El museo tenía el techo bajo como una catacumba y el aire era casi irrespirable. En las paredes colgaban unos dioramas sin iluminar, como en las capillas abandonadas. Al fondo, en vez de un altar, había unas cajas que contenían unas placas sin pulir y unas banderas polvorientas.
Arkady recordó la primera vez que lo había visitado, hacía veinte años, y los ojos saltones y la voz sepulcral del anciano guía, un capitán cuyo deber era convencer a los visitantes sobre el glorioso patrimonio y la sagrada misión de la milicia. Arkady accionó un interruptor, pero no sucedió nada.
El interruptor que había junto al primero sí funcionaba, e iluminó la maqueta de una calle de Moscú hacia 1930, con unos automóviles de la época que parecían coches fúnebres, unos hombres que paseaban con aire importante, unas mujeres cargadas con unas bolsas y unos niños ocultos detrás de unas farolas. Todo parecía muy normal, excepto que en una esquina había un muñeco con el cuello del abrigo levantado hasta el ala del sombrero, un paranoico en miniatura.
—¿Pueden descubrir al agente secreto? —preguntó el capitán con satisfacción.
El joven Arkady había ido al museo con otros compañeros de la escuela, una pandilla de hipócritas.
—No —respondieron los chicos al unísono con expresión seria, mientras trataban de contener la risa.
Tras accionar otros dos interruptores inservibles, se iluminó una escena en la que aparecía un hombre colándose en una casa para coger un abrigo que colgaba en el vestíbulo. En un salón contiguo había una familia de yeso escuchando alegremente la radio. Debajo un cartel anunciaba que cuando capturaron a este «experto delincuente» descubrieron que había robado miles de abrigos. ¡Qué lujo!
—¿Pueden decirme —preguntó el capitán— cómo se llevó el delincuente los abrigos a casa sin levantar sospechas? Reflexionen antes de responder.
Los diez chicos lo miraron con expresión interrogativa.
—Los llevaba puestos —dijo el capitán, mirándolos fijamente para que comprendieran el genio y la astucia del delincuente—. Los llevaba puestos.
Algunas otras escenas plasmaban la historia de la delincuencia soviética. No era un tradición sutil, pensó Arkady. Había fotos de niños asesinados, hachas, pelos pegados en el filo del hacha, cuerpos desenterrados, asesinos con el rostro consumido por el vodka, más hachas, etcétera.
Había dos escenas particularmente siniestras que provocaban exclamaciones de horror. En una aparecía un ladrón de bancos que se había fugado en el coche de Lenin, que era como robarle el burro a Jesús. La otra mostraba a un terrorista con un petardo de fabricación casera que por poco había hecho saltar a Stalin por los aires. Arkady se preguntó si el delito habría sido atentar contra Stalin o no habérselo cargado.
—No te recrees en el pasado —dijo Rodiónov, el fiscal municipal, sonriendo, mientras le observaba desde la puerta—. A partir de ahora todos somos hombres del futuro, Renko.
El fiscal municipal era el jefe de Arkady, el atento vigilante de los tribunales de Moscú, la mano que guiaba a los investigadores moscovitas. Pero sobre todo, Rodiónov era un diputado del Congreso Popular, un corpulento tótem de la democratización de la sociedad soviética a todos los niveles. Tenía la complexión de un capataz, el pelo plateado de un actor y las manos suaves de un apparátchik. Hacía unos años quizás había sido simplemente un torpe funcionario; en cambio ahora tenía esa desenvoltura que se adquiere al actuar frente a las cámaras, una voz modulada para el debate público. El fiscal se acercó a Arkady y le presentó, como si ambos fueran dos grandes amigos suyos que deseaba que se conocieran, al general Penyaguín, un hombre grueso, de edad avanzada y mirada flemática que llevaba en la manga del uniforme azul una banda negra. Hacía unos días había muerto el jefe del departamento de investigación criminal. Penyaguín era ahora el jefe del CID, y aunque exhibía dos estrellas sobre los hombros, era el nuevo oso del circo y hacía lo que decía Rodiónov. El otro acompañante del fiscal municipal era muy distinto, un tipo jovial llamado Albov que parecía más americano que ruso.
Rodiónov señaló las cajas de cartón y dijo:
—Penyaguín y yo vamos a ocuparnos de limpiar todos los archivos del ministerio. Tiraremos todo eso y lo sustituiremos por unos ordenadores. Nos hemos unido a la Interpol porque a medida que el delito se hace más internacional, debemos actuar con imaginación, con espíritu de colaboración, abandonando los viejos y desfasados conceptos ideológicos. Imagínate cuando nuestros ordenadores estén conectados con Nueva York, Bonn y Tokio. Los representantes soviéticos están participando en varias investigaciones en el extranjero.
