8

Al día siguiente concluiría la última fase de la última etapa de la «investigación caliente». Era el último día de alertas oficiales en estaciones, puertos y aeropuertos, una jornada nerviosa. Arkady y Jaak recibieron varios falsos avisos sobre la presencia de Kim en los tres aeropuertos de Moscú, en el norte, el oeste y el sur. Al cuarto aviso se pusieron en marcha hacia Liúbertsi, en el este.

—¿Un nuevo informador? —preguntó Arkady. Iba sentado al volante, señal inconfundible de que estaba de mal humor.

—Totalmente nuevo —contestó Jaak.

—No se trata de Yulia —dijo Arkady.

—No se trata de Yulia —afirmó Jaak.

—¿Le has pedido prestado el Volvo?

—Todavía no. De todos modos, no es de ella, sino de un gitano.

—¿De un gitano? —preguntó asombrado Arkady.

—Para que veas que no tengo prejuicios —dijo Jaak.

—Cuando pienso en gitanos, pienso en poetas y músicos, no pienso en informadores fiables.

—Pues ese tipo sería capaz de vender a su hermano, de modo que lo considero más que fiable —dijo Jaak.

Al llegar vieron la moto de Kim, una exótica Suzuki pintada de azul cobalto, una escultura que unía dos cilindros a dos ruedas, apoyada sobre un pie de cromo, detrás de un edificio de apartamentos de cinco plantas. Arkady y Jaak se pasearon alrededor de la máquina, admirándola desde todos los ángulos, mientras de tanto en tanto echaban una ojeada al edificio. En las plantas superiores había unos balcones cerrados que incumplían las normas de construcción. El suelo estaba sembrado de desperdicios llovidos de las ventanas: cartones, muelles de somieres y botellas rotas. El próximo edificio estaba situado a unos cien metros de distancia. Era un paisaje incompleto compuesto de destartalados edificios, tuberías de alcantarillas en unas zanjas descubiertas y caminos pavimentados que serpenteaban entre la maleza. No se veía un alma. El cielo estaba cubierto por una neblina que expresaba contaminación industrial y desesperación al mismo tiempo.

Liúbertsi representaba todo cuanto temían los rusos: hallarse fuera del centro, no estar en Moscú o Leningrado, vivir como un ser olvidado e invisible, como si las estepas comenzaran aquí, a veinte kilómetros del límite municipal de Moscú. Aquí residía una vasta población que pasaba de la guardería a la escuela de formación profesional, a la cadena de montaje, a la larga cola para comprar vodka y a la tumba.

Los moscovitas también lo temían porque los jóvenes operarios de las fábricas de Liúbertsi iban en tren a Moscú y apaleaban a los niños ricos de la ciudad. Era natural que los residentes de Liúbertsi crearan una mafia con un talento especial para destrozar espectáculos de rock y restaurantes.

—En el sótano —dijo Jaak.

—¿El sótano? —Era lo último que le apetecía oír a Arkady—. Si tenemos que bajar al sótano, deberíamos llevar chalecos antibalas y linternas. ¿No se te ocurrió pedirlos?

—No sabía que encontraríamos a Kim aquí.

—¿No creíste lo que te dijo tu fiable informador?

—No quise complicar las cosas —contestó Jaak.

El problema era que los sótanos de Liúbertsi no eran unos sótanos corrientes, ya que hasta hacía poco la práctica de autodefensa oriental sin armas era ilegal. Debido a ello, los tipos forzudos de Liúbertsi se habían dedicado a habilitar las carboneras y salas de calderas como gimnasios secretos. La perspectiva de meterse en un sótano de Liúbertsi no le hacía ninguna gracia a Arkady, pero sabía que si pedían un equipo especial la operación se retrasaría un día.

En los escalones del edificio de apartamentos estaban sentadas tres babushkas, vigilando a unos niños que jugaban en un destartalado columpio. Las mujeres tenían el pelo gris y llevaban unos abrigos que les daban una apariencia de cuervos.

—¿Recuerdas el club Komsomol que llamó para comunicarnos algo sobre un trofeo para Rudi? —preguntó Jaak.

—Vagamente.

—¿Te he dicho que han llamado varias veces?

—Es un buen momento para decírmelo.

—¿Y mi radio? —preguntó Jaak.

—¿Tu radio?

—Puesto que la compré, me gustaría escucharla. Te agradecería que te acordaras de devolvérmela.

—Pásate esta noche por mi casa y te la daré.

No podían permanecer todo el día pegados a la moto, pensó Arkady. Seguramente ya les habían visto.

