A pesar de la oscuridad, Arkady pudo distinguir veinticuatro torres dispuestas en torno a una plaza. Tres de ellas estaban revestidas de hormigón prefabricado, en tanto que las otras se hallaban todavía en fase de construcción. A la luz del esperanzador amanecer, las torres parecían al mismo tiempo inmensas y frágiles. Arkady supuso que en la planta baja de las torres instalarían unos restaurantes, unos cabarets y quizás un cine; y en el centro de la plaza, cuando las excavadoras y las hormigoneras de cemento hubieran desaparecido, habría una parada de taxis y coches de caballos. Pero en estos momentos, los únicos vehículos visibles eran la furgoneta del forense, el Zhiguli y los restos del Audi de Rudi Rosen sobre una alfombra de fragmentos de vidrio. Las ventanillas del Audi estaban hechas añicos y el calor del fuego había hecho estallar los neumáticos. Afortunadamente, predominaba el olor a caucho quemado. Rudi Rosen seguía sentado frente al volante, como si estuviera escuchando.
—Los fragmentos de vidrio están distribuidos de forma regular —observó Arkady. Polina le seguía con su Leica de antes de la guerra, tomando fotografías—. Los pedazos de vidrio cerca del Audi 1200 se han derretido. Las puertas de la izquierda están cerradas. El capó estaba cerrado y los faros se han quemado. Las puertas de la derecha están cerradas. El maletero está cerrado y los faros posteriores se han quemado. —Luego se arrodilló y añadió—: El depósito de gasolina ha estallado. El silenciador se ha despegado del tubo de escape. La matrícula está chamuscada, pero muestra un número de Moscú y el coche ha sido identificado como propiedad de Rudik Rosen. A juzgar por el diámetro que ocupan los fragmentos de vidrio, el incendio se originó dentro del vehículo, no en el exterior.
—Por supuesto, debemos aguardar el informe de los peritos —dijo Polina con su habitual insolencia. La patóloga, una mujer joven y diminuta, lucía la misma gabardina y la misma sonrisa despectiva en verano y en invierno. Llevaba el pelo recogido en un moño lleno de horquillas en lo alto de la cabeza—. Convendría avisar a la grúa para que se lleve el coche.
Minin, un detective de ojos hundidos y mirada de loco, anotaba los comentarios de Arkady. A sus espaldas, un cordón de milicianos examinaban el terreno. Unos perros adiestrados corrían de una torre a otra, alzando la pata.
—La pintura exterior está pelada —prosiguió Arkady—, el cromado de la manecilla está pelado.
Después de envolverse la mano en un pañuelo, abrió la puerta junto al asiento del conductor.
—Gracias —dijo Polina.
Al abrir la puerta le cayó un montón de cenizas sobre los zapatos.
—El interior del coche está destrozado —continuó Arkady—. Los asientos están abrasados, incluidos los muelles. El volante se ha derretido.
—La carne es más resistente que el plástico —observó Polina.
—Las alfombrillas de goma posteriores se han derretido y se observan fragmentos de vidrio, también derretido. Los asientos traseros están completamente quemados. Hay una pila chamuscada y residuos de metal no ferroso. También se observan unos fragmentos de oro, probablemente de los conductores. —Era cuanto quedaba del ordenador del que Rudi se sentía tan orgulloso—. Hay restos de los disquetes del ordenador y unos archivos cubiertos de ceniza.
Luego, de mala gana, Arkady se aproximó a la parte delantera del automóvil.
—Se observan señales de una explosión junto al embrague. Fragmentos de cuero chamuscado. Residuos de plástico, unas pilas en la guantera.
—Naturalmente. El calor era muy intenso —dijo Polina, inclinándose para tomar una fotografía con su Leica—. Como mínimo debió alcanzar dos mil grados.
—En el asiento delantero —prosiguió Arkady— hay una caja fuerte. La bandeja está vacía y chamuscada. Debajo de la bandeja hay unos pequeños contactos de metal, cuatro baterías, quizá los restos de un transmisor y una grabadora. También hay un rectángulo de metal que quizá pertenezca a la parte posterior de una calculadora. La llave del contacto está desconectada. En el llavero hay otras dos llaves.
Luego empezó a examinar los restos del conductor. Hubiera preferido dar un largo paseo y fumarse un cigarrillo.
—Cuando se trata de un cadáver abrasado hay que abrir completamente la abertura de la cámara para captar todos los detalles —dijo Polina.
¿Los detalles?
—El cuerpo se ha encogido —dijo Arkady—. Está tan quemado que resulta imposible identificarlo como un varón o una hembra, un niño o un adulto. La cabeza reposa sobre el hombro izquierdo. La ropa y el cabello están totalmente chamuscados y se observa una parte del cráneo. No creo que se puedan sacar unos moldes de los dientes. Los zapatos y los dientes han desaparecido.
Los comentarios de Arkady no describían fielmente al nuevo Rudi Rosen, más pequeño y ennegrecido, sentado en su vehículo. No reflejaban su transformación en un montón de alquitrán y huesos, la impresión que producía contemplar la hebilla de su cinturón colgando sobre la cavidad pélvica, las órbitas inexpresivas de sus ojos y el oro derretido de sus empastes, la desnudez de sus piernas, la forma en que su mano derecha aferraba el volante como si atravesara el infierno, ni el hecho de que el perlino volante se hubiera derretido como un caramelo rosa sobre sus dedos. No transmitía la misteriosa forma en que las botellas de vodka Starka y Kubán se habían licuado y derretido, el modo en que el dinero y los cigarrillos se habían convertido en humo. «Todo el mundo me necesita», había dicho Rosen. Ya no.
