17

Por la mañana Arkady recibió la visita de Fiódorov, que se paseaba por las habitaciones como un doncella comprobando que todo estuviera limpio y aseado.

—El vicecónsul me pidió ayer que fuera a visitarlo, pero estaba ausente. Ayer noche tampoco estaba aquí. ¿Dónde se había metido?

—Fui a dar una vuelta —respondió Arkady.

—Puesto que no conoce a la policía de Múnich, no posee ninguna autoridad y no sabe cómo llevar a cabo una investigación aquí, Platónov temía que se metiera en un lío y nos comprometiera a nosotros. —Tras echar un vistazo al dormitorio, Fiódorov preguntó asombrado—: ¿No tiene mantas?

—Me olvidé de pedirlas.

—En realidad no importa puesto que va a estar poco tiempo aquí —dijo Fiódorov. Luego abrió el armario y examinó los cajones—. ¿Todavía no se ha comprado una maleta? ¿Piensa transportar todo lo que compre en los bolsillos?

—Todavía no he comprado nada.

Fiódorov entró en la cocina y abrió el frigorífico.

—Está vacío. Es usted el típico tullido soviético. Está tan poco acostumbrado a la comida que ni siquiera se acuerda de comprarla aunque esté rodeado de tiendas de alimentación. Relájese, esto es real. Esto es Chocolatelandia. ¿Teme que le tomen por ruso? Es cierto que nos desprecian hasta tal punto que están dispuestos a pagarnos millones de marcos en concepto de gastos de traslado para que abandonemos la República Democrática Alemana, e incluso construyen barracas en Rusia para nosotros con tal de que nos larguemos. —Fiódorov cerró la puerta del frigorífico y se estremeció, como si se hubiera asomado al interior de una tumba—. ¿Por qué no aprovecha el poco tiempo que permanecerá aquí? Tómeselo como unas vacaciones, diviértase.

—¿Como un leproso de vacaciones?

—Más o menos —le respondió Fiódorov, encendiendo un cigarrillo.

A Arkady no le apetecía fumarse un cigarrillo a estas horas de la mañana, pero los interrogadores rusos al menos te ofrecían uno.

—Debe ser muy aburrido para usted tener que verificar incluso lo que he desayunado.

—Esta mañana tengo que llevar al coro femenino de Bielorrusia al aeropuerto, recibir a una delegación de insignes artistas del Estado de Ucrania y trasladarlos al hotel, asistir a un almuerzo con unos representantes de los estudios Mosfilm y Bavarian Film, y ultimar los preparativos de una recepción que ofrecemos al grupo de bailarines folclóricos de Minsk.

—Disculpe si le he causado algún trastorno —dijo Arkady, extendiendo la mano—. Por favor, llámame Arkady.

—Gennadi —respondió Fiódorov, estrechándosela de mala gana—. Me alegro que te hagas cargo de mi situación.

—¿Quieres que vaya a verte al consulado? Puedo llamarte más tarde.

—No. Vete a dar una vuelta por la ciudad, compra unos souvenirs. Pero procura regresar a las cinco.

—Estaré aquí a las cinco en punto.

Fiódorov se dirigió hacia la puerta.

—Tómate una cerveza en el Hofbraühaus —dijo—. O un par de ellas mejor.

Arkady se tomó un café en una cafetería de la estación. Fiódorov estaba en lo cierto: fuera de Rusia no sabía dirigir una investigación. No contaba con el apoyo de Jaak ni de Polina. Puesto que carecía de autoridad oficial, no podía solicitar a la policía local que colaborara con él. Se sentía como un extraño. Aunque el mostrador estaba repleto de manzanas, naranjas, plátanos, rodajas de salchichas y pies de cerdo, alargó instintivamente la mano para birlar una bolsita de azúcar. Asombrado, se detuvo. Era la mano de un tullido soviético, tal como había dicho Fiódorov.

En el otro extremo del mostrador había un hombre casi idéntico a él, pálido y vestido con una arrugada chaqueta, que no sólo se había contentado con birlar una bolsita de azúcar sino que también había cogido una naranja. El ladrón le miró con aire conspirador y le guiñó un ojo. Arkady echó un vistazo a su alrededor. En ambos extremos del vestíbulo central había unos soldados vestidos con unos uniformes grises que sostenían unas metralletas H&K. Pertenecían al cuerpo antidisturbios; al parecer, en Múnich también sucedían cosas.