—Nadie podrá huir a ninguna parte —dijo Arkady.
—¿No le gusta la idea? —preguntó Penyaguín.
Arkady deseaba complacerles. En cierta ocasión había disparado contra un fiscal, un hecho que hacía que las relaciones fueran algo delicadas. ¿Que si le gustaba la idea de que el mundo se convirtiera en un compartimento estanco?
—Trabajaste con los americanos —le recordó Rodiónov—, y tuviste que pagar un precio por ello. Todos pagamos un precio. Ésta es la naturaleza trágica de nuestros errores. La oficina tuvo que renunciar a tus servicios durante unos años cruciales. Tu regreso forma parte de un importante proceso de curación del que todos nos enorgullecemos. Puesto que hoy es el primer día que Penyaguín ocupa su puesto en el CID, quería presentarle a uno de nuestros investigadores más especiales.
—Tengo entendido que exigió ciertas condiciones cuando regresó a Moscú —dijo Penyaguín—. Le dieron dos coches, ¿no es así?
Arkady asintió.
—Con diez litros de gasolina para poder perseguir a los delincuentes durante unos metros.
—Dispones de tus propios detectives, de una patóloga… —le recordó Rodiónov.
—Me pareció una buena idea tener en mi equipo a una patóloga que no se dedicara a robarles a los muertos —replicó Arkady, consultando su reloj. Suponía que al salir del museo se dirigirían a la acostumbrada sala de conferencias con una mesa cubierta con un tapete verde, rodeados de unos asistentes tomando nota.
—Lo importante —dijo Rodiónov—, es que Renko quería dirigir unas investigaciones independientes con un canal de información directamente vinculado a mí. Lo considero mucho más adelantado que nuestras fuerzas regulares, y cuanto más independientemente pueda operar, más importancia adquiere la línea de comunicación entre él y nosotros. —Luego se giró hacia Arkady y dijo con firmeza—: Por eso debemos discutir la investigación sobre Rosen.
—No he tenido tiempo de revisar el informe —dijo Penyaguín.
Arkady vaciló unos instantes.
—Puedes hablar delante de Albov —le animó Rodiónov—. Se trata de una conversación abierta y democrática.
—Rudik Avrámovich Rosen —recitó Arkady de memoria—. Nacido en 1952, en Moscú, sus padres han muerto. Diplomado con matrícula de honor en matemáticas por la Universidad Estatal de Moscú. Tiene un tío en la mafia judía que dirige los hipódromos. Durante las vacaciones escolares, el joven Rudi le echaba una mano. Servicio militar en Alemania. Acusado de cambiar divisas para los americanos en Berlín, aunque no fue condenado. Regresó a Moscú. Trabajó como agente entre vendedores de automóviles particulares para transportar pasajeros en la Comisión de Obras Culturales para las Masas, donde consiguió unas buenas ganancias. Fue jefe del patio de carga del Consorcio de la Industria de la Harina y Sémola de Moscú, donde robaba la harina por quintales. Hasta ayer regentaba una tienda de souvenirs en un hotel, desde la que administraba las máquinas tragaperras del vestíbulo y el bar, unas importantes fuentes de moneda fuerte para sus operaciones de cambio de divisas. Con las máquinas tragaperras y el cambio de divisas, Rudi se estaba forrando.
—¿Prestaba dinero a las mafias? —inquirió Penyaguín.
—Tienen demasiados rublos —contestó Arkady—. Rudi les enseñó cómo invertir el dinero y convertirlo en dólares. Era su banquero.
—Lo que no comprendo —dijo Penyaguín—, es lo que usted y su equipo especial van a hacer ahora que Rosen ha muerto. ¿Qué era? ¿Un cóctel molotov? ¿Por qué no dejamos que un investigador corriente se ocupe del asesino de Rosen?
El antecesor de Penyaguín en el CID era una rara avis que había ascendido de simple detective, y que lo habría comprendido todo sin necesidad de que se lo explicaran. Lo único que sabía Arkady sobre Penyaguín era que había sido un funcionario político, no operativo. Trató de ilustrarlo amablemente.
—En cuanto Rudi accedió a guardar mi transmisor y mi grabadora en su caja de caudales, se convirtió en mi responsabilidad. Así es como funciona esto. Le dije que podía protegerlo, que formaba parte de mi equipo, y sin embargo no pude impedir que lo mataran.
