En Veshkí, en las afueras de la ciudad, el Moskova parecía discurrir vacilante entre las juncias y los juncos, como si lamentara abandonar una aldea donde se oía el croar de las ranas. El agua reflejaba el vuelo de las golondrinas y la neblina matutina cubría los lechos de lirios.
Arkady había estado aquí de niño. Él y Belov solían navegar por el río, importunando a los patos y siguiendo respetuosamente a los cisnes que veraneaban en Veshkí. Luego, el sargento conducía la barca hasta la playa y ambos se encaminaban hacia el pueblo a través de unos senderos y cerezales para comprar nata fresca y caramelos ácidos. El sol brillaba sobre la iglesia, en cuya torre se divisaba la silueta de los cuervos.
La aldea estaba rodeada de un frondoso bosque. Los rayos del sol apenas conseguían penetrar por entre los abedules, los fresnos, las hayas de grandes hojas, los alerces, los abetos y los robles. Todo estaba en silencio y al mismo tiempo lleno de vida: las musarañas y los topos correteaban por entre las hojas, una liebre salía de vez en cuando precipitadamente de su madriguera, los sílvidos y los herrerillos eliminaban a las orugas de las ramas, los pájaros carpinteros picoteaban los troncos, y se percibía el suave zumbido de los insectos. Veshkí era la fantasía de todos los rusos, una aldea de dachas ideales.
Nada había cambiado. Arkady se adentró en el bosque por unos senderos que, pese a la niebla, le resultaban familiares. Contempló los solitarios robles, grandiosos aunque no tan oscuros; un grupo de abedules de hojas pálidas y temblorosas. Alguien había intentado una vez crear un sendero de pinos, pero a su alrededor habían brotado unas vides y unos árboles más pequeños, derribándolos. Los helechos, la hiedra y la maleza trataban de ocultar el camino para todas partes.
A unos quince metros, a la izquierda, una ardilla de orejas peludas se balanceaba sobre una rama, boca abajo, observando enojada un abrigo que yacía sobre las hojas. Minin alzó la cabeza, lo cual enojó aún más a la ardilla. Arkady distinguió una cazadora medio oculta entre los arbustos y, a la izquierda de Minin, la pernera de un pantalón. Luego torció a la derecha y enfiló un sendero que discurría detrás de unos pinos.
Al distinguir la carretera se detuvo. Era más pequeña, y el macadán, más gastado de lo que recordaba. Frente a él pasó un gitano de enjutas mejillas y ojos negros, vestido con un chándal, corriendo y resoplando. Después de un rato pasó una mujer en bicicleta, seguida de un terrier. Cuando ésta se hubo alejado, Arkady siguió avanzando hasta llegar a un claro.
A un lado, la carretera continuaba a lo largo de cincuenta metros y luego giraba a la derecha, hacia una enorme verja, un rectángulo negro enmarcado por unos árboles verdes. Al otro lado, a tan sólo diez metros de distancia, vio a Rodiónov y a Albov. El fiscal municipal parecía sorprendido de ver a su investigador, aunque habían quedado citados en este lugar y a esta hora. A algunas personas les joroba perder una noche de sueño, pensó Arkady. Rodiónov caminaba rígidamente, como si estuviera cabreado y sintiera frío, aunque hacía un hermoso día veraniego. Albov, por el contrario, tenía un aspecto descansado, iba vestido con una chaqueta y unos pantalones de mezclilla y olía a loción para después del afeitado.
—Advertí a Rodiónov que no te veríamos —dijo a modo de saludo—. Debes conocer perfectamente este lugar.
—Supuse que regresarías al despacho para redactar un informe de lo ocurrido en la granja —le espetó Rodiónov—. Primero desapareces, y luego me llamas para exigirme que nos encontremos en un paraje desierto.
—No es un paraje desierto —protestó Arkady—. Me apetece dar un paseo.
