7

A medianoche, Arkady se hallaba frente a la Biblioteca Lenin, admirando las estatuas de los escritores y eruditos rusos que adornaban el tejado. Había oído decir que el edificio estaba a punto de desplomarse; lo cierto es que las estatuas parecían dispuestas a saltar. A los pocos minutos vio salir una sombra del edificio y cerrar la puerta con llave. Arkady cruzó la calle y se presentó.

—¿Un investigador? No me sorprende. —Feldman llevaba un gorro de piel y una cartera, y lucía una barbita blanca que le hacía parecerse a Trotski. Echó a caminar rápidamente hacia el río, seguido de Arkady—. Dispongo de una llave. No he robado nada. ¿Desea registrarme?

Arkady rechazó la sugerencia y le preguntó directamente:

—¿Cómo es que conoce a Rudi?

—Sólo se puede trabajar de noche. Menos mal que padezco insomnio. ¿Y usted?

—No.

—Da la impresión de no poder conciliar el sueño. Vaya a ver a un médico. A menos que no le importe.

—¿Qué me dice de Rudi? —insistió Arkady.

—¿Rosen? No lo conozco. Sólo nos vimos una vez, hace una semana. Deseaba hablar sobre pintura.

—¿Pintura?

—Soy profesor de historia de la pintura. ¿No recuerda que se lo dije cuando hablamos por teléfono? ¡Menudo investigador!

—¿Qué quería Rudi?

—Quería informarse sobre la pintura soviética. La vanguardia soviética fue la época más creativa y más revolucionaria de la historia, pero el hombre soviético es un ignorante. No podía educar a Rosen en media hora.

—¿Le preguntó sobre algunos cuadros en concreto?

—No. Durante años, el Partido exigía realismo socialista, y la gente colgaba cuadros de tractores en las paredes de su casa y ocultaba obras maestras de vanguardia detrás de los retretes o debajo de la cama. Ahora vuelven a exhibirlas. De pronto Moscú está lleno de conservadores de pintura. ¿Le gusta el realismo socialista?

—El realismo socialista no es mi fuerte.

—¿Se refiere usted a la pintura?

—No.

Feldman observó a Arkady con interés. Se hallaban en el parque situado detrás de la biblioteca. Una escalinata descendía entre los árboles hacia el río, junto a la esquina suroeste del Kremlin, y unos reflectores iluminaban las ramas de los árboles, dándoles uno aspecto dorado.

—Le dije a Rosen que la gente olvida que existía un idealismo al comienzo de la Revolución. Aparte del hambre y la guerra civil, Moscú era la ciudad más interesante del mundo. Cuando Mayakovski dijo «convirtamos las plazas en nuestras paletas y las calles en nuestros pinceles», lo decía en serio. Cada muro era un cuadro. Los trenes, los barcos y los aviones estaban pintados. El papel de las paredes, la vajilla y los envoltorios de los chicles estaban creados por unos artistas que pretendían forjar un nuevo mundo. Al mismo tiempo, las mujeres organizaban marchas reivindicando el amor libre. La gente estaba convencida de que todo era posible. Rosen me preguntó cuánto costarían hoy en día esos envoltorios de chicle.

—Yo también me he hecho esa pregunta —reconoció Arkady.

Feldman siguió bajando las escaleras con expresión malhumorada.

—Teniendo en cuenta que el arte de vanguardia no estaba bien visto, eligió usted una especialidad casi suicida. ¿Se acostumbró a trabajar de noche por este motivo? —preguntó Arkady.

—Una interesante observación —respondió Feldman, parándose en seco—. ¿Por qué cree que el rojo es el color de la revolución?

—Tal vez porque es tradicional.

—Prehistórico, no tradicional. Los dos primeros hábitos que adquirió el hombre mono fueron el canibalismo y pintarse de rojo. Los soviéticos son los únicos que todavía lo hacen. No tiene más que fijarse en lo que hicimos con el genio de la Revolución. Describa la tumba de Lenin.

