Arkadi cogió un taxi, y al llegar a un parque, el taxista le indicó un camino que conducía a un jardín con unas mesas largas, unos castaños y un pabellón de cinco pisos en forma de pagoda. Era la Torre China, según le había dicho Irina.
A la sombra de las hayas, los comensales se paseaban transportando unas gigantescas jarras de cerveza y unos platos de cartón repletos de pollo asado, costillas y ensaladilla de patatas. Incluso los desperdicios olían bien. El murmullo de la conversación y el pausado ritmo de los comensales poseían una curiosa y sensual languidez. Múnich le parecía todavía irreal. Más que estar viviendo un sueño, Arkady temía estar viviendo la pesadilla de hallarse en el mundo real.
Había temido no reconocer a Irina, pero era inconfundible. Sus ojos parecían un poco más grandes, más oscuros, y todavía poseían la luminosidad de siempre. Su pelo castaño tenía unos reflejos rojizos y lo llevaba más corto, enmarcándole el rostro. Lucía una cadena de oro sobre un jersey negro, de manga corta. No llevaba el anillo de bodas.
—Llegas tarde —le dijo, estrechándole la mano.
—Quería afeitarme —respondió Arkady. Había comprado una maquinilla desechable y se había afeitado apresuradamente en la misma estación, produciéndose unos cortes en la barbilla.
—Estábamos a punto de marcharnos.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Arkady.
—Stas y yo tenemos que preparar el boletín informativo —dijo Irina. No parecía excitada ni nerviosa, sólo agobiada por el trabajo.
En aquellos momentos se acercó a ellos un tipo esquelético con los ojos brillantes, como si padeciera tuberculosis, vestido con un jersey y unos pantalones anchos.
—Aún disponemos de tiempo —dijo. Arkady notó inmediatamente que era ruso—. Me llamo Stas. ¿Debo llamarle camarada investigador?
—Llámeme Arkady.
El esqueleto se sentó junto a Irina y apoyó la mano en el respaldo de su silla.
—¿Me permites? —preguntó Arkady, sentándose en una silla frente a Irina—. Tienes un aspecto estupendo.
—Tú también.
—No creo que nadie tenga buen aspecto en Moscú —contestó él.
Stas levantó la jarra de cerveza y dijo:
—Brindemos. Las ratas abandonan el barco. Todos vienen aquí de visita, aunque la mayoría de ellos desean quedarse. De hecho, tratan de encontrar trabajo en Radio Liberty. Pero ¿quién puede reprochárselo? —Luego observó a una joven alta y rellenita que llevaba una bandeja con jarras y platos vacíos, y añadió—: ¡Servidos por unas valquirias! ¡Qué vida!
Arkady bebió un trago de cerveza y dijo:
—Tengo entendido que…
—Ha tenido usted una carrera bastante movida, ¿no es cierto? —le interrumpió Stas—. Miembro de la Juventud Dorada de Moscú, miembro del Partido Comunista, favorito de la oficina del fiscal, un héroe que salvó a nuestra disidente Irina, un gesto que le valió varios años de exilio en Siberia, y ahora no sólo se ha convertido en el brazo derecho del fiscal sino en su embajador en Múnich, decidido a recuperar a Irina, su amor perdido. ¡Brindo por el amor!
—Está bromeando —dijo Irina, soltando una carcajada.
—Ya me doy cuenta —dijo Arkady.
Durante los interrogatorios le habían desnudado, le habían rociado con una manguera, le habían insultado y golpeado, pero jamás se había sentido tan avergonzado como en estos momentos. Aparte de estar mal afeitado, su estúpido rostro debía estar rojo como un pimiento, pensó Arkady, porque las pruebas indicaban que estaba loco. Es cierto que había estado loco durante años, imaginando un vínculo entre él y esa mujer, que evidentemente no compartía sus sentimientos. ¿Qué parte de la historia que había vivido con ella eran meras imaginaciones suyas? ¿Los días que habían permanecido ocultos en el apartamento de él, los disparos, Nueva York? En el pabellón psiquiátrico, cuando los médicos le inyectaron sulfacina en la espina dorsal, afirmaron que estaba loco; ahora, mientras se tomaba una cerveza, todo parecía indicar que era cierto. Miró a Irina para observar su reacción, pero ella permanecía inmóvil como una estatua.
