—No lo sé —dijo Jaak—. Tú la viste mejor que yo. Yo iba conduciendo.
Arkady corrió las cortinas y el despacho quedó iluminado únicamente por el resplandor de la taberna al aire libre. En el monitor aparecía la imagen de un hombre sosteniendo una jarra de cerveza, detenida por el botón de «Pausa» del VCR.
—La mujer que estaba en el coche de Rudi nos miró.
—Te miró a ti —precisó Jaak—. Yo tenía los ojos fijos en la carretera. Dices que se trata de la misma mujer, y me lo creo.
—Necesitamos unas fotos de la cinta. ¿Qué te ocurre?
—Necesitamos a Kim o a los chechenos; ellos mataron a Rudi. Rudi te dijo que querían matarlo. Si se trata de una alemana, si metemos en esto a unos extranjeros, tendremos que ampliar el círculo e incluir al KGB. Ya sabes cómo son: nosotros los alimentamos y ellos se cagan en nosotros. A propósito, ¿se lo has comunicado?
—Todavía no. Cuando tengamos más pruebas. —Arkady apagó el monitor.
—¿Por ejemplo?
—Un nombre. Una dirección en Alemania.
—¿Vas a dejarlos fuera de la investigación?
Arkady entregó la cinta a Jaak.
—No quiero molestarlos hasta que tenga algo definitivo. Quizá la mujer esté todavía aquí.
—Tienes unas pelotas de acero —dijo Jaak—. Seguro que suenan cuando caminas.
—Como un gato con campanillas —repuso Arkady.
—De todos modos, esos cabrones dirían que lo habían resuelto ellos —dijo Jaak, cogiendo de mala gana la cinta. Luego agitó las llaves del coche y sonrió—. Le he pedido prestado el coche a Yulia. El Volvo, por supuesto. Después de hacer este recado, iré a la Granja Colectiva del Sendero de Lenin. ¿Te acuerdas de los tipos del camión que me vendieron la radio? Es posible que vieran algo cuando mataron a Rudi.
—Te traeré la radio —le prometió Arkady.
—Llévala a la estación de Kazan. Voy a reunirme con la madre de Yulia en el bar de Ensueño a las cuatro.
—¿Yulia no irá?
—Odia la estación de Kazan, pero me ha prestado el coche para que recoja a su madre, que llega en tren. A menos que quieras quedarte con la radio.
—No.
Una vez a solas, Arkady abrió el armario y guardó la cinta original de Múnich en la caja fuerte. Había ido temprano a la oficina para hacer un duplicado. ¿Quién había dicho que era paranoico?
Arkady abrió la ventana. La lluvia había cesado, dejando unas manchas húmedas alrededor de las ventanas que daban al patio. En el horizonte se alzaban unas chimeneas como si fueran espadas. Un tiempo perfecto para un funeral.
El funcionario del Ministerio de Comercio Extranjero dijo:
—Un negocio mixto requiere una asociación entre una entidad soviética —una cooperativa o una fábrica— y una empresa extranjera. Es preferible que esté patrocinada por una organización política soviética…
—¿O sea por el Partido?
—Sí, aunque no es imprescindible.
—¿Esto es capitalismo?
—No, esto no es capitalismo puro; es un estadio intermedio.
—¿Un negocio mixto puede obtener rublos? —No.
—¿Y dólares?
—Tampoco.
—Es un estadio muy intermedio…
—Puede sacar petróleo. O vodka.
—¿No tenemos demasiado vodka?
—Para venderlo en el extranjero.
—¿Todos los negocios mixtos deben ser autorizados por usted? —preguntó Arkady.
—Teóricamente sí, aunque hay excepciones. En Georgia y en Armenia se las arreglan solos; por eso no exportan nada a Moscú —dijo el funcionario riendo—. ¡Que se jodan!
Desde su despacho situado en la décima planta se divisaban unos nubarrones que se trasladaban hacia el oeste. Sin embargo, las chimeneas de las fábricas no arrojaban humo, probablemente porque todavía no habían llegado las piezas de recambio de Sverdlovsk, Riga y Minsk.
—¿A qué se dedica TransKom?
—A la importación de material deportivo. Está patrocinado por el komsomol del distrito de Leningrado. Guantes de boxeo y artículos similares.
—Como máquinas tragaperras…
—Eso parece.
—¿A cambio de qué?
