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El ministro de Defensa soviético ha reconocido que las tropas soviéticas atacaron a unos civiles en Bakú para impedir el derrocamiento del régimen comunista de Azerbaiyán —dijo Irina—. El Ejército no intervino cuando los activistas azeríes atacaron a unos armenios en la capital, pero tomó cartas en el asunto cuando un grupo de azeríes amenazó con quemar la sede del Partido. Los tanques y las tropas forzaron el bloqueo establecido por los militantes anticomunistas y penetraron en la ciudad, disparando balas dumdum contra la población civil y destruyendo varios edificios de apartamentos. Se estima que han muerto miles de civiles en el ataque. Aunque el KGB había difundido la noticia de que los militantes azeríes iban armados con ametralladoras, sólo hallaron escopetas de caza, cuchillos y pistolas entre los cadáveres.

Después de dejar a Polina, Arkady se dirigió apresuradamente a su apartamento para escuchar el primer boletín informativo de Irina. «Qué vida tan sofisticada —pensó—. Primero me tomo unas copas con una mujer y luego regreso apresuradamente a casa para escuchar la voz de otra».

—La justificación oficial de esa operación militar son los persistentes ataques perpetrados contra los armenios por parte de unos militantes que mostraron unos documentos que los acreditaban como líderes del Frente Popular Azerí. Dado que el Frente no emite tales documentos, se sospecha que se trata de una nueva provocación por parte del KGB.

Mientras escuchaba a Irina, Arkady se cambió de ropa y se puso una camisa y una chaqueta secas.

¿Quién tenía razón? Ella. Él. No había elección, no se trataba de decidir entre el bien y el mal, blanco o negro. Hubiera dado cualquier cosa con tal de saberlo, aunque resultara que se había equivocado. Había revivido aquellos momentos infinidad de veces, pero no sabía qué otra cosa podía haber hecho. «Nunca lo sabremos», le había dicho a Polina.

—Moscú ha aducido las tensiones nacionalistas para justificar la continua presencia de tropas del Ejército soviético en varias repúblicas, incluyendo los Estados bálticos, Georgia, Armenia, Azerbaiyán, Uzbekistán y Ucrania —prosiguió Irina—. Los tanques y los lanzamisiles que debían ser eliminados según el acuerdo de control de armas con la OTAN han sido trasladados a unas bases en las repúblicas disidentes. Al mismo tiempo, los misiles nucleares han sido retirados de esas repúblicas y trasladados a la república rusa.

Arkady apenas oía lo que decía. Los rumores eran peores que las noticias; la realidad era peor que los informes. Así pues, como un apicultor que separa la miel del panal, era capaz de escuchar su voz sin oír sus palabras. Esta noche su voz sonaba más profunda. ¿Había llovido en Múnich? ¿Se habían producido atascos en la autopista? ¿La acompañaba alguien?

Lo que decía no tenía importancia, sólo deseaba escuchar su voz. A veces, Arkady tenía la impresión de que iba a salir volando por la ventana y que empezaría a girar por el cielo de Moscú, siguiendo su voz como si se tratara de una señal que lo conducía hacia ella.

Cuando terminó el boletín informativo y pusieron música, Arkady salió del apartamento no con alas sino con unos limpiaparabrisas nuevos. Después de instalarlos en el coche, arrancó. La noche y la lluvia lo desorientaban, pintando unas manchas de luz sobre el parabrisas. Al llegar a la carretera que se extendía junto a la orilla del río se detuvo para dejar pasar a un convoy de camiones militares tan largo y lento como un tren de mercancías. Mientras aguardaba, metió la mano en el bolsillo para sacar el paquete de tabaco, y encontró la carta que le había entregado Belov en la Plaza Roja. En el sobre aparecía escrito su nombre con unas letras que empezaban como unos cortes y terminaban en unos garabatos, como si su padre hubiera estado demasiado fatigado para sostener una pluma o un cuchillo.

Polina se preguntaba cuál era la peor forma de morir. Mientras sostenía la carta en la palma de la mano, contemplando su nombre en la penumbra, Arkady comprendió la respuesta: que cuando mueras, nadie lo lamentará; que ya estabas muerto. Arkady no se sentía así en aquellos momentos; nunca se sentiría así. El mero hecho de haber oído la voz de Irina le hacía sentirse vivo. ¿Qué le había escrito su padre? Lo más sensato era tirar la carta a la calle. La lluvia la arrastraría hacia la alcantarilla, el río la arrastraría hasta el mar, donde el papel se desintegraría y la tinta se borraría y evaporaría como un veneno. Finalmente decidió guardarla de nuevo en el bolsillo.

Minin le abrió la puerta del apartamento de Rudi.

El detective estaba nervioso porque había oído rumores de que iban a legalizar la especulación.