—No te lo tomes a mal. Stas es muy bromista —dijo, cogiendo un cigarrillo del paquete de éste sin pedirle permiso—. Espero que te diviertas en Múnich. Lamento no disponer de tiempo para salir contigo.
—Yo también lo lamento —contestó Arkady.
—Pero supongo que tendrás amigos en el consulado y que estarás muy ocupado con la investigación. Siempre has sido un trabajador infatigable —dijo Irina.
—Un obseso del trabajo —contestó Arkady.
—Debe de ser una gran responsabilidad representar a Moscú. El fiscal ha decidido enviar a un rostro humano.
—Gracias.
¿Era realmente el «rostro humano» de Rodiónov? ¿Era eso lo que pensaba Irina?
—A propósito —terció Stas—. Debemos informarnos sobre la tasa de delitos en Moscú.
—¿Sobre la deteriorada situación? —inquirió Arkady.
—Exactamente.
—¿Trabajáis juntos?
—Stas redacta los boletines —contestó Irina—. Yo me limito a leerlos.
—Con tono melifluo —dijo Stas—. Irina es la reina de los emigrantes rusos. Ha dejado un reguero de corazones destrozados de Nueva York a Múnich, y en varios puntos intermedios.
—¿Es cierto? —preguntó Arkady.
—Stas es un provocador.
—Quizá por eso es escritor.
—No —replicó Irina—. Por eso le propinaron una paliza en la Plaza Roja hasta dejarlo medio muerto. Pidió asilo político en la Embajada americana de Finlandia, y esto fue suficiente para que el fiscal para el que trabajas le declarara culpable de un delito de Estado y lo condenara a muerte. ¿Es curioso, verdad? Un investigador de Moscú puede venir aquí tranquilamente, pero si Stas regresara a Moscú no tardaría en desaparecer. Lo mismo que me sucedería a mí si regresara a Rusia.
—Hasta yo me siento seguro aquí —dijo Arkady.
—¿Qué caso está investigando? —preguntó Stas—. ¿A quién persigue?
—No puedo revelarlo.
—Stas teme que tu caso sea yo. Últimamente hemos recibido muchos visitantes en Múnich. Parientes, amigos de antes de nuestra partida…
—¿Partida? —preguntó Arkady.
—Fuga —contestó Irina—. Nuestras entrañables abuelas y viejos amigos del alma que insisten en que todo va bien y podemos regresar cuando queramos.
—No es cierto que todo vaya bien —dijo Arkady—. No se os ocurra regresar.
—Es posible que en Radio Liberty tengamos una idea más clara sobre la situación en Rusia que usted —dijo Stas.
—Es lógico —respondió Arkady—. Por lo general, la gente que está fuera de una casa que se quema tiene una visión más clara que los que están dentro.
—No te preocupes —dijo Irina—. He advertido a Stas que no debe tomarse en serio lo que digas.
De pronto, las notas de una tuba señalaron el comienzo de un vals. En el primer piso del pabellón habían aparecido unos músicos vestidos con lederhosen. Pero Arkady sólo veía a Irina. Las mujeres sentadas en otras mesas eran gordas, delgadas, morenas, rubias, vestidas con pantalones o faldas, todas inconfundiblemente alemanas. Irina, con su ojos eslavos y su aire desenvuelto, era única, como un icono en medio de una merienda campestre. Un icono familiar. Arkady podía trazar con los ojos cerrados la oscura línea de sus pestañas; la curva de su mejilla hasta la comisura de sus labios. Pero había cambiado, y Stas le había dado un nombre. En Moscú era como una llama que se agita al viento, tan franca y abierta que constituía un peligro para todo aquél que estuviera junto a ella. Esta mujer en la que se había convertido Irina era una persona más madura y controlada. La reina de los emigrantes rusos esperaba que Stas se acabara la cerveza para marcharse con él.
