Fiódorov, el funcionario del consulado que había ido a recoger a Arkady al aeropuerto, le mostró con orgullo el río Isar, el Ángel de la Paz y las cúpulas de las torres gemelas de la iglesia de la Frauenkirche, como si él mismo hubiera construido Múnich.
—El consulado es nuevo, pero he estado en Bonn, así que esto no me choca.
Arkady, sin embargo, no salía de su asombro. El mundo parecía girar a su alrededor, lleno de tráfico y señales ininteligibles. Las calles estaban tan limpias que parecían de plástico. Los ciclistas, vestidos con pantalones cortos y muy bronceados, compartían las calles con los otros vehículos sin correr el riesgo de morir aplastados bajo las ruedas de un autobús. Las ventanillas de los coches estaban relucientes. No había colas en ninguna parte. Las mujeres, vestidas con minifalda, llevaban unas decorativas bolsas que ostentaban nombres de tiendas; al caminar, sus piernas y las bolsas se movían a un ritmo ágil y acompasado.
—¿Sólo ha traído esto? —le preguntó Fiódorov, observando su bolsa de viaje—. Cuando regrese llevarás dos maletas. ¿Cuánto tiempo permanecerá en Múnich?
—No lo sé.
—Su visado expira dentro de dos semanas.
Miró a su pasajero, pero Arkady estaba distraído contemplando los muros pintados de amarillo bávaro, lisos como la mantequilla, con unos balcones inmaculados, un estuco que no presentaba fisuras y unas puertas que no exhibían arañazos ni pintadas. En el escaparate de una pastelería había unos cerdos de mazapán jugueteando en torno a unas tartas de chocolate.
En ocasiones, Fiódorov se comportaba con la prudencia de alguien al que han enviado a recoger una mercancía de dudosa calidad. Otras, parecía muerto de curiosidad.
—Cuando llega un personaje como usted, le recibe un comité de bienvenida y preparamos un programa oficial. Debo advertirle que no le hemos preparado nada especial.
—Mejor —dijo Arkady.
Los peatones aguardaban pacientemente antes de cruzar la calle, tanto si se aproximaba algún vehículo como si no. Cuando el semáforo se ponía verde, los coches arrancaban a toda velocidad, como un enjambre de BMW. En aquellos momentos circulaban por una avenida de mansiones de piedra con unos escalones custodiados por verjas de hierro y leones de mármol. Unos letreros anunciaban galerías de arte y bancos árabes. Más adelante atravesaron una plaza decorada con una hilera de estandartes medievales con logotipos corporativos. Arkady observó a un hombre vestido con lederhosen y calcetines altos pese al calor.
—Me asombra que le concedieran el visado tan rápidamente —observó Fiódorov.
—Tengo amigos.
Fiódorov miró de nuevo a Arkady; no tenía aspecto de tener amigos.
—En cualquier caso, ha tenido suerte.
El consulado era un edificio de ocho plantas situado en Seidlstrasse. En la sala de espera había unas sillas metálicas tapizadas de cuero negro. Detrás de un cristal antibalas se hallaba el mostrador de recepción, con tres monitores de televisión. Fiódorov deslizó hacia la recepcionista el pasaporte de Arkady sobre una bandeja debajo del cristal. Tenía un inconfundible aspecto de rusa y llevaba las uñas largas y pintadas de un rosa nacarado. La joven colocó un libro sobre la bandeja y lo empujó hacia ellos, pero Fiódorov dijo:
—No es necesario que firme.
Luego subieron en el ascensor, y al llegar a la tercera planta atravesaron un pasillo con despachos a ambos lados, pasaron frente a una sala de reuniones en la que habían sillas y cajas que aún no habían desembalado, y franquearon una puerta de metal con una placa que decía en alemán: ASUNTOS CULTURALES. Les recibió un hombre de pelo gris, con el ceño arrugado, vestido con un traje occidental de impecable corte. En la habitación había únicamente dos sillas, e invitó a Arkady a ocupar una de ellas.
—Soy el vicecónsul Platónov. No hace falta que se presente, sé quién es usted —dijo a Arkady, sin extender la mano para estrechársela—. Eso es todo —añadió, dirigiéndose a Fiódorov, que se esfumó rápidamente.