—Eso destruirá la base de nuestra investigación —dijo—. Si no podemos perseguir a los cambistas, ¿a quién vamos a arrestar?

—Aún quedan asesinos, violadores y ladrones. Siempre estarás ocupado —le tranquilizó Arkady, entregándole su abrigo y su sombrero. Era más difícil obligar a Minin a marcharse de allí que obligar a un topo a salir de su madriguera—. Vete a dormir. Yo te sustituiré.

—La mafia va a abrir unos bancos.

—Es muy probable. Tengo entendido que así es como empiezan.

—Lo he registrado todo —dijo—. No he hallado nada oculto en los libros, en los armarios ni debajo de la cama. He dejado una lista sobre el escritorio.

—Todo está sospechosamente limpio, ¿no?

—Bueno…

—Eso supuse —dijo Arkady, acompañándolo hasta la puerta—. Y no te preocupes por la falta de delitos. En el futuro trataremos con una clase de delincuentes más distinguidos, como banqueros, intermediarios financieros y hombres de negocios. Tendrás que dormir mucho y estar bien descansado para ocuparte de ellos.

Una vez solo, Arkady se acercó a la mesa del despacho para comprobar si había llegado algún mensaje a través del fax. El papel estaba limpio y mostraba todavía el puntito que Arkady había hecho con un lápiz después de arrancar el mensaje referente a la Plaza Roja. Después leyó la lista que le había dejado Minin. El detective había destripado el colchón y el somier, había inspeccionado los armarios y los cajones, había desenroscado los interruptores e incluso había examinado los zócalos; en definitiva, había puesto la casa patas arriba y no había descubierto nada.

Arkady prescindió de la lista de Minin. Lo que pudieran hallar estaría en un lugar más visible, pensó. Más pronto o más tarde, una casa acababa ajustándose a su dueño como un caparazón. Aunque éste la abandonara, su huella quedaba impresa en un sillón, en una foto, en un pedazo de pan, en una carta olvidada, en el olor y en la desesperación. Arkady había adoptado esa filosofía debido en parte a la escasez de medios tecnológicos con que contaba para sus investigaciones. La milicia había invertido grandes cantidades de dinero en sofisticados aparatos alemanes y suecos, como espectrógrafos y hemotipos, que yacían abandonados porque no había fondos para adquirir piezas de recambio. No disponían de ordenadores para verificar muestras de sangre ni las matrículas de los coches, y menos aún para obtener unas «huellas dactilares genéticas». Los laboratorios forenses soviéticos estaban equipados con unos tubos de ensayo ennegrecidos, unos quemadores de gas y unos alambicados tubos de vidrio que hacía cincuenta años que no se veían en Occidente. Polina había obtenido respuestas del cadáver de Rudi Rosen a pesar del equipo con que trabajaba, no gracias a él.

Puesto que la cadena de pruebas irrefutables solía ser bastante endeble, un investigador soviético tenía que apoyarse en unas pistas más vagas, en los matices sociales y en la lógica. Arkady conocía a varios investigadores que creían que bastaba con tener una idea clara de la escena del crimen para deducir el sexo, la edad, el trabajo y las aficiones del asesino.

Claro que los investigadores soviéticos siempre se habían apoyado en las confesiones. La confesión lo resolvía todo. Pero una confesión sólo funcionaba en los casos de aficionados e inocentes. Majmud y Kim eran tan incapaces de confesar como de ponerse a hablar en latín.

¿Qué había expresado hasta ahora el apartamento de Rudi? Una pregunta: «¿Dónde está la Plaza Roja?»

¿Era Rosen un hombre religioso? En su apartamento no habían hallado menorahs, Torash, chales para orar ni velas sabáticas. El retrato de sus padres constituía el único indicio de su historia familiar; generalmente, los hogares rusos constituían unas galerías de fotografías de antepasados color sepia en unos marcos ovalados. ¿Dónde estaban las fotografías de Rudi y de sus amigos? Rudi era un maniático de la higiene; las paredes estaban lisas y limpias, sin un sólo orificio que indicara la presencia de un clavo, como si hubiera querido borrar sus huellas.

Arkady sacó unos libros y unas revistas de las estanterías. Las publicaciones Business Week e Israel Trade estaban en inglés, e indicaban una ambición de ámbito internacional. ¿Acaso el álbum de sellos expresaba una juventud solitaria? Éste contenía un auténtico acuario de enormes sellos de peces tropicales emitidos por diminutas naciones e islas. En una bolsa de papel había varios sellos sueltos: un par de dos kopeks zaristas, unos «Libertes» franceses y unos «Franklins» americanos.

Cogió los libros y entró en el dormitorio, donde contempló la pila de objetos sobre la mesita de noche. La máscara para dormir indicaba que quizá la combinación de una alimentación excesivamente grasa y píldoras para adelgazar habían perturbado el sueño de Rudi.

