Al sentarse en el Mercedes de Stas, Arkady no podía creer que se tratara de un coche alemán. El asiento junto al conductor estaba cubierto por una raída manta. El posterior se hallaba oculto bajo un montón de periódicos. Cada vez que tomaban una curva, rodaban por el suelo unas pelotas de tenis, y cada vez que pasaban un bache, se alzaban del cenicero unas volcánicas nubes de humo.
En un marco magnético adherido al salpicadero había la fotografía de un perro negro.
—Se llama Laika —dijo Stas—, por la perra que Jruschov mandó al espacio. Yo era entonces un niño, y pensé: «¿Nuestra primera hazaña espacial es enviar a un perro al espacio para que se muera de hambre?». Entonces decidí que debía marcharme.
—¿De modo que se fugó?
—En Helsinki, y estaba tan asustado que me meé en los pantalones. En Moscú dijeron que era un espía importante. El Jardín Inglés está lleno de espías como yo.
—¿El Jardín Inglés?
—Donde estuvo el otro día.
Cuando salieron a un bulevar, junto al que se alzaba el Haus der Kunst, un museo seudoalemán, Arkady empezó a reconocer dónde se hallaban. A la izquierda estaba la Königinstrasse, la «calle de la Reina», donde vivía Benz. Stas dobló a la derecha y pasaron junto al parque. Arkady observó por primera vez un cartel que decía: ENGLISCHER GARTEN. Luego enfilaron una calle de dirección única, a un lado de la cual estaban las pistas de tierra batida de un club de tenis, y al otro, un elevado muro blanco. Frente a éste, había una hilera de hayas que ocultaban el recinto al otro lado del muro. Junto al bordillo, apoyadas contra una barrera metálica, había varias bicicletas.
—Cuando me despierto por las mañanas, pregunto a Laika qué es lo más perverso que puedo hacer hoy —dijo Stas—. Creo que hoy será un día muy interesante.
El aparcamiento estaba situado en diagonal frente a las pistas de tenis. Stas cogió una cartera, cerró el coche y condujo a Arkady a través de una verja de acero controlada por unas cámaras y unos espejos. Dentro había un grupo de edificios de estuco blanco sobre cuyos muros habían instalado otras cámaras.
Como toda persona criada en la Unión Soviética, Arkady se había formado dos imágenes contradictorias sobre Radio Liberty. Durante toda su vida, la prensa había descrito la emisora como una tapadera de la CIA con su miserable cohorte de espías y traidores rusos. Al mismo tiempo, todo el mundo sabía que Radio Liberty era la fuente de información más fidedigna sobre los poetas disidentes desaparecidos y los accidentes nucleares que se producían en Rusia. No obstante, aunque Arkady también había sido acusado de traición, recelaba de Stas y del lugar que éste se había empeñado en mostrarle.
Casi esperaba toparse con unos marines americanos, pero los guardias en el vestíbulo de recepción eran alemanes. Stas les enseñó su documento de identidad y entregó su cartera a un guardia, que la introdujo en un detector de rayos X. Otro guardia condujo a Arkady a un mostrador protegido por un grueso cristal reforzado con plomo. Aunque el mostrador era más grande y los sillones más cómodos, la zona de recepción era idéntica a las americanas y soviéticas, un diseño internacional concebido para adecuarse al viajero pacifista y al terrorista experto en colocar bombas.
—¿El pasaporte? —le pidió el guardia.
—No lo llevo —contestó Arkady.
—Está todavía en la recepción del hotel —terció Stas—. La famosa eficacia alemana de la que tanto oímos hablar. Se trata de un importante personaje. Lo esperan en el estudio.
Aunque a regañadientes, entregó a Arkady un pase de visita a cambio de su permiso de conducir soviético, y Stas se lo pegó en el pecho. Pocos instantes después se abrió una puerta de cristal y penetraron en un pasillo rodeado de unas paredes color crema.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó Arkady a Stas.
—Ayer te dije que detesto que un rayo se abata sobre un inocente, y tú muestras señales de haberte chamuscado.