—Como llevo una pistola, entraré yo —dijo Jaak.

—En cuanto entre uno de nosotros, Kim saldrá corriendo. Puesto que llevas pistola, es mejor que te quedes aquí y que lo detengas.

Cuando Arkady subió las escaleras, las mujeres lo observaron como a un ser de otra galaxia. Intentó sonreír, pero aquí no aceptaban sonrisas. Dirigió la vista hacia el lugar donde estaban jugando los niños, y vio que perseguían unas bolas de algodón. Luego se giró hacia Jaak, que estaba sentado en la moto contemplando el edificio.

Arkady recorrió la fachada de la casa hasta hallar unas escaleras que conducían a una puerta de acero. La puerta estaba abierta, y al franquearla se encontró en un espacio negro como un abismo.

—¡Kim! —gritó—. ¡Mijaíl Kim! ¡Quiero hablar contigo!

La respuesta fue un profundo silencio. Es el sonido que hacen los champiñones cuando crecen, pensó Arkady. No le apetecía entrar en el sótano.

—¡Kim!

Palpó la pared hasta que encontró una cadena. Al tirar de ella se encendieron una docena de pequeñas bombillas que pendían de un cable eléctrico sujeto a las vigas. Más que iluminar, servían como indicadores en la oscuridad. A medida que descendía, Arkady tuvo la sensación de que se metía en un pozo.

La distancia entre el suelo y el techo era de un metro y medio en algunos puntos, menor. El espacio consistía en un estrecho túnel que se extendía por entre tuberías y válvulas. Los cimientos de la casa crujían como las tablas de un barco. Arkady apartó unas telarañas y respiró profundamente.

La claustrofobia era una vieja amiga que siempre le acompañaba. Lo importante era seguir avanzando de una bombilla a otra. Controlar la respiración. No pensar en el peso del edificio suspendido sobre su espalda, ni en la pésima calidad de las construcciones soviéticas. No imaginar ni por un momento que el túnel era una especie de mohosa sepultura.

Al llegar a la última bombilla, Arkady se deslizó a gatas a través de una segunda abertura y se encontró en una habitación sin ventanas, con las paredes encaladas y pintadas, iluminada por un tubo fluorescente. Las pesas estaban hechas con unas ruedas de acero insertadas en unas barras. Las poleas consistían en unos pedazos de chapas para calderas, que colgaban de unos alambres. En las paredes había un espejo de cuerpo entero y una fotografía de Schwarzenegger flexionando todos los músculos de su cuerpo. Del techo colgaba una cadena que sostenía un pesado saco.

La atmósfera estaba impregnada de un olor a sudor y polvos de talco. Arkady se puso de pie. Detrás había otra habitación con unos bancos y más pesas. En un colchón yacían algunos libros sobre culturismo y nutrición. Uno de los bancos estaba húmedo y mostraba la huella de una zapatilla. En el techo, sobre el banco, había una placa de metal. En la pared había un interruptor y Arkady apagó la luz para que no vieran su silueta. Luego se subió en el banco, levantó la placa y la retiró. Cuando trataba de deslizarse a través de ella, sintió que alguien le apuntaba en la cabeza con una pistola.

Arkady había conseguido introducir la cabeza a través del suelo detrás de las escaleras del vestíbulo del edificio. El banco estaba a un millón de kilómetros debajo de sus pies. Percibió un hedor a orines y, en la penumbra, distinguió un triciclo sin ruedas, unos paquetes vacíos de cigarrillos, unos condones y a Jaak, que sostenía la pistola.

—Me has asustado —dijo Jaak, apartando la pistola.

—¿De veras? —replicó Arkady irritado.

Jaak le tendió una mano para ayudarle a deslizarse a través de la abertura. El vestíbulo daba a la otra fachada del edificio. Arkady se apoyó en los buzones. Habían sido forzados, como de costumbre. La bombilla del vestíbulo estaba rota, como de costumbre. No era de extrañar que mataran a la gente.

—Al ver que tardabas, me acerqué para comprobar si había otra entrada, y de pronto vi asomar una cabeza por el suelo —dijo Jaak para justificarse.

—Prometo no volver a hacerlo.

—Deberías llevar una pistola —observó Jaak.

—Si llevara una pistola, seríamos un pacto suicida.

Cuando salieron del edificio, Arkady se sintió mareado.

—Será mejor que nos limitemos a observar la moto —sugirió Jaak.

Al doblar la esquina vieron que la hermosa moto de Kim había desaparecido.