—¿Por qué accedió a transportar su radio? —preguntó Albov inopinadamente. Hablaba perfectamente el ruso.
—Rudi tenía una fobia. Le habían gastado una broma pesada en el Ejército. Era judío y estaba gordo como un cerdo, de modo que los sargentos lo metieron en un féretro lleno de mierda humana y lo tuvieron encerrado en él durante una noche. Desde entonces le aterraba la suciedad y los gérmenes. Sólo tenía suficientes pruebas contra él para encerrarlo en un campo durante unos años, pero Rudi temía que no lograra sobrevivir. Utilicé esa amenaza para obligarlo a transportar la radio.
—¿Y qué pasó? —inquirió Albov.
—El equipo militar falló, como de costumbre. Me monté en el coche de Rudi y conseguí arreglar el transmisor. Cinco minutos más tarde se produjo la explosión.
—¿Te vio alguien con Rudi? —preguntó Rodiónov.
—Todo el mundo me vio con Rudi. Supuse que nadie me reconocería.
—¿Kim no sabía que Rosen estaba colaborando con usted? —preguntó Albov.
Arkady cambió de parecer sobre él. Aunque Albov poseía la desenvoltura y la seguridad en sí mismo de un americano, era decididamente ruso. Tenía unos treinta y cinco años, pelo castaño oscuro, ojos negros y tristes, e iba vestido con un traje gris marengo y corbata roja. Poseía la paciencia de un turista rodeado de bárbaros.
—No —respondió Arkady—. Al menos no creo que lo supiera.
—¿Qué sabes de Kim? —preguntó Rodiónov.
—Mijaíl Senovich Kim. Coreano, veintidós años. Ha estado en un reformatorio, en una colonia de menores y en un batallón de construcción del Ejército. Pertenece a la mafia de Liúbertsi, condenado por robar coches y atraco a mano armada. Conduce una Suzuki pero es capaz de hacerse con cualquier moto y lleva casco, así que, ¿quién sabe dónde para? No podemos detener a todos los motoristas de Moscú. Un testigo lo ha identificado como el asesino de Rudi. Lo estamos buscando, pero también buscamos a otros testigos.
—Pero todos son unos delincuentes —dijo Penyaguín—. Es probable que los testigos más fiables sean los propios asesinos.
—Eso sucede con frecuencia —dijo Arkady.
—Este asunto parece una operación típica de los chechenos —dijo Rodiónov.
—En realidad —observó Arkady—, los chechenos son más aficionados a los cuchillos. De todos modos, no creo que sólo se propusieran liquidar a Rudi. Las bombas quemaron el coche, que era un banco itinerante computerizado lleno de disquetes y archivos. Creo que por ese motivo utilizaron dos bombas, para asegurarse de que no quedaba nada. Hicieron un buen trabajo. Todo el material ha desaparecido, junto con Rudi.
—Sus enemigos deben estar muy satisfechos —dijo Rodiónov.
—Probablemente había más pruebas contra sus amigos en esos disquetes que contra sus enemigos —contestó Arkady.
—Da la impresión de que Rosen le caía simpático —dijo Albov.
—Murió abrasado. Sí, nos teníamos simpatía.
—¿Se considera usted un investigador más simpático que la mayoría?
—Cada cual tiene sus métodos.
—¿Cómo está su padre?
Arkady reflexionó unos instantes antes de responder.
—No está bien. ¿Por qué lo pregunta?
—Es un gran hombre, un héroe —dijo Albov—. Más famoso que usted, si me permite decirlo. Sentía curiosidad.
—Está muy viejo.
—¿Lo ha visto recientemente?
—Cuando vaya a visitarlo, le diré que me preguntó por él.
La conversación de Albov se desarrollaba con la lentitud y la determinación de una pitón. Arkady trató de captar su ritmo.
—Si está viejo y enfermo, ¿no cree que debería ir a verlo? —preguntó Albov—. ¿Se encarga usted mismo de elegir a sus detectives?
—Sí —contestó Arkady, preparándose para responder a la segunda pregunta.
—Kuusnets es un nombre muy raro… para un detective.
—Jaak Kuusnets es el mejor hombre de mi equipo.
—Pero no existen muchos estonios en Moscú que sean detectives. Debe de estarle muy agradecido y sentir una profunda lealtad hacia usted. Estonios, coreanos, judíos… es difícil hallar a un ruso en su caso. Algunos creen que ése es el problema de este país —dijo Albov. Tenía la mirada meditabunda de un Buda. Al cabo de unos minutos la dirigió hacia el fiscal y el general, y añadió—: Caballeros, su investigador parece tener un equipo y un objetivo. Los tiempos exigen propiciar las iniciativas, no frenarlas. Confío en que no cometamos con Renko el mismo error que hemos cometido en otras ocasiones.