—¿No tienes miedo de meterte en un lío por traerme aquí?
—Eres un ruso más —respondió Stas encogiéndose de hombros—. La emisora está llena de rusos.
—¿Y si me encuentro con un americano?
—Haz como nosotros: no le hagas el menor caso.
El pasillo estaba cubierto por una mullida moqueta americana, muy distinta de las raídas alfombras soviéticas. Cojeando visiblemente, Stas lo condujo a lo largo de un pasillo en el que había unas vitrinas que mostraban las historias que Radio Liberty había difundido a la Unión Soviética: el puente aéreo de Berlín, la crisis de los misiles cubanos, Solzhenitsin, la invasión de Afganistán, el avión coreano, Chernóbil y el conflicto de los Balcanes. Todas las fotografías exhibían unas leyendas en inglés. A Arkady le parecía estar deslizándose a través de la historia.
A diferencia del ordenado y pulcro vestíbulo, el despacho de Stas parecía un taller de reparaciones ruso: había una mesa y una silla giratoria, un anónimo mueble cubierto por un chal frente a la ventana, un archivador de madera, un gigantesco empalmador de cintas de vídeo y un sillón. Sobre la mesa se veía una máquina de escribir manual, un ordenador, un teléfono, unos vasos de agua y unos ceniceros. Sobre el chal había dos ventiladores eléctricos, dos altavoces estereofónicos y el monitor de un ordenador. Sobre el archivador había una radio portátil y el teclado de un ordenador. Sobre el empalmador había varias cintas, desenrolladas y enrolladas. Por todas partes —en la mesa, en la repisa de la ventana, en el archivador y en el sillón— había unas enormes pilas de periódicos. En la pared había un teléfono con el auricular colgando. A primera vista, Arkady comprendió que aparte de la máquina de escribir y el teléfono sobre la mesa, ninguno de aquellos objetos funcionaba.
Se inclinó sobre la mesa para admirar unas fotografías que colgaban en la pared.
Una de ellas correspondía a la siniestra y peluda bestia que Arkady había visto en el salpicadero del Mercedes. En ella, Laika había sido captada por la cámara desde dentro del coche mientras despedazaba a un muñeco de nieve, tumbada sobre las rodillas de Stas.
—¿A qué raza pertenece? —preguntó Arkady.
—Es una mezcla de rottweiler y de perro lobo. Tiene una personalidad típicamente alemana. Ponte cómodo.
Stas retiró unos periódicos del sillón para que Arkady se sentara en él.
—Nos han regalado todas esas porquerías electrónicas con un software que no sirve para nada —dijo Stas—. Los he desconectado, pero los conservo porque a los jefes les gustan.
—¿Dónde trabaja Irina?
—Al final del pasillo —contestó Stas, cerrando la puerta—. La sección rusa de Radio Liberty es la más amplia. Tenemos también unas secciones para los ucranianos, los bielorrusos, los bálticos, los armenios y los turcos. Transmitimos en distintos idiomas para diferentes repúblicas. Luego está la RFE.
—¿La RFE?
Stas se sentó en la silla frente a la mesa.
—Radio Free Europe, que transmite para los polacos, los checos, los húngaros y los rumanos. En Múnich trabajan un centenar de personas para la Liberty y la RFE. La voz de Liberty para nuestra audiencia rusa es Irina.
De pronto se abrió la puerta y entró una mujer gruesa, con el pelo blanco, las cejas también blancas y un lazo de terciopelo negro. En la mano llevaba un montón de boletines. Se detuvo y observó a Arkady de arriba abajo, con la insinuante mirada de una vieja coqueta.
—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó a Stas con una voz más ronca que la de Arkady.
Stas abrió un cajón repleto de cartones de cigarrillos y le ofreció un paquete.
—Siempre es un placer verte, Ludmila.
Después de que Stas le encendiera el cigarrillo, Ludmila se inclinó hacia delante y cerró los ojos. Al cabo de unos segundos los abrió de nuevo y miró a Arkady.