—Personal.
—¿Gente?
—Supongo.
—¿Me puede decir qué tipo de gente? ¿Boxeadores olímpicos, físicos nucleares?
—Guías turísticos.
—¿Qué lugares recorren?
—Alemania.
—¿Alemania necesita guías turísticos soviéticos?
—Eso parece.
Arkady estaba asombrado ante la credulidad de aquel tipo. Era capaz de creer que Lenin dejaba unas monedas debajo de la almohada a cambio de dientes.
—¿Hay algún funcionario en TransKom?
—Dos. —El hombre leyó un expediente que había sobre su mesa—. Hay muchos cargos, pero todos están ocupados por dos personas, Rudik Avrámovich Rosen, ciudadano soviético, y Borís Benz, residente en Múnich, Alemania. La razón social de TransKom coincide con el domicilio de Rosen. Quizás haya inversores, pero no figuran en la lista. Disculpe —dijo el funcionario, tapando el expediente con el Pravda.
—¿El ministerio no dispone de los nombres de los guías?
El hombre dobló el periódico en dos y luego en cuatro.
—No. La gente acude aquí para registrar una empresa destinada a la importación de penicilina y luego resulta que se dedican a importar zapatillas de baloncesto o a construir hoteles. Cuando se establezca el mercado libre, esto será jauja.
—¿Qué hará cuando se instaure plenamente el capitalismo?
—Me buscaré otro trabajo.
—¿Es usted imaginativo?
—Oh, sí —contestó el hombre. Sacó una pelota de cuerda del cajón, partió un trozo con los dientes y lo guardó en el bolsillo, junto con el Pravda. —Le acompaño. Voy a comer.
Los burócratas subsistían a base de mantequilla, pan y salchichas que cogían en las cafeterías para llevarse a casa. El funcionario del ministerio llevaba una amplia chaqueta cuyos bolsillos, manchados de grasa, le colgaban hasta las rodillas.
El cementerio de Vagankovskoye estaba cuidado con mimo pero ofrecía un aspecto deplorable. Una gruesa capa de hojas húmedas yacía alrededor de los tilos, los abedules y los robles; el paseo estaba cubierto de dientes de león, y todo el recinto presentaba un aspecto deteriorado. Muchas de las lápidas eran unos bustos de los defensores del Partido, construidos con granito y mármol negro: compositores, científicos y escritores del realismo socialista, los cuales exhibían frentes amplias y miradas severas. Otras almas más tímidas estaban representadas por unas fotografías dispuestas alrededor de la lápida. Las tumbas estaban rodeadas por unas verjas de hierro, de forma que los rostros de las lápidas parecían mirar a través de una jaula. Aunque no todos. La primera tumba pertenecía al cantante y actor Visotski y estaba cubierta por un inmenso ramo de margaritas y rosas recién mojadas por la lluvia, en torno a las cuales zumbaban unos abejorros.
Arkady se reunió con el cortejo fúnebre de su padre en medio del camino central. Unos cadetes portaban una estrella de rosas rojas y un cojín cubierto con medallas, seguidos por un porteador que empujaba una carretilla y un féretro, una docena de viejos generales vestidos con uniformes verde oscuro y guantes blancos, dos músicos con unas trompetas y otros dos que sostenían unos desvencijados trombones, tocando una marcha fúnebre perteneciente a una sonata de Chopin.
Belov estaba situado al final del cortejo, vestido de paisano. Sus ojos se iluminaron al ver a Arkady.
—Sabía que vendrías —dijo, estrechando solemnemente la mano de Arkady—. No podías dejar de presentarte, hubiera sido una vergüenza. ¿Has leído el Pravda de esta mañana?
—Un tipo lo utilizó para envolver el bocadillo.
—Supuse que querrías conservar esto —dijo Belov, entregándole un artículo meticulosamente cortado del periódico con una regla.
