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Arkadi hizo un garabato en un pedazo de cartón. Lo único que le faltaba eran lápices, pensó. El despacho del investigador especial rehabilitado Renko estaba dotado de un escritorio y una mesa alargada, cuatro sillas, unos archivos y un armario que contenía una caja fuerte. Había también cuatro máquinas de escribir portátiles Deluxe, dos teléfonos rojos con disco y dos intercomunicadores amarillos sin disco. Tenía dos ventanas cubiertas con cortinas, un mapa de Moscú colgado en la pared, una pizarra enrollable, un samovar eléctrico y un cenicero.

Polina extendió sobre la mesa una vista panorámica en blanco y negro del terreno donde estaban ubicadas las torres, y unas fotografías en color de los restos del Audi y del conductor. Minin se inclinó sobre ellas para estudiarlas. Jaak, que llevaba cuarenta horas sin dormir, se movía como un boxeador sonado.

—Fue el vodka lo que avivó el fuego —observó Jaak.

—Todo el mundo piensa en el vodka —replicó Polina—. Lo que hace que ardan los asientos es el poliuretano. La razón de que los coches se quemen tan rápidamente es que prácticamente todo es de plástico. El asiento se adhiere a la piel como el napalm. Un coche es una bomba incendiaria con cuatro ruedas.

Arkady sospechaba que Polina había sido la chica de la clase de patología que había presentado los mejores informes, profusamente ilustrados y llenos de minuciosas anotaciones.

—En estas fotografías, primero muestro a Rudi en el coche, luego una imagen del coche después de haber retirado sus restos y otra tomada a través de los muelles del asiento donde se observan los objetos que cayeron de sus bolsillos: unas llaves de acero intactas, unos kopeks derretidos y unos fragmentos metálicos del asiento, incluyendo los restos de nuestro transmisor. Las cintas se quemaron, por supuesto, así que no podemos saber si había algo grabado en ellas. En las primeras fotografías he indicado con un círculo rojo una señal de explosión en la pared junto al embrague. —Efectivamente, ésta aparecía junto a las piernas y los zapatos abrasados de Rudi Rosen—. Alrededor de la marca había restos de sodio rojo y sulfato de cobre, unas sustancias que suelen utilizarse para fabricar artilugios explosivos. Dado que no hemos hallado restos de cronómetro ni de espoleta, supongo que se trataba de una bomba destinada a estallar por contacto. También había restos de gasolina.

—Del depósito —precisó Jaak.

Arkady dibujó una figura con palotes sentada en el coche, y con un bolígrafo rojo trazó un círculo alrededor de los pies.

—¿Qué me dices de Rudi?

—En estas condiciones la carne está dura como la madera, y los huesos se quiebran en cuanto empiezas a cortar. Fue muy difícil quitarle la ropa. Te he traído esto —dijo Polina, sacando de una bolsa un granate y un pedazo de oro derretido, lo que quedaba del anillo de Rudi. Polina miró a Arkady con expresión satisfecha, como un gato que le lleva unos ratones a su dueño.

—¿Has examinado su dentadura?

—Aquí tienes el informe. El oro se derritió y no lo he hallado, pero hay indicios de un empaste en el segundo molar inferior. Por supuesto, estos datos son preliminares a una autopsia completa.

—Gracias.

—Otra cosa —dijo Polina—. Hay demasiada sangre.

—Es probable que Rudi presentara numerosas heridas —observó Jaak.

—Las personas que mueren abrasadas no explotan. No son salchichas. He hallado restos de sangre por todas partes.

—Quizá su asesino se hizo unos cortes —dijo Arkady.

—He enviado unas muestras de sangre al laboratorio para verificar el grupo sanguíneo.

—Buena idea.

—Gracias.

A partir de ese momento, Polina permaneció sentada en silencio, mirándoles despectivamente, como un gato.

Jaak hizo un dibujo del mercado en la pizarra, mostrando las posiciones relativas del coche de Rudi, de Kim, de la cola de clientes y, a una distancia de veinte metros, del camión cargado con aparatos de vídeo. Junto a la ambulancia dibujó un segundo grupo de personas, incluyendo al vendedor de ordenadores y el camión del caviar; luego, algo más alejado, otro grupo en el que figuraban los gitanos que vendían joyas, los comerciantes de alfombras y el Zhiguli.

