Los otros clientes en el bar de Ensueño de la estación de Kazan portaban maletas, bolsas de lona y de plástico y cajas de cartón, de modo que Arkady no se sintió fuera de lugar sosteniendo la radio de Jaak. La madre de Yulia era una robusta campesina vestida con la ropa usada que le enviaba su elegante y esbelta hija: un abrigo de conejo, una falda de algodón y unas medias transparentes. Mientras ingería unas salchichas y un vaso de cerveza, Arkady pidió un té. Jaak se había retrasado media hora.
—Yulia no ha podido venir a recoger a su madre. Ni siquiera ha enviado a Jaak, sino a un extraño —dijo la mujer, estudiando a Arkady. Su chaqueta olía a humedad y tenía el bolsillo deformado debido a la pistola que llevaba en él—. No tiene aspecto de sueco.
—Es usted muy observadora.
—Yulia necesita mi autorización para marcharse. Es el único motivo por el que estoy aquí. Pero la princesa es demasiado fina para acudir a recogerme a la estación. ¿Vamos a tener que esperar mucho?
—Le pediré otra salchicha.
—Muy generoso por su parte.
Después de esperar otra media hora, abandonaron la estación y Arkady condujo a la madre de Yulia a la parada de taxis. Las nubes ocultaban las luces de las otras dos estaciones situadas al otro lado de la plaza Komsomol. Los taxis se detenían al acercarse a la parada, echaban un vistazo a la gente que hacía cola y se alejaban.
—Será mejor que coja un tranvía —dijo Arkady.
—Yulia me dijo que en caso de emergencia utilizara esto —dijo la mujer. Al agitar un paquete de Rothmans, un coche particular se detuvo frente a ellos. La mujer se sentó junto al conductor, bajó la ventanilla y dijo a Arkady—. Se lo advierto, no pienso regresar a casa con un abrigo de conejo. Quizá no regrese a casa.
Arkady regresó al bar de Ensueño. Le extrañó que Jaak no hubiera llegado todavía, porque solía ser muy puntual.
La estación de Kazan era «la puerta del Este». La sala de información tenía las paredes cubiertas de folletos turísticos y el techo en forma de cúpula. Un busto en bronce de Lenin, de pie, con la mano derecha alzada, guardaba un curioso parecido con Gandhi. Una muchacha tadzhik llevaba un pañuelo de brillantes colores sobre sus trenzas, unos pendientes de oro, unos pantalones anchos y multicolores y una gabardina. Todos los porteadores eran tártaros. Arkady reconoció a unos mafiosos de Kazán vestidos con cazadoras de cuero negras que observaban a las prostitutas, unas jóvenes rusas de cutis macilento vestidas con unos tejanos. En una tienda situada en un rincón sonaba la lambada en una casete. Arkady se sentía como un imbécil portando la radio de un lado a otro. Había ido a su apartamento una hora antes para recogerla y devolvérsela a su dueño, aunque a regañadientes, como si fuera la única radio en Moscú que podía recibir Radio Liberty. No tenía más remedio que comprarse una.
Unas patrullas militares se paseaban por los andenes, buscando a desertores. En la cabina de una locomotora, Arkady vio a dos ingenieros, una mujer y un hombre. El hombre, un tipo musculoso desnudo hasta la cintura, estaba sentado frente a los mandos; la mujer llevaba un jersey y un mono. Arkady no alcanzaba a ver sus rostros, pero imaginaba la vida que debían llevar, contemplando el país a través de la ventanilla, comiendo y durmiendo detrás de la gigantesca máquina diesel.
Al cabo de un rato regresó al bar de Ensueño a través de una sala de espera tan atestada que parecía un manicomio o una cárcel. Los pasajeros contemplaban las silenciosas imágenes de unos bailarines folclóricos en el televisor. Los milicianos despertaban a empujones a unos borrachos que dormían tumbados en el suelo. Unas familias de Uzbek estaban acostadas sobre unos sacos que contenían todas sus pertenencias. Junto al bar, dos jóvenes uzbekos cubiertos con unos gorros de lana jugaban con una máquina tragaperras. Por cinco kopeks manipulaban una palanca que controlaba a una mano robot en una caja de cristal. El fondo de la caja estaba cubierto de arena, y sobre esta playa en miniatura había unos premios que, con suerte, caían en una bandeja deslizante: un tubo de pasta dentífrica del tamaño de un cigarrillo, un cepillo de dientes con una hilera de cerdas, una hoja de afeitar, un chicle y una pastilla de jabón, los cuales se resistían a ser atrapados por la mano mecánica. Al acercarse y observar las amarillentas cerdas del cepillo, el marchito envoltorio del chicle y el repugnante aspecto del jabón, Arkady dedujo que llevaban allí varios años. Pero los chicos se estaban divirtiendo de lo lindo.
