Polina estaba examinando la habitación de Rudi en busca de huellas dactilares cuando Arkady llegó del mercado de automóviles. Nunca la había visto sin gabardina. Debido al calor, llevaba unos pantalones cortos, una blusa veraniega anudada debajo del pecho y el pelo sujeto con un pañuelo. Con sus guantes de goma y el pequeño pincel de pelo de camello que sostenía en la mano, parecía una niña jugando a las casitas.
—Lo hemos examinado todo —dijo Arkady, dejando la chaqueta sobre la cama—. Aparte de las huellas de Rudi, los peritos no han encontrado nada.
—En ese caso no tenemos nada que perder —contestó Polina alegremente—. El topo humano está en el garaje buscando alguna puerta oculta.
Arkady abrió la ventana que daba al patio y vio a Minin en la puerta del garaje, con el sombrero y el abrigo puestos.
—No deberías llamarle eso —dijo.
—¿Por qué?
Polina puso los ojos en blanco y se subió en una silla para examinar el espejo y la cómoda.
—¿Dónde está Jaak?
—Nos han prometido otro coche. Si lo consigue, irá a la Granja Colectiva del Sendero de Lenin.
—Es la época de las patatas. Jaak les será muy útil.
Varios objetos —el cepillo de pelo, la cabecera de la cama, el botiquín y debajo del asiento del retrete— mostraban unas manchas ovaladas donde habían aplicado polvo para recoger las huellas. Otras habían sido recogidas con cinta adhesiva y trasladadas a unas platinas que había en la mesilla de noche.
Arkady se puso unos guantes de goma.
—Este trabajo no te corresponde a ti.
—A ti tampoco. Los investigadores dejan que los detectives hagan el trabajo duro. Estoy acostumbrada a hacerlo y lo hago mejor que los demás, así que ¿por qué no habría de hacerlo? ¿Sabes por qué nadie quiere atender a las parturientas?
—No, ¿por qué? —contestó Arkady, arrepintiéndose al instante de haberlo preguntado.
—Los médicos no quieren atenderlas porque temen contagiarse del SIDA, y porque no se fían de los guantes de goma soviéticos. Se ponen tres y hasta cuatro pares de guantes. Tampoco quieren practicar abortos, por el mismo motivo. Preferirían observar a las mujeres a cien metros de distancia hasta que reventaran. Claro que no nacerían tantos niños si los condones soviéticos no fueran de tan mala calidad como los guantes de goma.
—Tienes razón —respondió Arkady. Se sentó en la cama y echó un vistazo a su alrededor. Aunque había seguido a Rudi durante varias semanas, sabía muy poco sobre él.
—No traía mujeres aquí —observó Polina—. No hay galletas, ni vino, ni siquiera condones. Las mujeres siempre dejan cosas, horquillas, algodón, polvos sobre la almohada… Todo está limpio y ordenado.
¿Cuánto tiempo iba a permanecer subida en silla? Tenía las piernas más blancas y musculosas de lo que Arkady había imaginado. Quizás había estudiado ballet. Del pañuelo que le sujetaba el pelo se escapaban unos rizos negros en el cogote.
—¿Estás examinando todas las habitaciones? —le preguntó Arkady.
—Sí.
—¿No deberías estar jugando al voleibol con tus amigos?
—Es un poco tarde para ir a jugar a voleibol.
—¿Has recogido las huellas de las cintas de vídeo?
—Sí —contestó Polina, mirándole a través del espejo.
—He conseguido que te concedan más tiempo en el depósito de cadáveres —dijo Arkady para complacerla. Pensó que la mejor manera de complacer a una mujer era ofrecerle más tiempo en el depósito—. ¿Por qué quieres volver a examinar los restos de Rudi?
—Había demasiada sangre. He obtenido los resultados del laboratorio sobre la sangre que había en el coche. La sangre pertenecía a su tipo.
—Estupendo —dijo Arkady. Si ella estaba contenta, él también. Encendió el televisor y el aparato de vídeo, insertó una de las cintas de Rudi y oprimió los botones «Play» y «Fast Forward». Inmediatamente aparecieron en la pantalla unas imágenes, acompañadas de unos sonidos indescifrables, que mostraban la ciudad dorada de Jerusalén, el Muro de las Lamentaciones, una playa mediterránea, una sinagoga, un naranjal, unos modernos hoteles, unos casinos y El Al. Arkady detuvo la cinta para captar las palabras del narrador, que sonaban más glóticas que el ruso.
