Antes de llegar al centro de la ciudad, Arkady aparcó detrás de un bloque de apartamentos situado junto al estadio Dynamo, donde el farol azul de una comisaría de la milicia parecía anunciar uno de esos bares que permanecen abiertos toda la noche. En la calle, un borracho y su mujer sostenían una acalorada disputa. Él dijo algo y ella le dio una bofetada. Él insistió, y la mujer le propinó otra bofetada. Al final, el hombre se rindió. A pocos metros, otro borracho, bien vestido aunque cubierto de polvo, caminaba describiendo unos círculos como si tuviera un pie clavado en el asfalto.
Dentro de la comisaría, un agente sentado a una mesa ayudaba a reducir a un borracho que, desnudo hasta la cintura y ciego de metanol, trataba de volar, golpeando las paredes con sus brazos cubiertos de tatuajes y dirigiendo a un coro de borrachos que gritaban desde sus celdas. Arkady mostró su tarjeta de identidad, sin molestarse en abrirla. Puede que estuviera vestido con una ropa que le quedaba grande, pero rodeado de esa gentuza parecía un príncipe. Arriba, donde todas las puertas estaban revestidas de tela gris, un tablón mostraba varias fotografías de veteranos de Afganistán. En la sala de Lenin —el lugar de reunión para reforzar la política y levantar la moral— unos milicianos estaban tumbados en la mesa, con unas toallas sobre el rostro.
Utilizando la llave de Jaak, Arkady abrió la puerta de una habitación con el suelo de linóleo y las paredes pintadas de amarillo. Puesto que en la sala «secreta» de las comisarías trabajaban varios detectives a distintas horas, los muebles eran escasos y la decoración austera: dos mesas junto a la ventana, una frente a la otra, cuatro sillas y cuatro cajas fuertes de acero de antes de la guerra. En la pared había un póster de coches, un póster de fútbol y una fotografía de una exposición mundial. En una esquina se hallaba una puerta que comunicaba con un hediondo retrete.
En las mesas había tres teléfonos: una línea externa, un intercomunicador y otro conectado con Petrovka. Los cajones contenían viejas carpetas con los rostros más buscados, descripciones de coches y calendarios de hacía diez años. En torno a las patas de las mesas, el linóleo presentaba numerosas quemaduras de cigarrillos.
Arkady se sentó y encendió un cigarrillo. Siempre había creído que un día Jaak se largaría a Estonia, donde renacería para convertirse en un ferviente nacionalista que defendería heroicamente a la frágil república. Jaak estaba capacitado para llevar otro tipo de vida. La diferencia entre él y Jaak, muerto o vivo, no era tan grande.
En primer lugar llamó a su oficina.
Minin cogió inmediatamente el teléfono:
—Minin al habla.
Arkady colgó.
Una persona ingenua quizá se hubiera preguntado por qué no había ido Minin a la Granja Colectiva del Sendero de Lenin. Arkady sabía por experiencia que existían dos tipos de investigadores: el de los que descubrían información, y el tipo más tradicional, que la ocultaba. Lo segundo era más difícil, puesto que requería que alguien cubriera la escena del crimen mientras otro controlaba la información en la oficina. Como superior de Arkady, Rodiónov tenía que ser la persona que se encargara del caso de la granja colectiva. Minin, el esforzado Minin, recientemente ascendido, se ocuparía de reunir todas las pruebas e informes que revelaran alguna relación entre el general Penyaguín y Rudi Rosen.
Arkady sacó la pequeña lista de números de teléfono que había cogido del bolsillo de Penyaguín. El primero era el de Rodiónov; los otros dos eran unos números de Moscú que él desconocía. Consultó su reloj: eran las dos de la mañana, una hora en que todos los ciudadanos de bien se hallan en sus casas. Descolgó el auricular de la línea externa y marcó uno de los números que no conocía.
—¿Sí? —contestó la voz medio adormilada de un hombre.
—Llamo acerca de Penyaguín —dijo Arkady.
—¿Le ha sucedido algo?
—Está muerto.
—Es una noticia terrible —contestó su interlocutor. Era una voz educada, suave, y estaba completamente despierta—. ¿Han cogido a alguien?
—No.
Al cabo de unos instantes, la voz rectificó:
—Quiero decir, ¿cómo ha muerto?
—Le dispararon un tiro. En la granja.