Al cabo de una hora y media se marchó, porque era evidente que Jaak no iba a presentarse.
La Granja Colectiva de Lenin se hallaba al norte de la ciudad, siguiendo la autopista de Leningrado. Unas mujeres cubiertas con unas bufandas para protegerse de la lluvia ofrecían unos ramos de flores y unos cubos con patatas a los automóviles y camiones que circulaban por la carretera.
Arkady abandonó la autopista y enfiló un camino de tierra que atravesaba una aldea de cabañas de madera oscura con los aleros pintados, unas casas más modernas, unos jardines con girasoles y unos huertos plantados con tomates. Unas vacas negras y blancas se paseaban por la carretera y los jardines. Al final de la aldea, la carretera se dividía en dos caminos. Arkady eligió el más accidentado.
La campiña alrededor de Moscú consistía en unos sembrados de patatas, que eran recolectadas a mano. Los estudiantes y los soldados, obligados a participar en la recolecta, caminaban detrás de los campesinos mientras éstos llenaban los sacos. De vez en cuando los carroñeros robaban algunas patatas en los campos. Pero Arkady no vio a nadie, sólo la neblina, la tierra arada y un resplandor a lo lejos. Siguió avanzando hasta llegar a una hoguera hecha con cajas de cartón, trozos de lona y panochas de maíz. Los campesinos tenían la sucia costumbre de mezclar la basura con carbón fósil para quemarla, aunque no solían hacerlo por la tarde, y menos cuando llovía. Alrededor de la hoguera había corrales, camiones, tractores, depósitos de agua y gasolina, un establo, un garaje y un cobertizo. Las granjas colectivas eran pequeñas, y los obreros participaban de las ganancias según el número de horas que trabajaban. Arkady hizo sonar el claxon, pero nadie respondió.
Al apearse del coche pisó un charco de agua que manaba de un pozo. El penetrante olor a cal disimulaba el hedor de los corrales. En la superficie del pozo flotaban desechos y huesos de animales. La hoguera era casi tan alta como Arkady. En algunas partes el carbón había quedado reducido a brasas, y en otras las llamas ardían con fuerza y devoraban periódicos, patatas podridas y demás desperdicios. Una lata se deslizó rodando desde lo alto de la pira y aterrizó junto a unos zapatos de hombre. Arkady cogió uno de los zapatos y lo soltó inmediatamente porque estaba ardiendo.
El resplandor de la hoguera iluminaba todo el jardín. Los tractores eran unos viejos modelos con los discos del rastrillo oxidados, pero los dos camiones eran nuevos. Uno de ellos era el que habían visto en el mercado negro, y del que Jaak había comprado la radio. Los accesorios del tractor —las segadoras, las prensas y los arados— estaban dispuestos junto al cobertizo; a su alrededor crecían unos dondiegos cuyos tallos se enredaban entre los dientes y las púas de los aparatos. En los corrales reinaba un silencio absoluto; no se oía el gruñido de un cerdo ni el balido nervioso de una cabra.
El garaje estaba abierto. Los interruptores no funcionaban pero el resplandor del fuego bastaba para que Arkady viera un Moskvich blanco de cuatro puertas, con matrícula de Moscú, entre unas latas de aceite y un gato. Las puertas estaban cerradas.