Echó a caminar hacia la verja, seguido de Albov y Rodiónov.
—¿Dónde está el informe? ¿Dónde diablos te has metido? —le preguntó el fiscal.
Albov alzó la cabeza y contempló unos rayos de sol que se filtraban por entre unos árboles.
—Stalin poseía varias dachas alrededor de Moscú, ¿no es cierto? —preguntó a Arkady.
—Ésta era su favorita.
—Supongo que tu padre lo visitaba con frecuencia.
—A Stalin le gustaba pasar la noche bebiendo y charlando. Por la mañana salían a dar un paseo por el bosque. Detrás de cada uno de estos grandes abetos estaba apostado un soldado que debía permanecer en silencio e invisible. Claro que los tiempos han cambiado.
A ambos lados del camino se oía el crujir de las hojas, como si unos ratones corrieran tras ellos.
—No has redactado un informe —insistió Rodiónov.
Arkady metió la mano en el bolsillo, y el fiscal retrocedió alarmado. Pero en lugar del Nagant sacó unas hojas amarillas dobladas, escritas a mano.
—Hay que copiarlas a máquina. De todos modos, las repasaremos juntos en la oficina.
—¿Y luego? —preguntó Arkady.
Rodiónov parecía satisfecho. Un informe, aunque estuviera escrito a mano, era una señal de rendición.
—Todos estamos muy afectados por la muerte de nuestro amigo, el general Penyaguín —dijo—, y comprendo que estés disgustado por la muerte de tu detective. No obstante, eso no justifica tu desaparición y tus absurdas acusaciones.
—¿Qué acusaciones? —preguntó Arkady. Hasta ahora no había mencionado sus llamadas a Albov y a Boria Gubenko. Albov tampoco había dicho una palabra.
—Tu extraña conducta —dijo Rodiónov.
—¿Extraña?
—Tu desaparición —respondió Rodiónov—. Tu rotunda negativa a colaborar en la investigación de Penyaguín por el hecho de no estar a cargo de ella. Tu obsesión con el caso Rosen. Creo que tu regreso a Moscú te ha afectado negativamente. Necesitas un cambio, por tu propio bien.
—¿Un traslado fuera de Moscú?
—No te rebajo de categoría —dijo Rodiónov—. Se cometen muchos delitos en otras ciudades aparte de Moscú, y en ocasiones me piden que les envíe a uno de mis hombres para ayudarles en las investigaciones. Dado que ya no te ocupas del caso Rosen, no hay ningún inconveniente en que te traslades a otro lugar.
—¿Adónde?
—A Bakú.
Arkady soltó una carcajada.
—Bakú no está fuera de Moscú, está fuera de Rusia.
—Me pidieron que les enviara a mi mejor investigador. Es una excelente oportunidad para intentar rehabilitarte.
Entre la guerra civil que libraban los azeríes, los armenios y el Ejército, aparte de las batallas de la mafia por el control del narcotráfico, Bakú era una mezcla entre Miami y Beirut. Era el lugar ideal para hacer que un investigador desapareciera.
Veinte metros más atrás, Minin se detuvo en la carretera y se sacudió unas hojas del abrigo, una señal para que sus hombres salieran de detrás de los árboles. El gitano pasó corriendo junto a Minin.
Este paseo se ha convertido en una especie de desfile, pensó Arkady.
—Una nueva oportunidad —dijo.
—Me alegro que lo veas así —contestó Rodiónov.
—Creo que tienes razón; ha llegado el momento de abandonar Moscú. Pero no me apetece ir a Bakú.
—El lugar al que te traslades no depende de ti —dijo Rodiónov—. Ni tampoco cuándo.
