El teléfono de la cabina sonó a las cinco en punto.
—Habla Fiódorov —dijo Arkady.
—Soy Schiller, del Bayern-Franconia Bank. Hablamos esta mañana. Me hizo unas preguntas sobre una empresa llamada Servicios TransKom.
—Le agradezco su llamada.
—No existe tal empresa en Múnich. Ningún banco local la conoce. He hablado con varias oficinas estatales y no existe ninguna empresa TransKom registrada en Baviera.
—Parece que ha investigado el asunto a fondo —observó Arkady.
—Creo que he hecho todo lo que usted me pidió.
—¿Y qué me dice de Borís Benz?
—Éste es un país libre, Herr Fiódorov. Es difícil investigar a un ciudadano particular.
—¿Se trata de un trabajador del Bayern-Franconia?
—No.
—¿Tiene una cuenta en el banco de ustedes?
—No, pero aunque la tuviera, existen unas disposiciones que protegen la confidencialidad del cliente.
—¿Tiene antecedentes penales? —preguntó Arkady.
—Le he dicho cuanto sé.
—Una persona que alega falsamente estar asociada con un banco probablemente lo ha hecho en otras ocasiones. Podría tratarse de un delincuente profesional.
—En Alemania también existen delincuentes profesionales. Ignoro si ese tal Benz es un delincuente. Usted dijo que tal vez haya interpretado equivocadamente sus palabras.
—Pero ahora el nombre del Bayern-Franconia Bank consta en los informes del consulado —dijo Arkady.
—Elimínelo.
—No es tan fácil. Tratándose de un contrato de semejante envergadura, es lógico que lo investiguemos.
—Ése es problema suyo.
—Al parecer, Benz mostró unos documentos del Bayern-Franconia que demostraban que el banco se había comprometido a financiar el negocio. En Moscú querrán saber por qué han decidido retirarse del asunto.
La voz al otro lado del teléfono contestó con firmeza:
—No hubo tal compromiso.
—En Moscú se preguntarán por qué el Bayern-Franconia no demuestra más interés en hallar a Benz. Si éste ha implicado falsamente al banco, ¿por qué no cooperan con nosotros para que demos con él? —preguntó Arkady.
—Hemos cooperado en la medida de lo posible —replicó Schiller con tono convincente, excepto que existía una carta dirigida por él a Benz.
—¿Le importa que enviemos a un empleado nuestro para hablar con usted?
—Al contrario. Cuanto antes mejor. Estoy deseando zanjar este asunto.
—Se llama Renko.
Las tercera planta del consulado soviético estaba atestada de mujeres vestidas con unas blusas bordadas y unas voluminosas faldas rayadas de distintos colorines que sostenían unos ramos de flores. Parecían unos huevos de Pascua. Arkady se abrió paso entre ellas y penetró en el despacho de Fiódorov.
Éste se hallaba sentado ante una mesa rodeada de cubos de agua, examinando un montón de visados. Alzó la vista y miró a Arkady con cara de pocos amigos.
—¿Qué demonios haces aquí? —le espetó.
—No está mal —contestó Arkady, echando un vistazo a su alrededor. Era un despacho pequeño, sin ventanas, con unos muebles modernos pero diminutos. Arkady supuso que su ocupante debía experimentar una profunda sensación de agobio cada vez que entraba en él. Aparte de mojarse. Uno de los cubos se había volcado, formando una mancha húmeda sobre la alfombra. Arkady observó a Fiódorov. Tenía los pantalones y las mangas de la chaqueta húmedos, la flor que lucía en el ojal se había marchitado y llevaba la corbata torcida—. No está nada mal, parece una floristería.
—Si queremos hablar contigo, iremos a visitarte. No es necesario que te presentes aquí.
Aparte de los pasaportes, sobre la mesa había unas hojas de papel con el membrete del consulado, un lápiz, un bolígrafo y unos teléfonos nuevos y relucientes.
—Quiero que me devuelvas el pasaporte —dijo Arkady.
—Pierdes el tiempo, Renko. Primero porque tu pasaporte lo tiene Platónov, no yo. Y segundo porque el vicecónsul piensa retenerlo hasta que tomes el avión de Moscú, probablemente mañana.
—Quizá pueda serte útil. Al parecer estás muy ocupado —dijo Arkady, indicando el pasillo con el pulgar.
—¿Te refieres al coro folclórico de Minsk? Tendrán que dormir apretadas como sardinas. Intento ayudarlas, pero si insisten en triplicar sus visados van a pasarlo muy mal.
