moscú. Mejor dicho, la pésima cerveza.

Arkady suponía que a Irina le repugnaría que Max la tocara, pero se equivocaba. A excepción de Rikki y de Stas, todos ellos —rusos, americanos y polacos— estaban convencidos, incluso fascinados, por las palabras de Max. ¿Había sufrido al regresar al infierno? Evidentemente, no. No tenía el pelo chamuscado, sino que mostraba el saludable aspecto de una celebridad.

—¿Qué hiciste exactamente en Moscú para ayudar a los rusos hambrientos? —inquirió Arkady.

—Camarada investigador… —empezó a decir Max.

—No es necesario que me llames camarada. Hace años que dejé de ser miembro del Partido.

—Pero menos que yo —respondió Max intencionadamente—. En realidad, hace menos años que todos los que estamos en Múnich. De todos modos, viejo camarada, me alegro de que me hagas esa pregunta. Dos cosas, de mayor a menor importancia. Una, crear varias sociedades mixtas. Dos, buscar al hombre más hambriento y desesperado de Moscú y conseguir que le concedieran un préstamo para que se trasladara aquí. Supuse que me estaría más agradecido. A propósito, ¿qué tal prosigue tu investigación?

—Lentamente.

—No te preocupes, pronto regresarás a casa.

Arkady se sentía como un insecto clavado en un alfiler, pero lo que más le molestaba era la imagen de sí mismo que veía reflejada en los ojos de Irina. ¡Fijaros en ese mosquito, en ese apparátchik, en ese mono que está ahí sentado! Irina escuchaba a Max como si no guardara ningún recuerdo personal de Arkady. Al cabo de un rato, se giró hacia Albov y preguntó:

—¿Puedes darme fuego, Max?

—Desde luego. ¿Has vuelto a fumar?

Arkady se alejó del círculo de admiradores y se dirigió al bar. Al cabo de unos instantes apareció Stas. Después de encender un cigarrillo y aspirar el humo profundamente, preguntó a Arkady:

—¿Viste a Max en Moscú?

—Me lo presentaron como periodista.

—Max era un excelente periodista, claro que es capaz de ser lo que quiera, en cualquier sitio. Max es el siguiente eslabón en la evolución: el Hombre Posterior a la Guerra Fría. Los americanos buscaban a alguien bien informado sobre los asuntos soviéticos. En realidad, buscaban a un ruso que hablara como un americano. ¿Por qué estaba interesado en ti?

—No lo sé —contestó Arkady, sirviéndose un vaso de vodka.

¿Por qué bebe la gente?, se preguntó. Un latino, para hacer el amor; un inglés, para relajarse. Los rusos son más directos, pensó Arkady; beben para emborracharse, que era justamente lo que él pretendía.

En aquel momento apareció Ludmila, lo miró provocativamente y le arrebató el vaso de la mano.

—Todo el mundo le echa la culpa a Stalin —dijo.

—¡Qué injusticia! —exclamó Arkady, buscando otro vaso entre las botellas y el cubo de hielo.

—Todo el mundo está neurótico perdido —añadió Ludmila.

—Incluyéndome a mí —contestó Arkady.

Ludmila bajó la voz y dijo con tono confidencial:

—¿Sabías que Lenin había residido en Múnich bajo el nombre de «Meyer»?

—No.

—¿Sabías que fue un judío quien asesinó al zar?

—No.

—Todas las cosas más nefastas, las depuraciones y el hambre, fueron provocadas por los judíos que rodeaban a Stalin para destruir al pueblo ruso. Stalin era un peón en manos de los judíos, su chivo expiatorio. Cuando se volvió contra los médicos judíos, murió.

—¿Sabías que el Kremlin tiene tantos baños como el Templo de Jerusalén? —preguntó Stas a Ludmila—. Piensa en ello.

Ludmila dio un respingo y se alejó apresuradamente.

Stas ofreció a Arkady un vaso de vodka.