La milicia se llevaba los vehículos viejos y destrozados a un muelle junto al puerto sur, cerca de donde estaban instaladas las fábricas de troqueles de metal y coches del distrito Proletariat, donde los desguazaban y aprovechaban las partes utilizables. Los vehículos desguazados tenían cierta dignidad, como flores secas. La vista del muelle abarcaba todo el sector sur de Moscú; no era París, pero poseía cierto encanto, y de vez en cuando, entre las chimeneas industriales, se distinguía la dorada cúpula de una iglesia resplandeciendo bajo el sol.

El cielo estaba todavía iluminado. Arkady encontró a Polina al final del muelle, trabajando con una brocha, unos botes de pintura y unas tablas de madera. Se había desabrochado la gabardina, una concesión a la templada temperatura.

—Tu mensaje parecía urgente —dijo Arkady.

—Quería que vieras esto.

—¿Qué cosa? —preguntó Arkady, girándose.

—Ya lo verás.

—¿De modo que no era nada urgente? ¿Simplemente estás trabajando? —preguntó Arkady irritado.

—Tú también estás trabajando.

—Llevo una vida obsesionante pero vacía. ¿No te apetece ir a bailar o al cine con un amigo?

Arkady hubiera preferido estar en casa, escuchando las noticias que transmitía Irina por radio.

Polina aplicó un poco de pintura verde a una tabla de madera, apoyada en el guardabarros de un Zil que había sido despojado de sus puertas y asientos. La joven ofrecía una imagen deliciosa, pensó Arkady. Si dispusiera de un caballete y algo más de técnica, en lugar de aplicar la pintura a brochazos…

—¿Cómo te ha ido con Jaak? —preguntó Polina.

—No ha sido una jornada gloriosa —respondió Arkady, inclinándose sobre su hombro—. Muy verde.

—¿Es una crítica?

—Los pintores sois muy susceptibles. Quise decir que me parece una nota abundante y generosa de verde. —Luego retrocedió unos pasos para estudiar el paisaje formado por el río negro y las grúas y chimeneas grises que se alzaban hacia el cielo cubierto por la neblina—. ¿Qué estás pintando?

—La madera.

—Ah.

Junto a Polina había cuatro botes de pintura verde con unas etiquetas que decían CS1, CS2, CS3, CS4, separados de cuatro botes de pintura roja con unas etiquetas que decían RS1, RS2, etcétera. Cada bote disponía de una brocha. La pintura verde olía a rayos. Arkady se metió la mano en el bolsillo, pero se había dejado en el bolsillo de la otra chaqueta el paquete de Marlboro que le había dado Boria. Al fin encontró un paquete de Belomors, pero Polina se apresuró a apagar la cerilla.

—Explosivos —dijo.

—¿Dónde?

—¿Recuerdas que en el coche de Rudi hallamos huellas de sodio rojo y sulfato de cobre? Ya sabes que suele utilizarse para fabricar artefactos incendiarios.

—La química no era mi fuerte.

—Lo que no podíamos comprender —prosiguió Polina— era por qué no habíamos hallado un reloj o un mecanismo de control remoto. Pues bueno, he hecho algunas averiguaciones y he descubierto que no necesitas disponer de una fuente independiente de ignición si mezclas sodio rojo con sulfato de cobre.

Arkady miró los botes de pintura que había a sus pies. RS: sodio rojo, un rojo carmesí con una tonalidad ocre. CS: sulfato de cobre, un verde vivo con un olor repugnante. Guardó la caja de cerillas en el bolsillo y preguntó:

—¿No necesitas una mecha?

Polina depositó la tabla húmeda sobre el asiento delantero del Zil y sacó otra sobre la que ya se había secado la pintura verde. A continuación colocó un papel marrón sobre la tabla y lo sujetó con cinta adhesiva.

—Por separado, el sodio rojo y el sulfato de cobre son relativamente inofensivos. Sin embargo, al mezclarlos reaccionan químicamente y generan suficiente calor para encenderse espontáneamente.

—¿Espontáneamente?

—Aunque no inmediatamente ni necesariamente. Eso es lo interesante. Se trata de un arma binaria clásica: dos mitades de una carga explosiva separadas por una membrana. Estoy comprobando distintas barreras como gasa, muselina y papel para verificar el tiempo y la eficacia. He colocado unas tablas de maderas pintadas en el interior de seis coches.

Polina cogió la brocha de un bote con una etiqueta que decía RS4 y comenzó a aplicar sodio rojo al papel. Arkady observó que empezó con una «W», como los pintores de brocha gorda.

—Si se hubieran encendido inmediatamente, ya lo habrías notado —observó Arkady.

—Así es.