Arkady se detuvo para leer la nota necrológica. «El general del Ejército Kiril Ilich Renko, un destacado comandante soviético…». Era un artículo muy largo y Arkady se saltó algunos párrafos. «… Después de asistir a la academia militar M. V. Frunze. La participación de K. I. Renko en la Gran Guerra Patriótica constituye una de las más gloriosas páginas de su biografía. Comandante de un batallón de tanques, fue derrotado por la primera oleada de la invasión fascista, pero se unió a las fuerzas partisanas y organizó varios ataques a la retaguardia enemiga… luchó valerosamente en las batallas de Moscú, Stalingrado, en la campaña en las estepas y en diversas operaciones en torno a Berlín… Después de la guerra se le encomendó la tarea de estabilizar la situación en Ucrania, y más tarde fue nombrado comandante en jefe del distrito militar de los Urales». Dicho de otro modo: el general había sido responsable de una ejecución tan sangrienta de nacionalistas ucranianos que había tenido que exiliarse en los Urales. «… Había recibido en dos ocasiones el título de Héroe de la Unión Soviética y cuatro Ordenes de Lenin, la Orden de la Revolución de Octubre, tres Órdenes de la Bandeja Roja, dos Órdenes de Suvorov (Primera Clase), dos Órdenes de Kutuzov (Primera Clase)…» Belov llevaba prendida en la chaqueta una placa con los galones desteñidos. Su pelo canoso comenzaba a clarear y la barba le cubría el cuello.
—Gracias —dijo Arkady, guardando la nota necrológica en el bolsillo.
—¿Has leído la carta? —le preguntó Belov.
—Todavía no.
—Tu padre dijo que te lo explicaba todo en ella.
—Debe de ser una carta muy larga —dijo Arkady. En realidad, una carta no sería suficiente; hubiera necesitado escribir un pesado volumen encuadernado en piel negra.
Los generales marchaban formando unas filas cerradas. Arkady no tenía deseos de charlar con ellos.
—Borís Serguéievich, ¿recuerdas a un chechén llamado Majmud Jasbulátov?
—Jasbulátov? —repitió Belov.
—Lo interesante es que Majmud alega que ha servido en tres ejércitos distintos: el blanco, el rojo y el alemán. Según su expediente, tiene ochenta años. En 1920, durante la Guerra Civil, debía tener diez años.
—Es posible. Había muchos niños en ambos bandos, el blanco y el rojo. Fueron unos tiempos terribles.
—Supongamos que por la época de Hitler, Majmud estaba en el Ejército Rojo.
—Todos se habían incorporado a uno u otro Ejército.
—Me gustaría saber si en febrero de 1944 mi padre se hallaría en el distrito militar de los chechenos.
—No, estábamos destinados en Varsovia. La operación de los chechenos fue llevada a cabo por oficiales de rango inferior.
—¿No era digna de un Héroe de la Unión Soviética?
—Exacto —respondió Belov.
Algunas personas, pensó Arkady, cuando se jubilan lo hacen total y absolutamente. Belov acababa de abandonar la oficina del fiscal; y cuando Arkady le preguntó sobre el jefe de la mafia de los chechenos, el general no lo había captado, como si llevara cuarenta años jubilado.
Echaron a caminar en silencio. Arkady se sentía espiado. Los muertos se erigían en unos bustos de mármol y bronce sobre sus tumbas. Una bailarina de mármol blanco giraba airosamente. Un explorador se había detenido, con la brújula en la mano. Contra un bajorrelieve de nubes, un aviador se disponía a quitarse las gafas. Todos compartían una mirada sombría, inquieta y reconcorosa.
—El féretro está cerrado, por supuesto —dijo Belov.
Arkady estaba distraído contemplando otro cortejo fúnebre, más largo que el de su padre, formado por una carreta vacía, un gran número de trompetas y trombones, y algunas caras conocidas entre los asistentes. El general Penyaguín y Rodiónov, el fiscal municipal, caminaban a ambos lados de una viuda, luciendo unas bandas negras en la manga. Arkady recordó que el antecesor de Penyaguín en el CID había fallecido hacía pocos días antes, y supuso que la mujer era la viuda del difunto. Les seguían una lenta comitiva compuesta por oficiales de la milicia, funcionarios del Partido y parientes que exhibían unas expresiones de aburrimiento y pesar. Ninguno de ellos advirtió la presencia de Arkady.
El cortejo fúnebre de su padre había doblado por un camino de pinos y se detuvo ante una fosa recién cavada. Arkady echó un vistazo a su alrededor para observar las lápidas de los nuevos vecinos de su padre. Vio la estatua de un cantante escuchando música, cuyo nombre estaba grabado en granito. Otra, la de un atleta con unos músculos en bronce, sostenía una jabalina de hierro. Detrás de los árboles, los sepultureros, apoyados en sus palas, charlaban entre sí y fumaban. Junto a la fosa abierta había una pequeña lápida de mármol blanco casi a ras del suelo. Debido a la escasez de espacio, en ocasiones enterraban a los maridos junto a sus esposas, uno encima de otro, pero afortunadamente éste no era el caso.