—¿Con quién hablo? —La voz tenía un timbre culto y elegante, poco habitual en un ruso.
—Ha habido una complicación —dijo Arkady.
—¿Qué clase de complicación?
—Un detective.
—¿Quién habla?
—¿No le interesa saber cómo murió?
Se produjo otra pausa. Arkady supuso que su interlocutor estaba tratando de reconocer su voz. Al fin dijo:
—Sé quién eres.
Y colgó.
Arkady también había reconocido la voz de Max Albov, aunque sólo habían charlado durante una hora. El encuentro se había producido hacía poco, y Penyaguín también había estado presente.
Marcó el segundo número, sintiéndose como un pescador nocturno que arroja el sedal para ver qué consigue pescar.
—¡Hola! —La voz pertenecía a una mujer, totalmente despierta, que gritaba para hacerse oír sobre el sonido del televisor. Ceceaba ligeramente—. ¿Quién es?
—Llamo acerca de Penyaguín.
—¡Un segundo!
Mientras aguardaba, Arkady oyó una voz que parecía americana relatando una aburrida historia salpicada de explosiones y disparos.
—¿Quién habla? —preguntó de pronto una voz masculina.
—Albov —respondió Arkady. No tenía una voz tan culta como el periodista, pero sabía modularla—. Penyaguín ha muerto.
Silencio. Tras una pausa musical, la voz americana empezó a relatar otra historia. Los disparos continuaban, con unas resonancias que indicaban un ambiente de lujo.
—¿Por qué me ha telefoneado?
—Ha habido problemas —contestó Arkady.
—Lo peor que puede hacer es llamarme. Me sorprende en usted. —Era una voz fuerte que denotaba sentido del humor y la confianza de un líder—. No pierda los nervios.
—Estoy preocupado.
Súbitamente oyó el clic de una pelota al ser golpeada por un palo de golf, seguido de unos aplausos y unas entusiastas exclamaciones de «¡Banzai!». Arkady se imaginó una barra pintada con los colores de Marlboro y los rostros satisfechos de los jugadores de golf. Percibió el sonido de la caja registradora y, a lo lejos, el murmullo de las máquinas tragaperras. Incluso podía ver a Boria Gubenko tapando el auricular con la mano y mostrando una expresión preocupada.
—Lo que está hecho está hecho —dijo Boria.
—¿Y el detective?
—Sabes perfectamente que no debemos mantener este tipo de conversación por teléfono —dijo Boria.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Arkady.
Era de noche. La voz americana de la televisión seguía murmurando. Arkady casi podía percibir el resplandor del televisor, un instrumento de noticias internacional que acompañaba a los hombres de negocios a todas partes. Primero los americanos iban a salvar a Rusia. Luego iban a ser los alemanes quienes salvaran a Rusia. Quien ahora estuviera dispuesto a salvar a Rusia podía presentarse con sus palos de golf en el establecimiento de Boria. Boria había dicho que los japoneses eran los últimos en marcharse.
—¿Qué hacemos? —insistió Arkady.
Oyó a alguien golpear otra pelota. Se preguntó si ésta habría rebotado sobre uno de los árboles de cartón, o si habría alcanzado la lona verde que cubría la pared del fondo.
—¿Quién habla? —preguntó Boria, y al cabo de unos segundos colgó.
Dejando a Arkady con… nada. No había grabado la conversación, y aunque lo hubiera hecho, no habría servido para nada. No había oído ninguna confesión, nada sospechoso que no pudiera justificarse aduciendo el sueño, los ruidos del fondo, una interpretación equivocada, las interferencias de la línea. ¿Qué importaba que Penyaguín tuviera sus números de teléfono? Le habían presentado a Albov como un amigo de la milicia, y la milicia protegía a Boria Gubenko. ¿Qué tenía de malo que Albov y Gubenko se conocieran? Ambos eran elementos muy sociables del nuevo Moscú, no unos ermitaños. Arkady no tenía pruebas de nada excepto que el caso Rosen había llevado a Jaak a la granja colectiva, donde lo habían matado y lo habían arrojado en el coche junto con Penyaguín. Por otra parte, Arkady no había resuelto el caso Rosen. No había conseguido atrapar a Kim, y las pocas pruebas de que disponía se hallaban ahora en manos de Minin.