—Para eso está el consulado —dijo Arkady—. Quizá pueda ayudarte.
Fiódorov suspiró y dijo:
—No. Eres la última persona que elegiría como ayudante.
—Entonces nos veremos mañana. Podríamos comer o cenar juntos.
—Mañana tengo un día muy apretado. Por la mañana tengo que recibir a una delegación de católicos ucranianos, luego comeré con el coro folclórico, por la tarde me reuniré con los católicos en la Frauenkirche, y por la noche asistiré al teatro para ver una obra de Bertold Brecht. No tengo un momento libre. Ahora, si no te importa, estoy muy ocupado. Si quieres hacerme un favor, no vuelvas por aquí.
—¿Puedo hacer una llamada?
—No.
—Las líneas con Moscú siempre están ocupadas. Puede que sea más fácil llamar desde aquí.
—No.
Arkady descolgó el auricular y dijo:
—Seré breve.
—No.
Cuando Fiódorov hizo ademán de arrebatarle el teléfono, Arkady lo soltó y el agregado del consulado cayó hacia atrás, volcando otro cubo de agua. Arkady extendió la mano para sostenerlo, pero sólo consiguió derribar los pasaportes de la mesa, los cuales cayeron en el charco de agua que se había formado en la alfombra.
—¡Idiota! —gritó Fiódorov, apresurándose a recoger los pasaportes antes de que quedaran empapados. Arkady intentó secar la alfombra con unas hojas de papel.
—Eso no sirve de nada —dijo Fiódorov.
—Trato de ayudarte.
Fiódorov secó los pasaportes con la manga de su chaqueta y dijo:
—No te molestes. Vete. —De pronto se le ocurrió una idea y exclamó—: ¡Espera!
Sin apartar la vista de Arkady, colocó los pasaportes sobre su mesa, los contó dos veces y comprobó que los datos que figuraban en ellos estaban intactos.
—Está bien, puedes marcharte.
—Lo siento mucho —dijo Arkady.
—Vete.
—¿Quieres que comunique a los de abajo que tienes goteras?
—No. No hables con nadie.
Arkady observó los cubos y el charco de agua y dijo:
—Qué lástima. Una oficina recién instalada…
—Adiós, Renko.
En aquel momento se abrió la puerta y entró una mujer que llevaba un sombrero de fieltro y un collar de perlas.
—Querido Gennadi Ivánovich, llevamos un buen rato esperándote. ¿Cuándo vamos a almorzar?
—Dentro de unos segundos.
—No hemos probado bocado desde que salimos de Minsk.
La mujer se detuvo junto a la puerta del despacho y a los pocos instantes aparecieron las restantes componentes del coro. Arkady se abrió paso entre las voluminosas faldas, las cintas y los ramos de flores, y salió apresuradamente.
En una tienda polaca de objetos de segunda mano, situada a] oeste de la estación, Arkady halló una vieja máquina de escribir manual con caracteres cirílicos. Al sacarla del destartalado estuche y darle la vuelta, comprobó que en la base había un número militar escrito con lápiz.
—Es del Ejército Rojo —dijo el tendero—. Han empezado a abandonar Alemania Oriental, y lo que no pueden llevarse consigo lo venden. Si pudieran, nos venderían los tanques.
—¿Puedo probarla?
—Desde luego —contestó el tendero, girándose para atender a otro cliente.
Arkady sacó del bolsillo una hoja de papel que había cogido de la mesa de Fiódorov y la introdujo en la máquina. En la parte superior estaba grabado el membrete del consulado soviético, con la hoz y el martillo rodeados de unas gavillas doradas de trigo. Arkady había pensado en escribir la carta en alemán, pero no dominaba las complicadas letras góticas. Además, en ruso le daría un estilo más pulido.
Escribió:
Estimado Herr Schiller:
Le envío esta nota para presentarle a A. K. Renko, un investigador de la oficina del fiscal de Moscú. Se le ha ordenado que investigue los pormenores de un negocio mixto entre unas entidades soviéticas y la firma alemana Servicios TransKom, así como las declaraciones de su representante, Herr Borís Benz. Dado que las actividades de TransKom y Benz pueden perjudicar al Gobierno soviético y al Bayern-Franconia Bank, confío en que colabore con nosotros con el fin de resolver este asunto lo antes y más discretamente posible.
Le saluda atentamente, G. I. Fiódorov.
La última frase sonaba típicamente fiodoroviana. Arkady sacó la hoja de papel y la firmó.
—¿Funciona? —le preguntó el tendero—. Sí, es asombroso —respondió Arkady—. Puedo vendérsela a buen precio.
