5

En la calle Butyrski, junto a una larga vitrina con ropa interior y encaje, había un edificio con las ventanas protegidas por barrotes y un camino empedrado que se extendía desde la garita del centinela hasta los escalones de la entrada. Dentro, un guardia entregó unas tarjetas de aluminio a Arkady y a Jaak. Unos instantes después se abrió una reja con un diseño en forma de corazón y ambos siguieron al guardia a través del suelo de parqué, por una escalera con huellas de goma y un pasillo de estuco calcificado, iluminado por unas bombillas en unas jaulas de alambre.

Sólo una persona había conseguido fugarse de la cárcel de Butyrski: Dzerzhinski, el fundador del KGB. Había sobornado al guardia. En aquellos tiempos un rublo significaba algo.

—¿Nombre? —preguntó el guardia.

Al otro lado de la puerta de la celda contestó una voz:

—Oberlián.

—¿Artículo?

—Especulación, resistencia a ser arrestado, negarse a cooperar con los órganos de la justicia, ¡joder, yo que sé!

Se abrió la puerta y apareció Gary, desnudo hasta la cintura, con la camisa atada alrededor de la cabeza como un turbante. Con su nariz rota y su pecho cubierto de tatuajes, parecía más bien un pirata abandonado en una isla desierta durante una docena de años que un hombre que había pasado una noche en la cárcel.

—Especulación, resistencia a ser arrestado y negarse a cooperar con la justicia. ¡Un testigo fantástico! —exclamó Jaak.

La sala de interrogatorios era de una sencillez monástica: unas sillas de madera, una mesa de metal y un icono de Lenin. Arkady rellenó el protocolo: fecha, ciudad, su nombre bajo el título de «Investigador de casos muy importantes a las órdenes del Fiscal General de la URSS», interrogó a Oberlián, Gary Semyonovich, nacido el 3/11/60 en Moscú, número de pasaporte RS AOB 425807, nacionalidad armenia…

—Naturalmente —dijo Jaak.

—¿Educación y formación? —preguntó Arkady.

—Profesional. Industria médica —respondió Gary.

—Cirujano cerebral —apostilló Jaak.

Soltero, enfermero, no era miembro del Partido, antecedentes penales por robo y posesión de drogas para su venta.

—¿Ha recibido alguna distinción del Gobierno? —prosiguió Arkady.

Jaak y Gary soltaron una carcajada.

—Es la siguiente pregunta del protocolo —aclaró Arkady—. Probablemente se refiere al futuro.

Después de anotar la hora exacta, comenzó el interrogatorio, abundando en los mismos temas que Jaak había indagado en el lugar del atentado. Gary se había alejado unos metros del coche de Rudi cuando lo vio estallar, y luego Kim arrojó la segunda bomba.

—Si caminabas de espaldas al coche de Rudi, ¿cómo pudiste ver todo eso? —preguntó Jaak.

—Me detuve a reflexionar.

—¿Que te detuviste a reflexionar? —repitió Jaak—. ¿Sobre qué?

Gary guardó silencio y Arkady le preguntó:

—¿Te cambió Rudi los forints y los zlotys?

—No —contestó Gary malhumorado.

—Estabas furioso con él.

—Le hubiera retorcido el pescuezo.

—¿De no haber sido por Kim?

—Sí, pero luego Kim me ahorró el trabajo —contestó Gary alegremente.

Arkady dibujó una X en una hoja de papel y entregó la pluma a Gary.

—Éste es el coche de Rudi. Señala el lugar donde te encontrabas y todo lo que viste.

Gary hizo un esfuerzo para concentrarse y trazó una figura con palotes y una caja con ruedas: «Un camión con artículos electrónicos». Entre él y Rudi dibujó otra figura: «Kim». Una caja con una cruz: «La ambulancia». Una segunda caja: «Puede que fuera una furgoneta». Luego, unos palos con cabezas: «Unos gitanos». Por último, dibujó unos rectángulos con ruedas: «Los coches de los chechenos».

—Recuerdo un Mercedes —dijo Jaak.

—Ellos ya se habían marchado.