Por otro lado, aunque Jaak estaba muerto, no era un mal detective. Después de examinar el contenido de todos los cajones, Arkady sacó la inmensa llave que había hallado en el bolsillo de Jaak. Todos los detectives secretos disponían de una caja fuerte, donde conservaban los informes de sus trabajos. Arkady intentó abrir las cuatro cajas fuerte, hasta que la última cedió y la puerta de acero se abrió para revelar los tres estantes en los que Jaak guardaba sus documentos privados. En el estante inferior había unas viejas carpetas atadas con una cinta roja, el sótano de la memoria profesional de Jaak. En el estante superior había unos artículos personales: unas fotografías de un niño y un hombre pescando, otras del niño y el hombre jugando con la maqueta de un avión, y una del niño, convertido en un joven vestido con uniforme militar, posando junto a una mujer sonriente que se alisaba el delantal. Estaban en los escalones de una dacha. La luz cubría los ojos de Jaak, y la sombra ocultaba los de su madre. También había una foto de unos soldados en una tienda de campaña, cantando, mientras Jaak tocaba la guitarra. Unos documentos de divorcio, de hacía ocho años, rotos y vueltos a pegar con cinta adhesiva. Una foto de Jaak con Yulia cuando ésta llevaba el pelo negro, borrosa porque estaban subidos en una montaña rusa, también partida por la mitad y pegada de nuevo.
En el estante del medio había un código criminal gris lleno de papeles sueltos: protocolos de investigación, de registro y de interrogatorio; una guía roja de los detectives que habitaban en la región de Moscú; unas balas Makárov de cobre; una foto de Rudi tomada a distancia, otra de Kim tomada por la policía, y las fotos que había tomado Polina del mercado negro y los restos del coche de Rudi. También había un sobre con el membrete de la oficina. Al abrirlo, Arkady halló el vídeo alemán que había entregado a Jaak y un par de fotos correspondientes a la cinta.
Eran unas fotografías de la mujer en la taberna al airé libre. En el dorso de una, Jaak había escrito: «Identificada por una fuente fiable como “Rita”, emigrada a Israel en 1985». Un nombre muy romántico, Rita, una abreviación de margarita. Arkady dedujo que la fuente era Yulia. Si Rita se había casado con un judío y se había largado de Rusia, Yulia la recordaría.
¿Casada con un israelí? La combinación de pelo rubio, jersey negro y una cadena de oro se inscribía en el más clásico estilo alemán, aparte de la boca amplia y roja y unos pómulos típicamente eslavos. ¿Por qué no aparecía en la cinta de Jerusalén en lugar de Múnich? ¿Por qué la había visto Arkady en el coche de Rudi y había sorprendido una mirada suya que demostraba que lo había reconocido a él y al Zhiguli? ¿Por qué la había visto pronunciar en la cinta las palabras «te quiero»?
La segunda fotografía era idéntica a la primera. En el dorso, Jaak había escrito: «Identificada por un recepcionista del Soyuz como la señora de Borís Benz. Alemana. Llegó el 5 del 8 y se marchó el 8 del 8». Hacía dos días.
El hotel Soyuz no era uno de los mejores de Moscú, pero estaba muy cerca del lugar donde él y Jaak la habían visto con Rudi.
De pronto sonó el teléfono de la línea exterior. Al descolgarlo, Arkady oyó la voz de Minin:
—¿Con quién hablo?
Arkady depositó el auricular sobre la mesa y se marchó.
Arkady supuso que ya estarían registrando su apartamento. Se dirigió hacia la orilla sur del río, aparcó y decidió dar un paseo para despejarse.
Moscú estaba muy hermoso de noche. El otro día, cuando estaba en el café con Polina, le había recitado un verso de Ajmátova: «Brindo por nuestra casa en ruinas, por el dolor de mi vida, por nuestra soledad compartida; y brindo también por ti, por unos labios mentirosos que nos han traicionado, por unos ojos fríos y desalmados, y por la cruda realidad: el mundo es un lugar duro y feroz, y Dios no ha sido capaz de salvarnos». Polina, la romántica, había insistido en que se lo recitara de nuevo.
Moscú era la ciudad en ruinas, una ciudad que de noche parecía medio quemada. Sin embargo, a la luz de una farola vio una verja abierta que daba a un patio con unos decorativos limoneros en torno a un león de mármol sobre un pedestal. Otra luz iluminaba la cúpula de una iglesia, azul, tachonada de estrellas. Como si en Moscú todo lo que no fuera repugnante se atreviera a exhibirse sólo de noche.