Rodiónov sabía distinguir perfectamente entre una luz roja y una verde.
—Mi oficina confía plenamente en nuestro investigador.
—Sólo puedo reiterar que la milicia apoya totalmente al investigador —dijo Penyaguín.
—¿Trabaja usted en la oficina del fiscal? —preguntó Arkady a Albov.
—No.
—Lo suponía —dijo Arkady, observando su traje bien cortado y su aire desenvuelto—. ¿Seguridad del Estado o Ministerio del Interior?
—Soy periodista.
—¿Has traído a un periodista a esta reunión? —preguntó indignado Arkady a Rodiónov—. ¿Mi canal directo contigo incluye a un periodista?
—Es un periodista internacional —contestó Rodiónov—. Deseaba obtener un punto de vista más sofisticado.
—Recuerde que el fiscal también es un diputado del pueblo —terció Albov—. Hay que tener en cuenta las elecciones.
—Eso sí que es sofisticado —dijo Arkady.
—Lo cierto es que siempre he sido un gran admirador —dijo Albov—. Esto es un hito en la historia. Esto es París durante la Revolución, es Petrogrado durante la Revolución. Si unos hombres inteligentes no pueden trabajar juntos, ¿qué esperanzas nos ofrece el futuro?
Rodiónov y sus acompañantes se marcharon, dejando a Arkady estupefacto. Quizá la próxima vez Rodiónov se presentaría con el equipo editorial de Izvestia o los autores de las tiras cómicas de Krokodil.
¿Y qué sería de las cajas y los dioramas del museo de la milicia? ¿Era cierto que iban a ser sustituidos por un centro de ordenadores? ¿Qué harían con todas las hachas ensangrentadas, los cuchillos y los míseros abrigos de la delincuencia soviética? ¿Los almacenarían en alguna parte? Por supuesto, se dijo Arkady, ya que los burócratas nunca tiran nada. ¿Por qué? Porque te necesitaremos algún día. En caso de que no hubiera futuro, siempre existía el pasado.
Jaak conducía saltando de un carril a otro como un virtuoso del piano recorriendo velozmente el teclado con sus dedos.
—No me fío de Rodiónov ni de sus amigos —dijo a Arkady, obligando a otro coche a apartarse a un lado.
—A ti no te gusta nadie de la oficina del fiscal.
—Los fiscales son unos políticos de mierda, siempre lo han sido. No pretendo ofender a nadie, pero son miembros del Partido. Aunque lo abandonen, aunque se conviertan en diputados del pueblo, en el fondo siguen siendo miembros del Partido. Tú no abandonaste el Partido, te echaron. Por esto me fío de ti. La mayoría de los investigadores del fiscal nunca abandonan el cargo. Forman parte de la oficina. Claro que tú no hubieras llegado muy lejos sin mi ayuda.
—Gracias.
Jaak sostuvo el volante con una mano y entregó a Arkady una lista de números y nombres.
—Son matrículas del mercado negro. El camión que estaba cerca de Rudi cuando voló por los aires pertenece a la Granja Colectiva del Sendero de Lenin. Creo que debía transportar remolachas, no aparatos de vídeo. Cuatro coches pertenecen a los chechenos. El Mercedes está registrado a nombre de Apollonia Gubenko.
—Apollonia Gubenko —repitió Arkady—. Un nombre muy sonoro.
—Es la mujer de Boria —dijo Jaak—. Boria posee otro Mercedes.
Pasaron a un Lada que llevaba el parabrisas sujeto con pinzas, papel y pegamento. Los parabrisas escaseaban. El conductor iba con la cabeza fuera de la ventanilla.
—¿Qué hace un estonio en Moscú, Jaak? —preguntó Arkady—. ¿Por qué no defiendes a tu querido Tallinn del Ejército Rojo?
—No me vengas con chorradas —contestó Jaak—. Yo estuve en el Ejército Rojo. Hace quince años que no voy a Tallinn. Los estonios viven mejor y se quejan más que nadie en la Unión Soviética. Voy a cambiar de nombre.
—Podrías llamarte Apolo. Aunque todavía se te notaría el acento, ese deje báltico.