Habían llegado a la verja. Vista de cerca, no era negra sino verde oscuro. Junto a las puertas dobles de madera, reforzadas con planchas de acero, estaban las casetas de los centinelas, y a ambos lados, unas vigías. Frente a la verja había una barrera para impedir el acceso a los curiosos. Arkady pasó por encima de la barrera y deslizó la mano por su pintada superficie, pulida y reluciente. Después de franquearla, los sedanes avanzaban unos cincuenta metros hasta llegar a la dacha, para asistir a las cenas de medianoche y confeccionar unas listas de nombres que representaban unas órdenes de ejecución para numerosos hombres y mujeres. A veces acudían niños para dar colorido a las fiestas que se organizaban en el jardín, pero nunca de noche, como si sólo estuvieran seguros a la luz del sol.
Ésta es la puerta del dragón, pensó Arkady. Aunque el dragón había muerto, la verja debería ser negra como el alquitrán y el camino sembrado de huesos. Los soldados deberían haber permanecido en forma de estatuas. Pero lo único que vio fue el ojo de una cámara que controlaba el recinto.
—Minin habrá… —empezó a decir Rodiónov.
—Silencio —dijo Albov, mirando hacia la cámara—. Sonríe. —Luego preguntó a Arkady—: ¿Hay otras cámaras instaladas a lo largo del camino?
—Están en todas partes. Los monitores se encuentran en la dacha. Los vigilan continuamente y graban las imágenes que aparecen en ellos. Al fin y al cabo, se trata de un lugar histórico.
—Naturalmente. Ocúpate de Minin —murmuró Albov a Rodiónov—. No es preciso que emplees la fuerza, pero saca a este imbécil de aquí.
Perplejo pero sin dejar de sonreír, Rodiónov agitó la mano para saludar a Minin, mientras Albov se dirigía a Arkady con la expresión de un hombre que se esfuerza por mostrarse franco y abierto:
—Somos amigos tuyos y nos preocupa tu bienestar. No hay ningún motivo para que nos encontremos contigo a la luz del día. Pero hay alguien observando un monitor de televisión y preguntándose si somos unos aficionados a las aves o unos historiadores.
—Me temo que Minin tampoco conseguirá pasar —dijo Arkady.
—No es necesario que pase —respondió Albov.
Rodiónov se acercó a Minin para alejarlo de allí.
—¿Has dormido? —preguntó Albov a Arkady.
—No.
—¿Has comido algo?
—No.
—Es terrible sentirse perseguido —dijo Albov con un tono aparentemente sincero.
Daba la impresión de que lo tenía todo controlado, como si hubiera permitido a Rodiónov dirigir la reunión a cambio de que se atuviera escrupulosamente a lo acordado. Sin embargo, la cámara instalada en la verja de la dacha de Stalin había alterado la situación. Albov se llevó el cigarrillo a los labios y dijo:
—La llamada fue astuta.
—Penyaguín tenía tu número de teléfono.
—Entonces era obvio.
—Mis mejores ideas siempre son obvias.
Arkady también había telefoneado a Boria, lo que seguramente ya sabía Albov. La pregunta era implícita: ¿qué otros números de teléfono había anotado Penyaguín?
Cuando regresó Rodiónov, Albov sacó el informe del bolsillo del fiscal.
—Unos formularios de telegramas —observó Albov—. Ha pasado toda la noche en la oficina de telégrafos.
Rodiónov miró hacia la cámara y murmuró:
—Cubríamos las estaciones, algunos domicilios y las calles.
—Moscú es una ciudad muy grande —terció Arkady en defensa del fiscal.
—¿Has enviado algún telegrama? —le preguntó Albov.
—Podemos averiguarlo —dijo Rodiónov.
—Dentro de uno o dos días —replicó Arkady.
—Nos está amenazando —dijo el fiscal.