Su amargura le sorprendió. Estaba dispuesto a tolerar la mezquindad y la corrupción si le permitían desarrollar su trabajo con cierta eficacia, como un cirujano se contentaría con colocar huesos en su sitio en medio de una tremenda catástrofe. Su honestidad se había convertido en un caparazón, una forma de negar y aceptar la confusión y el desgobierno. Sin embargo, eso era una contradicción, se dijo Arkady, una mentira, para ser más precisos. No obstante, si había perdido a Rudi y a Jaak, si ni siquiera había alcanzado a ver a Kim, y probablemente ejercía una influencia nefasta en Polina, ¿en qué consistía su eficacia?
¿Qué pretendía? Lo que pretendía era hallarse lejos de allí. Durante años había procurado ser paciente, pero durante la última semana le parecía que cada segundo era como otro grano de arena que se deslizaba entre sus dedos, desde que había oído la voz de Irina por la radio.
Tal vez debería trasladarse a otra ciudad. ¿Era posible escapar de las ruinas de su antigua vida?
La oficina central de telégrafos en la calle Gorki permanecía abierta las veinticuatro horas del día. A las cuatro de la mañana estaba poblada de vietnamitas y árabes que pretendían enviar un telegrama a casa, y por unos ciudadanos soviéticos desesperados que trataban de comunicarse con sus parientes en París, Tel Aviv o Brighton Beach.
El ambiente sabía a ceniza, y el hedor se pegaba a los dientes. Los hombres y las mujeres se inclinaban sobre los formularios de los telegramas tratando de componer unos mensajes a cinco kopeks por palabra; los grupos familiares colaboraban formando un círculo. De vez en cuando un guardia entraba a echar un vistazo para asegurarse de que nadie se tumbaba en un banco, obligando a los borrachos a permanecer incorporados. Arkady recordó un dicho: un ruso no está borracho mientras disponga de una brizna de hierba a la que agarrarse. Quizá fuera una ley, pensó Arkady.
Al otro lado de un elevado mostrador, los empleados mantenían una actitud de franca hostilidad. Sostenían largas charlas por teléfono, se giraban de espaldas para leer una novela, desaparecían para echar un discreto sueñecito. Su queja, por otra parte comprensible, era que su horario laboral les impedía comprar durante el día. Los relojes sobre el mostrador indicaban la hora: 04.00 en Moscú, 11.00 en Vladivostok, 22.00 en Nueva York.
Arkady se detuvo frente al mostrador y contempló las dos fotografías idénticas, una de una prostituta rusa en Israel, la otra de una turista alemana bien vestida. ¿Cuál de las dos identificaciones era correcta? ¿Ninguna de ellas? ¿Las dos? Jaak probablemente tenía la respuesta.
En el dorso del formulario de un telegrama dibujó el coche de Rudi, las posiciones aproximadas de Kim, Boria Gubenko, los chechenos, Jaak y él mismo. A un lado, para darle un nombre, escribió Rita Benz.
En otro formulario escribió TransKom y añadió el gimnasio Komsomol del distrito de Leningrado, Rudi y Borís Benz.
En un tercer formulario, bajo la Granja Colectiva del Sendero de Lenin: Penyaguín, el asesino de Rudi, quizá los chechenos. Por la sangre, quizá Kim. Seguramente, Rodiónov.
En el cuarto, bajo Múnich: Borís Benz, Rita Benz y una X indicando a la persona que había preguntado a Rudi «¿dónde está la Plaza Roja?».
En el quinto, bajo máquinas tragaperras: Rudi, Kim, TransKom, Benz y Boria Gubenko.
Frau Benz constituía la conexión entre el mercado negro y Múnich, y el contacto entre Rudi y Borís Benz. Si Boria Gubenko también tenía máquinas tragaperras, ¿acaso formaba parte de TransKom? ¿Quién mejor que un antiguo ídolo del fútbol para presentar a Rudi a sus singulares asociados en el gimnasio Komsomol? Y si Boria se hallaba metido en TransKom, por fuerza tenía que conocer a Borís Benz.