Mientras los generales se agrupaban en torno a la fosa, Arkady reconoció a los cuatro que había visto en la Plaza Roja. Shukshín, Ivanov, Kuznetsov y Gul parecían aún más pequeños y frágiles a la luz del día, como si estos hombres que le habían aterrado de niño se hubieran encorvado y encogido hasta convertirse por arte de magia en unos escarabajos cubiertos por unos caparazones de sarga verde y brocado dorado, con el pecho adornado por multitud de medallas, distinciones y órdenes, galones, estrellas de latón y monedas. Todos ellos derramaban amargas lágrimas de vodka.
—¡Camaradas! —Ivanov, sosteniendo un papel en sus temblorosas manos, empezó a leer—: Hoy nos hemos reunido aquí para decir adiós a un insigne ruso, un defensor de la paz, un hombre forjado…
Arkady no cesaba de asombrarse ante la fe de la gente en las mentiras, como si las palabras guardaran la más remota relación con la verdad. Esta pandilla de veteranos no eran más que pequeños carniceros que habían acudido al cementerio para despedirse de un gran carnicero. Si no padecieran artritis, serían capaces de acuchillar a un desgraciado con tanta ferocidad como en su juventud, y sin embargo creían ciegamente en las mentiras que pronunciaban.
Cuando Shukshín ocupó el lugar de Ivanov, Arkady sintió deseos de fumarse un cigarrillo y empezar a cavar.
—«¡Ni un paso atrás!», había ordenado Stalin. Sí, Stalin, un nombre que pronuncio con veneración…
El padre de Arkady era considerado «el general favorito de Stalin». Cuando estaban sitiados, sin comida y sin municiones, los otros generales ese rendían y entregaban a sus hombres vivos. El general Renko jamás se rindió; no se hubiera rendido aunque todos sus soldados hubieran muerto. De todos modos, los alemanes nunca lo capturaron. Había atravesado las líneas enemigas para unirse a las tropas que defendían Moscú, y en una fotografía aparecía junto a Stalin, como dos demonios defendiendo el infierno, estudiando un mapa subterráneo para trasladar a las tropas de un puesto a otro.
Cuando le tocó el turno al obeso Kuznetsov, éste se acercó a la tumba y dijo:
—Hoy, cuando todo el mundo trata de desprestigiar la gloriosa misión de nuestro Ejército…
Sus voces sonaban como un violonchelo roto. Arkady hubiera sentido compasión de ellos de no haber recordado cómo solían entrar con paso triunfal en la dacha, como tantos otros colegas de su padre, para cenar a medianoche, emborracharse y entonar unas canciones que terminaban con el rugido militar «¡Arrrrrrrraaaaaaaaagh!». Arkady no sabía bien por qué se había presentado. Quizá lo había hecho por Belov, que siempre había confiado en que se produjera una reconciliación entre padre e hijo. Quizá lo había hecho por su madre, que tendría que yacer junto a su asesino. Arkady se acercó a la pequeña lápida y la limpió con la mano.
Kuznetsov seguía diciendo:
—El poder soviético, construido sobre el altar sagrado de veinte millones de muertos…
No, no se habían transformado en unos escarabajos, pensó Arkady. Eso hubiera sido demasiado benévolo, demasiado kafkiano. Más bien se habían convertido en unos perros de tres patas, seniles pero rabiosos, aullando y dispuestos a lanzarse sobre su enemigo.
Gul apenas podía sostenerse en pie debido al peso de las medallas que colgaban de su guerrera. Se quitó la gorra, descubriendo un cabello de color ceniza.
—Recuerdo mi último encuentro con K. I. Renko, hace poco tiempo —dijo, apoyando una mano sobre el féretro de madera oscura, estrecho como un esquife—. Hablamos sobre nuestros camaradas de armas, cuyo sacrificio arde como una llama eterna en nuestro corazón. Hablamos también sobre el presente, una época de dudas y automortificación tan ajena a nuestro temple de acero. Deseo repetiros las palabras que el general pronunció aquel día: «A quienes pretenden mancillar el Partido, a quienes han olvidado los pecados históricos de los judíos, a quienes están dispuestos a alterar nuestra historia revolucionaria y a denigrar a nuestro pueblo, a todos ellos les digo que mi bandera ha sido y será siempre roja». —No puedo soportarlo más— dijo Arkady a Belov, y echó a andar por el sendero.