—¿Con qué? —preguntó Albov—. Ésa es la cuestión. Si sabe algo sobre Penyaguín, el detective o Rosen, está legalmente obligado a informar a su superior, que eres tú, o al investigador encargado del caso, que es Minin. Si no lo hace, lo tomarán por loco. Hoy en día las calles están llenas de locos que andan sueltos, de modo que nadie le hará caso. También está obligado a acatar tus órdenes. Si le envías a Bakú, no tiene más remedio que ir. Puede pasarse todo el día situado debajo de esta cámara. Es inútil; no hay reflectores, de modo que esta noche pueden ir a recogerlo y mañana se despertará en Bakú. Mira, Renko, permíteme que te diga algo que sé por experiencia. Uno no puede dejar de correr hasta que no tiene algo que ofrecer a cambio. Tú no tienes nada, ¿me equivoco?
—No —reconoció Arkady—. Pero tengo otros planes.
—¿A qué te refieres?
—Quiero proseguir la investigación sobre Rosen.
—Minin se ocupa de ello —dijo Rodiónov, mirando hacia la carretera.
—No me interpondré en su camino —afirmó Arkady.
—¿Ah, no? —exclamó Albov.
—Estaré en Múnich.
—¿En Múnich? —repitió Albov, inclinando la cabeza como si acabara de percibir el curioso canto de un pájaro—. ¿A quién vas a buscar en Múnich?
—A Borís Benz —contestó Arkady.
No pronunció el nombre de la mujer porque no estaba seguro de su identidad.
Se produjo un profundo silencio, y Rodiónov se puso tenso, como si acabara de oír algo que le hubiera sobresaltado y se pusiera a la defensiva.
Albov bajó la cabeza, contempló fijamente el suelo, y al cabo de unos instantes esbozó una sonrisa de satisfacción y admiración.
—Lo lleva en la sangre —dijo, dirigiéndose a Rodiónov—. Cuando los alemanes nos invadieron y alcanzaron las puertas de Leningrado y Moscú, haciendo que Stalin perdiera a millones de soldados y el Ejército Rojo emprendiera la retirada, un comandante de un batallón de tanques se mantuvo a pie firme. Los alemanes creían que habían capturado al general Renko, pero no sabían que éste se hallaba detrás de sus líneas dispuesto a atacarles. Su hijo es idéntico a él. ¿Crees que lo has atrapado? Pues te equivocas. Tiene una gran habilidad para escabullirse.
—Mañana, a las siete y cuarenta y cinco de la mañana, sale un vuelo directo a Múnich —dijo Arkady.
—¿Crees realmente que la oficina del fiscal te permitirá abandonar el país? —le preguntó Albov.
—Estoy convencido de ello —respondió Arkady.
Era cierto. La reacción de Rodiónov al oír el nombre de Borís Benz expresaba la ira y el temor de un hombre que se siente acorralado.
Hasta entonces, ese nombre no significaba nada, pero en aquel instante Arkady comprendió, como le hubiera sucedido a Rudi, el elevado valor de mercado de Borís Benz.
—Aunque el ministerio accediera, no depende de nosotros —dijo Rodiónov—. Las investigaciones en el extranjero corresponden al departamento de seguridad del Estado.
—El otro día, en Petrovka, dijiste que ahora que somos miembros de la Interpol colaboramos directamente con nuestros colegas extranjeros. Sólo llevaré una bolsa de mano. No creo que la registren.
—Ni siquiera yo podría marcharme mañana, aunque quisiera —dijo Rodiónov—. Necesitas un pasaporte exterior y aguardar a que el ministerio curse las oportunas instrucciones. Esos trámites tardan varias semanas.
—En el comité central hay doce salas. Lo único que hacen es ocuparse de tramitar pasaportes y visados en el acto. A propósito, es el vuelo 84 de la Lufthansa —dijo Arkady—. Recuerda que los alemanes son muy puntuales.
—Existe un medio —terció Albov—. Si no viajas en calidad de investigador, es decir, como funcionario de la oficina del fiscal sino como ciudadano particular. Si el ministerio puede conseguirte un pasaporte y dispones de dólares americanos o marcos alemanes, sólo tienes que comprar el pasaje y subirte en el avión. Acabamos de abrir un consulado en Múnich; podrías ponerte en contacto con el consulado y ellos te pagarían los gastos de estancia. El problema es de dónde sacar dólares o marcos para comprar el billete.