—¿Es un visitante de Moscú? —preguntó.
—No, es el arzobispo de Canterbury —contestó Stas.
—Al DD le gusta estar informado de todas las personas que entran y salen de la emisora.
—En ese caso debería sentirse honrado —dijo Stas.
Tras dirigir otra insinuante mirada a Arkady, Ludmila salió de la habitación, dejando una estela de sospecha.
Stas sacó un cigarrillo del paquete y ofreció uno a Arkady.
—Es nuestro sistema de seguridad —dijo—. Disponemos de cámaras y cristales antibalas, pero no tienen comparación con Ludmila. El DD es nuestro director delegado de seguridad. —Luego consultó su reloj y añadió—: A dos pasos por segundo y treinta centímetros por paso, Ludmila llegará a su despacho dentro de dos minutos exactamente.
—¿Tenéis problemas de seguridad? —preguntó Arkady.
—Hace unos años el KGB hizo volar la sección checa. Algunos colaboradores han muerto envenenados o electrocutados. Como verás, tenemos bastantes problemas de seguridad.
—Pero ella no sabe quién soy.
—Ya habrá visto la identificación que dejaste en el mostrador de recepción. Claro que sabe quién eres. Ludmila lo sabe todo y no comprende nada.
—Lamento haberte colocado en una situación comprometida —dijo Arkady—. No quiero entretenerte.
—¿Lo dices por estos boletines? —preguntó Stas—. Es la ración diaria de informes por télex y notas de prensa. También hablo con nuestros corresponsales en Moscú y Leningrado. De esta avalancha de información espigo aproximadamente un minuto de verdad.
—El boletín informativo dura diez minutos.
—El resto me lo invento —contestó Stas, apresurándose a añadir—: Es una broma. Digamos que adorno las noticias. No quiero que Irina se vea en el compromiso de comunicar al pueblo ruso que su país es un cadáver en pleno estado de descomposición, un Lázaro al que no resucita ni Dios, y que más vale que se resignen.
—Ahora no bromeas —dijo Arkady.
—No —contestó Stas, inclinándose hacia atrás y emitiendo una larga bocanada de humo. En realidad no era mucho más ancho que una chimenea, pensó Arkady—. De todos modos, dispongo de todo el día para entresacar las noticias más interesantes. ¡Quién sabe qué nuevos desastres ocurrirán de aquí a que se emitan las noticias!
—¿La Unión Soviética es terreno abonado?
—Para ser sincero, yo sólo recojo, no siembro. —Stas hizo una pausa y luego prosiguió—: A propósito de la verdad, estoy convencido de que el más sanguinario y cínico investigador soviético es capaz de enamorarse de Irina, de poner en peligro su estabilidad familiar y su carrera, e incluso de matar por ella. Después, según tengo entendido, recibiste una reprimenda del Partido, pero sólo te castigaron a permanecer una temporada en Vladivostok, donde trabajaste en el departamento administrativo de la flota pesquera. Luego te permitieron regresar a Moscú para ayudar a las fuerzas reaccionarias a pararles los pies a los especuladores. He oído decir que la oficina del fiscal no podía controlarte porque estás muy bien relacionado con algunos miembros del Partido. Cuando te vi ayer en la cervecería, comprendí que no eras el típico apparátchik fofo y bien alimentado. También observé otra cosa —dijo Stas, inclinándose hacia delante—. Dame la mano.
Arkady hizo lo que le pedía, y Stas examinó las cicatrices que le atravesaban la palma.
—Esos cortes no te lo has hecho con un papel —dijo.
—No, con unos palangres. El material de pesca es viejo y está muy gastado.
—A menos que la Unión Soviética haya cambiado más de lo que creo, obligar a alguien a lanzar redes no me parece una recompensa adecuada para uno de los hombres favoritos del Partido.
—Hace mucho tiempo que perdí la confianza del Partido.