Belov lo siguió.
—Aún no han terminado.
—Por eso me marcho.
—Confiábamos en que pronunciarías algunas palabras ahora que ha muerto.
—Borís Serguéievich, si yo me hubiera encargado de investigar la muerte de mi madre, habría arrestado a mi padre. Es más, le hubiera matado.
—¡Arkasha…!
—La idea de que ese monstruo falleció tranquilamente en su lecho me perseguirá mientras viva.
—No fue así como murió —dijo Belov en voz baja.
Arkady se detuvo, tratando de contener su ira.
—Dijiste que el féretro estaba cerrado. ¿Por qué?
Belov respiraba con dificultad.
—Al final el dolor era insoportable. Tu padre dijo que lo único que lo mantenía vivo era el cáncer. No deseaba morir de esa forma. Dijo que prefería morir como un oficial.
—¿Se pegó un tiro?
—Debes perdonarme. Yo estaba en la habitación contigua. Yo…
Belov se tambaleó, y Arkady lo ayudó a sentarse en un banco. Se sentía increíblemente estúpido; debió haberlo adivinado. Belov metió la mano en el bolsillo y sacó una pistola. Era un revólver Nagant negro con cuatro balas relucientes como la plata antigua.
—Me pidió que te lo entregara.
—El general siempre gozó de un excelente sentido del humor —observó Arkady.
Al llegar a la verja, Arkady vio a un grupo de admiradores frente al quiosco que había junto a la tumba de Visotski, comprando alfileres, pósters, tarjetas postales y casetes del cantante, que seguía siendo muy popular pese a que hacía diez años que había muerto. La parada del tranvía 23 estaba al otro lado de la calle; era el quiosco de souvenirs más concurrido de Moscú. Junto a la verja había unos mendigos, unas campesinas cubiertas con unos pañuelos blancos y unos tullidos en sillas de ruedas o apoyados en muletas. Se habían congregado en torno a los fieles que acababan de salir de la pequeña iglesia amarilla del cementerio. Contra la fachada de la iglesia, Arkady vio las tapas de unos féretros adornadas con crespones y unas coronas de siemprevivas y claveles. Unos seminaristas vendían unas Biblias dispuestas sobre una mesa plegable, exigiendo cuarenta rublos por el Nuevo Testamento.
Arkady llevaba la pistola de su padre en el bolsillo. Se sentía un poco aturdido. Las escenas de dolor —una viuda limpiando la fotografía sobre una lápida— se confundían con la imagen de un petirrojo que trataba de atrapar a un gusano. Un autocar fúnebre se detuvo junto a la verja y la familia se apeó. Al sacar el ataúd de la parte posterior del vehículo, éste se deslizó y cayó al suelo. Una niña hizo una divertida mueca. Así era como se sentía Arkady. Vio a Rodiónov y a Penyaguín charlando en la acera, pero Arkady no tenía ganas de hablar con el fiscal ni con el general, de modo que se metió en la iglesia.
La iglesia estaba atestada de fieles, viudas, huérfanos y turistas espirituales. Todos de pie, puesto que no había bancos. Reinaba una atmósfera similar a la de una pintoresca y concurrida estación, impregnada de incienso en lugar de humo de tabaco, mientras un coro de voces invisible entonaba un cántico sobre el cordero de Dios. De las paredes, pintadas como las páginas de un manuscrito iluminado, colgaban unos iconos bizantinos que mostraban unos rostros oscurecidos por el paso del tiempo, rodeados de plata. Las velas consistían en unas mechas suspendidas en unas tazas de vidrio llenas de aceite. En el suelo, dispuestas estratégicamente, había unas latas de aceite destinadas a mantener vivas las llamas. También había unas velas votivas en unos paquetes que costaban treinta kopeks, cincuenta kopeks o un rublo, según el tamaño del paquete. Los candeleros, sobre los que ardían numerosas velas formando pequeños charcos de cera, relucían como árboles en llamas.