—¿Hablas hebreo? —preguntó Arkady a Polina.
—¿Por qué iba a hablar hebreo?
La segunda cinta mostraba una rápida sucesión de imágenes de la blanca ciudad de El Cairo, unas pirámides y unos camellos, una playa mediterránea, unas falucas en el Nilo, un almuecín sobre un minarete, una plantación de dátiles, unos modernos hoteles y Egyptair.
—¿Árabe?
—No.
La tercera cinta mostraba en primer lugar una cervecería al aire libre y luego varias pinceladas del Múnich medieval, unas vistas aéreas del sector reconstruido, unos paseantes en la Marienplatz, otra cervecería, unas bandas de músicos vestidos con lederhosen, el estadio olímpico, la Oktoberfest, un teatro rococó, un ángel dorado de la paz, una autopista, otra cervecería, los Alpes y la estela de un avión de la Lufthansa. Arkady retrocedió a la imagen de los Alpes para escuchar las palabras del narrador, ponderosas y exuberantes al mismo tiempo.
—¿Hablas alemán? —le preguntó Polina. El espejo sobre el que había aplicado los polvos parecía una colección de alas de polilla describiendo unas espirales ovaladas.
—Un poco —respondió Arkady. Había hecho el servicio militar en Berlín, escuchando a los americanos, y había aprendido algunas palabras de alemán de esa forma truculenta en que los rusos abordan el idioma de Bismarck, Marx y Hitler. Aparte de que los alemanes constituían el enemigo tradicional, los zares habían importado durante siglos a alemanes como capataces, sin olvidar que los nazis consideraban a todos los eslavos una especie subhumana. Existía una palpable antipatía hacia la raza alemana.
—Auf wiedersehen —dijo la voz del narrador.
—Auf wiedersehen —contestó Arkady, y apagó el televisor—. Auf wiedersehen, Polina. Vete a casa, vete al cine con tu novio.
—Casi he terminado.
Hasta el momento, Polina había demostrado más intuición respecto al apartamento de Rudi que Arkady, a quien no sólo se le habían escapado algunas pistas sino varios detalles esenciales. La fobia que le inspiraba a Rudi todo contacto físico había creado un apartamento solitario y aséptico. No había ceniceros ni colillas. Arkady deseaba fumarse un cigarrillo, pero no se atrevía a perturbar el higiénico equilibrio del apartamento.
Al parecer, la única debilidad de la carne a la que sucumbía Rudi era la comida. Arkady abrió el frigorífico. Había un amplio surtido de jamón, pescado ahumado y queso holandés, perfectamente conservado y con un aspecto muy apetitoso. Probablemente lo había comprado en Stockmann, unos grandes almacenes de Helsinki que vendían smorgasbords, muebles de oficina y coches japoneses a la comunidad de extranjeros en Moscú, quienes se negaban a vivir como los rusos. El queso, rodeado de su corteza de cera, relucía como el sombrerillo de un champiñón.
Polina se acercó a la puerta del dormitorio mientras se ponía la gabardina.
—¿Estás examinando las pruebas o comiéndotelas?
—Las estoy admirando. Este queso proviene de unas vacas que pastan en unos prados sobre unos diques a varios miles de kilómetros de distancia, y no es tan raro como el queso ruso. En la cera se aprecian perfectamente las huellas dactilares, ¿verdad?
—La humedad no es una buena atmósfera.
—¿Hace demasiada humedad?
—No he dicho que no pueda recogerlas, pero no te hagas demasiadas ilusiones.
—¿Crees que soy un tipo que se hace ilusiones?
—No lo sé; hoy tienes un aspecto distinto. Pareces…
Arkady se llevó un dedo a los labios para indicar silencio. Percibía un ruido apenas audible, como el ventilador de un frigorífico, excepto que estaba junto al frigorífico.
—Es un retrete —dijo Polina—. Alguien tira de la cadena cada hora.
Arkady se dirigió al baño y tocó las tuberías. Por lo general, éstas hacían un ruido tremendo. En cambio este sonido era más suave, más mecánico que líquido, y procedía del interior del apartamento de Rosen. De pronto, cesó.