El establo era de cemento, con unas caballerizas vacías a un lado. El otro lado era un matadero. De un gancho en la pared colgaba un cerdo boca abajo, cubierto de moscas. Debajo de éste había un cubo cubierto con una gasa empapada en sangre. Junto al cubo había un pala larga para remover la grasa. El suelo era de cemento, con unos surcos por los que se deslizaba la sangre que conducían a un desagüe central. En un extremo había unos tajos, unas máquinas para picar carne y unos enormes cuencos de sebo colgados de unos ganchos ante una chimenea. Sobre los tajos había unos frascos de perfume con unas etiquetas que decía «Bilis de oso negro - Calidad superior», y una etiqueta en chino en la parte posterior. Había también unos frascos de «Almizcle» y «Cuerno en polvo», en cuyas etiquetas se aseguraba que procedían de Sumatra. Al parecer, el cuerno de rinoceronte estaba dotado de mágicos poderes de rejuvenecimiento.
Las puertas del cobertizo estaban entreabiertas, con la cerradura forzada. Al penetrar en él, Arkady vio unas cajas de aparatos de vídeo, compact-disc, ordenadores personales, discos duros y vídeo-juegos apilados hasta el techo. De unas perchas colgaban unos chándales y diversas prendas de safari, y sobre unas losas de mármol italiano había una fotocopiadora japonesa. Parecía el depósito de una aduana, excepto que estaba situado en medio de un campo de patatas. Todo parecía indicar que la Granja Colectiva de Lenin no había funcionado como una granja desde hacía varios años. En el suelo había una alfombrilla oriental para oraciones; sobre una mesa de cartas se veían unos juegos de dominó y un periódico. Los titulares del periódico estaban en árabe, pero la cabecera estaba escrita medio en ruso y decía Grozni Pravda.
Arkady se encaminó hacia la hoguera. En medio de ésta ardían unas virutas de madera, unas briznas de heno húmedo y unos trapos impregnados de pintura. Cogió un mango de azadón que se quemaba en la pira y atizó las llamas, pero sólo vio los restos de unas cajas con nombres de marcas como Nike, Sony y Levis que amenazaban con desplomarse sobre él.
Al retroceder, observó que los reflejos del fuego revelaban unas huellas que pasaban por entre el matadero y el cobertizo y llegaban a un prado en el que había dos bermas, unos muros bajos de ladrillo que al parecer no servían para nada. En el extremo de uno de ellos, unos escalones de cemento conducían a una compuerta metálica cerrada con una barra y un grueso candado.
La segunda berma tenía una compuerta similar, pero sin la barra. Arkady la abrió y penetró en un estrecho espacio. El encendedor sólo emitía un débil resplandor, pero vio que se hallaba en un bunker de guerra. En torno a Moscú se habían construido varios búnkers, unas cápsulas de hormigón enterrado y reforzado como éste, que más tarde quedaron abandonados al no producirse el holocausto. Junto a la compuerta había unos sofisticados monitores de ventilación y calefacción. Sobre una mesa alargada se veía una docena de teléfonos; dos de ellos eran teléfonos de radiofrecuencia, artefactos del pasado. Había incluso un sistema Iskra de alta velocidad, el teléfono y el código del módem intacto. Arkady descolgó el auricular y recibió una descarga estática, pero le asombró que la línea todavía funcionara.
Al cabo de unos minutos regresó al jardín. El agua impedía identificar las huellas de los neumáticos. Dio una vuelta por la periferia del recinto, pero no pudo hallar otras huellas excepto las que conducían a la carretera. Dado que los neumáticos del camión y el tractor no estaban cubiertos de cal, Arkady dedujo que la inundación se había producido recientemente. Tan sólo el jardín estaba encharcado.
El resplandor de la hoguera daba al agua una tonalidad dorada, aunque a la luz del día probablemente parecería leche aguada. Arkady calculó que el pozo debía medir unos cinco metros cuadrados. Al hundir el mango del azadón, comprobó que tenía una profundidad de dos metros como mínimo. De pronto apareció en la superficie un objeto que parecía los desechos de una salchicha. Al acercarse, Arkady distinguió las orejas y el morro de un cerdo, aunque el resto de las facciones habían quedado destruidas por la corrosiva cal. Después de girar por la superficie unos instantes, se sumergió de nuevo. En la superficie del agua flotaban plumas y pelos. El pozo despedía un hedor más intenso y profundo que el de la mera podredumbre.