Stas estudió las cicatrices como si estuviera leyendo la palma de la mano. Arkady pensó que su intenso nivel de concentración probablemente se debía al hecho de ser cojo o de haber pasado varios meses obligado a guardar cama.
—¿Estás enamorado de Irina? —le preguntó.
—Mi trabajo en Múnich no tiene nada que ver con Irina.
—Y no puedes decirme en qué trabajas.
—No.
En aquel momento sonó el teléfono. Pese a los insistentes timbrazos, Stas lo contempló como si sonara desde un remoto país. Luego miró el reloj y dijo:
—Debe de ser el director delegado. Ludmila acaba de comunicarle que un destacado investigador de Moscú se ha infiltrado en la emisora. ¿Tienes hambre?
La cafetería de la emisora estaba en la planta inferior. Stas condujo a Arkady a una mesa y pidió a una camarera alemana vestida con un delantal blanco que les trajeran unas salchichas y dos cervezas. Unos americanos, jóvenes y de aspecto saludable, salieron al jardín. Las mesas de la cafetería estaban ocupadas por una población de emigrantes de mediana edad, predominante masculina, que comían y charlaban animadamente bajo la nube de humo que impregnaba el ambiente.
—¿No temes que el director venga a buscarte aquí? —preguntó Arkady.
—¿En nuestra cafetería? Jamás. Irina y yo solemos comer en la Torre China. —Stas encendió un cigarrillo, tosió un poco y aspiró una bocanada de humo mientras echaba un vistazo por la cafetería—. Siempre me pongo nostálgico al contemplar el imperio soviético. Allí están los rumanos, sentados en su mesa, junto a ellos se encuentra la mesa de los checos, más allá la de los polacos y la de los ucranianos. —Luego señaló a un grupo de ciudadanos de Asia central, vestidos en mangas de camisa—. Los turcos están sentados allí. Los turcos odian a los rusos, lógicamente. El problema es que actualmente no tienen reparo en decirlo.
—¿De modo que las cosas han cambiado?
—Por tres motivos. Primero, la Unión Soviética ha empezado a desmoronarse. En cuanto las nacionalidades empezaron a cortarse el cuello allí, aquí sucedió otro tanto. Segundo, ya no sirven vodka en la cafetería. Ahora sólo puedes beber vino o cerveza, que es un combustible bastante flojo. Tercero, en lugar de la CIA, ahora nos controla el Congreso.
—¿Así que ya no sois una tapadera de la CIA?
—Te aseguro que añoro aquellos tiempos. Al menos la CIA sabía lo que se hacía.
La camarera les trajo las cervezas. Arkady tomó unos sorbos para paladearla; no tenía nada que ver con la amarga y turbia cerveza soviética. Stas se la bebió de un trago.
Luego depositó el vaso sobre la mesa y exclamó:
—¡Qué vida la de los emigrantes! Entre los rusos existen cuatro grupos: Nueva York, Londres, París y Múnich. Los de Londres y París son más intelectuales. En Nueva York hay tantos refugiados que puedes vivir allí toda tu vida sin necesidad de pronunciar una palabra de inglés. En Múnich vive el grupo que está atrapado en el tiempo; aquí es donde reside la mayoría de los monárquicos. Luego está la Tercera Ola.
—¿La Tercera Ola?
—La última ola de refugiados —respondió Stas—. Los viejos emigrantes no quieren saber nada de ellos.
—¿Te refieres a que la Tercera Ola se compone de judíos?
—Así es.
—Esto es igual que Rusia.
No exactamente. Aunque la cafetería estaba llena de voces eslavas, la comida era típicamente germana. Arkady sintió que los alimentos que ingería se transformaban inmediatamente en sangre, huesos y energía. Después de aplacar su apetito, echó una ojeada a su alrededor. Observó que los polacos no llevaban traje ni corbata, y mostraban la expresión de unos aristócratas temporalmente venidos a menos. Los rumanos estaban sentados ante una mesa redonda, sin duda para conspirar mejor. Los americanos estaban sentados solos, escribiendo unas tarjetas postales como buenos turistas.