—¿Cada hora? —preguntó Arkady a Polina.
—En punto. He echado un vistazo, pero no he descubierto nada.
Arkady entró en el despacho de Rudi. La mesa estaba tal como la había dejado, el teléfono y el fax silenciosos. Al dar un golpecito en el fax empezó a parpadear una luz roja de «alerta». Arkady dio unos golpecitos más fuertes y la luz parpadeó regularmente, como un faro. El volumen estaba bajo. Luego apartó la mesa y vio un rollo de papel facsímil oculto entre la mesa y la pared.
—Primera norma de una investigación: «Mueve los objetos». —Aún no había examinado esta habitación.
El papel estaba todavía caliente. En la parte superior aparecía la fecha y la hora de la transmisión, hacía un minuto. El mensaje, escrito en ruso, decía: «¿Dónde está la Plaza Roja?»
Cualquiera que tuviera un plano podía responder a esa pregunta. El papel indicaba que la transmisión se había efectuado hacía sesenta y un segundos: «¿Dónde está la Plaza Roja?». No era necesario disponer de un plano. Bastaba con preguntarle a cualquiera, en el Nilo, en los Andes o en el parque Gorki.
Había cinco mensajes, enviados cada hora, con la misma pregunta insistente: «¿Dónde está la Plaza Roja?». El primer mensaje decía también: «Si sabe dónde está la Plaza Roja, puedo ofrecerle contactos con la sociedad internacional por una comisión como intermediario del diez por ciento».
Una comisión del diez por ciento por hallar la Plaza Roja era un dinero fácil. El aparato había imprimido automáticamente un largo número de fax en la parte superior del papel. Arkady marcó el número de conferencias internacionales, y la telefonista le informó que el prefijo correspondía a Alemania y a la ciudad de Múnich.
—¿Tienes un chisme de éstos? —preguntó Arkady a Polina.
—Conozco a un chico que tiene uno.
Perfecto. Arkady escribió en un papel con el membrete de Rudi «necesito más información». Polina insertó el papel, descolgó el teléfono y marcó el número, que contestó con un ping. Acto seguido se encendió una luz sobre un botón que decía «Transmita». Polina lo oprimió y el aparato se puso en marcha.
—Si están tratando de localizar a Rudi, es que no saben que ha muerto —dijo Polina.
—Ésa es la idea.
—Lo único que sacarás con esto es una información que no va a servir para nada, o bien meterte en un lío. Me parece absurdo.
Al cabo de una hora todavía no habían obtenido respuesta. Arkady bajó a echar un vistazo al garaje, donde Minin estaba golpeando el suelo con el mango de una pala. La bombilla que colgaba del techo había sido sustituida por otra de mayor voltaje. Los neumáticos habían sido colocados ordenadamente en un rincón, junto a unas correas de goma y unas latas de aceite enumeradas y etiquetadas. Minin se había quitado el abrigo y la chaqueta, pero conservaba el sombrero puesto, que ensombrecía la parte superior de su rostro. Parece un hombre en la Luna, pensó Arkady. Al ver entrar a su jefe, Minin se incorporó.
Según Arkady, el problema era que Minin era el clásico enano. No es que fuera bajo, pero era un tipo a quien nadie quería, y se sentía despreciado. Arkady podía haberlo eliminado de su equipo —un investigador no tenía que aceptar a todos los colaboradores que le asignaban—, pero no quería justificar la actitud de Minin. Además, detestaba ver a un tipo feo haciendo pucheros.
—Investigador Renko, cuando los chechenos se desmandan, creo que yo le sería más útil en la calle que en este garaje.
—No sabemos si es obra de los chechenos, y necesito a un buen detective para este trabajo. Algunos son capaces de llevarse los neumáticos ocultos debajo del abrigo.
—¿Quiere que suba a observar a Polina?
—No —contestó Arkady, mirando fijamente a Minin—. Te noto distinto, Minin. ¿A qué se debe?
—No lo sé.
—Es eso. —Sobre la camisa empapada en sudor de Minin brillaba una insignia con la bandera roja. Arkady no la habría observado de no haberse quitado la chaqueta el detective—. ¿Una insignia de socio?
—De una organización patriótica —respondió Minin.
—Muy elegante.