Platónov se sentó, inclinándose hacia delante como un jugador de ajedrez. Parecía un hombre agobiado por un problema molesto, pero no tan grave que no pudiera resolverse en un par de días. Arkady dedujo que éste no era su despacho. Las paredes estaban recién pintadas. Apoyada contra la pared había una vista panorámica de Moscú al atardecer, todavía sin colgar. En la pared del fondo colgaban unos carteles de bailarines del Bolshoi y Kirov, los tesoros del Kremlin y un transbordador deslizándose por el Volga. El resto del mobiliario consistía en una mesa plegable, un teléfono y un cenicero.
—¿Qué le parece Múnich? —inquirió Platónov.
—Muy bonito. Una ciudad próspera —contestó Arkady.
—Después de la guerra no era más que un montón de escombros, peor que Moscú. Eso demuestra qué tipo de gente son los alemanes. ¿Habla usted alemán?
—Un poco.
—¿Pero lo habla? —insistió Platónov, como si esperara que Arkady le hiciera una confesión.
—Cuando estaba en el Ejército, pasé dos años en Berlín. Instruía a los americanos, pero aprendí unas palabras de alemán.
—Alemán e inglés.
—No perfectamente.
Platónov debía tener unos sesenta y tantos años, pensó Arkady. ¿Un diplomático posterior a Bréznev? En tal caso estaría hecho de goma y acero.
—¿No perfectamente? —repitió Platónov, cruzando los brazos—. ¿Sabe cuántos años hemos tardado en abrir un consulado aquí? Ésta es la capital industrial de Alemania. Aquí residen los inversores a quienes debemos tranquilizar. Aún no hemos terminado de instalarnos y nos envían a un investigador de Moscú. ¿Acaso persigue a un miembro del personal del consulado?
—No.
—Lo suponía. Por lo general, antes de darnos la mala noticia nos hacen regresar a Moscú —dijo Platónov—. Les pregunté si pertenecía al KGB, pero no quieren saber nada de usted. Sin embargo, no le han impedido venir aquí.
—Ha sido muy generoso por su parte.
—A mí me parece un tanto sospechoso. No quiero tener que habérmelas con un investigador descontrolado.
—Lo comprendo —dijo Arkady.
—Aparte del personal del consulado, no hay muchos soviéticos en Múnich. Unos cuantos directores de fábricas y banqueros que han venido a aprender las técnicas alemanas y un grupo de bailarines georgianos. ¿A quién persigue?
—No puedo responder a esa pregunta.
Arkady suponía que a los representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores les enseñaban una amplia gama de expresiones cordiales y sonrisas, unos pequeños gestos para demostrar que todavía eran humanos. Pero Platónov se contentó con dirigirle una mirada directa y hostil mientras abría una pitillera y sacaba un cigarrillo.
—Para evitar cualquier malentendido, le diré que me importa un comino quién es y lo que pretende. Me importa un comino que hayan asesinado a una familia entera en Moscú. Ningún asesino es tan importante como el éxito de este consulado. Los alemanes no suelen conceder millones de marcos a los asesinos. Debemos esforzarnos en recuperar nuestro buen nombre, borrar los efectos de los últimos y nefastos cincuenta años de nuestra historia. Deseo establecer unas relaciones civilizadas y normales que se traduzcan en importantes préstamos y acuerdos comerciales, los cuales servirán para rescatar a todas las familias de Moscú. No nos conviene que la gente se entere de que hay unos rusos persiguiéndose por las calles de Múnich.
—Lo comprendo —repitió Arkady, tratando de mostrarse amable.
—Aquí no tiene usted ningún cargo oficial. Si se pone en contacto con la policía alemana, se apresurarán a llamarnos y les diremos que es un turista.
—Siempre me ha interesando Baviera, la tierra de la cerveza.
—Retendremos su pasaporte aquí. Eso significa que no puede abandonar el país ni alojarse en un hotel. Le hemos reservado unas habitaciones en una pensión. Por mi parte, haré cuanto pueda para que regrese cuanto antes a Moscú, a ser posible mañana mismo. Le aconsejo que se olvide de cualquier investigación. Visite los museos, compre unos regalos y tómese unas cervezas. Diviértase.