—¿Es cierto que vino a visitaros el fiscal Rodiónov?
—Como ejemplo del Nuevo Pensamiento, de la moderación política, del favorable clima para la inversión —respondió Stas.
—¿Hablaste personalmente con Rodiónov?
—Personalmente no le tocaría ni con guantes de goma.
—¿Entonces quién le atendió?
—El presidente de la emisora es un firme defensor del Nuevo Pensamiento. También cree profundamente en Henry Kissinger, la Pepsi Cola y Pizza Hut. Supongo que no entiendes esas alusiones. Eso es porque no has trabajado en Radio Liberty.
La camarera trajo a Stas otra cerveza. Con sus ojos azules y su minifalda, tenía el aspecto de una joven robusta pero agobiada por el trabajo. Arkady se preguntó qué opinaría de su clientela de alegres americanos y taciturnos eslavos.
De pronto se acercó a ellos un locutor georgiano con unos rizos y un rostro que le daban aspecto de actor. Se llamaba Rikki. Después de saludar a Arkady con una ligera inclinación de cabeza, empezó a relatarles sus desgracias.
—Mi madre ha venido a visitarme. Nunca me ha perdonado que sea un desertor. Asegura que Gorbachov es un hombre encantador que jamás arrojaría gases venenosos contra los manifestantes de Tbilisi. Ha redactado una carta de arrepentimiento en mi nombre para que la firme y regrese con ella a casa. Chochea tanto que es capaz de conducirme a la cárcel. Ha aprovechado su estancia aquí para que le examinen los pulmones. Deberían examinarle el cerebro. ¿A que no adivinas quién va a venir a verme también? Mi hija. Tiene dieciocho años. Quiero mucho a mi hija, es decir, creo que la quiero, porque no la conozco. Anoche hablamos por teléfono. —Rikki encendió un cigarrillo con la colilla del anterior—. Tengo varias fotos suyas, pero le pedí que me describiera su aspecto para reconocerla cuando vaya al aeropuerto a recogerla. Los niños cambian continuamente. Al parecer, es idéntica a Madonna. Cuando empecé a describirle mi aspecto, me pidió que le describiera el coche.
—En estos momentos uno añora un buen vaso de vodka —observó Stas.
Rikki cayó en un profundo silencio.
—¿Piensa con frecuencia en su madre y en su hija cuando transmite un programa para Georgia? —le preguntó Arkady.
—Por supuesto —contestó Rikki—. ¿Quién cree que las invitó a venir? Lo que me sorprende es que vengan, y que se hayan convertido en la clase de personas en las que se han convertido.
—Al parecer, la visita de un ser querido es una mezcla de reencarnación e infierno —observó Arkady.
—Más o menos —dijo Rikki. Luego miró el reloj que colgaba en la pared y añadió—: Tengo que irme. Ayúdame, Stas. Escribe algo, lo que sea. Eres un tipo estupendo.
Dicho esto, se levantó con aire trágico y se encaminó hacia la puerta.
—Un tipo estupendo —murmuró Stas—. Estoy seguro de que regresará. La mitad de las personas que están aquí regresarán a Tbilisi, Moscú y Leningrado. Lo más absurdo es que quienes trabajamos aquí estamos perfectamente informados. Somos los que contamos la verdad. Pero somos rusos, lo que significa que también mentimos. En estos momentos nos hallamos en un estado de total confusión. El jefe de la sección rusa era un hombre muy competente e inteligente. Era un desertor como yo. Pues bien, hace unos diez meses regresó a Moscú. No de visita sino para quedarse. Un mes más tarde apareció en la televisión americana en calidad de portavoz de Moscú, asegurando que la democracia estaba sólidamente afianzada, que el Partido propugnaba la economía de mercado y que el KGB garantiza la estabilidad social. Es muy bueno; aprendió el oficio aquí. Se expresa de forma tan convincente que los trabajadores de la emisora empiezan a plantearse serias dudas:
¿Estamos realizando un servicio eficaz, o somos unos fósiles de la Guerra Fría? ¿Por qué no nos largamos todos a Moscú?
