—Lamento lo de Rudi. Era un hombre muy humano, generoso y preocupado por la juventud soviética —dijo Antonov, torciendo el gesto cuando uno de los chicos arrinconó al otro contra las cuerdas y le partió el labio de un puñetazo—. Solía venir con frecuencia, para animar a los chicos y aconsejarles que no se apartaran del camino recto. —Antonov asintió sonriendo cuando el desgraciado luchador consiguió zafarse de su adversario—. ¡Pégale! ¡Muévete! ¡Pareces una hélice! Sí, Rudi era como un tío para ellos. Esto no es el centro de Moscú. Estos chicos no asisten a escuelas especiales para bailarines clásicos. ¡Dale fuerte! Pero la juventud es nuestro tesoro más preciado. Todos los chicos y chicas que acuden a Komsomol reciben un buen trato. Maquetas de aviones, ajedrez, baloncesto. Me jugaría cualquier cosa a que Rudi patrocinó todos los clubes que hay aquí. ¡Retrocede! ¡Tú, no! ¡Él!
Jaak aún no había llegado a la oficina. Polina le había llamado, pero a Arkady no le apetecía comenzar el día en el depósito de cadáveres. ¿Aún no estaba esa chica harta de tanta sangre? Por otro lado, observar a unos chicos zurrándose mutuamente no contribuía a aliviar su dolor de cabeza. Antonov daba la impresión de ser un hombre que había recibido tantos golpes que sus sesos habían acabado convirtiéndose en una materia más sólida. Tenía el pelo canoso y corto, unas facciones chatas, utilitarias, y en sus gigantescas y nudosas manos sostenía el mazo de una campana y un reloj. Los chicos que luchaban en el ring llevaban unos cascos de cuero, unas camisetas y unos pantalones cortos. Tenían la tez pálida como la cera, excepto en los lugares donde habían recibido un golpe. A veces daba la impresión de que estaban boxeando, pero otras parecía que estuvieran aprendiendo a bailar. Aparte del ring, el Gimnasio Komsomol del distrito de Leningrado ofrecía unas alfombras para practicar la lucha libre y unas pesas, y en la sala resonaban los jadeos de los luchadores y los levantadores de pesas. Existían dos tipos psicológicos distintos, pensó Arkady: los levantadores de pesas eran unos solistas especializados en gruñidos, mientras que los luchadores ardían en deseos de enzarzarse en un cuerpo a cuerpo.
Por las ventanas penetraba una débil luz, y el aire estaba impregnado de un hedor rancio. Junto a la puerta había unas escaleras de lucha libre y boxeo, y un cartel que decía «¡EL TABACO Y EL ÉXITO SON INCOMPATIBLES!». Esto recordó a Arkady que se había puesto la chaqueta en la que llevaba los dos paquetes de Marlboro que le había dado Boria, lo cual le hizo sentirse más animado.
—Rudi era un apasionado de los deportes. ¿Me pediste que viniera por eso? ¿Querías entregarle un trofeo?
—¿De veras está muerto? —preguntó Antonov.
—Completamente.
—¡Ánimo, ánimo! —gritó Antonov a los luchadores en el ring. Luego se dirigió a Arkady—: Olvídate del trofeo.
—¿Que me olvide del trofeo?
Antonov había llamado dos veces a la oficina para hablar sobre el dichoso trofeo.
—Y ahora, ¿de qué le sirve a Rudi un trofeo?
—Eso me preguntaba yo —contestó Arkady.
—Aunque quizá no sea el momento propicio, quiero hacerte una pregunta. Supongamos que la persona que firma los cheques en una cooperativa muere. ¿Podría el otro socio de la cooperativa cobrar el dinero que queda en la cuenta?
—¿Eras socio de Rudi?
Antonov sonrió como si la pregunta le pareciera absurda.
—No, personalmente. El club. Disculpa. ¡Si no eres zurdo, no le pegues con la mano izquierda!
Arkady empezó a despertarse.
—¿El club y Rudi eran socios?