—Me pregunto si irá corriendo a contarle a Michael lo que acabo de decirle. —Luego echó un vistazo alrededor de la habitación y observó—: Una curiosa mezcla.

Al cabo de un rato el ambiente festivo degeneró en agrias disputas. Arkady se refugió en la escalera en compañía de otro misántropo, un alemán vestido de negro con pinta de intelectual. Una joven estaba sentada al pie de la escalera, sollozando desconsoladamente. Arkady pensó que era lógico que en una fiesta rusa estallaran disputas y una joven se echara a llorar.

—Hace tiempo que deseo hablar con Irina —dijo el alemán.

Tenía unos veinte años, la mirada perdida y se expresaba en inglés con dificultad.

—Yo también —contestó Arkady.

Ambos guardaron silencio durante unos instantes, hasta que el joven soltó de improviso:

—Maliévich estuvo en Múnich.

—Y también Lenin —dijo Arkady—. ¿O se llamaba Meyer?

—Me refiero al pintor.

—Ah —dijo Arkady, sintiéndose como un imbécil. Maliévich era el pintor de la Revolución Rusa.

—Existe un contacto tradicional entre la pintura rusa y la alemana.

—Así es. —Eso era indiscutible, pensó Arkady.

El joven se miró las uñas, que se había mordido casi hasta los nudillos.

—El rectángulo rojo simbolizaba la Revolución; el negro simbolizaba el fin de la pintura.

—Cierto —dijo Arkady, apurando el vodka de un trago.

De pronto el joven se echó a reír como si acabara de recordar un chiste muy gracioso.

—Maliévich afirmó en 1918 que las pelotas de fútbol de los enmarañados siglos se abrasarían en los destellos de las burbujeantes ondas de luz.

—¿Las burbujeantes ondas de luz?

—Exactamente.

Arkady se preguntó qué solía beber Maliévich.

Arkady no se atrevía a acercarse a Irina porque nunca estaba sola. Mientras vagaba por entre los grupos de invitados, Tommy se acercó a él y lo condujo frente a un enorme mapa de Europa Oriental que colgaba en la pared, decorado con unas esvásticas y unas estrellas rojas que indicaban la posición de las tropas alemanas y rusas en vísperas de la invasión de Hitler.

—Es fantástico —dijo Tommy—. Acabo de enterarme de que tu padre fue uno de los grandes cerebros militares de la guerra. Quisiera señalar el lugar exacto en el que se encontraba cuando los alemanes emprendieron el ataque. ¿Podrías indicármelo?

Era un mapa de la Wehrmacht. Los nombres de las poblaciones y los ríos estaban en alemán. Unas anchas y espaciadas líneas trepaban por la estepa ucraniana; unas flechas indicaban la presencia de unos pantanos en Bessarabia; y unas esvásticas señalaban los frentes en Moscú, Leningrado y Stalingrado.

—No tengo la menor idea —respondió Arkady.

—¿De veras? ¿No dejó un diario? ¿No te relató ninguna anécdota? —preguntó Tommy.

—Sólo tácticas —dijo Max, acercándose a ellos—. Te ocultas en un agujero, y el enemigo te apuñala por la espalda. No es una mala táctica cuando te sientes agobiado. —Luego se giró hacia Arkady y le preguntó—: ¿Te sientes agobiado? Da lo mismo, retiro la pregunta. Lo que resulta interesante es que el padre fuera un general y el hijo un investigador. Existe una inconfundible similitud, cierta propensión a la violencia. ¿Qué opina usted, profesor, como médico?

—Quizás una sensación de rechazo a una sociedad normal —contestó el psicólogo.

—La sociedad soviética no es una sociedad normal —protestó Arkady.

—Explícanos por qué decidiste ser investigador —dijo Max—. Tu padre eligió una profesión que entraña matar a gente. Eso es lo que impulsa a cierta hombres a convertirse en generales. Afirmar que un general detesta la guerra es como decir que un escritor detesta los libros. Tú eres distinto. Tú apareciste después de haberse cometido el asesinato. Te manchaste de sangre pero no te divertiste.