—Fue una noche singular. Al estar allí los chechenos, tuvimos suerte de que no saltara todo por los aires —dijo Jaak, contemplando la pizarra—. Nuestro único testigo afirma que Kim mató a Rudi. Al principio me costaba creerlo, pero teniendo en cuenta que estaba lo bastante cerca de él para arrojar una bomba dentro del coche, lo cierto es que parece bastante probable.

—¿Esto es lo que recuerdas haber visto en aquellos momentos de confusión, en la oscuridad? —preguntó Polina.

—Tal como suele suceder en la vida —contestó Arkady. Abrió el cajón de su escritorio en busca de tabaco. Un poco de nicotina le despejaría—. Lo que tenemos es un mercado negro, no un mercado al que acuden ciudadanos normales de día sino un mercado negro organizado por la noche para delincuentes. Un territorio neutral, y Rudi Rosen, una víctima muy neutral —añadió, recordando la descripción que había hecho Rudi de sí mismo, comparándose con Suiza.

—Esto fue una combustión espontánea —dijo Jaak—. Si reúnes a unos cuantos delincuentes y añades drogas, vodka y unas granadas de mano, es lógico que suceda algo.

—Es probable que Rudi traicionara a alguien —dijo Minin.

—Rudi me caía bien —dijo Arkady—. Le obligué a que participara en esta operación y lo maté. —La verdad siempre resultaba embarazosa. Jaak parecía turbado por el lapsus de Arkady, como un perro fiel que ve a su amo tropezar. Minin en cambio parecía muy satisfecho—. La cuestión es, ¿por qué hacer que estallen dos bombas? Había muchas pistolas allí, ¿por qué no lo mataron de un tiro? Nuestro testigo…

—Nuestro testigo es Gary Oberlián —le recordó Jaak.

—El cual identificó a Kim como el homicida. Hemos visto a Kim con un Malish. Le hubiera sido más fácil meterle cien balas en el cuerpo que arrojar una bomba. Sólo tenía que apretar el gatillo.

—¿Por qué dos bombas en lugar de una? —preguntó Polina—. La primera bastaba para asesinar a Rudi.

—Quizá no se trataba únicamente de matar a Rudi —observó Arkady—, sino de quemar el coche. En el asiento trasero estaban todos sus archivos, sus informes y los disquetes con los datos sobre préstamos y operaciones.

—Cuando asesinas a alguien, lo que quieres es largarte rápidamente de la escena del crimen. No te pones a trasladar archivos.

—Todo se ha convertido en humo —dijo Arkady.

—Si Kim estaba cerca del coche cuando estalló la bomba, quizá resultó herido —observó Polina—. Quizá los restos de sangre eran suyos.

—He alertado a los hospitales y a las clínicas para que nos informen si se presenta alguien con quemaduras —dijo Jaak—. Les pediré también que nos informen si aparece alguien con cortes y heridas. Sin embargo, me cuesta creer que Kim matara a Rudi. A pesar de todo, le era fiel.

—¿Tenemos algún informe sobre el apartamento de Rudi? —preguntó Arkady, aspirando el repelente y sin embargo atrayente olor de tabaco rancio que emanaba un cajón de su escritorio.

—Los técnicos están verificando las huellas dactilares —contestó Polina—. Hasta ahora, sólo han hallado las de Rudi.

En el fondo del cajón, Arkady halló un viejo paquete de Belomors, un último recurso en caso de auténtica desesperación.

—¿Habéis concluido la autopsia? —preguntó a Polina.

—Ya te lo he dicho, en el depósito no dan abasto.

—¿Conque no dan abasto, eh? Era lo que me faltaba oír. —El Belomor emitía unas humaredas negras, como si fuera el tubo de escape de un motor diesel. Era difícil fumar el cigarrillo y al mismo tiempo mantenerlo alejado, pero Arkady lo intentó.

—Cuando te veo fumar, es como si contemplara a un hombre que se suicida lentamente —dijo Polina—. No es necesario que nadie ataque este país, basta con que arroje unos cartones de cigarrillos.

—¿Qué hay de la habitación de Kim? —preguntó Arkady para cambiar de tema.

Jaak le informó que tras registrar minuciosamente el almacén habían hallado unas cajas vacías de radios de coche alemanas y de zapatillas deportivas italianas, el colchón, unas botellas vacías de coñac, alpiste y Bálsamo de Tigre.