—¿No tenemos técnicos de la milicia que disponen de búnkers, armaduras y brochas largas para hacer ese tipo de tareas?

—Yo lo hago más rápido y mejor.

Polina trabajaba deprisa y minuciosamente, evitando que cayeran gotas de pintura roja en los botes de pintura verde. En menos de un minuto había pintado de rojo todo el papel que cubría la tabla.

—Así que cuando el sodio rojo empapa el papel y entra en contacto con el sulfato de cobre, ambos se calientan y se encienden.

—Ésa es la idea —contestó Polina. Luego sacó un bloc y un bolígrafo del bolsillo de su gabardina y anotó los números de los botes de pintura y la hora exacta. Acto seguido, sosteniendo la tabla y la brocha en la mano, empezó a pasearse por entre la hilera de coches desguazados.

Arkady echó a caminar junto a ella.

—Sigo pensando que sería preferible que estuvieras paseándote por un parque o tomándote un helado con un amigo.

El muelle estaba repleto de coches aplastados, oxidados y desguazados. Uno de ellos, un Volga, estaba tan retorcido que su eje apuntaba al cielo. Junto a él había un Niva cuyo volante asomaba a través del asiento delantero. Más adelante pasaron junto a un Lada cuyo motor reposaba en el asiento trasero. Alrededor del muelle había varias fábricas y depósitos militares. A lo lejos, en el río, vieron el último transbordador de la tarde deslizándose sobre el agua como una serpiente de luces.

Polina colocó la tabla pintada de rojo junto al pedal del freno de un Moskvich con cuatro puertas y pintó un «7» en la portezuela izquierda. Al ver que Arkady se dirigía hacia otros seis coches situados en el extremo del muelle, le gritó:

—¡Espera!

Se sentaron en un Zhiguli desprovisto del limpiaparabrisas y las ruedas, el cual ofrecía un amplio panorama del muelle y la orilla izquierda del río.

—Una bomba dentro del coche mientras Kim permanece fuera. Parece demasiado obvio —observó Arkady.

—Cuando asesinaron al duque Fernando, que fue lo que provocó la Primera Guerra Mundial —dijo Polina—, había veintisiete terroristas armados con bombas y rifles apostados en varios puntos del trayecto por el que pasaba el cortejo real.

—¿Has hecho un estudio de los asesinatos de personajes importantes? Rudi sólo era un banquero, no el heredero de la corona.

—Actualmente, en los atentados perpetrados por terroristas, sobre todo contra banqueros occidentales, suelen utilizar coches bombas.

—Veo que has estudiado el tema a fondo —dijo Arkady con cierto tono de tristeza.

—Todavía me desconcierta la sangre que hallamos en el coche de Rudi —contestó Polina.

—Estoy convencido de que no tardarás en dar con la solución. Sabes, la vida no sólo consiste en… la muerte.

Los rizos negros de Polina le recordaban a una joven pintada por Manet. Debería ir vestida con una falda larga y un cuello de encaje, pensó Arkady, sentada en un soleado prado ante una mesa de hierro forjado, en lugar de estar metida en un coche desguazado hablando de terroristas y asesinatos.

—Creo que tu vida es bastante vacía —dijo de pronto Polina, mirándole fijamente.

—Espera un segundo —replicó Arkady, molesto por el inesperado derrotero que había tomado la conversación.

—Tú mismo lo has reconocido.

—Pero no me gusta que lo digan los demás.

—Exactamente —dijo Polina—. Llevas una vida totalmente vacía y te permites criticar la mía, aunque trabajo día y noche para ti.

El primer coche estalló con un sonido apagado, como un tambor húmedo, emitiendo un destello blanco mezclado con fragmentos del parabrisas y las ventanillas. Al cabo de unos segundos, mientras seguían lloviendo trocitos de vidrio cristalizado, las llamas invadieron el interior del vehículo. Polina se apresuró a apuntar la hora en el bloc.

—¿Esa carga no tenía detonador ni mecha? —preguntó Arkady—. ¿Sólo sustancias químicas?

—Únicamente lo que has visto, aunque con unas soluciones de distintos grados de concentración. Tengo otras con fósforo y polvo de aluminio que sí requieren detonador.

—Ésa parece bastante eficaz —observó Arkady.

Había esperado una especie de combustión espontánea, pero no una explosión de ese calibre. El asiento delantero y el salpicadero empezaron a ser devorados por llamas que emitían una densa humareda. ¿Cómo conseguía la gente escapar de un coche ardiendo?, se preguntó Arkady.

—Gracias por impedir que me acercara —dijo.