—Es un rectángulo de granito rojo.

—Es un diseño constructivista inspirado por Maliévich, un rectángulo rojo situado en la Plaza Roja. Representa algo más que la tumba donde sepultaron a Lenin. El arte se hallaba por doquier en aquellos días. Tatlin diseñó un rascacielos giratorio más alto que el Empire State Building. Popova diseñaba vestidos de alta costura para las campesinas. Los pintores de Moscú querían pintar de rojo los árboles del Kremlin. Lenin se opuso a esa iniciativa, pero la gente creía que todo era posible. Era una época de esperanza, de fantasía.

—¿Da usted conferencias sobre este tema?

—No acudiría nadie. Son como Rosen, sólo quieren vender. Me paso el día autentificando cuadros para idiotas.

—¿Rosen deseaba vender algo?

—No lo sé. Habíamos quedado en vernos hace dos días, pero no se presentó.

—Entonces, ¿por qué cree que quería vender algo?

—Hoy en día la gente vende todo lo que posee. Rosen dijo que había hallado algo, pero ignoro de qué se trataba.

Al llegar a la orilla del río, Feldman contempló el paisaje con tal fervor que Arkady casi podía imaginar los árboles pintados de rojo en los jardines del Kremlin, unas amazonas marchando por la calle Gorki y unos dirigibles arrastrando unos carteles propagandísticos bajo la Luna.

—Vivimos en las ruinas arqueológicas del nuevo mundo que no llegó a existir. Si supiéramos dónde cavar, ¿quién sabe lo que descubriríamos? —dijo Feldman. Luego se dio media vuelta y echó a caminar hacia el puente.

Arkady se dirigió por la orilla del río hacia su apartamento. No tenía sueño, pero no porque padeciera insomnio, sino porque el mundo le preocupaba.

No vio a ninguna amazona junto al río, sino a unos pescadores preparando los anzuelos de sus cañas. Había pasado un par de años de su exilio recorriendo el Pacífico a bordo de una jábega. Siempre le había impresionado que al anochecer, cualquier embarcación, por insignificante que fuera, se convirtiera en una deslumbrante constelación de estrellas, iluminada por las luces pesqueras en los mástiles, las botavaras, las regalas, el puente, la rampa y la cubierta. En aquellos momentos se le ocurrió que sería bonito que los pescadores nocturnos de Moscú llevaran también unas linternas con pilas en sus gorros y cinturones y colgadas del extremo de sus cañas.

Quizás el problema no era el insomnio. Quizás estaba loco. ¿Por qué se empeñaba en descubrir quién había matado a Rudi? Cuando una sociedad se desmorona como un castillo de naipes, ¿qué importaba quién había asesinado a un especulador del mercado negro? En cualquier caso, éste no era el mundo real. El mundo real estaba donde se hallaba Irina. Aquí, Arkady era simplemente otra sombra en una caverna donde no lograba conciliar el sueño.

Frente a él se recortaba la silueta de la catedral de San Basilio como unos moros con turbantes iluminados por atrás por los reflectores de la plaza. Junto a la base de piedra de la catedral, medio ocultos por las sombras, había un centenar de soldados de los cuarteles del Kremlin vestidos con uniforme de campaña, provistos de radios y ametralladoras.