Arkady se dirigió junto a un grupo de turcos hacia la boca del metro. Al llegar a las escaleras, se dio media vuelta y se encaminó apresuradamente hacia la salida de la estación. Se detuvo junto al bordillo de la plaza y aguardó como los civilizados muniqueses a que cambiara la luz, pero de pronto se lanzó a cruzar la calle con el semáforo en rojo, por entre las filas de vehículos, hacia una isla en medio de la calzada; luego echó a correr hacia el bordillo opuesto mientras un grupo de personas lo contemplaban horrorizadas.

Después de atravesar una arcada salió al paseo peatonal que había recorrido el día anterior. Buscó una cabina telefónica que tuviera una guía hasta que por fin, en un aparcamiento situado en una bocacalle, halló una cabina amarilla con un teléfono, un banco y una guía. Junto a la cabina había una mujer diminuta, cuyo abrigo le rozaba los pies, que no cesaba de mirar el reloj, como si Arkady se hubiera retrasado. De pronto el teléfono empezó a sonar y la mujer se precipitó hacia la cabina.

Un cartel en la puerta indicaba que era uno de los pocos teléfonos públicos que aceptaban llamadas. La mujer sostuvo una breve pero airada conversación, colgó violentamente y salió de la cabina, anunciando a Arkady ist frei.

El teléfono era su única esperanza. En Moscú, las cabinas públicas estaban destrozadas o bien el teléfono no funcionaba. Generalmente, cuando un teléfono sonaba, nadie se molestaba en cogerlo. En Múnich, las cabinas telefónicas estaban limpias y aseadas como un cuarto de baño. Cuando sonaba un teléfono, los alemanes se apresuraban a cogerlo.

Arkady buscó el número del Bayern-Franconia Bank y pidió hablar con Herr Schiller. Supuso que se trataría de un oficinista, pero el silencio que se produjo al otro lado del auricular le indicó que su llamada había pasado a otro nivel.

Al cabo de unos instantes, otra operadora le preguntó:

Mit wem spreche ich, bitte?

Das Sowjetische Konsulat —respondió Arkady.

Mientras aguardaba, miró hacia el otro lado de la calle y vio unos grandes almacenes cuyos escaparates ofrecían prendas de lana, botones de asta, sombreros de fieltro y demás artículos típicamente bávaros. Al otro lado había un garaje por cuyas rampas subían y bajaban los BMW y Mercedes en unas interminables hileras, como unas abejas de acero en un gigantesco panal.

Al cabo de unos minutos sonó al otro lado del teléfono una autoritaria voz que dijo en ruso:

—Habla Schiller. ¿En qué puedo ayudarle?

—¿Ha estado usted en el consulado? —preguntó Arkady.

—No, lo lamento… —Por el tono, no parecía lamentarlo profundamente.

—Como sabrá, hace poco que nos hemos instalado aquí.

—Sí, lo sé —contestó la voz secamente.

—Se ha producido cierta confusión en el consulado —dijo Arkady.

—¿Y eso? —contestó la voz con un tono entre cauteloso y divertido.

—Puede que se trate de un malentendido o de un error debido a la traducción.

—¿De qué se trata?

—Hemos recibido la visita de los directivos de una empresa que desean establecer una sociedad mixta en la Unión Soviética. Por supuesto, estamos encantados de atenderles. Esos señores afirman que pueden financiar dicha sociedad en moneda fuerte.

—¿Marcos alemanes?

—Una considerable suma de marcos alemanes. Confiaba en que usted pudiera asegurarme que, efectivamente, la empresa dispone de esos fondos.

La voz al otro lado del teléfono suspiró profundamente, como si tuviera que esforzarse en explicar a un niño un complicado tema financiero.

—La empresa puede disponer de un amplio presupuesto corporativo, fondos privados, un préstamo de un banco o de otras instituciones, existen muchas combinaciones, pero del Bayern-Franconia Bank sólo puedo proporcionarle información si es socio de dicho negocio mixto. Le aconsejo que examine minuciosamente los documentos de la empresa.

—A eso iba. Nos dieron a entender —o quizá lo interpretamos equivocadamente— que su empresa estaba asociada con el Bayern-Franconia Bank, y que ustedes aportaban los fondos de financiación.

—¿Cómo se llama esa empresa?

—Servicios TransKom. Se dedica a servicios recreativos y de personal…

—Este banco no tiene sucursales en la Unión Soviética.

—Me lo temía —dijo Arkady—. Así pues, ¿el banco no se ha comprometido a financiar esa sociedad?

—El Bayern-Franconia opina que la situación en la Unión Soviética no es lo suficiente estable para recomendar que realicen en estos momentos unas inversiones allí.