—Los komsomoles locales están autorizados a constituirse en cooperativas. Es justo, y en ocasiones resulta realmente útil tener un socio oficial cuando quieres importar algunas cosas.
—¿Máquinas tragaperras? —preguntó Arkady.
Antonov consultó el reloj y golpeó un cubo con el mazo. Los luchadores se apartaron, incapaces de alzar el guante.
—Es absolutamente legal —dijo Antonov, bajando la voz—. Servicios TransKom, con K mayúscula.
TransKom. De modo que la Joven Liga Comunista más Rudi equivalía a las máquinas tragaperras del Intourist. Gracias al talento de Rudi, el destartalado club Komsomol se había convertido en una mina de oro. Este descubrimiento representaba un pequeño triunfo para Arkady, aunque insignificante comparado con la proeza de hallar a Kim.
—El club figura en los documentos de la cooperativa —dijo Antonov—. Constan los nombres de los socios, el listado de los servicios, las cuentas bancarias, todo.
—¿Tienes los documentos?
—No, los tenía Rudi —contestó Antonov.
—Pues creo que Rudi se los llevó consigo.
A veces los muertos eran muy perversos.
En el depósito de cadáveres demostraban una admirable paciencia. El vestíbulo estaba atestado de cadáveres dispuestos sobre unas camillas, aguardando a que les practicaran la autopsia. Les tenía sin cuidado pudrirse debido a la falta de formaldehído. Nadie se ofendía si un investigador encendía un cigarrillo americano para disimular el hedor. Rudi estaba en un cajón, con sus órganos internos en una bolsa de plástico colocada entre las piernas. Polina, sin embargo, había desaparecido.
Arkady la encontró en una cola formada por mil personas que aguardaban a comprar remolachas en un pequeño parque cerca de Petrovka. Caía una ligera llovizna. Algunos habían abierto el paraguas, pero no todos, porque necesitaban tener las dos manos libres para sostener las bolsas de comida. Junto a la cabeza de la cola había unos soldados amontonando unos sacos en el barro. Con la gabardina abrochada hasta el cuello y el pelo húmedo, Polina parecía estar a merced de un ciempiés de ojos tristes y labios apretados que la empujaba hacia delante. Había otras colas para comprar huevos y pan, y una larguísima que se extendía hasta un quiosco donde vendían cigarrillos. Unos vigilantes patrullaban junto a las colas para impedir que la gente se trasladara de una a otra. Arkady no llevaba encima sus cupones, de modo que no podía colocarse en ninguna de las colas.
—He venido aquí al abandonar el muelle para terminar mi trabajo con Rudi. Te dije que había demasiada sangre. Ahora puedes hacer con él lo que quieras.
Arkady dudaba de que alguna vez hubiera demasiada sangre para Polina, pero la observó con admiración. Era evidente que había trabajado toda la noche.
—Lamento lo que dije en el muelle. No entiendo una palabra sobre medicina forense ni patología. Debo reconocer que tienes más valor que yo.
Detrás de Polina, una mujer con un chal gris, unas cejas y un bigote gris, se giró hacia Arkady y le preguntó:
—¿Pretende usted colarse?
—No.
—Deberían fusilar a las personas que intentan colarse —dijo la mujer.
—No le quite el ojo de encima —le aconsejó un hombre situado detrás de ella. Era un tipo bajo con aspecto burocrático y sostenía una cartera en la mano, seguramente para meter en ella las remolachas. Las personas de la cola contemplaban a Arkady furiosas, mientras avanzaban formando una muralla para impedir que se colara.
—¿Cuánto rato hace que estás en la cola? —preguntó Arkady a Polina.
—Una hora. Te conseguiré unas remolachas —respondió, dirigiendo una mirada fulminante al hombre y a la mujer que estaban detrás de ella—. ¡Que se jodan!
—¿Qué has querido decir con eso de que había demasiada sangre?
—Describe las explosiones que se produjeron cuando murió Rudi —contestó—. Dime exactamente lo que viste.