—Propugnamos la defensa de Rusia, rechazamos las leyes que arrebatan a la gente su fortuna para entregársela a una pandilla de buitres y cambistas, y pretendemos limpiar la sociedad y poner fin al caos y a la anarquía. ¿Tiene alguna objeción? —Más que una pregunta, era un desafío.
—En absoluto. La insignia te queda muy bien.
Mientras se dirigía a entrevistarse con Boria Gubenko, Arkady pensó que la noche estival había caído como un silencio. Las calles estaban desiertas y los taxis, aparcados frente a los hoteles, sólo accedían a transportar a los turistas. Una tienda estaba llena de clientes, mientras que otras se hallaban vacías. Moscú parecía una ciudad saqueada, sin alimentos, gasolina ni productos básicos. Arkady tenía también la impresión de que le habían arrebatado una costilla, un pulmón o un pedazo del corazón.
Era reconfortante saber que alguien en Alemania había preguntado en inglés a un especulador soviético dónde se hallaba la Plaza Roja. Era una confirmación de que la Plaza Roja todavía existía.
Boria Gubenko cogió una pelota de una cesta, la colocó sobre el tee, advirtió a Arkady que se apartara para no recibir un golpe, se concentró, levantó el palo hacia atrás y le dio a la pelota con fuerza.
—¿Quiere intentarlo?
—No, gracias. Prefiero observar —respondió Arkady.
Una docena de japoneses practicaban sobre unos rectángulos de hierba de plástico, golpeando la pelota y enviándola al otro extremo de la fábrica. El ruido intermitente de las pelotas al ser golpeadas sonaba como disparos de pistola, lo cual encajaba perfectamente en aquel entorno ya que era una fábrica de fundas de balas. Durante el Terror Blanco, la Guerra Patriótica y el Pacto de Varsovia, los obreros habían fabricado millones de cartuchos de latón y acero. Para convertir la fábrica en un comercio de venta de artículos de golf, habían eliminado las cadenas de montaje y habían pintado el suelo de un verde bucólico. Unos árboles de cartón ocultaban un par de prensas metálicas inamovibles, un toque muy apreciado por los japoneses, que llevaban siempre puesta la gorra de golf. Aparte de Boria, los únicos jugadores rusos que vio Arkady fueron una madre y una hija que recibían una lección vestidas con unas faldas cortas idénticas.
En la pared del fondo, las pelotas rebotaban contra una lona verde en las que estaban indicadas unas distancias ascendentes: doscientos, doscientos cincuenta y trescientos metros.
—Confieso que a veces me paso un poco —dijo Boria—. El secreto de un negocio es tener a los clientes satisfechos. Luego adoptó una estudiada pose y preguntó a Arkady: —¿Qué le parece? ¿El primer campeón amateur ruso?
—Como mínimo.
La corpulencia de Boria quedaba suavizada por un jersey azul pastel, y llevaba el pelo peinado en unas alas doradas alrededor de un rostro de facciones marcadas y unos ojos observadores de un azul cristalino.
—Estuve diez años jugando al fútbol para el Ejército Central —dijo Boria, cogiendo otra pelota de la cesta—. Llevaba una vida fantástica: dinero, un apartamento, un coche, etcétera. Luego sufrí una lesión, y de la noche a la mañana me encontré en la calle. Todo el mundo quería invitarme a una cerveza, pero eso es todo. Ésa fue la recompensa que obtuve por diez años de entrega y una rodilla hecha papilla. Lo mismo les sucede a los antiguos boxeadores, a los campeones de lucha libre y a los jugadores de hockey. No es de extrañar que se metan en la mafia o, lo que es peor, que se dediquen al fútbol americano. De todos modos, he tenido suerte.
Sin duda. Boria se había convertido en un próspero hombre de negocios. En el nuevo Moscú, nadie era tan popular y rico como Boria Gubenko.
Al fondo había unas máquinas tragaperras junto a un bar decorado con pósters de Marlboro, ceniceros de Marlboro y lámparas de Marlboro. Boria se colocó frente al tee. Parecía más robusto que en su época de futbolista y presentaba un aspecto elegante y pulido, como un león domesticado. Alzó el palo y se quedó inmóvil, estudiando el campo que se extendía ante él.
—Háblame sobre ese club —dijo Arkady.
—Es un club sólo para socios con mucho dinero. Cuanto más exclusivo es un club, más extranjeros quieren pertenecer a él. Te contaré un secreto.