—Es curioso. Uno de los directivos pronunció reiteradamente el nombre del Bayern-Franconia —dijo Arkady.

—Eso es grave. ¿Con quién hablo?

—Me llamo Gennadi Fiódorov. Nos gustaría averiguar, a ser posible hoy mismo, si su banco apoya o no a TransKom.

—¿Puedo llamarle al consulado?

Después de reflexionar unos segundos, Arkady respondió:

—Estaré ausente prácticamente todo el día. Tengo que llevar al aeropuerto a un coro de Bielorrusia, luego debo recibir a unos artistas ucranianos, almorzar con los de los Bavarian Film Studios y atender a unos bailarines folclóricos.

—Al parecer, va a estar muy ocupado.

—¿Podría llamarme a las cinco? —preguntó Arkady, mirando el número de la cabina—. Llámeme al número 555-6020.

—¿Cómo se llama el representante de TransKom?

—Borís Benz.

Tras una breve pausa, Schiller dijo:

—Descuide, investigaré el asunto.

—El cónsul le estará muy agradecido.

—Lo hago por el buen nombre del Bayern-Franconia, Herr Fiódorov. Le llamaré a las cinco en punto.

Arkady colgó. Supuso que el banquero se pondría inmediatamente en contacto con el consulado para verificar su llamada, pero en estos momentos Gennadi Fiódorov estaría de camino hacia el aeropuerto. Confiaba en que a Schiller no se le ocurriera comentar el tema con otro empleado del consulado.

Al salir de la cabina, Arkady percibió algo extraño, un pie que se ocultaba precipitadamente en un portal o un viandante que se había detenido frente al escaparate de una tienda. Decidió entrar en los grandes almacenes para observar su imagen reflejada en el escaparate. ¿Ese individuo era realmente él? ¿Ese pálido fantasma vestido con una chaqueta que le quedaba estrecha? En Moscú formaría parte de uno de los innumerables espantapájaros que circulaban por las calles, pero entre los corpulentos devoradores de salchichas de Múnich, destacaba como una aparición de ultratumba. Tratar de pasar inadvertido entre los viandantes y los turistas de la Marienplatz era como si un esqueleto pretendiera ocultarse, encasquetándose un sombrero.

Arkady se dirigió al garaje y subió por una rampa bajo un cartel negro y amarillo que decía AUSGANG. En aquel momento bajó un BMW a toda velocidad y frenó bruscamente, mientras Arkady retrocedía hacia la pared. El conductor asomó su voluminoso rostro por la ventanilla y gritó:

Kein Ausgang! Kein Ausgang!

En el primer piso, los coches circulaban por entre las filas de vehículos aparcados y las columnas de hormigón en busca de un espacio disponible. Arkady quería dirigirse a una salida que daba a la calle de enfrente, pero todas las señales indicaban un ascensor central con las puertas de acero y un grupo de alemanes tan bien vestidos como para subir al cielo. Halló unas escaleras de emergencia que conducían al segundo piso, el cual estaba también repleto de coches que reverberaban entre los ronquidos de los motores de gasolina y el rítmico sonido de los diesel mientras circulaban en torno a un grupo de personas congregadas frente al ascensor.

Pocos coches llegaban al tercer piso. Arkady vio varios espacios libres y una puerta roja al otro lado del recinto. Cuando se dirigía hacia ella, apareció súbitamente un Mercedes y se puso a dar vueltas por entre los escasos vehículos aparcados. Era un modelo antiguo, con un chasis blanco como el marfil que resonaba como un silenciador agujereado. De pronto se detuvo en la oscuridad, debajo de una bombilla fundida. Arkady siguió avanzando con la mano en el bolsillo, como si buscara las llaves. Tras pasar junto al último coche, echó a correr. Pensó que era una lástima que no conociera mejor el alemán. El cartel sobre la puerta decía KEIN ZUTRITT, «Prohibido el paso», pero cuando se dio cuenta era demasiado tarde. La manecilla de la puerta tenía una cerradura digital con la que forcejeó durante unos instantes antes de darse por vencido y girarse en busca del Mercedes. El vehículo se había esfumado aunque aún estaba allí, porque sus reumáticos estertores seguían resonando en el amplio recinto. Arkady percibió el ruido de los cilindros y el sonido del tubo de escape. El conductor probablemente se había ocultado detrás del ascensor, o quizá en uno de los cubículos de aparcamiento, que no estaban iluminados. Un buen lugar para esconderse.