—Dos llamaradas —dijo Arkady—. La primera me sorprendió. Era blanca y deslumbrante.
—Ésa era la carga de sodio rojo y sulfato de cobre. ¿Y la segunda explosión?
—La segunda también fue deslumbrante.
—¿Tanto como la primera?
—Menos —respondió Arkady. Las había visto en su mente cientos de veces—. No pudimos distinguirlas con claridad, pero quizá fuera más naranja que blanca. Luego empezaron a volar los billetes devorados por las llamas.
—Así pues viste dos llamaradas, pero sólo una era lo bastante caliente para dejar una marca de explosión en el coche. ¿Percibiste un extraño olor después del segundo estallido?
—A gasolina.
—¿Del depósito de gasolina?
—Eso explotó más tarde.
Arkady se giró para contemplar el tumulto que se había formado frente al quiosco de tabaco. Un cliente afirmaba que le habían dado cuatro paquetes para el mes en lugar de cinco. Un par de soldados se lo llevaron como si fuera una maleta, sujetándolo por el cuello y por la bragueta, y lo arrojaron dentro de una furgoneta.
—Gary nos dijo que Kim había arrojado una bomba dentro del coche. Pudo haber sido un cóctel molotov, una botella de gasolina.
—Era un artilugio más eficaz —afirmó Polina.
—¿Por ejemplo?
—Gasolina gelificada. La gasolina gelificada tarda mucho en consumirse. Por eso había tanta sangre.
Arkady seguía sin comprender.
—Antes dijiste que las personas que mueren abrasadas no sangran.
—Estudié más detenidamente a Rosen. No presentaba el número ni el tipo de heridas que pudieron haber producido tal cantidad de sangre dentro y fuera del coche. Los del laboratorio dijeron que la sangre correspondía a su tipo, pero lo comprobé y no es así. Ni siquiera era sangre humana. Era sangre de ganado.
—¿Sangre de ganado?
—Primero filtran la sangre a través de un trapo y utilizan el suero. Luego la mezclan con gasolina y un poco de café o bicarbonato de sosa y la remueven hasta que se gelifica.
—¿Una bomba de sangre y gasolina?
—Es una técnica muy utilizada por la guerrilla. Lo habría comprendido enseguida si los resultados del laboratorio hubieran sido correctos —dijo Polina—. Se puede espesar la gasolina con jabón, huevos o sangre.
—A lo mejor por eso escasean tanto —observó Arkady.
El hombre y la mujer detrás de Polina escuchaban atentamente la conversación.
—No compre huevos —le advirtió la mujer—. Tienen salmonela.
—Es un rumor sin fundamento inventado por los que pretenden acaparar todos los huevos —protestó el burócrata.
La cola avanzó unos pasos. Arkady tenía los pies helados y sentía deseos de patear el suelo para entrar en calor. Polina, que llevaba unas sandalias veraniegas, resistía la lluvia, la sangre y la interminable cola como si fuera un busto de yeso. Toda su atención estaba centrada en la balanza frente a ella. La lluvia empezó a arreciar, mientras las gotas se deslizaban por su sien y la curva en forma de pagoda de su cabello.
—¿Venden la mercancía a peso o por piezas? —preguntó a sus vecinos en la cola.
—Bueno —contestó la mujer—, eso depende de que hayan manipulado la balanza o que las remolachas sean pequeñas.
—¿Venden también habichuelas? —preguntó Polina.
—Hay que ponerse en otra cola para las habichuelas —le informó la mujer.
—Has hecho un buen trabajo. Lamento que haya sido tan duro —dijo Arkady.
—Si me afectara, habría elegido otra profesión —replicó Polina secamente.
—Quizá sea yo quien debería elegir otra profesión —dijo Arkady.