—Todas las huellas dactilares en el almacén coinciden con las que figuran en el expediente policial de Kim —dijo Polina—. Las huellas que había en la escalera de incendios eran muy borrosas.

—El testigo identificó a Kim como la persona que arrojó la bomba en el coche de Rudi. En su habitación había una mina. El caso no ofrece dudas —dijo Minin.

—Pero no alcanzamos a ver a Kim —replicó Arkady—. No sabemos quién estaba allí.

—Al abrir la puerta viste una caja ardiendo —dijo Jaak—. ¿Recuerdas cuando eras niño? ¿Nunca has metido mierda de perro en una bolsa y le has prendido fuego para hacer que la gente la pisara para apagarlo?

—No —contestó Minin—. Nunca hice tal cosa.

—Nosotros lo hacíamos muchas veces —dijo Jaak—. De todos modos, no se trataba de mierda de perro sino de una mina. No puedo creer que estuviéramos a punto de caer en esa trampa. —Frente a él había una foto del estuche ovalado que contenía la mina y las dos clavijas. Era una mina pequeña, como la que utilizaba el Ejército, con una carga de trinitrotolueno, denominado «Recuerdo para…». El detective levantó la vista y añadió—: Quizá se trate de una guerra entre bandas de mafiosos. Si Kim se ha pasado al bando de los chechenos, Boria le estará buscando. Creo que la mina iba destinada a Boria. Polina no se había quitado la gabardina. De pronto se levantó y se la abrochó apresuradamente, como si estuviera deseando largarse de allí.

—La mina iba destinada a ti, y quizá la bomba del coche también —dijo, dirigiéndose a Arkady.

—Te equivocas —contestó éste. Cuando se disponía a explicar a Polina los motivos por los que él creía que estaba equivocada, la patóloga se dio media vuelta y salió de la habitación. Arkady apagó el Belomor y miró a sus dos detectives.

—Es tarde, chicos —dijo—. Ya hemos trabajado bastante.

Minin se levantó de mala gana y observó:

—No comprendo por qué hemos enviado a un miliciano al apartamento de Rosen.

—Quiero que permanezca allí durante unos días —contestó Arkady—. En el apartamento hay varios objetos de valor.

—¿Se refiere a la ropa, el televisor y las libretas de ahorro?

—No, a la comida, camarada Minin.

Minin era el único miembro del equipo que pertenecía al Partido; Arkady lo llamaba de vez en cuando «camarada» para complacerlo.

Arkady tenía la sensación algunas veces de que durante su ausencia, Dios le había dado la vuelta a Moscú como si fuera un calcetín. Había regresado a un Moscú desconocido, que ya no estaba sometido al dominio del Partido. El mapa que colgaba en su despacho mostraba una ciudad distinta, señalada con unos lápices de colores.

El rojo, por ejemplo, indicaba a la mafia de Liúbertsi, un suburbio obrero situado al este de Moscú. Kim, aparte del hecho de ser coreano, era como todos los chicos que se habían criado allí. Los tipos de Liúbertsi eran los marginados, unos chicos que no habían acudido a las escuelas de élite, que no poseían diplomas académicos ni estaban relacionados con gente del Partido, que en los últimos cinco años habían salido de las bocas del metro para atacar primero a los punkis y luego para ofrecer protección a las prostitutas, a los mercados negros y a los despachos gubernamentales. Los círculos rojos mostraban las esferas de influencia de la mafia de Liúbertsi: el complejo turístico del parque de Izmáilovo, el aeropuerto de Domodiedovo, los vendedores de vídeos de la calle Shábolovka. El hipódromo estaba controlado por un clan judío que contrataba a los matones de Liúbertsi.

El azul indicaba a la mafia de Long Pond, un suburbio de barracas situado al norte de la ciudad. Los círculos azules señalaban sus intereses en las mercancías robadas en el aeropuerto de Sheremétievo y en las prostitutas del hotel Minsk, pero su negocio más lucrativo eran las piezas de recambio de automóviles. La fábrica de coches Moskvich, por ejemplo, estaba rodeada de un círculo azul. Boria Gubenko no sólo se había convertido en el jefe de Long Pond sino que, además, ejercía una gran influencia sobre la mafia de Liúbertsi.