—Lo mismo que la víctima —dijo Arkady.

—¿Qué es lo que te atrae de tu profesión? Vives en una de las peores sociedades del mundo, y has elegido la peor parte. ¿Qué morbosa atracción sientes hacia ella? ¿El hecho de examinar cadáveres? ¿Enviar a otro desgraciado a la cárcel para el resto de su vida? Como diría mi amigo Tommy, ¿qué sacas de todo ello?

Eran unas preguntas interesantes. Arkady se las había formulado en multitud de ocasiones.

—El permiso —contestó.

—Explícate —dijo Max.

—Cuando alguien muere asesinado, la gente tiene que responder a preguntas. Un investigador tiene permiso para meterse por los recovecos y observar cómo está construido el mundo. Un asesinato es como una casa dividida en dos; ves una planta encima de otra y una puerta que conduce a otra puerta.

—¿El asesinato conduce a la sociología?

—A la sociología soviética.

—Suponiendo que la gente sea sincera. Yo me inclino más bien a creer que la gente miente.

—Los asesinos, sin duda.

Arkady comprobó que el círculo de admiradores de Max se había congregado alrededor de ellos. Stas los observaba desde un rincón. Irina estaba de espaldas, charlando con unos invitados en el pasillo que conducía a la cocina. Arkady se arrepentía de haber abierto la boca.

—Hablando de sinceridad, ¿cuánto tiempo hace que escuchas a Irina por la radio? —le preguntó Max.

—Desde hace una semana aproximadamente.

Max parecía sorprendido por primera vez.

—¿Una semana? Hace mucho tiempo que Irina transmite boletines informativos. Supuse que llevabas años sentándote junto a la radio para escuchar su voz.

—No tenía radio —contestó Arkady, dirigiendo la vista hacia el pasillo. Irina había desaparecido.

—¿Así que la escuchas desde hace una semana? ¡Y ahora estás en Múnich! ¡En esta fiesta! ¡Qué coincidencia tan asombrosa! —exclamó Max—. La vida está llena de misterios inexplicables.

—Quizá fue una cuestión de suerte —terció Stas—. Cuéntanos más cosas sobre tu carrera en la televisión, Max. ¿Qué clase de tipo es Donahue? Y sobre tus sociedades mixtas. Siempre pensé que eras un líder que inspiraba a las masas, no un hombre de negocios.

—Tommy iba a hablarme de su libro —dijo Max.

—Nos acercábamos al punto más interesante —dijo Tommy.

Arkady aprovechó el momento para alejarse. Encontró a Irina en la cocina, cogiendo unos cigarrillos de un cartón que había sobre la mesa. La cocina estaba desordenada y llena de mondaduras de apio y zanahorias. En un estante, junto a unos libros de cocina, había un televisor portátil. En la pared colgaba un póster de Aryan. El reloj indicaba las dos de la mañana.

Irina encendió una cerilla. Arkady recordó que el día que se conocieron ella le pidió fuego, para ver cómo reaccionaba. Pero esta vez no le pidió fuego.

Durante ese primer encuentro, Arkady no estaba nervioso. En cambio ahora tenía la boca seca y no podía articular palabra. ¿Por qué lo intentaba por tercera vez? ¿Acaso estaba empeñado en comprobar hasta qué punto podía humillarlo ella? ¿O era una especie de perro de Pávlov al que le gustaba que lo maltrataran?

Lo que más le sorprendía era el hecho de que Irina parecía la misma y sin embargo había cambiado. Era como una mezcla de alguien a quien él había conocido, y una perfecta desconocida que se había adueñado de su cuerpo. Irina cruzó los brazos y lo miró fijamente. Había sustituido los modestos vestidos y las bufandas que solía llevar en Moscú por un jersey de cachemira y un collar de oro. El recuerdo que Arkady conservaba de ella todavía encajaba con su imagen, pero tan sólo como una máscara que le observaba con ojos distintos.