—¿Te gusta Múnich? —preguntó Arkady a Irina.
—¿Comparado con Moscú? Comparado con Moscú, cualquier cosa es mejor, incluso deslizarse sobre una pista sembrada de trozos de cristal. Comparado con Nueva York o París, resulta un poco aburrido.
—Da la impresión de que has estado en todas partes.
—¿Te gusta a ti Múnich? —le preguntó ella.
—¿Comparado con Moscú? Comparado con Moscú, es agradable deslizarse sobre una montaña de marcos alemanes. Comparado con Irkutsk o Vladivostok, el clima resulta más templado.
Stas depositó la jarra de cerveza en la mesa. Arkady nunca había visto a alguien tan delgado beberse una cerveza tan rápidamente. Irina se levantó inmediatamente, como si obedeciera órdenes, para reincorporarse a su vida cotidiana.
—Quiero volver a verte —dijo Arkady.
Tras observarlo unos instantes, Irina contestó:
—No, lo que quieres es que diga que lamento que fueras a Siberia, que lamento que sufrieras por mi culpa. Está bien, lo lamento, Arkady. Ya está. Creo que no tenemos nada más que decirnos.
Y con estas palabras se dio media vuelta y se marchó.
—Espero que sea usted un hijo de puta —dijo Stas—. Detesto que un rayo se abata sobre una persona inocente.
Debido a su elevada estatura, más que caminar, Irina parecía navegar entre las mesas, con su cabello ondeando al viento como una bandera.
—¿Dónde se aloja? —preguntó Stas a Arkady.
—En una pensión frente a la estación —contestó éste, dándole las señas.
—¡Pero si es un tugurio! —exclamó Stas, sorprendido.
Irina pasó a través de un grupo de clientes que acababa de entrar en el establecimiento y desapareció.
—Gracias por la cerveza —dijo Arkady.
—De nada —respondió Stas. Luego se dirigió cojeando hacia la salida. Su cojera parecía más bien un gesto de resolución que un defecto.
Arkady permaneció sentado porque temía que sus piernas no le sostuvieran y que le atropellara un camión. Todas las mesas del local estaban ocupadas. La cervecería representaba para él un refugio. La cerveza tenía aquí un efecto sedante que propiciaba una conversación serena y civilizada. Las parejas, jóvenes y mayores, disfrutaban charlando y bebiendo. Unos hombres de pobladas cejas y aspecto serio jugaban al ajedrez. La torre donde tocaba la banda de música era tan china como un reloj de cuco. No importaba; Arkady había penetrado en una aldea donde nadie le conocía, donde no le habían dispensado una calurosa acogida pero tampoco se sentía rechazado. Siguió bebiéndose la cerveza, satisfecho.
Lo más terrible, lo más aterrador, era que deseaba volver a ver a Irina. Aunque su encuentro había sido una experiencia humillante, no le importaba aceptar la humillación con tal de estar con ella, lo cual revelaba una capacidad de masoquismo que ignoraba poseer. Su encuentro había sido tan grotesco que hasta resultaba cómico. Esta mujer, este recuerdo que él había llevado durante tanto tiempo en su corazón, apenas había reconocido su nombre. Había una desproporción de emociones que resultaba cuando menos chocante. O quizá fuera una prueba de su locura. Si se había equivocado respecto a Irina, quizá se había equivocado también respecto a la historia que creía que habían compartido. Arkady se llevó una mano al estómago y se palpó la cicatriz a través de la camisa. ¿Pero eso qué demostraba? Quizá se había herido con la punta de un paraguas o le había caído encima una estatua de Lenin, clavándosele en el estómago. En casi todas sus estatuas, Lenin apuntaba hacia el futuro con un dedo peligroso y amenazador.
—¿De qué se ríe?
—¿Cómo dice? —preguntó Arkady sobresaltado.