El color verde indicaba a los chechenos, los musulmanes de las montañas del Cáucaso. En Moscú había un millar de chechenos que estaban a las órdenes de su líder tribal, Majmud, y continuamente llegaban refuerzos. Los chechenos eran los sicilianos de las mafias soviéticas.

El violeta estaba reservado para la mafia moscovita de Báumanskaia, instalada en un barrio entre la cárcel de Lefortovo y la iglesia de la Epifanía. La base de su negocio era el mercado de Rizhsky.

Por último, el color marrón designaba a los chicos de Kazán, que más que una mafia organizada eran unos ambiciosos delincuentes especializados en asaltar restaurantes en Arbat, traficar con drogas y controlar a las prostitutas adolescentes que pululaban por las calles.

Rudi Rosen era el banquero de todos. El hecho de seguir a Rudi en su Audi había ayudado a Arkady a trazar este siniestro Moscú de colorines. Durante seis mañanas a la semana —de lunes a sábado— Rudi seguía la misma rutina. A primera hora se dirigía a unos baños situados en el norte de la ciudad, controlados por Boria, luego iba con éste a comprar unos pasteles en el parque de Izmáilovo y a encontrarse con los tipos de Liúbertsi. A media mañana se tomaba un café en el hotel Nacional con su contacto de Báumanskaia. Más tarde comía en el Uzbekistán con su enemigo, Majmud. En suma, llevaba la vida de un moderno hombre de negocios moscovita, seguido siempre muy de cerca por Kim en su moto.

La noche era blanca y silenciosa. Arkady no tenía hambre ni sueño. Era el típico nuevo hombre soviético destinado a vivir en un país en el que no existían alimentos ni tranquilidad. Se levantó y salió de la oficina. Estaba harto.

En todos los rellanos de la escalera había unas rejas para atrapar a los «buceadores», a los prisioneros que intentaban escapar. Quizá no sólo a los prisioneros, pensó Arkady mientras bajaba la escalera.

El Zhiguli estaba aparcado en el patio, junto a una furgoneta azul llena de perros. Dos perros con aire amenazador estaban atados al guardabarros delantero de la furgoneta. Arkady disponía de dos coches oficiales, pero sólo disponía de suficientes cupones de gasolina para conducir uno debido a que los pozos petrolíferos de Siberia estaban siendo vaciados por Alemania, Japón e incluso Cuba, dejando una mísera cantidad para el consumo doméstico. Había tenido que quitar el distribuidor y la batería del segundo coche para colocarlos en el primero, porque si enviaba el Zhiguli al taller, era como si lo enviara a dar una vuelta alrededor del mundo para que lo desguazaran en los puertos de Calcuta y Port Said. El problema de la gasolina era lo que obligaba a los defensores del Estado a ir de coche en coche armados con un sifón, un tubo y una lata. También era el motivo de que ataran perros a los guardabarros de sus vehículos.

Arkady se montó en el coche por el lado izquierdo y se sentó frente al volante. Los perros se precipitaron sobre el coche, tirando de la cadena que los sujetaba y arañando la puerta. Arkady imploró al cielo y giró la llave de contacto. Al menos le quedaba una décima parte de gasolina en el depósito.

Dobló dos veces a la derecha y enfiló la calle Gorki, llena de tiendas cuyos escaparates estaban todavía iluminados. ¿Qué vendían en ellas? Un escenario de arena y palmeras rodeaba un pedestal con un tarro de mermelada de guayaba. En la tienda de al lado, unos maniquíes se peleaban por un rollo de cretona. Los comercios de alimentación exhibían pescado —ahumado que relucía como una mancha de aceite.

En la plaza de Pushkin se había congregado una multitud. Un año antes se había organizado una enfervorecida manifestación en la que habían ondeado una docena de banderas: la lituana, la armenia, la bandera roja zarista y la blanca y azul del Frente Democrático. Ahora las habían retirado todas salvo la del Frente y, al otro lado de la escalinata, la bandera roja del Comité para la Salvación de Rusia. Cada bandera contaba con mil simpatizantes que trataban de gritar más fuerte que los otros. De vez en cuando se producían violentos enfrentamientos entre ambos grupos. La milicia se había replegado discretamente hacia los extremos de la plaza y las escaleras del metro. Los turistas contemplaban la escena desde la puerta de un McDonald.