—¿Otro?
—La ubicación. Los suecos han invertido millones en un campo de dieciocho agujeros en las afueras de la ciudad. Estará dotado de una sala de conferencias, un centro de comunicaciones y un sofisticado sistema de seguridad para que los hombres de negocios y los turistas puedan alojarse en él sin tener que desplazarse a Moscú. Pero eso me parece una estupidez. Si decido invertir dinero en un negocio, quiero ver de qué se trata. De todos modos, los suecos están muy alejados de la ciudad. En comparación, nosotros estamos en el mismo centro, junto al río, prácticamente frente al Kremlin. La inversión fue mínima, unos botes de pintura, hierba de plástico, unos palos y unas pelotas. Fue idea de Rudi. —Gubenko miró a Arkady de arriba abajo y le preguntó—: ¿Practica algún deporte?
—Jugaba al fútbol en la escuela.
—¿Posición?
—Generalmente de portero —contestó Arkady. Hubiera sido ridículo hacerse pasar por un atleta en presencia de Boria.
—Lo mismo que yo. Es la mejor posición. Observas, ves el ataque y aprendes a adelantarte. En realidad el juego consiste en un par de disparos. Y cuando te entregas, te entregas, ¿no es cierto? Cuando tratas de protegerte, es cuando resultas lesionado. Por supuesto, el fútbol para mí representaba un medio para ver mundo. No sabía lo que era comer bien hasta que fui a Italia. A veces acepto hacer de arbitro de unos partidos internacionales para poder comer bien.
La frase «ver mundo» era una pálida descripción de la ambición de Boria, pensó Arkady. Gubenko se había criado en las «Barracas Jruschov» de Long Pond. En ruso, «Jruschov» rimaba con «barracón», lo cual otorgaba cierto morbo al título. Boria se había criado a base de sopa de col, y ahora opinaba sobre los restaurantes italianos.
—¿Qué cree que le pasó a Rudi? —preguntó Arkady.
—Creo que lo que le pasó a Rudi fue un desastre nacional. Era el único economista verdadero del país.
—¿Quién lo mató?
Boria respondió sin vacilar:
—Los chechenos. Majmud es un bandido sin la menor idea del estilo o los negocios occidentales. Tiene a todo el mundo dominado. Cuanto más le temen, mejor, aunque suponga el cierre de un mercado. Cuanto más nerviosos se ponen los demás, más fuertes se sienten los chechenos.
Uno de los japoneses asestó un golpe maestro a la pelota, seguido de exclamaciones de «¡Banzai!».
Boria sonrió y levantó el palo.
—Vuelan de Tokio a Hawai para jugar al golf durante una semana. Por la noche tengo que echarlos de aquí.
—Si los chechenos mataron a Rudi —dijo Arkady—, tuvieron que pasar frente a Kim. A pesar de su reputación de forzudo y experto en artes marciales, no consiguió protegerlo. Cuando su mejor amigo Rudi buscaba un guardaespaldas, ¿no acudió a usted para que lo aconsejara?
—Rudi solía llevar encima mucho dinero, y le preocupaba su seguridad.
—¿Y Kim?
—Muchas fábricas en Liúbertsi han cerrado. El problema de competir con el mercado libre, según decía Rudi, es que fabricamos mierda. Cuando le sugerí que contratara a Kim, creí que les hacía un favor a los dos.
—Suponiendo que dé con el paradero de Kim antes que nosotros, ¿qué piensa hacer?
Boria apuntó el palo hacia Arkady.
—Le avisaré. Se lo prometo. Rudi era mi mejor amigo, y creo que Kim ayudó a los chechenos, pero no pondría en peligro todo esto, todo lo que he conseguido, para vengarme de él. Esa forma de pensar está anticuada. Tenemos que ponernos al nivel del resto del mundo si no queremos quedarnos rezagados. Acabaríamos todos en unos edificios vacíos y muertos de hambre. Tenemos que cambiar. ¿Lleva una tarjeta?
—¿Una tarjeta de visita?
—Coleccionamos tarjetas de visita, y una vez al mes sorteamos entre todas ellas una botella de Chivas Regal —le explicó Boria, esbozando una controlada sonrisa.