—¿Tú le crees? —preguntó Arkady.
—No. Cuando veo a alguien como tú, me pregunto, ¿de qué huye ese tipo?
Arkady dejó la pregunta sin respuesta.
—Pensaba que iba a ver a Irina —dijo.
Stas señaló a Arkady la bombilla roja que estaba encendida sobre la puerta y penetraron en la cabina de control. La cabina estaba en silencio y a oscuras; frente a la consola estaba sentado un ingeniero que llevaba unos auriculares. Arkady se sentó al fondo, junto a una grabadora en marcha. Sobre unos indicadores de volumen bailaban unas agujas.
Al otro lado del cristal insonorizado se hallaba Irina sentada ante una mesa hexagonal con un micrófono, iluminada por una luz cenital. Frente a ella estaba sentado un hombre con aire de intelectual, vestido con un jersey negro. Al hablar, rociaba a Irina con saliva. Parecía reírse de sus propios chistes. Arkady se preguntó qué estaría diciendo.
Irina tenía la cabeza levemente inclinada, como si lo escuchara atentamente. Sus ojos estaban en sombras. En sus labios, ligeramente entreabiertos, se dibujaba una sonrisa.
La luz ponía de relieve la abultada frente del hombre y sus frondosas cejas, que casi ocultaban sus ojos. Sin embargo, se deslizaba sobre las hermosas facciones de Irina como si las acariciara, resaltando la aureola dorada que rodeaba sus pómulos, su cabello y su brazo. Arkady recordó que tenía una fina línea azul debajo de los ojos, resultado de un interrogatorio; pero la marca había desaparecido y su rostro estaba intacto. Frente a ella y su interlocutor, había un cenicero y un vaso de agua.
Irina pronunció unas palabras, y el hombre comenzó a hablar más animadamente, moviendo las manos como un hacha.
Stas se inclinó sobre la consola y conectó el sonido.
—¡A eso me refiero! —exclamó el hombre—. Las agencias de inteligencia se dedican a trazar unos perfiles psicológicos de los líderes nacionales. Es importante comprender la psicología de esa gente. Esto siempre ha pertenecido al ámbito de la psicología.
—¿Podría ponernos un ejemplo? —preguntó Irina.
—¡Desde luego! El padre de la psicología rusa fue Pávlov. Es conocido mundialmente por sus experimentos con los reflejos condicionados, sobre todo su trabajo con perros, acostumbrándolos a asociar la comida con el sonido de una campana, de modo que al cabo de un tiempo, cuando oyen la campana, se ponen a salivar.
—¿Qué tienen que ver los perros con la psicología nacional?
—Pávlov informó que había algunos perros a los que no conseguía enseñar a salivar cuando percibían el sonido de la campana; de hecho se negaban a ser adiestrados. Él sostenía que era un atavismo de sus antepasados, los lobos. En el laboratorio no podía hacer nada con ellos.
—Sigue refiriéndose a los perros.
—Espere un momento. Más tarde Pávlov amplió el concepto y denominó ese rasgo atávico un «reflejo de libertad». Afirmó que el «reflejo de libertad» existía en las poblaciones humanas al igual que en los perros, pero en distintos grados. En las sociedades occidentales el «reflejo de libertad» era muy pronunciado. Aseguró que en cambio en la sociedad rusa predominaba un «reflejo de obediencia». No se trataba de un juicio moral, sino de una observación científica. Desde la Revolución de Octubre, y setenta años de comunismo, ese «reflejo de obediencia», como puede suponer, se ha agudizado. Así pues, lo que digo es que nuestras esperanzas de alcanzar una auténtica democracia deben ser realistas.
—¿Qué entiende por unas esperanzas realistas? —preguntó Irina.
—Bajas —respondió su interlocutor satisfecho, como si describiera la muerte de un malvado.