Los guardias obligaban a los coches a detenerse, pero Arkady consiguió girar por una bocacalle y se metió en un patio, alejado de las luces y los pitidos de los coches. En medio del patio, junto a unos plátanos, había una mesa y unas sillas, dispuestas para el té. Arkady atravesó el patio y dobló por una callejuela donde había unos camiones aparcados en la acera. Eran unos camiones militares, con la parte trasera cubierta por una lona. Picado por la curiosidad, Arkady hizo sonar el claxon. Una mano levantó una esquina de una lona, descubriendo a un grupo de soldados antidisturbios vestidos con unos uniformes grises y unos cascos negros, y armados con escudos y porras. Unos noctámbulos de la peor calaña, pensó Arkady.

El despacho del fiscal le había ofrecido un moderno apartamento en un rascacielos suburbano para miembros del aparato y jóvenes profesionales, pero Arkady prefería sentir que se hallaba en Moscú. Residía en un edificio de tres plantas, situado en el ángulo formado por los ríos Moskvá y Yauza, detrás de una antigua iglesia donde ahora fabricaban linimento y vodka. La torre de la iglesia había sido adornada para la Olimpiada del 80, pero el interior había sido despejado para instalar unos depósitos galvanizados y máquinas de embotellar. ¿Cómo decidían los destiladores qué parte de la producción era vodka y qué parte consistía en alcohol? Quizá no tuviera importancia.

Cuando se disponía a quitar los limpiaparabrisas y el retrovisor para que no se los robaran durante la noche, Arkady recordó que en el maletero llevaba la radio de onda corta que había comprado Jaak en el mercado negro. Cogió la radio, los limpiaparabrisas y el retrovisor y se dirigió a una tienda de alimentación que había en la esquina. Estaba cerrada, naturalmente. Así pues, sólo tenía dos opciones: hacer el trabajo que tenía que hacer o cenar. De todos modos, la última vez que había ido al mercado le habían dado a elegir entre la cabeza o las patas de una vaca, como si el resto del animal se hubiera esfumado.

Dado que la única forma de entrar en el edificio era pulsando unos números en una caja de seguridad, alguien había escrito el código junto a la puerta. Los buzones del vestíbulo estaban chamuscados porque unos vándalos habían metido en ellos unos periódicos y les habían prendido fuego. Al llegar al segundo piso, Arkady llamó a la puerta de una vecina para que le entregara el correo. Verónica Ivánovna, una mujer con la mirada resplandeciente de un niño y el pelo lacio y canoso de una bruja, era lo más parecido a un guardia de vigilancia que había en el edificio.

—Tiene dos cartas personales y una factura de teléfono —le dijo—. No he podido comprarle comida porque se olvidó de darme su cartilla de racionamiento.

Su apartamento estaba iluminado por el débil resplandor del televisor. Todos los ancianos que vivían en el edificio se habían sentado en unas sillas y unos taburetes en torno a la pantalla para contemplar, o más bien escuchar, con los ojos cerrados, a un tipo serio con el rostro grisáceo cuya profunda y tranquilizadora voz llegaba como una ola hasta la puerta del rellano:

—Quizá se sienta usted cansado. Todo el mundo está cansado. Quizá se sienta desconcertado. Todo el mundo está desconcertado. Son éstos unos tiempos difíciles, duros. Pero éste es el momento de sanar su espíritu, de conectar de nuevo con las fuerzas naturales y positivas que le rodean. Trate de visualizar. Deje que su fatiga se deslice por sus brazos y desaparezca a través de las puntas de sus dedos, deje que la fuerza positiva penetre en su espíritu.

—¿Es un hipnotizador? —preguntó Arkady.

—Pase. Es el programa de televisión más popular.

—Lo cierto es que me siento cansado y desconcertado —dijo Arkady.

Los ancianos estaban inclinados hacia atrás, como para apartarse del intenso calor de una chimenea. El hipnotizador ostentaba una frondosa barba que le daba una expresión seria y académica, aparte de unas gruesas gafas que hacían que sus ojos parecieran enormes, intensos e inmóviles, como un icono.

—Abrase y relájese. Limpie su mente de los viejos dogmas e inquietudes, porque sólo existen en su mente. Deje que el universo penetre en su interior.