—¿Y la respuesta es…? —preguntó Arkady.
—Yo puedo prestarte el dinero. Puedes devolvérmelo en Múnich.
—El dinero debe proceder de la oficina del fiscal —objetó Arkady.
—En tal caso, lo haremos así —respondió Albov.
—¿Por qué? —protestó Rodiónov.
—Porque se trata de una investigación sumamente delicada —contestó Albov—. Los investigadores extranjeros, especialmente los alemanes, son muy sensibles a los turbios escándalos del nuevo capitalismo soviético. Nos empeñamos en restituir el buen nombre de todo el mundo, incluso el nombre de gente que ni siquiera conocemos. Porque aunque el investigador esté persiguiendo a un fantasma, no debemos entorpecer su camino. Por otra parte, no sabemos todo lo que sabe el investigador ni las medidas que ha decidido adoptar para conservar su independencia.
—No nos ha revelado lo que sabe.
—Porque aunque está desesperado, no es un imbécil. Te metió unos telegramas en el bolsillo y ni siquiera te diste cuenta. Apoyo la decisión de Renko. Me impresiona su capacidad para adaptarse. Sin embargo —añadió Albov, dirigiéndose a Arkady—, me pregunto si has tenido en cuenta que en cuanto desciendas del avión habrás perdido tu autoridad. En Alemania serás un ciudadano corriente, y ni siquiera eso, un ciudadano soviético. Los alemanes te considerarán un simple refugiado, porque para ellos todos los rusos son unos refugiados. En segundo lugar, aquí perderás tu credibilidad. Dejarás de ser un héroe a los ojos de tus amigos. Nadie se tomará en serio las advertencias, los avisos o la información que hayas dejado aquí, porque también te considerarán un refugiado. Y los refugiados mienten; son capaces de decir cualquier cosa con tal de escaparse. Nada de lo que dicen es cierto. Te aseguro que lamentarás haberte marchado.
—Sólo me marcho para ocuparme de esta investigación —dijo Arkady.
—¿Lo ves? Ya has dicho una mentira. —Albov observaba a Arkady con simpatía y respeto—. Encárgate de prepararlo todo, Rodiónov. Hay muchas cosas que hacer, tramitar los documentos, conseguir los fondos, etcétera, para que mañana pueda tomar el avión. —Luego se dirigió de nuevo hacia Arkady y le preguntó—: ¿Por qué no vuelas con Aeroflot?
—Prefiero Lufthansa.
—Supongo que quieres asegurarte de que los cinturones de seguridad funcionan. Lo comprendo —dijo Albov.
Rodiónov, sintiéndose excluido, retrocedió unos pasos, aguardando que Albov le hiciera alguna señal. Minin y sus hombres se habían congregado en un grupo, al final del camino, mirándoles con aire desconcertado, como si no supieran qué hacer.
—Vete —dijo Albov.
Abrió un paquete de Camel Lights y encendió el cigarrillo de Arkady y el suyo. Luego aplicó la cerilla al envoltorio de celofán, dejando que se quemara y se lo llevara la brisa. A los pocos minutos se giró hacia la verja. A medida que el sol resplandecía con más fuerza, los árboles parecían más altos, más definidos, más verdes, pasando por diversas etapas de luz y sombra. La luz que se filtraba por entre las casetas de los centinelas era blanca, como si ardiera. Simultáneamente, la verja quedó en sombras y presentó un aspecto más oscuro.
Arkady recordó de pronto que Albov le había dicho que podía devolverle el dinero en Múnich.
—¿Vas a ir a Múnich? —le preguntó.
—Algunos de mis mejores amigos residen en Múnich —respondió Albov.