La mayoría de las transacciones junto a la balanza se llevaban a cabo en silencio mientras se intercambiaban unos rublos y unos cupones por las remolachas. De vez en cuando un cliente acusaba al vendedor de querer estafarlo y se producía una agria discusión, hasta que intervenían los soldados y se llevaban al cliente que había protestado. La lluvia lavaba las remolachas, cuyo color escarlata destacaba a la luz de la farola. Arkady vio unos sacos amontonados detrás de la balanza que mostraban los efectos del accidentado trayecto desde el campo. Los más empapados presentaban unas manchas rojas, mientras que la balanza se había teñido de un bermellón tirando a vino. En el agua rojiza que se deslizaba por los sacos aparecía reflejado el inmenso parque. Polina contempló sus sandalias y sus pies, que estaban manchados de rojo. Arkady observó que se ponía pálida como la cera, y la sujetó antes de que cayera al suelo.
—¡No me lleves al depósito! ¡No me lleves al depósito! —exclamó Polina.
Arkady le rodeó la cintura y, medio en brazos y medio caminando, la condujo hacia la calle Petrovka para que Polina se sentara en un banco a descansar. Al otro lado de la calle vieron una ambulancia que atravesaba la verja de una elegante mansión, el tipo de edificio prerrevolucionario que el Partido solía utilizar para sus oficinas. Parecía una clínica.
Cuando entraron en el patio, sin embargo, Polina se opuso rotundamente a que un médico la examinara.
En un lado del patio había una rústica puerta de madera pintada con unos gallos que cacareaban y unos cerdos bailando. Tras franquearla, Arkady y Polina penetraron en un café desierto. Frente a la barra había unos taburetes, y en el centro, unas mesitas rodeadas de unas banquetas tapizadas en piel. Detrás de la barra había un arsenal de exprimidores de zumo de naranja.
Polina se sentó en una banqueta, ocultó la cabeza entre las rodillas y dijo:
—Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.
Una camarera salió de la cocina y les dijo que estaban a punto de cerrar, pero Arkady le enseñó su carnet de identidad y pidió un coñac.
—Esto es una clínica. No servimos coñac.
—Entonces traiga un brandy medicinal.
—Cuatro dólares.
Arkady depositó un paquete de Marlboro en la mesa. La camarera lo observó sin inmutarse. Arkady añadió el otro paquete.
—Dos paquetes.
—Y treinta rublos.
La camarera desapareció y al cabo de unos minutos regresó con una botella de coñac armenio y dos vasos. Después de depositarlos en la mesa, cogió los cigarrillos y el dinero.
Polina se incorporó e inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que el pelo le cayera en unos húmedos rizos sobre los hombros.
—Te ha costado la mitad de tu sueldo semanal —dijo.
—¿Y para qué iba a ahorrarlo? ¿Para comprar remolachas?
Arkady le sirvió un poco de coñac, y Polina se lo bebió de un trago.
—Pensé que no te apetecería un plato de sopa —dijo Arkady.
—Ese maldito cadáver. Cuando sabes lo que ha sucedido, es peor —dijo Polina, respirando profundamente—. Por eso salí del depósito. Entonces vi las colas para comprar comida y me metí en la que estaba más cerca. Nadie puede obligarte a regresar al trabajo si estás haciendo cola para comprar comida.
La camarera, que se había situado detrás de la barra, sacó un encendedor del bolsillo, encendió un cigarrillo y aspiró el humo con gesto sensual. Arkady sintió envidia.
—Disculpe —le dijo—. ¿Qué clase de clínica es ésta? Estos asientos tapizados en cuero y las luces tenues resultan un poco chocantes en una clínica.
—Es para extranjeros —contestó la camarera—. Es una clínica dietética.
Arkady y Polina se miraron. Polina parecía a punto de echarse a reír y a llorar al mismo tiempo, y Arkady se sentía también medio histérico.
—Han acertado al venir a Moscú —observó Arkady.
—No podían haber elegido una ciudad más adecuada —dijo Polina.
Arkady observó que tenía mejor color. Era interesante la rapidez con que se recuperaban los jóvenes. Para celebrarlo, volvió a llenar los vasos.
—Es una locura, Polina. Es el Infierno de Dante con colas para el pan. Quizás haya un centro dietético en el infierno.