—¿Ellos? —inquirió Arkady—. ¿Quiénes son ellos?

—Un conductor. El otro pasajero era una mujer.

—¿Podrías dibujarla?

Gary dibujó una figura con un voluminoso pecho, tacones altos y el pelo rizado.

—Puede que fuera rubia. Tenía muy buen tipo.

—Eres muy observador —dijo Jaak.

—¿La viste fuera del coche? —preguntó Arkady.

—Sí, había estado hablando con Rudi.

Arkady examinó el papel y dijo:

—Es un buen dibujo.

Gary asintió.

Era cierto. Con su cuerpo azulado y su cara aplastada, Gary era idéntico a la figura que había dibujado en el papel, aunque ésta tenía un aspecto más humano.

El mercado de automóviles situado en el puerto sur lindaba con Proletariat Prospekt y un meandro del río Moskvá. Los automóviles nuevos eran almacenados en una sala revestida de mármol blanco. Nadie entraba en ella; no había automóviles nuevos. Fuera, los apostadores habían colocado unos cartones en el suelo para jugar al monte de tres naipes. Las vallas de las obras estaban cubiertas de carteles con ofertas («Neumáticos en buenas condiciones para Zhigulis de 1985») y solicitudes («Busco correa de ventilador para un Peugeot del 64»). Jaak apuntó el número de neumáticos, por si acaso.

Junto a la valla había un camino de tierra lleno de Zhigulis y Zaporozhets de segunda mano, Trabants alemanes de dos cilindros y Fiats italianos más oxidados que unas espadas antiguas. Los compradores se paseaban entre los coches escrutando los neumáticos, el cuentakilómetros y la tapicería, arrodillándose y examinando con una linterna el motor para comprobar si perdía aceite. Todos eran expertos. Incluso Arkady sabía que un Moskvich construido en Ízhevsk era mejor que uno construido en Moscú, y que lo único que los distinguía era la insignia en la rejilla. Junto a los coches, había un grupo de chechenos vestidos con chándales. Eran unos individuos de pelo negro, corpulentos, de frente estrecha pero mirada astuta.

Todo el mundo mentía. Los vendedores iban al cobertizo de los dependientes del mercado de automóviles para informarse del precio —según el modelo, el año y el estado del vehículo— que podían pedir (y sobre el que pagarían impuestos), que no tenía nada que ver con el dinero que pasaba de manos del vendedor al comprador. Todos —el vendedor, el comprador y el dependiente— sabían que el precio real sería tres veces superior.

Los chechenos eran los más astutos. En cuanto tenían la documentación del vehículo en sus manos, pagaban sólo la mitad del precio oficial, y el vendedor tenía tantas probabilidades de conseguir el resto del dinero como de arrebatarle un hueso a un lobo. Luego, como es lógico, vendían el coche a su precio oficial. La tribu de los chechenos había amasado auténticas fortunas en el mercado del puerto sur. No con cada venta, ya que eso habría destruido el incentivo que atraía automóviles nuevos, sino a base de un inteligente porcentaje. Los chechenos controlaban el mercado como si se tratara de un rebaño de ovejas de su propiedad.

Jaak y Arkady abandonaron la cola, y el detective indicó a su compañero un coche aparcado al final del camino. Era un viejo Chaika, un sedán que había sido un coche oficial, con unos relucientes cromados. Las ventanillas del asiento trasero estaban cubiertas por unas cortinas.

—Malditos árabes —dijo Jaak.

—Ésos no son árabes —replicó Arkady—. Creía que no tenías prejuicios. Majmud es un anciano.

—Quizá todavía le queden fuerzas para enseñarte su colección de calaveras.

Arkady se alejó de Jaak. El último coche en venta era un Lada lleno de abolladuras. Dos jóvenes chechenos que llevaban unas bolsas de tenis lo detuvieron para preguntarle adónde se dirigía. Cuando Arkady mencionó el nombre de Majmud, lo condujeron hacia el Lada, lo metieron en el asiento trasero, le palparon los brazos, las piernas y el pecho para comprobar si llevaba pistola y le dijeron que aguardara. Mientras uno de los chechenos se dirigía al Chaika, el otro ocupó el asiento junto al del conductor, abrió una bolsa y se giró para apuntar a Arkady con una carabina, que introdujo entre los dos asientos delanteros.