Lenin había acertado al definir la religión como una llama hipnótica. Unas mujeres vestidas de negro recogían los donativos en unas bandejas de latón revestidas de fieltro rojo. A la izquierda, tres mujeres, también vestidas de negro, con la cabeza cubierta con un pañuelo y las manos cruzadas sobre el pecho, yacían en unos féretros abiertos, rodeados de velas.
En una capilla junto a los féretros, un sacerdote enseñaba a un niño cómo inclinar la cabeza y cómo persignarse al estilo ortodoxo, utilizando tres dedos en lugar de dos. Arkady se vio arrastrado por un grupo de gente hacia el «rincón del diablo», donde los sacerdotes escuchaban las confesiones de los fieles. Un sacerdote, sentado en una silla de ruedas, con una larga barba blanca como los rayos de la luna, le dirigió una mirada interrogativa. Arkady se sintió como un intruso porque su falta de fe no correspondía a una actitud institucional, sino a la furia de un hijo que había abandonado deliberadamente a su padre. Su padre no era creyente; era su madre quien solía llevarlo a algunas de las iglesias que permanecían abiertas en el Moscú de Stalin. Arkady percibió el tintineo de los kopeks, mientras la cera seguía en el suelo. Las bandejas de los donativos circulaban entre los fieles, mientras el glorioso coro de voces cantaba «Escúchanos y obsérvanos». No, pensó Arkady, es preferible que Él sea sordo y ciego. Las voces suplicaban «ten piedad de nosotros, ten piedad de nosotros». El general no hubiera querido que nadie se apiadara de él.
Arkady pasó junto al hipódromo y se dirigió a la calle Gorki. Colocó la luz azul sobre el techo del coche, apoyó la mano en el claxon y se lanzó a toda velocidad por el carril del medio mientras los guardias de tráfico, como unos semáforos cubiertos con impermeables, despejaban el camino. Había empezado a llover de nuevo, obligando a la gente a abrir sus paraguas. Arkady no se dirigía a ningún lugar determinado. Lo que perseguía era aturdirse con el sonido del agua bajo los neumáticos, las gotas que empañaban el parabrisas, el resplandor de los faros y las luces de los comercios. Frente al hotel Intourist, las prostitutas echaban a correr como palomas para refugiarse de la lluvia.
Sin frenar, Arkady dobló hacia Marx Prospekt. La lluvia había convertido la enorme plaza en un lago por el que circulaban los taxis como si fueran lanchas. Si te mueves con bastante rapidez, pensó Arkady, puedes adelantarte en el tiempo. La calle Gorki, por ejemplo, había recuperado su viejo título de Tverskáia, Marx Prospekt se llamaba ahora Mojovaya, y Kalinin había vuelto a ser Nueva Arbat. Arkady imaginó al fantasma de Stalin recorriendo la ciudad desconcertado, perdido, asomándose a las ventanas y asustando a los niños. O, peor aún, contemplando los viejos nombres sin inmutarse.
A través de la lluvia, Arkady vio que un guardia de tráfico había detenido a un taxi en medio de la plaza. Unos camiones le cerraban el paso a la derecha; tampoco podía girar a la izquierda debido al incesante tráfico. Pisó el freno y trató de dominar el coche mientras el guardia y el taxista lo miraban pasmados. El Zhiguli se detuvo a pocos metros de ellos.
Arkady saltó del coche. El guardia llevaba un impermeable sobre la capa. En una mano sostenía el permiso de conducir del taxista, y en la otra, un billete de cinco rublos. El taxista tenía el rostro afilado y mostraba una expresión de terror. A ambos parecía que les hubiera abatido un rayo y esperaran a que estallaran los truenos.
El miliciano observó el guardabarros del coche, milagrosamente intacto.
—Por poco nos mata —dijo, agitando el empapado billete de cinco rublos—. Estupendo, es un soborno. Cinco cochinos rublos. Puede pegarme un tiro, no es necesario que me atropelle. Hace quince años que trabajo y gano doscientos cincuenta rublos al mes. ¿Cree que puedo sostener a mi familia con eso? Tengo dos balas en el cuerpo y me han dado un semáforo, como si eso pudiera compensarme. ¿Quiere matarme por aceptar un soborno? No me importa. Ya no me importa nada.
—¿Está herido? —preguntó Arkady al taxista.
—No —contestó. Luego cogió su permiso de conducir y se montó en el taxi.