—Estaría lleno de americanos —dijo Polina—. Harían ejercicios aeróbicos. —Estaba sonriendo, quizá porque él también sonreía ante lo absurdo de la situación—. Moscú podría ser el infierno.
—Buen coñac —dijo Arkady, llenando los vasos de nuevo. Causaba un impacto tremendo en el estómago vacío—. A la salud del infierno —añadió. Tenía la camisa tan empapada que parecía desprender vapor—. ¿Qué tipo de comida sirven aquí? —preguntó a la camarera.
—Depende —respondió ésta, dando otra calada al cigarrillo—. Depende de si siguen una dieta de fruta o de verduras.
—¿Una dieta de fruta? ¿Has oído eso, Polina? ¿Qué clase de fruta?
—Piñas, papayas, mangos, plátanos —recitó la camarera como si estuviera acostumbrada a repetirlo varias veces al día.
—¡Papayas! —exclamó Arkady admirado—. Tú y yo estaríamos dispuestos a hacer cola durante siete u ocho años para conseguir una papaya, Polina. No estoy seguro del aspecto que tiene una papaya. Podrían darme una patata y no notaría la diferencia. Pero entonces no perdería peso. ¿Podría enseñarnos una papaya? —le preguntó a la camarera.
—No —contestó ésta secamente.
—Probablemente ni siquiera tiene papayas —dijo Arkady a Polina—. Sólo lo dice para impresionar a sus amigos. ¿Te encuentras mejor?
—Estoy riendo, señal de que me encuentro mejor.
—Nunca te había oído reír. Es un sonido muy agradable.
—Sí —dijo Polina. Luego, poniéndose seria, añadió—: En la facultad de medicina solíamos preguntarnos, ¿cuál es la peor forma de morirse? Después de lo de Rudi, creo que ya lo sé. ¿Crees que existe el infierno?
—No me esperaba esa pregunta.
—Eres como el diablo. Te diviertes con tu trabajo, como si hubieras venido a perseguir a los malditos. Creo que por eso a Jaak le gusta trabajar contigo.
—¿Por qué trabajas conmigo? —preguntó Arkady a Polina. No creía que fuera a abandonarlo ahora.
Polina reflexionó unos instantes.
—Porque me permites hacer las cosas correctamente. Dejas que participe.
Ése era el problema, pensó Arkady. El depósito era un simple escenario en blanco y negro, muertos o vivos. Polina tenía un temperamento analítico, un determinismo que resultaba perfecto para etiquetar a los muertos como una serie de especímenes fríos e inertes. Pero cuando un patólogo participaba en una investigación fuera del depósito, empezaba a ver a los cadáveres como seres vivos, y entonces el cadáver sobre la mesa se convertía en la imagen de los últimos instantes de una persona en la Tierra. Arkady le había arrebatado su distanciamiento profesional. En cierto aspecto, la había corrompido.
—Porque eres inteligente —dijo Arkady.
—He reflexionado sobre lo que dijiste anoche —dijo Polina—. Kim tenía una escopeta. ¿Por qué había de utilizar dos tipos de bombas para matar a Rudi? Es una forma muy complicada de asesinarlo.
—No se trataba únicamente de matarlo, sino de quemarlo. O bien de quemar todos los archivos y disquetes que contenían información sobre otras personas. Estoy convencido de ello.
—Así pues, te he ayudado bastante.
—Eres una heroína de la Mano de Obra Roja —dijo Arkady, alzando el vaso para brindar por ella.
Polina bebió un trago de coñac y lo miró fijamente.
—He oído decir que te marchaste por una mujer —dijo.
—¿Quién te ha contado esas cosas?
—No te salgas por la tangente.
—Ignoro lo que te han contado. Abandoné el país durante un tiempo, y luego regresé.
—¿Y la mujer?
—Ella no regresó.
—¿Cuál de los dos tenía razón? —preguntó Polina.
Era una pregunta que sólo podía formularla una persona muy joven.