—Malditos acentos. Odio este tema —dijo Jaak, tratando de controlar su mal humor—. A propósito, hemos recibido unas llamadas de un entrenador del Red Star Komsomol que dice que Rudi era un hincha del club y que los boxeadores le dieron uno de sus trofeos. El entrenador cree que debe de hallarse entre las pertenencias de Rudi. Es un idiota, pero un tipo muy pertinaz.
Al acercarse a Kalinin Prospekt, un autocar trató de adelantar a Jaak. Era un autocar italiano con las ventanillas altas, unos cromados barrocos y dos hileras de rostros estupefactos, casi como un trirreme mediterráneo, pensó Arkady. El Zhiguli aceleró dejando tras sí una estela de humo azulado. Jaak frenó para no chocar con el guardabarros delantero del autocar y luego pisó a fondo el acelerador, soltando una carcajada triunfal.
—¡El Homo Sovieticus ha vuelto a vencer!
En la gasolinera, Arkady y Jaak se colocaron en dos filas distintas para adquirir unos pasteles de carne y unos refrescos. La vendedora, vestida con una bata blanca y un gorro, como un técnico de laboratorio, ahuyentaba a las moscas que se posaban sobre la mercancía. De pronto Arkady recordó que un amigo que solía ir al campo a coger setas le había aconsejado que se mantuviera alejado de los que estaban rodeados de moscas muertas.
Frente a una tienda donde vendían vodka se había formado una larga cola compuesta por hombres. Los borrachos se tambaleaban e inclinaban hacia delante como si fueran a caerse de bruces. Iban cubiertos con unos harapos grises y sus rostros presentaban unas manchas lívidas, pero sostenían en las manos unas botellas vacías con el solemne convencimiento de que sólo les entregarían una botella nueva a cambio de otra vieja. Además, tenía que tener el tamaño preciso: ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Luego tenían que pasar frente a unos milicianos apostados en la puerta para verificar los cupones y evitar que se colara algún forastero tratando de adquirir vodka destinado a los ciudadanos de Moscú. Mientras Arkady los contemplaba, un cliente salió satisfecho de la tienda sosteniendo su botella como si fuera un huevo roto, y la cola avanzó unos metros.
La cola en la que estaba situado Arkady avanzaba lentamente debido a la difícil elección que se les presentaba a los clientes: pasteles de carne o de col. Dado que el relleno consistía en unos trocitos invisibles de carne de cerdo picada, o col hervida, envueltos en una masa frita en grasa hirviendo que se había congelado, la elección exigía un delicado paladar, por no hablar de un hambre canina.
La cola para comprar vodka también se había detenido porque un cliente había caído al suelo sin conocimiento y su botella vacía había rodado hasta la alcantarilla.
Arkady se preguntó qué estaría haciendo Irina. Durante toda la mañana había tratado de no pensar en ella. En estos momentos, al oír el ruido de la botella deslizándose sobre el pavimento, la vio comiendo en una cafetería occidental con relucientes cromados, espejos con luz y carritos con tazas de porcelana.
—¿Carne o col?
Arkady vaciló unos instantes antes de responder.
—¿Carne? ¿Col? —repitió la vendedora, sosteniendo unos pasteles idénticos. Tenía la cara redonda y basta, con los ojillos hundidos—. Decídase de una vez.
—Carne —contestó Arkady—. Y col.
La vendedora soltó un gruñido, irritada ante su indecisión. Quizás el problema, pensó Arkady, era que no tenía apetito. La mujer cogió el dinero y le entregó dos pasteles envueltos en unas grasientas servilletas de papel. Arkady observó el suelo. No había moscas muertas, pero las que volaban a su alrededor parecían un tanto deprimidas.
—¿No los quiere? —le preguntó la vendedora.
Arkady seguía viendo la imagen de Irina, sintiendo la cálida presión de sus brazos y oliendo no el hedor rancio de la grasa sino el limpio aroma de las sábanas. Tenía la sensación de estar superando rápidamente diversas etapas que lo llevaban a la locura, o tal vez lo que ocurría era que Irina había abandonado la zona en penumbra del olvido para introducirse en las áreas conscientes de su cerebro.
La vendedora se inclinó hacia delante y de golpe se produjo una insólita transformación. En medio de su rostro apareció lo que quedaba de la timidez de una joven, de unos ojos tristes ocultos entre las arrugas. Miró a Arkady y se encogió de hombros, como disculpándose.
—Cómaselos, no piense en ello. Hago lo que puedo.
—Lo sé.
Cuando Jaak regresó con unos refrescos, Arkady le ofreció los dos pasteles.
—No, gracias —dijo Jaak—. Antes de trabajar contigo me gustaban, pero has hecho que los aborrezca.