—¿De qué se ríe? —repitió el hombre sentado en una silla frente a él. Era un tipo corpulento, de rostro rubicundo, vestido con una camisa blanca y un gorrito de lana que apenas le cubría la calva. En una mano sostenía una jarra de cerveza y con la otra protegía un pollo entero asado. Arkady miró a su alrededor y vio que la mesa estaba llena de gente devorando patas de pollo, costillas y pretzels, todo ello regado con varias jarras de dorada cerveza.
—¿Se divierte? —le preguntó el hombre del pollo.
Arkady se limitó a encogerse de hombros para no revelar su inconfundible acento ruso.
El hombre observó su abrigo soviético e insistió:
—¿Le gusta la cerveza, la comida, la vida? Es agradable. Hemos trabajado duramente a lo largo de cuarenta años para conseguir esto.
El resto de los comensales no les hacían caso. Arkady se dio cuenta de que no había comido nada excepto un helado. La mesa estaba repleta de suculentas bandejas de comida. La orquesta pasó de Strauss a Louis Armstrong. Arkady apuró la cerveza. En Moscú había varias cervecerías, por supuesto, pero como no había jarras ni vasos, los clientes se la bebían en unos envases de cartón de leche. Como hubiera dicho Jaak: «El Homo Sovieticus triunfa de nuevo». Sin embargo, no todos reconocían ese hecho. Cuando Arkady desplegó un mapa, el hombre sentado frente a él asintió, como si viera confirmadas sus sospechas.
—Otro refugiado de Alemania Oriental. Es una invasión.
Tras abandonar la cervecería, Arkady se dirigió hacia unos edificios cercanos. En uno de ellos estaban instaladas las oficinas de la IBM, y el otro era la torre de un Hilton. El vestíbulo del hotel parecía una tienda árabe. Todos los sillones y los sofás estaban ocupados por unos tipos vestidos con blancas y vaporosas túnicas. Muchos de ellos eran ancianos y sostenían unos bastones y unas cuentas de madera. Unos jóvenes de tez y cabello oscuro, vestidos con pantalones y camisas occidentales, jugaban a la brisca. Sus madres y hermanas iban vestidas al estilo occidental; las mujeres casadas lucían unas decorativas máscaras de plástico mostrando sólo la barbilla y la frente, y dejaban una penetrante estela de perfume.
En el camino de acceso al hotel, un joven árabe tomaba una fotografía de su compañero junto a un Porsche rojo. De pronto, el muchacho que posaba ante la cámara se sentó sobre el guardabarros y se disparó la alarma del coche, haciendo que sonara el claxon y que las luces empezaran a parpadear. Los muchachos se pusieron a correr alrededor del coche golpeando el capó, mientras el portero y el conserje los observaban impasibles.
Arkady siguió el camino que había tomado el taxista hacia la cervecería, por el lado este del parque, hasta llegar a los museos de la Prinzregentenstrasse. Los coches pasaban velozmente bajo los semáforos. El cielo estaba sin embargo más oscuro que una noche estival en Moscú, y la clásica fachada del Haus der Kunst parecía casi bidimensional.
Arkady observó que el lado oeste del parque lindaba con la Königinstrasse, donde vivía Borís Benz. Las casas que se alzaban a lo largo de la «calle del Reina» eran unas lujosas mansiones de piedra rodeadas de unos jardines llenos de rosales, protegidas por unas verjas con unos carteles que advertían VORSICHT! BISSIGER HUND!
El apartamento de Benz estaba situado entre dos inmensas mansiones de estilo Jugendstil, la respuesta germana al Art Nouveau. Parecían un par de matronas atisbando coquetamente por encima de unos abanicos. Entre ellas había un garaje que había sido renovado y transformado en unas oficinas médicas. El timbre del segundo piso correspondía a la vivienda de Benz. Aunque las luces estaban apagadas, Arkady pulsó el timbre. Nadie respondió.