La pensión estaba situada sobre una agencia de viajes turca, a media manzana de la estación. Le habían reservado dos habitaciones con una cama, un colchón desnudo, una cómoda, una silla, dos mesas y un armario que, al abrirlo, se convertía en una diminuta cocina. El retrete y la ducha estaban al final del pasillo.
—En el tercer piso viven unos turcos —dijo Fiódorov señalando hacia arriba. Luego señaló hacia abajo y añadió—: En el primero hay unos yugoslavos. Todos trabajan en la BMW. ¿Por qué no sigue su ejemplo?
Las luces funcionaban. La bombilla del frigorífico se encendía al abrir la puerta, y no se veían escarabajos ni cucarachas. Incluso había una luz en el armario, y al entrar en el edificio, Arkady había notado que el vestíbulo olía a desinfectante en lugar de orines.
—Como verá, es el paraíso. Aunque quizá se sienta algo decepcionado.
—Se nota que hace tiempo que no ha estado en Moscú —contestó Arkady.
Al abrir la ventana trasera, distinguió la parte posterior de la estación y la vía férrea, que relucía como una cinta de acero bajo el sol. Curiosamente se sentía desorientado, como si se hallara en otro huso horario, al otro lado del mundo, aunque el vuelo había durado tan sólo cuatro horas.
Antes de marcharse, Fiódorov se detuvo junto a la puerta y dijo:
—Renko es un apellido nefasto, me refiero para un turista en Alemania. He oído hablar de su padre. Puede que en Rusia fuera un héroe, pero aquí lo consideran un carnicero.
—En Rusia también fue un carnicero.
—Quiero decir que con un apellido como el suyo, quizá sea más prudente que no se mueva de la pensión.
—Deme la llave —dijo Arkady, alargando la mano.
Fiódorov se encogió de hombros y se la entregó.
—No se preocupe, investigador. En Alemania no van a robarle.
Una vez a solas, Arkady se sentó en la repisa de la ventana y se fumó un cigarrillo. Era una costumbre rusa sentarse a descansar antes de emprender un viaje, de modo que ¿por qué no hacerlo a la llegada? Para tomar posesión de una habitación desnuda que no había necesidad de cerrar con llave. Especialmente con un asqueroso cigarrillo ruso. En aquellos instantes un flamante tren rojo y negro se aproximaba a la estación. Arkady vio montado en la locomotora a un maquinista con una gorra gris de general. De pronto recordó el tren que había visto en la estación de Kazán. El hombre que iba en la locomotora estaba desnudo hasta la cintura, y la mujer junto a él tenía el brazo apoyado en su hombro. Se preguntaba dónde estarían ahora. ¿Arrastrando unos vagones alrededor de Moscú? ¿Circulando a través de la estepa?
Se acercó a la cama y abrió la bolsa de viaje. De los bolsillos de sus arrugados pantalones sacó la lista de tres números telefónicos escrita a mano por Penyaguín, el fax de Rudi y la foto de Rita Benz. Luego desenrolló una chaqueta y sacó una cinta. La escasa ropa que había traído consigo cabía en dos colgadores y un cajón del armario. Acto seguido guardó los números telefónicos, el fax y la foto en el estuche de la cinta, junto con ésta. Eran su tesoro y su escudo protector. Después contó el dinero que había conseguido sacarle a Rodiónov. Cien marcos alemanes. ¿Cuánto tiempo podía permanecer un turista con ese dinero en Alemania? ¿Un día? ¿Una semana? Tendría que ser muy ahorrador y estar medio loco para poder sobrevivir más tiempo.
Después de ocultar la cinta en el interior de su camisa, Arkady salió de la pensión y se dirigió apresuradamente hacia la estación, cuya gigantesca fachada le daba la apariencia de un museo moderno. La luz se filtraba a través del cristal mate y la tela metálica. No había ningún mafioso de Kazán vestido con una cazadora de cuero negra, ni un destartalado televisor, ni un bar de Ensueño, sino librerías, restaurantes, tiendas donde vendían vino, y un cine donde ponían películas eróticas. En un quiosco vendían planos con traducciones en francés, inglés e italiano, pero no en ruso. Arkady compró la versión inglesa y salió a la calle.
El aroma del café y el chocolate de una cafetería casi le produjo un desmayo, pero estaba tan poco acostumbrado a comer en restaurantes y menos aún a semejantes exquisiteces, que siguió andando con la esperanza de encontrar una modesta furgoneta de helados.