Arkady se sentía como un idiota. No un idiota común y corriente, sino un idiota desfasado y socialmente incompetente.
Boria dejó el palo y condujo con orgullo a Arkady al bufé. Sentados en unas sillas tapizadas con los colores rojos y negros de Marlboro, había otros japoneses con unas gorras de béisbol y unos americanos con unos zapatos de golf. Arkady sospechaba que Boria había decorado su establecimiento al estilo de la sala de espera de un aeropuerto, el entorno natural del viajero de negocios internacional. Era como si se encontraran en Frankfurt, en Singapur o en Arabia Saudí, y por esa razón se sentían cómodos. Sobre el bar había un televisor que en aquellos momentos transmitía un programa de la CNN. El concurrido bufé ofrecía un amplio surtido de esturión y trucha ahumados, caviar negro y rojo, chocolates alemanes y pasteles georgianos, botellas de champán, Pepsi, vodka de pimienta, vodka de limón y un coñac armenio de cinco estrellas. Arkady se sintió mareado por el aroma de la comida.
—También organizamos veladas de karaoke, torneos de golf y cenas corporativas —dijo Boria—. Aquí no hay busconas ni prostitutas. Como verá, es un ambiente limpio e inocente.
¿Como Boria? Ese tipo no sólo había pasado del fútbol a la mafia, sino que se había convertido en un empresario.
Su aspecto, su caro jersey occidental, su mirada franca y abierta, incluso sus elegantes ademanes denotaban que era un próspero hombre de negocios.
Boria hizo un discreto gesto a una camarera y ésta trajo inmediatamente un plato de arenque, que colocó en la mesa frente a Arkady. El pescado parecía nadar ante sus ojos.
—¿Recuerda la época en que el pescado todavía no estaba contaminado? —le preguntó Boria.
—Casi lo he olvidado —contestó Arkady, sacando un cigarrillo del paquete—. ¿Cómo consigue este pescado?
—Como todo el mundo. A base de cambios y trueques.
—¿En el mercado negro?
Boria sacudió la cabeza.
—Directamente. Rudi solía decir que no existían granjas ni industrias pesqueras colectivas que no estuvieran dispuestas a hacer negocios si les ofrecías algo más que rublos.
—¿Le decía Rudi lo que debía ofrecer a cambio?
Boria sostuvo la mirada de Arkady sin pestañear.
—Rudi empezó como un aficionado al fútbol y acabó convirtiéndose en un hermano mayor para mí. Deseaba verme feliz. Me daba consejos. No creo que eso sea un delito.
—Depende de los consejos que le diera —dijo Arkady, intentando provocar una reacción.
Boria le dirigió una mirada transparente como las límpidas aguas de un lago.
—Rudi decía que no era necesario infringir la ley, sólo reescribirla. Tenía una gran visión de futuro.
—¿Conoce a Apollonia Gubenko? —preguntó Arkady.
—Es mi esposa. La conozco perfectamente.
—¿Dónde estaba su esposa la noche que murió Rudi?
—¿Eso qué importa?
—Había un Mercedes registrado a su nombre en el mercado negro, a unos treinta metros de donde murió Rudi.
Boria guardó silencio. Luego miró la pantalla del televisor, donde aparecía un tanque americano avanzando por el desierto.
—Estaba conmigo. Estábamos aquí.
—¿A las dos de la mañana?
—Con frecuencia cierro después de medianoche. Recuerdo que regresamos a casa en mi coche porque el de Polly estaba en el taller para que lo repararan.
—¿Tienen dos coches?
—Entre los dos tenemos dos Mercedes, dos BMW, dos Volgas y un Lada. En Occidente la gente puede invertir en acciones y obligaciones. Nosotros tenemos coches. El problema es que cuando envías un buen coche al taller, alguien se lo lleva prestado. Puedo tratar de descubrir quién lo hizo.
—¿Está seguro de que su mujer estaba con usted? Porque vieron a una mujer en el coche.
—Yo trato a las mujeres con respeto. Polly es una persona independiente, no tiene que darme explicaciones sobre lo que hace, pero esa noche estaba conmigo.
—¿Les vio alguien aquí?
—No. El secreto de un buen negocio es no apartarse de la caja y cerrar uno mismo el establecimiento.
—Los negocios están llenos de secretos —observó Arkady.