En el dormitorio no había sillas. Arkady se quitó los zapatos, se sentó en la cama y notó que los muelles cedían, habituados al enorme peso de Rudi. Colocó unas almohadas debajo de la cabeza, como hubiera hecho Rudi, y se dispuso a examinar los libros.

Todo el mundo tenía algunos clásicos en casa para demostrar su cultura. Rudi no era una excepción. Había subrayado los pasajes humorísticos de la obra inmortal de Pushkin, La hija del capitán, en la que un húsar ofrece enseñar a un joven el arte del billar. «Es esencial que los soldados sepamos jugar al billar —decía—. No podemos dedicarnos a luchar siempre contra los judíos. Así pues, no nos queda más remedio que ir a la posada y echar una partida de billar; y para hacerlo es preciso saber jugar».

»O vencer a los judíos con los tacos», había escrito Rudi debajo del párrafo.

En Almas muertas, de Gógol, Rudi había subrayado el siguiente párrafo: «Durante algún tiempo, Chichikov impidió que los contrabandistas se ganaran la vida. Sobre todo perseguía implacablemente a los judíos polacos con una invencible, casi anormal, rectitud e integridad, que impedía que él mismo se convirtiera en un pequeño capitalista». En el margen, Rudi había añadido: «Nada cambia».

Tenía que haber algo más, pensó Arkady. Gracias a la emigración judía, la mafia de Moscú mantenía buenas relaciones con los criminales israelíes. Encendió el televisor y puso de nuevo la cinta de Jerusalén, pasando de una imagen a otra, del Muro de las Lamentaciones al casino.

De pronto se acordó de lo que había dicho Polina: «Hay demasiada sangre».

Arkady estaba de acuerdo. Si se podía espesar la gasolina con sangre, seguramente se podía espesar con otras sustancias más fáciles de obtener. Hacía poco que Arkady había visto sangre en otra extraña forma, pero no recordaba dónde.

Luego puso la cinta de Egipto. Era reconfortante contemplar las cálidas tonalidades del desierto del Sinaí mientras la lluvia batía contra la ventana. Arkady se acercó al televisor como si fuera una chimenea. Al meter la mano en el bolsillo para sacar un cigarrillo, olvidándose que se los había dado a la camarera, encontró la carta. Sabía exactamente el número de cartas que le había escrito su padre. Una vez al mes, cuando Arkady estuvo en un campamento de pioneros. Una vez al mes, cuando el general estuvo en China, en una época en que las relaciones con Mao eran intensas y fraternales. Eran unas cartas breves, como informes militares, que terminaban recomendando a Arkady que fuera trabajador, responsable y honrado. En total le había escrito doce cartas. Después de tomar la decisión de asistir a la universidad en lugar de a la escuela militar, recibió otra. Le impresionó que su padre citara la Biblia, concretamente el episodio en que Dios exige a Abraham que sacrifique a su único hijo. En eso Stalin le ganaba a Dios, había dicho el general, porque no sólo hubiera permitido que se llevara a cabo la ejecución, sino que con ese gesto habría hecho que aumentara la estima de Abraham hacia él. Además, algunos hijos, como los terneros, sólo servían para ser sacrificados. ¿Demasiada sangre? A su padre le chiflaba la sangre.

El padre había repudiado a su hijo, el hijo había repudiado a su padre, el primero cortando todos los lazos con el futuro, el segundo cortando los lazos con el pasado, y ninguno de ellos se había atrevido a mencionar el único momento que les había unido para siempre. En la dacha, el niño y el hombre contemplaban desde el embarcadero sus pies sumergidos en las cálidas aguas del río que discurría junto al prado. Tenía los pies desnudos, y en vez de flotar o hundirse en el agua, se agitaban perezosamente bajo la superficie, como unas flores acuáticas. Más allá, Arkady distinguió el vestido blanco de su madre, oscilando y agitándose en la corriente, como si se despidiera de él.

Unas embarcaciones de un sólo mástil surcaban las aguas del Nilo. Arkady se dio cuenta de que había dejado de contemplar las imágenes del televisor. Guardó de nuevo la carta en el bolsillo con la misma delicadeza que si se tratara de una hoja de afeitar, sacó la cinta de Egipto y colocó la de Múnich. Esta vez la observó con más atención, porque aunque sus conocimientos de alemán eran muy rudimentarios, entendía bastantes palabras, y porque quería olvidarse de la carta de su padre. Por supuesto, contempló la cinta con los ojos de un ruso.