La carabina era un nuevo modelo Oso de un solo cañón recortado, lista para disparar. De los visores colgaban unas cuentas de madera y el salpicadero estaba decorado con fotografías de vides, mezquitas y calcomanías de AC/DC y Pink Floyd. Otro chechén, mayor que sus compañeros, se sentó al volante y, sin hacer caso de Arkady, abrió un ejemplar del Corán y se puso a leer en voz alta. En los meñiques de ambas manos lucía unas gruesas sortijas de oro. Un tercer chechén se sentó en el asiento trasero, junto a Arkady, sosteniendo un pincho de shaslik envuelto en un papel, y entregó a todos unos trocitos de carne, incluso al investigador, aunque de forma bastante displicente. Sólo les faltaban los mostachos y las bandoleras, pensó Arkady. El Lada estaba aparcado de espaldas al mercado, pero a través del retrovisor Arkady vio a Jaak examinando varios automóviles.

Los chechenos no tenían nada que ver con los árabes. Eran tártaros, una tribu occidental de la Horda Dorada que se había establecido en las montañas del Cáucaso. Arkady contempló las postales pegadas en el salpicadero. La ciudad con la mezquita era la capital montañosa de Grozni, como la que aparecía en «Iván Grozni», «Iván el Terrible». Arkady se preguntó si el hecho de haberse criado con semejante nombre no habría influido en la personalidad de los chechenos.

Al fin, los chechenos regresaron, acompañados de un chico no más alto que un jockey, con el rostro en forma de corazón, lleno de espinillas, y mirada ambiciosa. El chico sacó el carnet de identidad del bolsillo de Arkady, lo examinó atentamente y se lo devolvió.

—Ha matado a un fiscal —dijo, lo cual otorgaba a Arkady cierto respeto por parte de los chechenos.

Arkady siguió al muchacho hasta el Chaika. Alguien abrió la portezuela posterior, lo agarró del cuello y lo obligó a subir al coche.

Los viejos Chaikas tenían un elegante estilo soviético, con el techo tapizado, los asientos ribeteados con cordoncillo, unos decorativos ceniceros y aire acondicionado. El chico se sentó junto al conductor y Arkady ocupó el asiento de atrás, junto a Majmud. El automóvil estaba también dotado de unas ventanillas a prueba de balas.

Arkady había visto fotografías de unas figuras momificadas que habían aparecido entre las cenizas de Pompeya. Tenían el mismo aspecto que Majmud, delgado y enjuto, sin pestañas ni cejas, y con el cutis apergaminado. Incluso su voz tenía un sonido apagado. Se giró con dificultad hacia Arkady, como para impedir que se le acercara, y lo miró con unos ojos negros como pequeños carbones.

—Disculpe —dijo Majmud—. He sufrido una operación. Los prodigios de la ciencia soviética. Te operan los ojos para que no tengas que llevar gafas. Es el único país donde realizan esta operación. Lo que no te dicen es que a partir de entonces sólo podrás ver a distancia. El resto del mundo permanece borroso.

—¿Qué hizo usted? —inquirió Arkady.

—Me entraron ganas de matar al médico. Quiero decir que pude haberlo matado. Luego recapacité. ¿Que por qué me sometí a esa operación? Por vanidad. Tengo ochenta años. Fue una lección. Gracias a Dios que no soy impotente. Ahora le veo perfectamente. No tiene usted buen aspecto.

—Necesito un consejo.

—Creo que necesita más que un consejo. Mientras le retenían en el coche, me informé sobre usted. La vida da muchas vueltas. He pertenecido al Ejército Rojo, al Ejército Blanco y al Ejército alemán. Nada es predecible. Al parecer trabajó como investigador, luego estuvo preso, y ahora vuelve a ser un investigador. Está usted más desorientado que yo.

—Es cierto.