El ingeniero dijo desde la cabina:
—Irina, oigo un eco cuando el profesor se acerca al micrófono. Voy a revisar la cinta. Entretanto, tomaros un descanso.
Arkady supuso que oiría de nuevo la conversación, pero el ingeniero la escuchó a través de los auriculares mientras el sonido del estudio seguía filtrándose en la cabina.
Irina sacó un cigarrillo del bolso y el profesor casi saltó sobre la mesa para encendérselo. Ella inclinó la cabeza hacia atrás, mostrando un pendiente. Llevaba un elegante jersey de cachemira azul. Cuando dio las gracias a su invitado, éste sonrió tímidamente.
—¿No le parece que es un poco duro? Me refiero a comparar a los rusos con unos perros —dijo Irina.
El profesor cruzó los brazos.
—No. Hay que verlo de una forma lógica. Esos individuos que se negaban a obedecer murieron o se marcharon hace mucho tiempo.
Arkady observó una expresión de desprecio en los ojos de Irina. Pero puede que estuviera equivocado, porque ésta respondió a la observación del profesor con una amable sonrisa.
—Ya le entiendo —dijo Irina—. Los que ahora abandonan Moscú son otro tipo de gente.
—¡Exactamente! Los que ahora se marchan son las familias que no se fueron cuando debían hacerlo. Son rezagados, no líderes. No se trata de un juicio moral sino sencillamente de un análisis de sus características.
—No sólo familias —observó Irina.
—Cierto. De pronto aparecen por todas partes antiguos colegas míos que no había visto desde hacía veinte años.
—Amigos.
—¿Amigos? —Era una categoría que el profesor no había tenido en cuenta.
El humo invadía el estudio, convirtiendo la luz en una aureola táctil en torno a Irina. Lo que llamaba la atención era el contraste que ofrecía su aspecto. Una máscara con unos labios sensuales y unos ojos de mirada profunda, su cabello oscuro cortado severamente pero rozando con suavidad sus hombros. Resplandecía como la nieve.
—Puede resultar un tanto violento —dijo Irina—. Son personas decentes, y para ellas es muy importante verle a usted.
El profesor se inclinó hacia delante, mirándola fijamente, y dijo:
—Sólo la conocen a usted.
—No debemos hacerles daño, pero sus esperanzas no son realistas.
—Han vivido en un estado totalmente irreal.
—Piensan en usted todos los días, pero lo cierto es que ha pasado mucho tiempo. Hace años que usted no piensa en ellos —observó Irina.
—Usted ha vivido una vida distinta, en un mundo diferente.
—Quieren retomar el hilo de su discurso —dijo Irina.
—La abrumarían.
—Obran de buena fe.
—No la dejarían vivir.
—¿Y quién más indicado que usted para retomar el hilo de su discurso? —preguntó Irina—. Sea lo que fuere, está muerto.
—Tiene que mostrarse amable pero firme.
—Es como ver un fantasma.
—¿Amenazador?
—Más patético que amenazador —contestó Irina—. Lo que me extraña es que hayan decidido venir al cabo de tanto tiempo.
—Si la escuchan a usted por la radio, imagino las fantasías que suscitarán sus palabras.
—No debemos ser crueles.
—Usted no lo es —la tranquilizó el profesor.
—A veces pienso… que sería mejor que se quedaran en Moscú con sus sueños.
—Irina —dijo el ingeniero—. Vamos a grabar de nuevo los dos últimos minutos de la entrevista. Recuerda al profesor que no debe aproximarse al micrófono.
El profesor parpadeó, tratando de distinguir al ingeniero en la cabina.
—De acuerdo —dijo.
Irina apagó el cigarrillo en el cenicero. Cogió el vaso de agua con sus largos dedos y bebió un sorbo. Sus labios rojos contrastaban con su blanca dentadura. El cigarrillo relucía como un hueso roto.
La entrevista comenzó de nuevo con Pávlov.
Arkady se hundió en la silla avergonzado, como si quisiera fundirse en la sombra. Si la sombra fuera agua, se hubiera ahogado en ella.