—¿Está usted bien? —preguntó Arkady al guardia.
—Sí, pero a quién coño le importa. Sigo de servicio, camarada —replicó el guardia, tocándose la gorra. Cuando Arkady se dio media vuelta, le espetó—: Como si nunca hubiera visto a nadie aceptar unos rublos… Cuanto más alto es el cargo, más reciben. Los que están arriba han descubierto una mina de oro.
Arkady se montó en el Zhiguli y encendió un Belomor. Estaba calado hasta los huesos, y probablemente loco. Cuando se disponía a arrancar, observó que el guardia había detenido el tráfico para que pudiera pasar. Arkady condujo con prudencia a lo largo del río. Lo más importante era decidir si debía detenerse para colocar los limpiaparabrisas. ¿Merecía la pena mojarse más para poder ver a través del parabrisas, o conducía con la suficiente pericia para seguir como hasta ahora?
Al doblar hacia el sur, por la carretera que pasaba junto a la piscina donde antiguamente se erigía la iglesia del Salvador, aparecieron unos nubarrones, y Arkady se vio obligado a detenerse sobre la acera. Era una estupidez. Stalin había mandado demoler la iglesia. ¿Cuántos moscovitas se acordaban de la iglesia del Salvador? Sin embargo, así era como identificaban la piscina. Arkady se apeó para colocar los limpiaparabrisas. El coche parecía un tarro envuelto en hojas mojadas por fuera, y una tumba por dentro. Arkady decidió olvidarse de los limpiaparabrisas y dar un paseo.
¿Estaba tenso? Suponía que sí. Al fin y al cabo, todo el mundo estaba siempre tenso. ¿Acaso existía alguien que, dormido o despierto, no se hubiera sentido nunca alterado? A su derecha vio unos árboles envueltos en el vapor que emitía la piscina. Descendió unos metros y luego subió de nuevo por entre los árboles, agarrándose a las ramas para no resbalar, hasta alcanzar una barandilla de metal, fría y húmeda al tacto, y siguió avanzando hasta llegar a una explanada.
Dio una vuelta alrededor de los vestuarios y se acercó al borde de la piscina. De la superficie del agua se alzaba un vapor blanco y denso como el humo. Era la piscina más grande de Moscú, una fábrica perfecta para la niebla que le envolvía. Le escocieron los ojos debido al cloro del agua. Arkady se arrodilló y metió la mano en el agua. Estaba caliente. Aunque supuso que la piscina estaría cerrada, las luces estaban encendidas, como unos halos de sodio suspendidos entre la niebla. De pronto percibió unos pasos y una voz que canturreaba. No estaba seguro de dónde procedían los sonidos, pero le pareció que los pasos sonaban cerca de la piscina. Quienquiera que estuviera canturreando lo hacía de una forma natural y desenfadada, como si creyera estar a solas. Por la ligereza de los pasos y el tono de la voz, Arkady supuso que se trataba de una mujer, probablemente una empleada de la piscina.
La niebla le impedía ver con claridad. Arkady recordó que un día uno de los marineros de la jábega en la que navegaban escuchó durante una hora una sirena hasta descubrir que el sonido procedía de una botella a diez metros de distancia. La voz cantaba «Chattanooga Choo-Choo». Un clásico. De pronto la voz enmudeció. Mientras esperaba que se pusiera de nuevo a cantar, Arkady trató de encender un cigarrillo, pero la cerilla estaba húmeda y no lo consiguió. A los pocos instantes oyó de nuevo la voz. Sonaba frente a él, pero muy elevada, casi al nivel de las farolas. La voz se detuvo, y de pronto, Arkady vio algo blanco que se precipitaba desde el trampolín y oyó el impacto de un cuerpo al chocar con el agua.
Arkady resistió la tentación de aplaudir ante semejante proeza. La mujer había demostrado un gran valor al subir al trampolín en medio de aquella niebla, avanzar hasta el borde procurando no perder el equilibrio y lanzarse a la piscina. Arkady supuso que sería una experta nadadora y que no tardaría en verla asomar la cabeza por la superficie. Pero no oyó nada, aparte del murmullo de la lluvia y el ruido del tráfico que circulaba por la orilla del río.
—¡Hola! —gritó Arkady. Luego se levantó y echó a caminar por el borde de la piscina—. ¡Hola!