—Su apellido es poco corriente. ¿Está usted emparentado con Renko, el loco de la guerra?

—Sí.

—Tiene una mirada que expresa varias cosas. En un ojo veo a un soñador, y en el otro, a un insensato. Soy tan viejo que he llegado a apreciar las cosas más sencillas. De otro modo me volvería loco. Hace dos años dejé el tabaco para no perjudicar mis pulmones. Uno tiene que mantener una actitud positiva. ¿Fuma usted?

—Sí.

—Los rusos son una raza triste. Los chechenos son distintos.

—Eso he oído decir.

Majmud sonrió. Tenía unos dientes enormes, como los de un perro.

—Los rusos fuman, los chechenos se queman los pulmones.

—Rudi Rosen se quemó.

Pese a ser un anciano, Majmud reaccionó rápidamente.

—Él y su dinero, según tengo entendido.

—Usted estaba allí —dijo Arkady.

En aquel momento regresó el conductor. Aunque corpulento, era casi tan joven como el muchacho que iba sentado a su lado. Tenía el rostro lleno de granos, el pelo largo por detrás y corto por los lados, y un flequillo teñido de naranja. Era el atleta del bar del Intourist.

—Es mi nieto Alí —dijo Majmud—. El otro es su hermano Beno.

—Una familia encantadora.

—Alí me quiere mucho y no le gusta oír ese tipo de acusaciones.

—No es una acusación —contestó Arkady—. Yo también estaba allí. Quizá los dos seamos inocentes.

—Yo estaba en la cama. Por orden del médico.

—¿Por qué cree que mataron a Rudi?

—Con la medicación que tomo y los tubos de oxígeno, parezco un cosmonauta y duermo como un niño.

—¿Por qué mataron a Rudi?

—¿Quiere saber mi opinión? Rudi era judío, y los judíos creen que pueden comer con en el demonio sin que éste les devore la nariz. Quizá Rudi conocía a demasiados demonios.

Durante seis días a la semana, Rudi y Majmud se tomaban un café turco mientras negociaban los tipos de cambio. Arkady recordaba haber visto al obeso Rudi sentado frente al esquelético Majmud, preguntándose cuál de ellos devoraría al otro.

—Usted era la única persona a la que temía.

Majmud rechazó el cumplido.

—No teníamos problemas con Rudi. Ciertas personas en Moscú creen que los chechenos deberían regresar a Grozni, a Kazán, a Bakú.

—Rudi me dijo que usted quería matarlo.

—Le mintió —contestó Majmud secamente.

—Es difícil conversar con los muertos —observó Arkady con tacto.

—¿Han detenido a Kim?

—¿El guardaespaldas de Rudi? No. Probablemente le está buscando a usted.

—Beno, ¿podríamos tomar un café? —preguntó Majmud al conductor.

Beno les pasó un termo, tazas, platitos, cucharas y una bolsa de terrones de azúcar. El café era negro y espeso. Majmud tenía unas manos grandes, con las uñas y los dedos curvados, que contrastaban con el resto de su frágil cuerpo.

—Delicioso —dijo Arkady, saboreando el café.

—Antes las mafias tenían auténticos líderes. Antibiotic era un promotor teatral, y cuando le gustaba un espectáculo, alquilaba toda la sala para disfrutarlo a sus anchas. Era casi como un pariente de los Bréznev. Un tipo duro, un mafioso, pero un hombre de palabra. ¿Se acuerda de Otarik?

—Recuerdo que era miembro del Gremio de Autores, aunque su solicitud de ingreso contenía veintidós errores gramaticales —contestó Arkady.

—Bueno, la literatura no era su principal ocupación. De todos modos, ahora han sido sustituidos por esos nuevos hombres de negocios como Boria Gubenko. Antes, las guerras entre distintas bandas eran simples guerras entre bandas. Ahora tengo que protegerme contra los asesinos a sueldo y la milicia.

—¿Qué le pasó a Rudi? ¿Estaba involucrado en una guerra entre distintas bandas?