La Plaza Roja se alzaba como una inmensa colina de adoquines. A la izquierda aparecía el Kremlin brillantemente iluminado, con sus almenas en forma de cola de milano erigiéndose sobre una fortaleza que parecía extenderse hasta la Muralla China. Los chapiteles parecían iglesias que habían sido capturadas, transportadas desde Europa y erigidas como trofeos en honor del zar, coronadas por unas estrellas de rubíes. Bañado en luz, el Kremlin ofrecía una imagen entre real y fantástica, como una inmensa y opresiva visión. De pronto, un sedán negro atravesó el portal de la torre Spassky y desapareció a toda velocidad. Frente a Arkady, en la parte superior de la plaza, una gigantesca pancarta de la Pepsi cubría buena parte de la fachada del Museo del Ejército. A la derecha se alzaba la clásica fachada de piedra de GUM, los almacenes más grandes y desiertos del mundo. La plaza estaba controlada por unas cámaras instaladas en el tejado de GUM y los muros del Kremlin, pero no existían unos reflectores suficientemente potentes para iluminar el valle de sombras en el centro de la plaza, donde se encontraba Arkady. El impresionante tamaño y espacio de la plaza más que levantar el espíritu lo empequeñecía, poniendo de relieve su insignificancia.

Exceptuando a Lenin. Cuando Lenin agonizaba, rogó que no se erigiera ningún monumento en su memoria. El mausoleo que había mandado construir Stalin consistía en un montón de criptas, una especie de zigurat rojo y negro situado bajo las almenas de los muros del Kremlin. A ambos lados del mausoleo había unos bancos de mármol blanco en los que se sentaban los dignatarios para presenciar el desfile del Día de Mayo. El nombre de Lenin estaba grabado en letras rojas sobre la puerta de la tumba, custodiada por dos guardias de honor, unos jóvenes sargentos con guantes blancos y pálidos como la cera debido al cansancio.

La plaza estaba cerrada al tráfico, pero de pronto, al girarse, Arkady vio un Zil negro, un coche oficial, que salía disparado de la calle Cherny y se dirigía a toda velocidad hacia el río para desaparecer entre las sombras que rodeaban la catedral de San Basilio. El chirrido de los neumáticos era como una nota de protesta que reverberaba en toda la plaza.

Al cabo de unos instantes, el Zil apareció de nuevo. Llevaba los faros apagados, por lo que Arkady no se dio cuenta que se dirigía hacia él hasta que lo tuvo casi encima. Echó a correr hacia el museo, con el Zil pisándole los talones. Al girar hacia la izquierda, hacia la tumba de Lenin, el automóvil le adelantó y le cortó el paso. Arkady se apartó de un salto y echó a correr hacia la calle Cherny. El Zil frenó bruscamente, dio media vuelta y avanzó hacia él describiendo un amplio círculo.

Antes de que el coche lo embistiera, Arkady se arrojó al suelo y comenzó a rodar sobre el pavimento. Al cabo de unos segundos, se levantó y se dirigió tambaleándose hacia la catedral de San Basilio, pero resbaló y cayó de rodillas. De pronto vio frente a él los faros cegadores del coche.

El Zil se detuvo a pocos metros frente a él y se apearon cuatro generales vestidos con unos uniformes verde oscuro, adornados con estrellas de latón y unas medallas suspendidas de unos cordones dorados. Cuando recuperó la vista, Arkady comprobó que eran muy ancianos y apenas se sostenían en pie. El conductor se apeó también del vehículo y casi se cayó de bruces. Iba de paisano, con un jersey y una chaqueta, y en la cabeza lucía una gorra de brigada. Estaba borracho, y de sus ojos brotaban unas lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

—¿Belov? —preguntó Arkady.

—¡Arkasha! —Belov tenía una voz profunda y hueca como un barril—. Fuimos a buscarte a tu casa pero no estabas. Tampoco te encontramos en tu despacho. Luego, mientras dábamos una vuelta por aquí, te vimos, pero echaste a correr como si te estuviéramos persiguiendo.

Arkady reconoció vagamente a los generales, aunque eran una sombra de los altos e imponentes oficiales que solían seguir a su padre. He aquí a los intrépidos héroes del Sitio de Moscú, los comandantes de tanques de la ofensiva de Bessarabia, la vanguardia de la marcha sobre Berlín, que lucían la Orden de Lenin concedida por «una valerosa acción que modificó el curso de la guerra». Excepto que Shukshín, que tenía la costumbre de golpear sus botas con la fusta, estaba ahora tan encogido que apenas era más alto que sus botas, e Ivanov, que exigía siempre llevar la cartera con los planos de su padre, caminaba inclinado hacia delante como un mono. Kuznetsov estaba gordito como un bebé, y Gul parecía un esqueleto; las únicas muestras de su antiguo vigor y ferocidad eran sus frondosas cejas y los pelos que sobresalían de sus orejas.