En lugar de contemplar los objetos que se exhibían en los escaparates, se fijaba en los reflejos del cristal. Entró en una tienda en dos ocasiones, pero salió inmediatamente para comprobar si le seguía alguien. Los turistas siempre procuran fijarse en lo que hay a su alrededor. Sin embargo, Arkady tenía una visión que excluía a la multitud, a las fuentes y a las estatuas, para captar cualquier detalle, como un rostro sospechoso, un cierto modo de caminar o la costumbre de lucir el anillo de bodas en la mano derecha que delatara a un ciudadano soviético. El sonido de voces hablando en alemán le desconcertaba. Era como despertarse y comprobar que se hallaba en una amplia plaza rodeado de hermosos edificios de piedra, decorados con gabletes y chapiteles de ladrillo rojo. A un lado de la plaza había un ayuntamiento de piedra gris que evocaba el estilo gótico. Cientos de personas paseaban o estaban sentadas en unas mesas tomándose una jarra de cerveza o contemplando a los bailarines y músicos del gigantesco carrillón del ayuntamiento, Al girarse, Arkady vio a unos hombres de negocios vestidos con trajes oscuros y corbatas de seda. Las mujeres lucían unas elegantes prendas negras que no tenían nada que ver con las tristes ropas de luto que se ponían las rusas. Los jóvenes iban vestidos con camisetas y pantalones cortos y llevaban mochilas. Todos hablaban y reían animadamente. En una esquina había una librería de tres plantas, llena de libros. Junto a ella vio un estanco del que emanaba el dulce aroma a buen tabaco. El aire estaba impregnado del típico olor a levadura de la cerveza. Una virgen rubia miraba a los transeúntes desde lo alto de una columna de mármol.
Arkady compró un cucurucho de helado, indicando el sabor que deseaba por medio de gestos en lugar de intentar expresarse en alemán. Era el mejor helado que había probado. Después de gastarse cuatro marcos en cigarrillos, bajó corriendo las escaleras del metro, adquirió un billete y se montó en el primer tren que se dirigía hacia la pensión.
Junto a Arkady, apoyados en la barra del bar, había dos turcos con la mirada extraviada. Frente a él estaba sentada una mujer que sostenía un jamón en su regazo, como si fuera un bebé.
¿Qué posibilidades existían de que alguien le siguiera? No muchas, teniendo en cuenta la dificultad de seguir a alguien en una gran urbe. Según la técnica soviética, vigilar a un blanco móvil exigía entre cinco y diez vehículos, y entre treinta y cien personas, aunque Arkady no lo sabía por experiencia, ya que nunca había dispuesto de los suficientes medios humanos ni técnicos para perseguir a nadie más allá de una manzana.
Al llegar a la estación, se detuvo y regresó a la sala de espera en la que había estado hacía una hora. Los teléfonos públicos se hallaban al descubierto, pero arriba encontró unas cabinas telefónicas y las guías de distintas ciudades dispuestas sobre un mostrador metálico. En Moscú era tan difícil hallar una guía telefónica que la gente las conservaba en la caja fuerte, pero éstas ni siquiera estaban sujetas con una cadena.
Las guías le confundían debido a la peculiaridad de los apellidos alemanes, llenos de consonantes, y los anuncios que ocupaban más de la mitad de las páginas. Bajo Benz, el único Borís vivía en la Königstrasse. Buscó TransKom, pero no figuraba en la guía.
La puerta de la cabina telefónica era de plástico transparente. Arkady consideró que poseía suficientes conocimientos de alemán para hablar con la telefonista, la cual le informó, según le pareció entender, que no existía ningún número que correspondiera a TransKom.
Luego llamó a Borís Benz.
—Ja? —contestó una voz femenina.
—Herr Benz? —preguntó Arkady.
—Nein —respondió la mujer, echándose a reír.
—Herr Benz ist im Haus?
—Nein. Herr Benz is auf Ferien gereist.
—Ferien? —¿De vacaciones?
—Er wird zwei Wochen lang nicht in München sein.
¿Estaría ausente durante dos semanas?
—Wo ist Herr Benz? —preguntó Arkady.
—Spanien.
—Spanien? —¿Dos semanas en España? Las noticias cada vez eran peores.