—He comprado un cristal en un puesto en la calle —dijo Verónica—. Los venden sus colaboradores. Si lo colocas sobre el televisor, te transmite sus emanaciones, como si las amplificara.

Arkady vio una hilera de cristales dispuestos sobre el televisor.

—¿No le parece una mala señal que resulte más fácil comprar piedras que alimentos? —preguntó a Verónica.

—Sólo se encuentran malas señales si uno las busca.

—Ése es el problema. En mi trabajo tengo que buscarlas continuamente.

Arkady sacó un pepinillo, un yogur y un pedazo de pan del frigorífico y se sentó a comer frente a la ventana, mientras observaba el campanario de la iglesia y el río. En aquel distrito había unas colinas llenas de viejos senderos y, oculto detrás de la iglesia, un callejón donde solían quemar troncos. Detrás de las casas había unos patios en los que antiguamente había vacas y cabras. Eran las zonas nuevas de la ciudad las que parecían abandonadas. Los letreros de neón sobre las fábricas estaban medio encendidos y medio apagados, transmitiendo unos mensajes ilegibles. El río presentaba un aspecto negro e inmóvil como el asfalto.

En la sala de estar había una mesa con la superficie esmaltada adornada con unas margaritas en un bote de café, un sillón, una lámpara de metal y numerosas estanterías que daban a la habitación el aspecto de haber sido construida contra un dique de libros, un baluarte que contenía desde obras de la poetisa Ajmátova hasta libros del humorista Zóschensko, aparte de una Makárov, una pistola de 9 milímetros que Arkady ocultaba detrás de una traducción de Macbeth hecha por Pasternak.

En el vestíbulo había un retrete y una ducha, y desde él se pasaba al dormitorio, que contenía más libros. Al menos, la cama estaba hecha. En el suelo había un casete, unos auriculares y un cenicero. Arkady sacó un paquete de cigarrillos de debajo de la cama. Sabía que debía acostarse y cerrar los ojos, pero regresó a la sala de estar. No tenía sueño ni estaba hambriento. Abrió el frigorífico para echar un vistazo y comprobó que le quedaba un tetrabrik que contenía una cosa llamada «Delicias del Bosque» y una botella de vodka. Abrió el tetrabrik y llenó un vaso con un zumo marrón. A juzgar por el sabor, se trataba de zumo de manzana, ciruela o pera, al que añadió un poco de vodka.

—Por Rudi —dijo Arkady, apurando el vaso y llenándolo de nuevo.

Luego colocó la radio de Jaak sobre la mesa y sintonizó unas emisoras de onda corta. Desde distintos puntos de la Tierra le llegaron unos espasmódicos sonidos en árabe y las engoladas voces de los locutores de la BBC, junto a un zumbido que quizá proviniera de las fuerzas positivas a las que se había referido el hipnotizador. En una emisora de onda media transmitían un debate en ruso sobre el leopardo asiático.

—El leopardo, el felino más extraordinario del desierto, ocupa un territorio que se extiende a través del sur de Turkmenistán hasta las planicies de Ustiurt. Se desconoce la distribución de estos espléndidos animales puesto que desde hace treinta años han desaparecido de las regiones selváticas.

A Arkady le complació pensar que los leopardos merodeaban todavía por el desierto soviético, persiguiendo a los onagros y a las gacelas, saltando ágilmente y corriendo veloces por entre los tamariscos.

Entró de nuevo en el dormitorio y se acercó a la ventana. Verónica, que vivía en el apartamento debajo del suyo, se quejaba de que todas las noches le oía recorrer un kilómetro de una habitación a otra.

Una voz distinta, de una mujer, leyó por la radio las noticias sobre la última crisis de los Balcanes. Arkady la escuchó distraídamente mientras pensaba en la mina que había hallado en la habitación de Kim. Todos los días robaban armas de los depósitos militares. Quizás a partir de ahora habría unos camiones militares apostados en todas las esquinas de la ciudad. ¿Se convertiría Moscú en otro Beirut? Un humo denso cubría la ciudad. Debajo, el mismo humo formaba unas espirales alrededor de unas cajas vacías de vodka.

Al cabo de unos minutos regresó a la sala de estar. La voz que sonaba por la radio se le antojaba familiar.