—Willkommen zu München… —empezaba la cinta. En la pantalla apareció la imagen de unos monjes medievales regando unos girasoles, asando un jabalí y llenando unos vasos de cerveza. No vivían mal esos monjes. El siguiente plano correspondía al sector moderno y reconstruido de Múnich. El narrador relataba con tono orgulloso esa proeza, similar a la del ave fénix, sin mencionar ninguna guerra mundial, sugiriendo que una «lamentable y trágica» plaga había arrasado la ciudad, reduciéndola a un montón de escombros. Múnich había sido liberada por los americanos, y acto seguido aparecieron unas imágenes de un centro comercial americano. Desde la figura del bufón adornado con unas campanillas que giraba en el reloj de la torre de Marienplatz hasta los muros del Antiguo Tribunal, todos los lugares históricos ofrecían una curiosa y aséptica imagen. Las vistas de las cervecerías al aire libre se sucedían continuamente, como si la cerveza fuera un óleo utilizado para consagrar la inocencia, aparte del golpe de estado de la cervecería organizado por Hitler, claro está. No obstante, Múnich era una ciudad con un indudable atractivo. Las gentes tenían un aspecto tan próspero e iban tan bien vestidas que parecía que compraran en unas tiendas de otro planeta. Los automóviles estaban limpios y relucientes y los cláxones sonaban como cuernos de caza. Los lagos y los ríos de la ciudad estaban repletos de cisnes y patos. Arkady se preguntó cuándo había visto por última vez un cisne en Moscú.

—Múnich es una ciudad que ostenta la impronta de los constructores reales —afirmó el narrador—. La Max-Iósif Platz y el Teatro Nacional fueron edificados por el rey Max-Iósif; Ludwigstrasse, por su hijo, el rey Ludwig I; la «milla dorada» de Maximilianstrasse, por el hijo de Ludwig, el rey Max II, y Prinzregentetrasse, por su hermano, el príncipe regente Luitpold.

¿Por qué no nos muestran la cervecería donde Hitler y sus camisas marrones habían iniciado su primera y prematura marcha hacia el poder? ¿Por qué no vemos la plaza donde Goering fue alcanzado por la bala destinada a Hitler, lo que le valió la eterna gratitud del Führer? ¿Por qué no nos enseñan unas vistas de Dachau? En fin, la historia de Múnich está tan llena de personajes y acontecimientos que no podemos verlo todo en una sola cinta. Arkady reconoció que su actitud era injusta, sesgada y corroída por la envidia.

—El año pasado, durante la celebración de la Oktoberfest, los participantes bebieron más de cinco millones de litros de cerveza y consumieron setecientos mil pollos, setenta mil jamones y setenta bueyes asados…

Podrían venir a Moscú y ponerse a régimen, pensó Arkady, mareado ante aquel derroche de comida. Después de asistir a la ópera en el Teatro Nacional —«construido con los impuestos sobre la cerveza»—, un refresco en el romántico sótano de una cervecería. Tras un breve recorrido por la autobahn, una pausa en un bar al aire libre. Después de escalar el Zugspitze, una bien ganada cerveza en una rústica taberna.

Arkady detuvo la cinta y retrocedió hasta una vista de los Alpes que enlazaba con una imagen de la ladera de piedra y nieve del Zugspitze. Unos escaladores vestidos con pantalones de cuero. Un primer plano de la típica edelweiss. Las siluetas de los escaladores en lo alto de la montaña. Unas nubes deslizándose por el cielo.

La taberna al aire libre. Los muros amarillos cubiertos por unas enredaderas. El letargo de los bávaros después de comer, excepto una mujer con un jersey de manga corta y unas gafas de sol. Luego apareció la imagen de una estela de vapor que se extendía desde las nubes hasta un reactor de la Lufthansa.

Arkady rebobinó la cinta para contemplar de nuevo la escena en la taberna. La calidad de la cinta era la misma, pero faltaba la voz del narrador y la música. En su lugar se oía el sonido del tráfico y de unas sillas al ser arrastradas por el suelo. Las gafas de sol eran un error; en una cinta profesional la hubieran obligado a quitárselas. Arkady pasó una y otra vez de los Alpes al avión. Las nubes eran las mismas. La escena de la taberna al aire libre había sido insertada.

La mujer levantó el vaso. Tenía la melena rubia peinada hacia atrás, las cejas amplias y los pómulos pronunciados. La barbilla menuda, de mediana estatura, unos treinta y tantos años. Las gafas oscuras, el collar de oro y el jersey negro de manga corta, probablemente de cachemira, ofrecían un contraste más sensual que elegante. Las uñas pintadas de rojo. La tez pálida. Los labios rojos, entreabiertos, esbozando la misma media sonrisa que había dirigido a Arkady a través de la ventanilla del coche. De pronto movió los labios y dijo: «Te quiero». Era fácil leer sus labios, porque había pronunciado sus palabras en ruso.