—Ha sido un placer —respondió Polina.

—Discúlpame por criticar tu dedicación profesional; eres el único miembro del equipo que ha demostrado una gran pericia. Estoy impresionado.

Mientras Polina lo observaba atentamente tratando de adivinar si se ocultaba algún atisbo de sarcasmo tras sus palabras, Arkady encendió un cigarrillo.

—Bajaría la ventanilla, pero este coche no tiene ventanillas.

El segundo coche estalló en llamas sin la fuerza explosiva del primero, y la bomba colocada en el tercer vehículo era todavía más débil; apenas se produjo una detonación, aunque fue seguida por una intensa llamarada. La cuarta explosión fue similar a la primera. Arkady ya se había convertido en un veterano observador, y siguió atentamente el desarrollo de cada fase: el estallido inicial de vidrio cristalizado, el intenso resplandor de la explosión, el estruendo del aire comprimido y la emisión de unas llamas rosadas y un humo marrón y pestilente. Polina tomó nota de todos los pormenores. Tenía unas manos delicadas y escribía con una letra rápida y pulcra.

Belov le había dicho que se celebraría un funeral por su padre. Arkady se preguntó si iban a enterrar el cadáver o una urna con sus cenizas. En lugar de trasladar los restos de su padre al crematorio, podían traerlo aquí para que emprendiera un glorioso viaje post mortem en uno de los carruajes de fuego de Polina. Luego, Irina podía incluirlo en su noticiario como otra atrocidad rusa.

De pronto a Arkady se le ocurrió que los coches no estaban destinados a ser conducidos por rusos. En primer lugar, los rusos no disponían de suficientes carreteras despejadas de hielo y barro. Por otra parte, unos vehículos capaces de alcanzar velocidades importantes no debían ser entregados en manos de gente aficionada al vodka y propensa a la melancolía.

—¿Tenías algún plan para esta noche? —le preguntó Polina.

—No.

El quinto y sexto coche estallaron casi simultáneamente, pero ardieron de distinta forma. El primero se convirtió en una bola de fuego, mientras que el otro, más viejo y destartalado, fue devorado lentamente por las llamas. Todavía no había aparecido ninguna dotación de bomberos. La época de los turnos de noche ya había pasado, y a estas horas en las fábricas del muelle sólo quedaban los vigilantes. Arkady se preguntó a cuántos sectores de la ciudad podían prender fuego Polina y él antes de que alguien se diera cuenta.

Mientras repasaba sus notas, Polina dijo:

—Quería colocar unos muñecos en los coches.

—¿Unos muñecos?

—Unos maniquíes. También pensé en colocar unos termómetros, pero ni siquiera pude hallar unos termómetros para hornos.

—No me extraña.

—La combustión química es muy inexacta, especialmente en el espacio de tiempo que transcurre antes de la ignición.

—Tengo la impresión de que hubiera sido más exacto si Kim hubiera disparado contra Rudi con una metralleta. Lo cual no significa que no me divierta observar cómo estallan los coches. Es como contemplar a las mujeres hindúes que se inmolan en las piras funerarias de sus maridos. Salvo que estamos a orillas del Moskova, no del Ganges, y no es de día, sino noche cerrada y hemos olvidado traernos a unas viudas. Aparte de eso, ha sido un espectáculo bastante romántico.

—Es un enfoque muy poco analítico —observó Polina.

—¿Analítico? Ni siquiera he necesitado un termómetro. Me bastó con oler a Rudi. Estaba muerto y bien muerto.

Sus palabras hirieron a Polina, y Arkady se arrepintió al instante de haberlas pronunciado. ¿Qué podía añadir? ¿Que estaba cansado, harto, que quería irse a casa a escuchar la radio?

—Lo lamento —dijo—. Ha sido una idiotez.

—Será mejor que te busques otro patólogo —dijo Polina.

—Será mejor que me vaya.

Cuando Arkady se apeó del coche, sonó la séptima explosión. Tras el impacto de la detonación, una multitud de trocitos de vidrio cristalizado cayó alrededor de sus pies. El Moskvich comenzó a arder como un horno, mientras las llamas brincaban en el interior del vehículo, emitiendo un círculo de calor que obligó a Arkady a retroceder. Cuando empezó a arder el asiento, las llamas se convirtieron en un humo violáceo impregnado de toxinas. Todo el muelle estaba sembrado de fragmentos de vidrio que parecían ascuas.

Arkady observó que Polina estaba tomando nota. Hubiera sido una buena asesina, pensó. Era una excelente patóloga. En cambio, él era un idiota.