A ambos lados de la puerta había un panel de cristal emplomado para observar a los visitantes. Dentro, sobre una mesita, había un jarrón de flores secas y unas cartas dispuestas cuidadosamente en tres pilas. Arkady pulsó el timbre de una oficina situada en la primera planta, pero tampoco obtuvo respuesta. Después tocó el timbre de la planta baja, y al fin le respondió una voz.
—Das ist Herr Benz —dijo Arkady—. Ich habe den Schlüssel verloren.
Confiaba en haber hecho comprender a su interlocutor que había perdido la llave.
Al cabo de unos instantes se abrió la puerta. Arkady examinó rápidamente la correspondencia para averiguar los nombres de los médicos. Se trataba principalmente de publicaciones médicas y unos anuncios de talleres de reparaciones y salones de bronceado. La única carta dirigida a Benz procedía del Bayern-Franconia Bank. Un tal Schiller había escrito su nombre de puño y letra en el remite.
Al parecer, la persona que le había franqueado la entrada no se fiaba de él. De improviso se abrió la puerta de la planta baja y salió una enfermera con cara de pocos amigos.
—Wohnen Sie hier? —le preguntó, sin apartar la vista de la correspondencia.
—Nein, danke —contestó Arkady, retrocediendo apresuradamente. Le asombraba que le hubiera dejado entrar.
Aunque apenas conocía los usos y costumbres de Occidente, a Arkady le extrañaba que una ayudante informara a un perfecto desconocido de cuánto tiempo iba a permanecer ausente su patrono y se mostrara tan paciente como el primitivo alemán de su interlocutor. ¿Por qué estaba limpiando el apartamento si Benz se hallaba ausente? La carta también le extrañaba. En Moscú, los clientes hacían cola con sus libretas de banco. En Occidente, los bancos enviaban las cartas por correo, pero resultaba un tanto curioso que el sobre estuviera firmado de puño y letra por el remitente.
Después de avanzar unos doscientos metros por la Königinstrasse, Arkady cruzó la calle hacia el parque, siguió un sendero bordeado de arces y robles y se sentó en un banco desde el que divisaba la casa de Benz. Era la hora en que los muniqueses sacaban a sus perros a pasear. La mayoría eran de raza pequeña, unos caniches y unos dachshunds no mucho más altos que una jarra de cerveza. Detrás de ellos paseaban unas parejas de edad avanzada, elegantemente vestidos, algunos de ellos apoyados en un bastón. A Arkady no le hubiera asombrado ver unos coches de caballos circulando por la Königinstrasse. La gente entraba y salía del edificio. Los médicos partieron en unos coches largos, de color oscuro. Al cabo de unos instantes salió la enfermera con cara de pocos amigos y echó a caminar calle abajo.
Arkady comprobó de improviso que la luz de las farolas se había hecho más intensa y el sendero del parque más oscuro. Eran las once de la noche. De lo único que estaba seguro era de que Benz no había regresado a su apartamento.
Llegó a la pensión hacia la una de la madrugada. Sus habitaciones estaban tan desnudas como cuando las había abandonado, de tal forma que era imposible precisar si alguien las había registrado durante su ausencia. De pronto recordó que no había comprado comida. ¡Se hallaba en una de las ciudades más prósperas de Occidente y estaba desfallecido!
Se sentó junto a la ventana mientras se fumaba el último cigarrillo. La estación estaba en silencio. Unas luces rojas y verdes iluminaban el patio, pero no circulaba ningún tren. En una esquina de la estación estaba la terminal de autobuses. Pero también se encontraba cerrada. En la calle estaban aparcados varios autobuses vacíos. De vez en cuando pasaban unos faros persiguiendo… ¿qué?
¿Qué es lo que más ambicionamos en esta vida? La sensación de que alguien, en alguna parte, se acuerda de nosotros y nos quiere, preferentemente alguien a quien nosotros también queremos. Todo resulta soportable si tenemos eso presente.
Por otro lado, no existe nada peor que comprobar que nuestra presunción es totalmente fatua y absurda.
Así pues, es preferible no darle muchas vueltas.