Arkady sacudió la cabeza. En realidad no tenía dinero para comprarla.
—¿Tiene muchos clientes dispuestos a comprar una máquina de escribir rusa?
El tendero soltó una estrepitosa carcajada.
Las luces seguían apagadas en el apartamento de Benz. A las nueve de la noche, Arkady se dio por vencido. Tras planificar minuciosamente el recorrido, regresó a través de varios parques: el Jardín Inglés, el Finanzgarten, el Hofgarten y el Jardín Botánico. Recorrió unos silenciosos senderos, observando las decorativas ramas de los árboles y las sombras que proyectaban en el suelo. De vez en cuando se detenía para comprobar si le seguía alguien. Vio a un estudiante que pasaba apresuradamente, con la nariz metida en un libro, y que se detenía junto a una farola. Al cabo de unos minutos pasó un joven vestido con un chándal que corría a ritmo pausado. Pero no oyó ninguna pisada tras él. Era como si al partir de Moscú se hubiera arrojado al vacío, como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra. ¿Quién iba a seguirlo?
El Jardín Botánico quedaba a una manzana de la estación. Al cruzar la calle para comprobar si la cinta seguía en la taquilla donde la había depositado, unos peatones se apartaron de un salto para no ser atropellados por un coche que acababa de efectuar un giro prohibido. Los gritos y aspavientos de los indignados peatones le impidieron ver el vehículo. Tras detenerse unos instantes en la isla central del bulevar, lo cruzó apresuradamente y pasó de largo frente a la estación, deseoso de alejarse del intenso tráfico que circulaba por la avenida. La siguiente calle era la Seidlstrasse, donde se hallaba la pensión, y más allá estaba el consulado soviético. De pronto oyó un frenazo a sus espaldas, y al girarse vio el destartalado Mercedes de Stas.
—Pensé que querías ver a Irina —dijo éste.
—Ya la he visto —respondió Arkady.
—Te largaste antes de que terminara la entrevista.
—Me bastó con lo que oí.
Stas, haciendo caso omiso de las señales de HALTEN VERBOTEN, agitó la mano para indicar a los coches detenidos detrás de él que circularan.
—Decidí ir a verte porque temía que te hubiera ocurrido algo —dijo.
—¿A estas horas? —preguntó Arkady.
—He estado muy ocupado. Me escapé en cuanto pude. ¿Te apetece ir a una fiesta?
—¿Ahora?
—Claro.
—Son casi las diez. ¿Qué se me ha perdido a mí en una fiesta?
Los automovilistas no cesaban de gritar, de tocar los cláxones y de hacer señas con los faros para que Stas arrancara, pero éste no les hizo el menor caso.
—Estará Irina. Todavía no has podido hablar con ella.
—Pero he captado su mensaje.
—¿Piensas que no quiere verte?
—Efectivamente.
—Para ser un investigador de Moscú, eres muy susceptible. Dentro de un segundo se nos echarán encima esos Porsche. Anda, súbete. Iremos a echar un vistazo.
—¿Para que Irina vuelva a humillarme?
—¿Tienes algo mejor que hacer?
La fiesta se celebraba en la cuarta planta de un apartamento atestado de «retro nazis», según los definía Stas. Las paredes estaban decoradas con banderas nazis rojas, blancas y negras. Unas estanterías albergaban una colección de cascos, cruces gamadas, máscaras de gas, municiones, unas fotografías de Hitler, su molde dental y el retrato de una sobrina suya vestida con un traje de noche y exhibiendo la melancólica sonrisa de una mujer que sabe que esto no puede acabar bien. El motivo de la fiesta era el primer aniversario de la demolición del Muro de Berlín. Había también unos fragmentos del Muro decorados con cintas negras como si fueran regalos de cumpleaños. Los invitados, una abigarrada mezcla de nacionalidades y rusos que fumaban sin parar, estaban sentados en las escaleras, en los sillones y en los sofás. Arkady distinguió por entre la nube de humo a Ludmila, que parecía una medusa de largas pestañas. Al verlo, ésta le guiñó el ojo y desapareció.
—El director delegado debe de andar por aquí —dijo Stas.
Rikki estaba ante la mesa de las bebidas, sirviéndole una coca cola a una chica que llevaba un jersey de mohair.
—Desde que la recogí en el aeropuerto, mi hija y yo no hemos hecho otra cosa que ir de compras —dijo—. Menos mal que los comercios cierran a las seis y media.