Arkady había experimentado el hielo del Ártico; no era tan gélido como el ambiente que reinaba en la habitación. Ése era el problema de conocer íntimamente a una mujer. Cuando ya no te quiere, te arroja a las sombras. Es como girar alrededor de un sol que te ha girado la espalda.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Irina.

—He venido con Stas.

—¿Stas? —repitió ella, arrugando el ceño—. Tengo entendido que también te llevó a la estación. Te dije que era un provocador. Esta noche se ha pasado de la raya…

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó Arkady.

—Por supuesto.

—No lo creo.

Irina suspiró. Arkady pensó que debía ofrecer un aspecto patético.

—Por supuesto que me acuerdo. Pero hace años que no pienso en ti. En Occidente todo es distinto. Tenía que sobrevivir, conseguir trabajo. He conocido a mucha gente. Mi vida ha cambiado, y yo también he cambiado.

—No es necesario que te justifiques —dijo Arkady.

Por la forma en que Irina se había expresado, era evidente que ambos eran como dos placas tectónicas que se movían en direcciones opuestas. Se expresaba de forma fría, analítica, midiendo las palabras.

—Confío en no haberte perjudicado en tu carrera —dijo Irina.

—Un simple hipo ruso.

—Haces que me sienta avergonzada —dijo ella, aunque nada hacía suponer que fuera cierto.

—Mis esperanzas eran excesivas. Quizá me falle la memoria.

—A decir verdad, apenas te reconocí.

—¿Debido a mi buen aspecto? —preguntó Arkady. Un chiste bastante malo.

—Me dijeron que las cosas te iban bien.

—¿Quién te lo dijo?

Irina encendió un segundo cigarrillo con la colilla del anterior. ¿Por qué los rusos tenían necesidad de fumar constantemente?, se preguntó Arkady. Irina lo miró fijamente mientras exhalaba el humo del cigarrillo. De pronto, Arkady imaginó que la abrazaba. No, no eran imaginaciones; era un recuerdo muy concreto. Recordaba el contacto de su mejilla contra la suya, la suavidad de su frente.

Irina se encogió de hombros y respondió:

—Max fue un buen amigo durante años. Me he alegrado mucho de verlo aquí esta noche.

—Es evidente que todos le admiráis.

—Nadie sabe por qué regresó a Moscú. Te ha ayudado, de modo que no tienes motivo de queja.

—Me hubiera gustado estar aquí —dijo Arkady.

¿Qué pasaría si me levanto, cruzo la habitación y la toco?, se preguntó Arkady. ¿Conseguiría así salvar el abismo que nos separa?

—Es demasiado tarde. No quisiste seguirme. Todos los rusos habían emigrado o se habían fugado. Tú decidiste quedarte.

—El KGB

—Me hubiera parecido lógico que te quedaras un año o dos, pero te quedaste para siempre. Me dejaste sola. Te esperé en Nueva York, pero no viniste. Me trasladé a Londres para estar más cerca de ti; pero fue en vano. Luego averigüé dónde estabas y supe que seguías haciendo de policía en un Estado policial. Ahora estás aquí, pero no has venido a verme. Has venido a arrestar a alguien.

—No podía venir y no… —empezó a decir Arkady.

—¿Creíste que yo te ayudaría? —preguntó Irina—. Recuerdo las veces que deseé verte y tú no estabas… Afortunadamente, contaba con el apoyo de Max. De Max, de Stas y de Rikki. Todos tuvieron el valor de huir, nadando, corriendo o arrojándose por la ventana. Excepto tú, de modo que no tienes ningún derecho a criticarlos ni a dudar de sus intenciones, ni siquiera a estar con ellos. Por lo que a mí respecta, estás muerto.

Irina cogió el paquete de cigarrillos y salió de la cocina justamente cuando entraba Tommy tatareando una polca y comiéndose unas patatas fritas. Llevaba un casco alemán con un agujero y estaba tan borracho que casi no se sostenía en pie. Arkady conocía perfectamente esa sensación.