Arkady hundió el azadón en el centro del pozo y tocó un objeto de metal y vidrio. Mientras se trasladaba de un lado al otro del pozo, palpó la silueta de un coche bajo la superficie. De pronto sintió que respiraba de forma trabajosa, no sólo debido al hedor sino porque le pareció oír a Jaak dentro del Volvo de Yulia, golpeando el techo y gritando. El sonido era tan real que parecía brotar del pozo.
Arkady se quitó la chaqueta y los zapatos y se sumergió en el pozo. Cerró los ojos para evitar el contacto con la cal y comenzó a palpar el lado derecho del coche hasta hallar una manecilla, pero la presión del agua le impedía abrir la portezuela del vehículo. Subió a la superficie, aspiró una bocanada de aire y volvió a sumergirse. Trató de acercarse a la puerta, pero una serie de objetos se interponían en su camino. La segunda vez que sacó la cabeza para respirar, comprobó que la superficie del pozo estaba cubierta con las golosinas que habían ascendido desde el fondo. El olor a muerte era abrumador.
La tercera vez que se sumergió, apoyó las piernas contra el coche y consiguió abrir la portezuela unos centímetros. Era suficiente. A medida que el agua penetraba en el vehículo, la presión comenzó a ceder. Cuando la portezuela se abrió del todo, el agua penetró en el coche como un torrente, arrastrando a Arkady. Nado hasta alcanzar el asiento delantero, y luego se trasladó al asiento posterior, donde halló a Jaak flotando.
Arkady se acercó nadando al borde del pozo arrastrando el cuerpo de Jaak, lo sacó del agua y lo tendió en el suelo del jardín. El detective no tenía mal aspecto —empapado, con los ojos abiertos y el pelo apelmazado como el de un cordero—, pero estaba frío e inerte, sin pulso en la muñeca ni en el cuello, y sus pupilas parecían de cristal. Arkady intentó reanimarle, aplicándole el boca a boca, levantándole los brazos y golpeándole en el pecho, hasta que una gota de lluvia estalló en el centro de uno de los ojos del detective y éste ni siquiera parpadeó. Al palparle la cabeza, descubrió una pequeña herida en la parte posterior del cráneo. No presentaba ningún orificio de salida. La bala era de pequeño calibre, y probablemente había quedado alojada en el cerebro.
El cerdo apareció de nuevo en la superficie del pozo. No, esta cabeza era más pequeña, con las orejas más cortas, seguida por los brazos y las piernas en forma de X. Arkady comprendió que había tenido problemas al salir del coche debido a que había dos cuerpos, no uno, en el asiento trasero. ¡Ese pozo estaba lleno de cadáveres! Sacó el cuerpo con el azadón y lo colocó junto a Jaak. Era un anciano, ni coreano ni chechén, cuyas facciones, sucias y contraídas, le resultaban familiares. Le habían matado de la misma forma que a Jaak, de un tiro en la parte posterior del cráneo. En la manga izquierda llevaba una banda negra. Era Penyaguín.
¿Qué hacía el jefe del departamento de investigación criminal con Jaak? ¿Por qué había ido Penyaguín a la Granja Colectiva del Sendero de Lenin? Si se trataba de un soborno, ¿desde cuándo los generales lo cobraban personalmente? Arkady resistió la tentación de arrojarlo de nuevo al pozo.
Desabrochó la chaqueta de Penyaguín y le quitó el pasaporte interno, el pase del ministerio y la tarjeta del Partido. En el estuche de vinilo que contenía la tarjeta, había una breve lista de números telefónicos, aplastada contra la húmeda mejilla de Lenin.
Utilizando las llaves de coche que halló en el bolsillo de Penyaguín abrió la puerta del Moskvich que estaba en el garaje. Debajo del salpicadero había una cartera que contenía unas carpetas de cartón atadas con unas cintas llenas de documentos oficiales soviéticos —directrices del ministerio, informes y «análisis correctos»—, dos naranjas y un jamón envuelto en un ejemplar del nuevo prontuario editado por Tass, Sólo para uso oficial.