—La organización derechista denominada «Bandera Roja» se proponía organizar esta noche una manifestación en la plaza Pushkin de Moscú. Aunque las fuerzas antidisturbios permanecen alertas, algunos observadores opinan que el Gobierno no tomará ninguna medida hasta que se produzca el caos, apoyándose en el pretexto de restaurar el orden público con el fin de eliminar a los adversarios políticos de la izquierda y la derecha.

La aguja del dial estaba situada entre el 14 y el 16 de la onda media, y Arkady comprobó que escuchaba Radio Liberty. Los americanos dirigían dos emisoras propagandísticas, la Voz de América y Radio Liberty. La Voz de América, en la que todo el personal era americano, representaba la voz serena de la razón. En Radio Liberty trabajaban emigrantes y desertores rusos, y desde ella lanzaban violentas andanadas muy en consonancia con su audiencia. Al sur de Moscú habían construido unos artilugios destinados a bloquear Radio Liberty. Aunque al parecer últimamente se producían menos señales de interferencia, era la primera vez que Arkady captaba esta emisora.

La locutora relató pausadamente los disturbios acaecidos en Tashkent y Bakú, nuevos datos sobre el gas venenoso utilizado en Georgia, otros casos de cáncer de la tiroides en Chernóbil, unos combates a lo largo de la frontera con Irán, unos ataques en Nagorni Karabaj, unas manifestaciones islámicas en Turkestán, unas huelgas de mineros en Donbás, una huelga ferroviaria en Siberia y una sequía en Ucrania. Europa Oriental parecía alejarse del buque de la Unión Soviética que se hundía a bordo de unas lanchas salvavidas. Como consuelo, la locutora añadió que los hindúes, los paquistaníes, los irlandeses, los ingleses, los zulúes y los bóers habían provocado unos auténticos infiernos en las zonas del globo que ocupaban. Concluyó diciendo que dentro de veinte minutos se emitiría el próximo boletín.

Cualquier hombre sensato se habría sentido deprimido, pero Arkady consultó su reloj. Luego se levantó, encendió un cigarrillo y se tomó un trago de vodka. El programa que emitían entre los boletines de noticias se refería a la desaparición del mar de Aral. El agua utilizada para regar los campos de algodón en Uzbek había vaciado los ríos de Aral, dejando a millares de barcos pesqueros y millones de peces empantanados. ¿Cuántas naciones podían jactarse de haber eliminado a un mar del mapa? Arkady se levantó para cambiar el agua de las margaritas.

A la hora y media transmitieron otro boletín de noticias que duró un minuto. Luego, Arkady escuchó unas alegres canciones populares de Bielorrusia, hasta que a la hora en punto emitieron otro programa informativo que duró diez minutos. Las historias eran idénticas; era la voz de la locutora lo que interesaba a Arkady. Colocó el reloj sobre la mesa, y al observar la ventana comprobó que las cortinas eran de encaje. Naturalmente sabía que ante la ventana colgaban unas cortinas, pero uno suele olvidarse de esos detalles hasta que se sienta un rato para escuchar atentamente la radio. Estaban hechas a máquina, lógicamente, pero eran bastante bonitas, con un diseño floral a través del cual se filtraba la pálida luz del exterior.

—Les habla Irina Asánova —dijo la voz.

De modo que no se había casado, o en todo caso no había cambiado de nombre. Su voz sonaba más profunda e incisiva, ya no era la voz de una jovencita. La última vez que la había visto atravesaba un campo nevado, deseosa de marcharse y quedarse al mismo tiempo. El trato era que si se marchaba, él se quedaría. Posteriormente había oído su voz en numerosas ocasiones, primero durante unos interrogatorios, cuando temió que la hubieran arrestado, y luego en un pabellón psiquiátrico, donde su recuerdo no dejaba de atormentarlo. Cuando trabajaba en Siberia, solía preguntarse si Irina existía todavía, si había existido alguna vez o si era fruto de su imaginación. Racionalmente, sabía que nunca volvería a verla ni a saber de ella. Irracionalmente, confiaba en ver de pronto su rostro en una esquina u oír su voz en una habitación llena de gente. Como un hombre enfermo del corazón, esperaba que éste dejara de latir súbitamente. La voz de Irina sonaba muy bien.

A medianoche, cuando repitieron los programas emitidos durante el día, Arkady apagó la radio y se fumó un último cigarrillo junto a la ventana. La torre de la iglesia destacaba como una llama dorada sobre la luz grisácea de la noche.