—Spanien, Portugal, Marokko.
—Nein Russland?
—Nein, er macht Ferien in der Sonne.
—Kann ich sprechen mit TransKom?
—TransKom? —repitió la mujer, como si jamás hubiera oído hablar de esa palabra—. Ich kenne TransKom nicht.
—Sie ist Frau Benz?
—Nein, die Reinmachenfrau. —La asistenta.
—Danke.
—Wiedersehen.
Después de colgar, Arkady pensó que era imposible sostener una conversación más elemental que la que acababa de mantener con la asistenta de Benz. Ésta, en resumidas cuentas, le había informado de que Borís Benz estaría ausente durante dos semanas y que nunca había oído hablar de TransKom. El único dato interesante era que Benz se había trasladado a un país mediterráneo para gozar del sol. Al parecer, era lo que solían hacer los alemanes durante sus vacaciones estivales. Cuando regresara a Múnich, Arkady probablemente estaría de vuelta en Moscú. Abrió el estuche de la casete, sacó el fax de Rudi y marcó el número que figuraba en la parte superior de la hoja.
—Hola —respondió una mujer en ruso.
—Llamo en relación a Rudi —dijo Arkady.
Tras una pausa, la mujer preguntó:
—¿Rudi qué más?
—Rosen.
—No conozco a ningún Rudi Rosen. —Tenía una voz ronca, de fumadora empedernida.
—Me dijo que estaba interesada en la Plaza Roja —dijo Arkady.
—A todos nos interesa la Plaza Roja. ¿Y qué?
—Supuse que le interesaba saber dónde se hallaba.
—¿Qué es esto, una broma?
Y colgó. Arkady no podía reprochárselo. Había hecho lo que cualquier persona normal en su situación.
Dio una vuelta por la planta y halló unas taquillas automáticas para guardar el equipaje por dos marcos al día. Después de echar un vistazo a su alrededor, introdujo las monedas en la ranura, colocó la cinta en una taquilla, la cerró y se metió la llave en el bolsillo. Dudaba entre regresar a la pensión o dar un paseo después de poner a buen recaudo la única prueba de que disponía, lo cual le parecía toda una proeza teniendo en cuenta lo confuso que se sentía. En realidad, resultaba un gesto inútil, habida cuenta que sólo disponía de un día, según le había informado Platónov.
Regresó al mostrador donde estaban las guías telefónicas, abrió la de Múnich y buscó «Radio Liberty, Radio Free Europe». Cuando marcó el número, la telefonista dijo escuetamente «RLRFE».
Arkady dijo en ruso que deseaba hablar con Irina Asánova. Al cabo de un largo rato, Irina se puso al teléfono y dijo:
—¿Dígame?
Arkady creía que estaba preparado, pero se quedó tan cortado al oír su voz que no fue capaz de articular palabra.
—Hola. ¿Quién habla?
—Arkady.
No le había resultado difícil reconocer su voz después de escuchar sus boletines informativos. Ella, en cambio, probablemente se había olvidado de él.
—¿Arkady qué más?
—Arkady Renko. De Moscú —añadió.
—¿Me llamas desde Moscú?
El teléfono estaba tan silencioso que Arkady temió que se hubiera cortado la línea.
—Es increíble —dijo Irina.
—¿Puedo verte?
—Me he enterado de que te han rehabilitado. ¿Sigues trabajando de investigador? —Su voz sonaba como si la sorpresa inicial hubiera dado paso a una sensación de fastidio.
—Sí.
—¿Qué has venido a hacer aquí?
—Estoy investigando un caso.
—Enhorabuena. Si te han dejado salir, eso significa que confían en ti plenamente.
—Te he escuchado en Moscú.
—Entonces debes saber que dentro de dos horas tengo que transmitir un boletín de noticias.
Arkady oyó el ruido de unos papeles, como si quisiera demostrarle lo ocupada que estaba.
—Me gustaría verte —dijo Arkady.
—Quizá dentro de una semana. Llámame.
—Quiero decir pronto. Voy a estar poco tiempo en Múnich.
—Me pillas en un mal momento. —Hoy— dijo Arkady. —Te lo ruego. —Lo siento—. Irina.
—Diez minutos —dijo ella, después de dejar muy claro que era el último hombre al que le apetecía ver.