Arkady cerró la cartera y el coche, limpió sus huellas de la portezuela, metió las llaves de nuevo en el bolsillo del pantalón de Penyaguín y pidió ayuda a través de la radio de su coche. Luego volvió junto a Jaak y sacó las llaves que llevaba en el bolsillo. Dos eran de su casa, y una tercera, más grande, parecía corresponder a la puerta de un castillo. Las llaves del Volvo probablemente estaban todavía en el coche. Quien había arrojado el Volvo al pozo debía haber puesto el coche en «Drive».
Observó a Jaak durante unos instantes. ¿Merecía la pena? Su cuerpo olía que apestaba. Estaba frente a la hoguera, que seguía ardiendo a pesar de la lluvia. Entonces recordó las palabras de Rudi: «Legal en cualquier otro lugar del mundo». Kim les había tendido una trampa. Jaak había estado a punto de descubrir el pastel. ¿Para qué? Las cosas no estaban mejor sino peor. Una caja de cartón ardiendo cayó de lo alto de la pirámide, se abrió y escupió un montón de porquerías rusas. «Algunas cosas no cambian nunca». Eso también lo había dicho Rudi.
Arkady cogió un cubo y dejó que el agua cayera sobre su cabeza, su pecho y su espalda. Mientras aguardaba una respuesta a la llamada que había hecho por radio, había encendido un fuego en la chimenea del matadero, con cartones y carbón. El jardín parecía un circo iluminado con las luces de un camión generador, unos reflectores, una furgoneta de reparaciones, un coche de bomberos y dos furgonetas forenses, todo ello animado por las siluetas de las tropas del ministerio que corrían de un lado a otro vestidos con uniforme de combate. Arkady se hallaba en el matadero con Rodiónov, el fiscal municipal, que permanecía en la sombra junto a la puerta. El fuego que ardía en la chimenea daba un aspecto siniestro al cerdo que colgaba de un gancho. Alrededor de los pies de Arkady se había formado un charco que se iba extendiendo y deslizando por los surcos del suelo.
—Es evidente que Kim y los chechenos trabajan juntos —dijo Rodiónov—. Deduzco que secuestraron al pobre Penyaguín y lo trajeron aquí, antes o después de matarlo, y luego asesinaron al detective. ¿Estás de acuerdo?
—Comprendo que Kim asesinara a Jaak —contestó Arkady—. ¿Pero por qué iban a molestarse en asesinar al jefe del departamento de investigación criminal?
—Tú mismo has respondido a tu pregunta. Naturalmente, querían quitar de en medio a alguien tan peligroso como Penyaguín.
—¿Que Penyaguín era peligroso?
—Un poco de respeto, por favor —dijo Rodiónov, mirando hacia la puerta.
Arkady cogió una toalla que yacía sobre el tajo, encima de las ropas que le habían traído de la oficina del fiscal. Junto a ellas estaban sus zapatos y su chaqueta. Por lo que él respectaba, podían quemar todas sus ropas.
—¿Por qué han venido las tropas del ministerio? ¿Dónde está la milicia?
—Recuerda que estamos en las afueras de Moscú —respondió Rodiónov—. Utilizamos a los hombres que había disponibles.
—Debo reconocer que se han presentado inmediatamente. Parecen listos para ir a la guerra. ¿Hay algo que no sé?
—No —contestó Rodiónov.
—Quisiera añadir esto a la investigación sobre Rosen.
—Ni hablar. El asesinato de Penyaguín constituye un ataque contra la estructura de la justicia. No puedes decir al comité central que hemos añadido a Penyaguín a la investigación sobre un miserable especulador. Esta misma mañana Penyaguín y yo estuvimos juntos en un funeral. No puedes imaginar la impresión que me ha producido su muerte.
—Os vi en el cementerio.
—¿Qué hacías allí?
—Enterramos a mi padre.
—Ah —gruñó Rodiónov, como si esperara una excusa más imaginativa—. Mi más sentido pésame.
Arkady dirigió la vista hacia el jardín. Se hallaba tan lleno de luces incandescentes que parecía que estuviera ardiendo. Cuando sacaron el Volvo del pozo, de sus puertas brotaron unos relucientes surtidores.
—Incluiré la investigación de Rosen en la investigación sobre Penyaguín —dijo Arkady mientras se ponía unos pantalones secos.
Rodiónov suspiró, como si le hubieran obligado a tomar una difícil decisión.