—¿Se refiere a una guerra entre los hombres de negocios de Moscú y los feroces chechenos? Nosotros somos siempre los malos; los rusos son siempre las víctimas. No me refiero a usted personalmente, pero como nación lo ven todo al revés. ¿Quiere que le cuente una pequeña anécdota de mi vida?

—Se lo ruego.

—¿Sabía usted que existía la República de Chechenia? Nuestra república. Si le aburro, dígamelo. El peor pecado que puede cometer un anciano es aburrir a los jóvenes —dijo Majmud, agarrando de nuevo a Arkady por el cuello de la chaqueta.

—Continúe.

—Algunos chechenos habían colaborado con los alemanes, de modo que en febrero de 1944 fueron convocadas unas reuniones de masas en todas las aldeas. Había soldados y bandas de música por doquier; la gente creía que se trataba de una celebración militar y acudió todo el mundo. Ya sabe cómo son las plazas de los pueblos, con un altavoz en cada esquina transmitiendo música y anuncios. Pues bien, aquel día anunciaron que la gente disponía de una hora para reunir a sus familias y sus pertenencias. No les explicaron el motivo. Una hora. Imagínese la escena. La gente suplicó que no les arrancaran de sus hogares, pero fue inútil. Entonces se pusieron a buscar a los niños, a los abuelos, para que se vistieran apresuradamente y abandonaran sus casas antes de que los mataran. Luego estaba el problema de decidir qué podían llevarse consigo. ¿Una cama, una cómoda, una cabra? Los soldados les obligaron a montarse en unos camiones, unos Studebakers. Todo el mundo estaba convencido de que era cosa de los americanos y que Stalin los salvaría.

Las oscuras pupilas de Majmud se contrajeron como el objetivo de una cámara.

—Al cabo de veinticuatro horas —prosiguió— no quedaba un solo chechén en la República de Chechenia. Habían partido más de medio millón de ciudadanos. Cuando abandonaron los camiones, les hicieron montarse en unos vagones de mercancías sin calefacción, en los que viajaron durante varias semanas en pleno invierno. Murieron miles de personas. Entre ellos mi primera esposa y mis tres hijos. ¡Quién sabe dónde arrojaron los guardias sus cuerpos! Cuando los supervivientes se apearon de los vagones, comprobaron que se hallaban en Kazakhstán, en Asia Central. La República de Chechenia fue liquidada. Pusieron a nuestras ciudades nombres rusos. Fuimos borrados de los mapas, de los libros de historia y de las enciclopedias. En una palabra, desaparecimos del planeta.

»Pasaron treinta años antes de que consiguiéramos regresar a Grozni y a Moscú. Encontramos nuestras casas ocupadas por rusos, y niños rusos en nuestros patios. Al vernos, gritaban: “¡Animales!”. Ahora dígame, ¿quiénes eran los animales? Nos señalan con el dedo y nos llaman ladrones. Pero ¿quién es el ladrón? Cada vez que muere alguien, acusan a un chechén de haberlo asesinado. Créame, me gustaría encontrar al asesino. ¿Por qué iba a sentir compasión por ellos? Merecen todo lo que les ha sucedido. Merecen nuestro odio. —Majmud miraba a Arkady fijamente, con ojos como ascuas. Luego le soltó la solapa y sonrió—. Discúlpeme, le he arrugado la chaqueta.

—Ya estaba arrugada.

—Me he dejado arrastrar por la indignación —dijo Majmud, alisando las arrugas de la solapa de Arkady—. Nada me complacería más que hallar a Kim. ¿Le apetecen unas uvas?

Beno les entregó un cuenco de madera repleto de uvas verdes. Arkady observó no sólo un gran parecido familiar entre Beno, Alí y Majmud, sino que compartían unos rasgos que los identificaban como individuos de la misma especie, como el pico de un halcón. Arkady cogió un puñado de uvas. Majmud sacó una pequeña navaja del bolsillo y cortó un racimo. Mientras se comía las uvas, bajó la ventanilla del coche para escupir las pepitas en el suelo.

—Padezco divertículos. No debo tragarme las pepitas. Es terrible hacerse viejo.