Belov se quitó la gorra y la colocó debajo de su brazo izquierdo.

—Arkady Kirilovich, tengo el penoso deber de comunicarte que tu padre, el general Kiril Ilich Renko, ha fallecido.

Los generales avanzaron y estrecharon la mano de Arkady.

—Debió ser nombrado mariscal del Ejército —dijo Ivanov.

—Éramos camaradas de armas —dijo Shukshín—. Entré en Berlín acompañado de su padre.

Gul agitó débilmente el brazo y declaró:

—Desfilé en esta plaza junto a su padre y deposité mil banderas fascistas a los pies de Stalin.

—Nuestro más sentido pésame por esta irreparable pérdida —dijo Kuznetsov, sollozando como un viejo familiar.

—El funeral se celebrará el sábado —dijo Belov—. Es muy pronto, pero tu padre, como de costumbre, dejó unas instrucciones muy claras al respecto. Me pidió que te entregara esta carta.

—No la quiero.

—Ignoro su contenido —añadió Belov, tratando de introducir la carta en el bolsillo de la chaqueta de Arkady—. De un padre a su hijo.

Arkady lo apartó de un manotazo. Le sorprendía la rudeza con que trataba a un buen amigo y la repugnancia que le inspiraban los otros.

—No, gracias.

Tambaleándose, Shukshín avanzó unos pasos hacia el Kremlin.

—En aquellos tiempos —afirmó— todo el mundo admiraba al Ejército. El poder soviético significaba algo. Los fascistas se cagaban encima cada vez que nosotros nos sonábamos las narices.

—Ahora nos arrastramos ante los alemanes para besarles el culo —terció Gul—. Ésa es nuestra recompensa por haberles permitido levantar cabeza.

—¿Y qué hemos conseguido por haber salvado a los húngaros, a los checoslovacos y a los polacos? ¡Que nos escupan en la cara! —exclamó muy airadamente Ivanov, apoyándose en el capó del coche.

Estaban tan empapados en vodka, pensó Arkady, que si alguien les hubiera acercado una cerilla encendida, habrían ardido como monigotes de trapo.

—¡Nosotros salvamos al mundo! —declaró Shukshín.

—¿Por qué? —inquirió Belov.

—Era un asesino —contestó Arkady.

—Era una guerra.

—¿Cree que nosotros hubiéramos perdido Afganistán? —preguntó Gul—. ¿O Europa? ¿O una sola república?

—No estoy hablando sobre la guerra —dijo Arkady.

—Lee la carta —le rogó Belov.

—Estoy hablando sobre un asesinato.

—¡Por favor, Arkasha! —exclamó Belov, mirándole con ojos de súplica—. Hazlo por mí. ¡Va a leer la carta!

Los generales se acercaron apresuradamente y rodearon a Arkady. Un solo empujón habría bastado para acabar con ellos, pensó Arkady. ¿A quién veían? ¿A él, a su padre? Podía haber aprovechado ese momento para vengarse, como un niño que espera desde hace tiempo ver cumplida su ilusión. Pero era demasiado patético, y los generales, pese a su grotesco y decadente aspecto, eran unos pobres miserables.

Arkady cogió el sobre. Parecía luminoso, y su nombre estaba escrito con letras delgadas. Al sostenerlo en la mano notó que apenas pesaba, como si estuviera vacío.

—La leeré más tarde.

—¡En el cementerio de Vaganskoye! —gritó Belov mientras Arkady se alejaba—. A las diez de la mañana.

O la arrojaré a la papelera, pensó Arkady. O quizá la queme.