—Quiero una persona que se ocupe única y exclusivamente de Penyaguín. Alguien nuevo, más objetivo —dijo.
—¿A quién vas a asignar el caso? Tendrá que estar plenamente informado sobre el asesinato de Rudi.
—No necesariamente.
—¿Prefieres que se ocupe alguien que no está al tanto del asunto?
—Lo hago por tu bien —contestó Rodiónov, mirando a Arkady para demostrarle su solidaridad—. La gente dirá que si Renko hubiera dado con el paradero de Kim, Penyaguín aún estaría vivo. Te culparán por las trágicas muertes de tu detective y el general.
—No tenemos pruebas de que Penyaguín fuera secuestrado. Lo único que sabemos es que está aquí.
Rodiónov lo miró con aire de reproche.
—Este tipo de calumnias y especulaciones sobran. Estás demasiado involucrado en este caso.
La camisa parecía una vela con mangas. Arkady se la abrochó y se puso los zapatos sin calcetines.
—Aún no me has dicho a quién vas a asignar la investigación.
—A un hombre joven, alguien que pueda aportar mayor vitalidad a este caso. De hecho se trata de alguien que conoce perfectamente el historial de Rosen. No habrá ningún problema de coordinación.
—¿Quién es?
—Minin.
—¿Minin? ¿El pequeño Minin?
—Ya he hablado con él —contestó Rodiónov con firmeza—. Vamos a ascenderle para que tenga la misma autoridad que tú. Creo que cometimos un error al traerte de nuevo a Moscú, al darte tanto bombo y dejar que camparas a tus anchas por la ciudad. Si no tienes cuidado, acabarás hundiéndote. Además de aportar una mayor vitalidad al caso, Minin le dará también un sentido más claro de la orientación que debe tomar.
—Si se lo ordenaras, sería capaz de matar a ese cubo. ¿Está aquí?
—Le pedí que no viniera hasta que te hubieras marchado. Envíale un informe.
—Quizá se produzca un vacío entre una investigación y otra.
—No.
Cuando se disponía a coger su chaqueta, Arkady se giró hacia Rodiónov.
—¿Qué tratas de decirme?
Rodiónov se aproximó a Arkady y contestó:
—Esto es una crisis que requiere una acción enérgica. El asesinato de Penyaguín no representa tan sólo la pérdida de un hombre sino que constituye un ataque contra el Estado. Todo lo que hagamos, nuestra oficina y la milicia, debe ir dirigido a un objetivo: hallar y arrestar a los elementos responsables. Todos tenemos que sacrificarnos.
—¿En qué consiste mi sacrificio?
El fiscal lo miró con simpatía. El Partido creaba grandes actores, pensó Arkady.
—Minin se ocupará también de la investigación de Rosen —dijo Rodiónov—. Formará parte de este caso, tal como tú querías. Quiero que mañana entregues a Minin todos los expedientes y pruebas sobre el caso Rosen, junto con un informe de lo sucedido esta noche, por supuesto.
—Este caso me pertenece.
—No hay nada más que hablar. Tu detective ha muerto. Minin se ocupará del caso. No tienes un equipo y no tienes una investigación. Creo que te hemos exigido demasiado. Debes de tener los nervios muy alterados después de asistir al funeral de tu padre.
—Todavía los tengo alterados.
—Tómate un descanso —le recomendó Rodiónov. Al entregarle la chaqueta, uno de los bolsillos chocó contra el tajo y sonó un ruido seco.
—¡Dios mío, si es una antigüedad! —dijo Rodiónov cuando Arkady sacó el Nagant.
—Una reliquia.
—No me apuntes con él —dijo el fiscal, retrocediendo.
—No te estaba apuntando.
—No me amenaces.
—No te amenazo. ¿Penyaguín y tú fuisteis al cementerio para asistir al entierro de…? —Arkady se dio un golpecito en la cabeza con la pistola como si tratara de recordar.
—Asoián. Penyaguín ocupó el puesto de Asoián —contestó el fiscal, dirigiéndose a la puerta.
—No llegué a conocer a Asoián. A propósito, ¿de qué murió?
Pero el fiscal había huido hacia el jardín.