La joven tenía unos dieciocho años, llevaba los labios pintados de rojo como una señal de alarma y el pelo teñido de rubio, con las raíces oscuras.
—En América, los centros comerciales permanecen abiertos toda la noche —dijo en inglés.
—Habla perfectamente inglés —observó Arkady.
—En Georgia nadie habla ruso —respondió la joven.
—Siguen siendo comunistas, aunque ahora toquen otra canción —dijo Rikki.
—¿Se emocionó mucho al reunirse con su padre al cabo de tanto tiempo? —preguntó Arkady a la muchacha.
—Casi no reconocí su coche —contestó ésta, abrazando a Rikki—. ¿No hay ninguna base americana por aquí? ¿No tienen centros comerciales?
Sus ojos se iluminaron al ver acercarse a un joven americano con pinta de atleta que lucía una camisa con botones en el cuello, una pajarita y unos tirantes rojos, seguido de Ludmila. El joven miró a Arkady y a Stas con cierto desdén.
—Usted debe de ser el invitado sorpresa que fue a visitar esta tarde la emisora —dijo, estrechando la mano de Arkady—. Soy Michael Healey, el director delegado encargado de la seguridad. Su jefe, el fiscal Rodiónov, también vino a visitarnos. Lo recibimos con una alfombra roja.
—Michael también es el director delegado encargado de las alfombras —dijo Stas con ironía.
—A propósito, Stas, ¿no existe una norma que estipula que hay que comunicar previamente al departamento de seguridad la visita de un alto cargo soviético?
Stas se echó a reír.
—La seguridad de la emisora está tan comprometida que un espía más no tiene la menor importancia —contestó Stas—. Fijaros en el grupito que se ha congregado aquí esta noche.
—Me encanta tu sentido del humor, Stas —dijo Michael—. Si desea visitar de nuevo la emisora, Renko, comuníquemelo por teléfono.
Tras estas palabras, se alejó en busca de un vaso de vino blanco.
Stas y Arkady se tomaron un whisky.
—¿Qué tiene de especial esta noche? —preguntó Arkady.
—¿Aparte de ser el primer aniversario del derribo del Muro de Berlín? Según los rumores que circulan, acudirá el antiguo jefe de la sección rusa. Mi viejo amigo. Hasta los americanos lo adoran.
—¿El que regresó a Moscú después de fugarse?
—El mismo.
—¿Dónde está Irina?
—Aún no ha llegado.
El anfitrión de la fiesta salió de la cocina sosteniendo un pastel de caramelo que representaba el Muro de Berlín, decorado con chocolate y rodeado de numerosas velas encendidas.
—¡Feliz cumpleaños! ¡El fin del Muro!
—Tommy, esta vez te has superado —dijo Stas.
—Soy un sentimental —respondió Tommy, un tipo obeso que llevaba los faldones de la camisa colgando fuera de los pantalones—. ¿Te he enseñado mi colección de recuerdos del Muro?
—Apaga las velas —le recordó Stas.
Las primeras notas de la canción «cumpleaños feliz» se vieron interrumpidas por un tumulto en la escalera, una ola de excitación que se extendió entre todos los presentes, quienes se precipitaron hacia la puerta para recibir a los recién llegados. El primero en aparecer fue el profesor al que Irina había entrevistado en la emisora. Éste se quitó una gruesa bufanda y sostuvo galantemente la puerta para dejar pasar a Irina, que entró como si se deslizara sobre una burbuja. Tenía una expresión satisfecha, como si acabara de disfrutar de una excelente cena y un buen vino. El champán era sin duda mejor que el borscht. Arkady supuso que se había dirigido directamente al restaurante al salir de la emisora, lo que explicaba que estuviera tan elegantemente vestida en el estudio. Al cabo de unos instantes, volvió la vista hacia él, pero no expresó el menor interés ni sorpresa. Tras ella estaba Max Albov, el cual llevaba echada sobre los hombros la misma cazadora que lucía cuando Arkady lo conoció en Petrovka. Los tres reían animadamente.
—Es por algo que ha dicho Max —explicó Irina.
Todos los invitados se arremolinaron a su alrededor.
Max se encogió de hombros, modestamente.
—Sólo dije que me sentía como el hijo pródigo.
La frase fue acogida con sonoras exclamaciones de protesta, risas y aplausos. Max tenía las mejillas arreboladas debido al esfuerzo de subir la escalera y al afectuoso recibimiento. Sonrió y cogió a Irina del brazo.
—¡El pastel! —exclamó alguien de pronto.
Las velas se habían consumido, y el Muro de caramelo se había desplomado en un charco de cera.