Arkady se dirigió de nuevo hacia las escaleras de emergencia a través de un espacio abierto donde no había columnas ni coches aparcados que lo protegieran. Había otra salida, por la rampa de subida, contraviniendo el cartel que decía KEIN AUSGANG pintado a ambos lados de la misma. Arkady se deslizó entre los coches, y cuando se disponía a bajar por la rampa, se dio cuenta de su error. El Mercedes blanco le estaba esperando. Había retrocedido por la rampa para observar sus movimientos.

Arkady corrió hacia las escaleras, seguido del Mercedes. No sabía qué sonaba peor, si sus pulmones o el coche que lo perseguía, aunque el conductor parecía más interesado en mantenerse pegado a los talones de Arkady que en atropellarlo. Arkady se precipitó hacia un cubículo ocupado por un coche. El Mercedes se detuvo, cerrándole el paso, y el conductor se apeó.

Ahora estaban en pie de igualdad. Arkady cogió el extintor que colgaba de la pared del cubículo y lo arrojó hacia el conductor, obligándole a apartarse de un salto. Al agacharse, Arkady le propinó un puñetazo. Mientras el hombre trataba de incorporarse, Arkady arrancó la manguera de goma del extintor, la enrolló alrededor del cuello de su atacante y lo arrastró fuera del cubículo.

Al observar su rostro a la luz, Arkady reconoció a Stas. Le quitó la manguera de alrededor del cuello y Stas se sentó, apoyándose contra una rueda.

—Buenos días —dijo Stas, palpándose el cuello—. Vaya forma de saludar.

—Lo siento. —Dijo Arkady sentándose junto a él—. Me había asustado.

—¿Qué yo le había asustado? ¡Dios mío! —exclamó Stas, tragando saliva y tosiendo—. Es peor que un doberman.

Al llevarse la mano al pecho, Arkady temió que le hubiera dado un ataque al corazón, pero se limitó a sacar un paquete de cigarrillos del bolsillo.

—¿Tiene fuego? —le preguntó.

Arkady le ofreció una cerilla y Stas exclamó:

—¡Joder! ¡Coja un cigarrillo! ¡Deme una paliza, róbeme el paquete!

—Gracias —dijo Arkady, aceptando el cigarrillo—. ¿Por qué me perseguía?

—Le estaba observando. Cuando me dijo dónde se alojaba, no pude creer que hubieran enviado al investigador favorito de Moscú a semejante tugurio. Vi a Fiódorov que abandonaba la pensión, y luego le seguí a usted hasta la estación. No hubiera podido seguirlo entre la muchedumbre, pero le vi detenerse junto a la cabina telefónica, y cuando pasé con el coche, comprobé que todavía seguía allí.

—¿Por qué?

—Soy muy curioso.

—¿Ah, sí?

De pronto salió una mujer del ascensor cargada con unas bolsas. Al ver a Arkady y Stas sentados en el suelo junto al coche, se detuvo bruscamente.

—¿Qué es lo que despierta su curiosidad? —preguntó Arkady.

—Muchas cosas —contestó Arkady cambiando de postura—. Usted es un investigador, pero tiene el aspecto de un hombre con problemas. Cuando su jefe, ese mierda de Rodiónov, estuvo en Múnich, los del consulado lo pasearon por todas partes. Incluso lo llevaron a visitar la emisora de radio y nos concedió una entrevista. En cambio a usted lo tienen enterrado.

—¿Qué le dijo Rodiónov? —preguntó Arkady.

—Habló sobre la democratización del Partido, la modernización de la milicia, la sacrosanta independencia del investigador… Las mismas chorradas de siempre. ¿Le gustaría que le hiciéramos una entrevista?

—No.

—Podría hablar sobre lo que sucede en la oficina del fiscal. Sobre lo que quisiera.

En aquel momento llegó el ascensor, y la mujer se montó en él apresuradamente, como si estuviera ansiosa de ir a informar a las autoridades sobre un accidente.

—No —dijo Arkady, ofreciendo la mano a Stas para ayudarlo a incorporarse—. Lamento haber cometido un error.

Stas permaneció sentado, como si quisiera demostrarle que era capaz de ganar una discusión en cualquier postura.

—Aún es temprano. Puede pegar a otras personas esta tarde. Acompáñeme a la emisora.

—¿A Radio Liberty?

—¿No le gustaría ver el mayor centro del mundo de agitación antisoviética?

—Eso es Moscú. Acabo de venir de allí.

—Sólo para visitarla —dijo Stas, sonriendo—. No tiene que concedernos una entrevista.

—¿Entonces por qué quiere que vaya?

—Pensaba que le gustaría ver a Irina.