Por último, dibujó un diagrama de la granja, mostrando la carretera, los corrales, el establo, el cobertizo, el garaje, la hoguera, el Volvo y el pozo. Añadió las distancias aproximadas y una flecha señalando hacia el norte, luego dibujó un diagrama del establo, incluyendo el cubo cubierto por la gasa empapada en sangre.
De pronto recordó la tienda de animales domésticos situada debajo del apartamento de Kim, las estanterías que contenían unos frascos de sangre de dragón y la sangre hallada en el coche de Rudi. Eso le hizo pensar en Polina. En los teléfonos públicos sólo podían utilizarse monedas de dos kopeks, pero halló una en su bolsillo y la llamó a casa.
Por su voz dedujo que estaba medio dormida, pero al oírle se despabiló de inmediato.
—¿Arkady?
—Jaak ha muerto. Minin se hará cargo de la investigación.
—¿Tienes problemas?
—No soy amigo tuyo. Siempre has puesto en duda mi capacidad de liderazgo. Según tú, la investigación había tomado unos derroteros poco productivos.
—¿Qué pretendes decirme?
—Mantente alejada de mí.
—No puedes obligarme a eso.
—Te lo ruego —murmuró Arkady—. Por favor.
—Vuelve a llamarme —contestó Polina tras una pausa.
—Cuando todo se haya solucionado.
—Cogeré el fax de Rudi y lo pondré bajo mi número de teléfono. Puedes dejarme un recado.
—Ten cuidado —dijo Arkady, y colgó.
Súbitamente la fatiga hizo presa en él. Guardó los formularios en el bolsillo junto a la pistola y asumió una posición semisentada en el extremo de un banco. Tan pronto como cerró los ojos cayó medio dormido. Sintió que se deslizaba por la suave pendiente de una colina en la oscuridad, rodando perezosa y sigilosamente, siguiendo el curso de la gravedad. A los pies de la colina había un lago. Alguien frente a él se arrojó al agua, provocando unos remolinos blancos en la superficie. Arkady cayó al lago sin oponer resistencia, se sumergió y se quedó profundamente dormido.
Dos ojos le observaban desde un rostro con las mejillas fláccidas e hirsutas. Una temblorosa mano le apuntaba con una pistola negra. Tenía los dedos sucios y callosos. Otra mano, cubierta de mugre, sostenía la tarjeta de identidad de Arkady. Al abrir los ojos completamente, vio unos galones de guerra cosidos en una chaqueta llena de manchas. También observó que el hombre, un tullido al que le faltaban las piernas, estaba sentado en un carrito de madera. Junto a las ruedas había unos tacos forrados de goma con los que se propulsaba. Tenía varios dientes de metal y un aliento que apestaba a humo de gasolina. Quizá fuera un coche humano, pensó Arkady.
—Sólo buscaba una botella —dijo el hombre—. No sabía que me había topado con un maldito general. Le pido disculpas.
La pistola era el Nagant. La sostuvo con cuidado y se la devolvió a Arkady junto con su documento de identidad.
Tras vacilar unos instantes, el hombre le preguntó:
—¿Tiene unas monedas sueltas? ¿No?
El hombre agarró los tacos del carrito para alejarse.
Arkady miró el reloj; eran las cinco de la mañana.
—Espere —dijo.
Se le acababa de ocurrir una idea. Dejó la pistola y su tarjeta de identidad en el banco junto a él y sacó el dibujo de la granja. En otro formulario dibujó el interior del cobertizo y todo lo que recordaba haber visto en él: la puerta, la mesa, los vídeos y los ordenadores, las perchas de la ropa, la fotocopiadora, los juegos de dominó, el Grozni sobre la mesa y la alfombrilla persa para las oraciones. Luego añadió una flecha dirigida hacia el norte. De pronto recordó que la alfombrilla parecía nueva, sin huellas de que nadie hubiera apoyado en ella las rodillas o la frente, y estaba orientada hacia el este-oeste. Pero desde Moscú, La Meca quedaba al sur.
—¿Puede darme una moneda de dos kopeks a cambio de un rublo? —preguntó Arkady al hombre.
El mendigo sacó un monedero del interior de su camisa y le entregó una moneda.
—Va a convertirme en un hombre de negocios.
—En un banquero.
Utilizó el mismo teléfono con el que había llamado antes a Polina. Por primera vez sintió que la suerte le sonreía. Rodiónov no estaba acostumbrado a sentirse desconcertado y a oscuras, pero Arkady sí.