Boria se inclinó hacia delante y extendió las manos. Aunque Arkady sabía que era un hombre corpulento, le sorprendió el tamaño de sus manos. Recordó que Boria solía salir disparado de la portería del Ejército Central para parar los penaltis.
—Mire, Renko —dijo Gubenko bajando la voz—, no voy a matarlo. Eso es cosa suya. Si desea hacerle un favor a la sociedad, elimine también a Majmud.
Arkady consultó el reloj. Eran las ocho de la noche. Se había perdido las primeras noticias de la radio y estaba deseando regresar a casa.
—Debo irme.
Boria condujo a Arkady a través del bar. Hizo otra discreta señal a la camarera y ésta se acercó con dos paquetes de cigarrillos que Boria metió en el bolsillo de la chaqueta de Arkady.
La madre y la hija circulaban entre las mesas. Eran muy guapas y tenían los ojos grises. Al hablar, Arkady notó que la mujer ceceaba ligeramente.
—Boria, te espera el instructor.
—El profesor, Polly. El profesor.
—Los nacionalistas armenios atacaron ayer de nuevo a las tropas soviéticas internacionales causando diez bajas y numerosos heridos —dijo Irina—. El objetivo del ataque armenio era un depósito del Ejército soviético, que saquearon, llevándose todas las armas, fusiles de asalto, minas, un tanque, un camión para el transporte de tropas, morteros y cañones anticarro. El Sóviet Supremo de Moldavia declaró ayer su soberanía, tres días después de que lo hiciera el Sóviet Supremo de Georgia.
Arkady colocó en la mesa pan integral, queso, té y un paquete de cigarrillos, y se sentó frente a la radio, como si ésta fuera un convidado. Hubiera debido regresar al apartamento de Rudi; pero quería escuchar las noticias, aunque fueran tan apocalípticas como las que acababa de transmitir Irina.
—Los disturbios continúan en Kirguizia por tercer día consecutivo entre las tropas de Kirguizia y de Uzbek. Unos camiones blindados patrullan las calles de Osh después de que las tropas de Uzbek asumieran el control de los hoteles para turistas del centro, y abrieron fuego contra las oficinas locales del KGB. El balance de muertos asciende a doscientos y las autoridades han decidido drenar el canal de Uzguen para intentar recuperar más cadáveres.
El pan era fresco y el queso estaba dulce. Por la ventana penetró una agradable brisa, agitando la cortina como si fuera una falda.
—Un portavoz del Ejército Rojo reconoció hoy que los rebeldes afganos habían conseguido atravesar la frontera soviética. Desde que las tropas soviéticas se retiraron de Afganistán, la frontera se ha hecho accesible a los traficantes de drogas y extremistas religiosos, que instan a las repúblicas de Asia Central a emprender una guerra santa contra Moscú.
El sol estaba suspendido en el horizonte, iluminando las cúpulas y las chimeneas. La voz de Irina había adquirido un tono más ronco, y su acento siberiano sonaba más culto y sofisticado. Arkady recordaba sus gestos, con frecuencia demasiado exuberantes, y el color de sus ojos, como el ámbar. La escuchaba atentamente, inclinado sobre la radio. Se sentía ridículo, como si en vez de permanecer mudo estuviera dialogando con ella.
—Los mineros de Donetsk exigieron ayer la dimisión del Gobierno y la eliminación del Partido, y anunciaron nuevas huelgas. Además se han producido paros en las veintiséis minas de la cuenca de Karagandá y en las veintinueve minas de Rostov-Na-Donu.
Las noticias no eran importantes, y Arkady apenas las escuchaba. Era la voz de Irina, transmitida a través de centenares de kilómetros, lo que acaparaba su atención.
—El Frente Democrático convocó anoche en Moscú una manifestación frente al parque Gorki para exigir la «legalización» del Partido Comunista, al tiempo que los miembros derechistas de la formación denominada «Bandera Roja» se reunían para defender al Partido. Ambos grupos reivindican el derecho de marchar sobre la Plaza Roja.
Era como Sherezade, pensó Arkady. Noche tras noche relataba historias de opresión, insurrección, huelgas y catástrofes naturales, mientras él la escuchaba como si narrara fábulas de países exóticos, especies mágicas, relucientes cimitarras y perversos dragones cubiertos de escamas doradas. Lo importante era oír el sonido de su voz.