Al volverse, Arkady observó que el rostro de Minin expresaba una profunda satisfacción, como si se alegrara de que aquel pecador hubiera recibido por fin su castigo. Arkady le indicó unos milicianos que se estaban llenando los bolsillos con los objetos que los vendedores y los compradores habían dejado caer al suelo al huir precipitadamente.
—Les ordené que identificaran y tomaran nota de todo cuanto hallaran.
—Pero no les ordenaría que se quedaran con ello.
—Desde luego —dijo Arkady, suspirando.
—Fijaos en esto —les interrumpió Polina, arañando una esquina del asiento posterior con una horquilla—. La sangre está seca.
Arkady se dirigió hacia el Zhiguli. Jaak estaba sentado en el asiento trasero, interrogando a su único testigo, el desgraciado que había conocido Arkady mientras esperaba para hablar con Rudi. El ratero de los zlotys. Jaak lo había detenido antes de que pudiera franquear la verja y abandonar el recinto.
Según los datos que figuraban en su carnet de identidad y documentos de trabajo, se llamaba Gary Oberlián, residía en Moscú, era enfermero de un hospital, y, según indicaban sus cupones, dentro de pocos días le tocaba un par de zapatos nuevos.
—¿Quieres ver sus documentos de identidad? —preguntó Jaak a Arkady, obligando a Gary a arremangarse. En la parte interior de su brazo izquierdo tenía un tatuaje que representaba a una mujer desnuda sentada en una copa de vino, sosteniendo el as de corazones—. Le gusta el vino, las mujeres y las cartas —dijo Jaak. En el brazo derecho tenía tatuado un brazalete formado por picas, corazones, diamantes y tréboles—. Le entusiasman las cartas. —En el meñique de la mano izquierda lucía un círculo de picas boca abajo—. Esto significa que ha sido condenado por vandalismo. —En el dedo anular de la mano derecha mostraba un corazón atravesado por un cuchillo—. Esto significa que está dispuesto a matar. Como verás, nuestro amigo Gary no es precisamente un santito. Digamos que es un delincuente habitual que ha sido arrestado en una reunión de especuladores y que debería cooperar con nosotros.
—Que te den por el culo —le espetó Gary. A la luz del día, su aplastada nariz parecía soldada a su rostro.
—¿Todavía conservas los forints y los zlotys? —le preguntó Arkady.
—Que te den por el culo.
Jaak leyó un párrafo de las notas que había tomado:
—El testigo afirma que habló con el maldito difunto porque estaba convencido de que éste le debía dinero. Luego se apeó del coche del maldito difunto y cinco minutos más tarde, cuando explotó el maldito coche, se hallaba aproximadamente a unos diez metros de distancia del mismo. Según afirma el testigo, un hombre llamado Kim arrojó una segunda bomba dentro del coche y salió huyendo.
—¿Kim? —preguntó Arkady.
—Eso es lo que dice. También dice que se quemó las malditas manos tratando de salvar al difunto. —Jaak metió la mano en los bolsillos de Gary y sacó un puñado de marcos y dólares chamuscados.
Iba a hacer un día húmedo y caluroso. La humedad del amanecer se había transformado en gotas de sudor. Arkady alzó la vista y contempló un estandarte que pendía inerme de lo alto de una torre situada al norte. «HOTEL DEL NUEVO MUNDO». Arkady imaginó el estandarte ondeando al viento y la torre deslizándose por los aires como un bergantín. Necesitaba dormir. Necesitaba atrapar a Kim.
Polina se arrodilló junto al asiento del conductor del Audi y dijo:
—Aquí hay más sangre.
Al abrir la puerta del apartamento de Rudi Rosen, Arkady se topó con Minin, que sostenía una gigantesca Steshkin.
Arkady se quedó impresionado al ver el arma, pero estaba preocupado por Minin.
—Con ese chisme podrías cargarte a toda la gente que hubiera en esta habitación —le dijo—. Pero si hubiera alguien aquí, habrían abierto la puerta o la habrían volado con una metralleta. Una pistola no sirve de nada. Sólo sirve para asustar a estas señoras —añadió, indicando a las dos barrenderas que había reclutado como testigos legales de la investigación. Las dos mujeres le sonrieron, mostrando varios dientes de metal. Detrás de ellas, dos peritos forenses se estaban poniendo unos guantes de goma.
Si registras la casa de alguien que no conoces te consideran un investigador, pensó Arkady; pero si registras la casa de alguien que conoces te tachan de mirón. Qué curioso. Llevaba un mes observando a Rudi Rosen pero nunca había penetrado en su casa.
La puerta de entrada estaba forrada de tela y tenía una mirilla. El apartamento constaba de una sala de estar comedor, una cocina, un dormitorio con televisión y vídeo, otro dormitorio habilitado como despacho y un baño con una bañera de hidromasaje.
Había unas estanterías repletas de libros encuadernados en piel de Gógol y Dostoyevski, unas biografías de Brezhnev y Moshe Dayan, unos álbumes de sellos y unos números atrasados de Israel Trade, Sóviet Trade, Business Week y Playboy. Los peritos forenses se pusieron inmediatamente manos a la obra, mientras Minin les seguía a corta distancia para asegurarse de que no desapareciera ningún objeto.
—Les ruego que no toquen nada —dijo Arkady a las barrenderas, que permanecían en medio de la habitación mirando a su alrededor con la boca abierta, como si se encontraran en el Palacio de Invierno.
En el armario de la cocina había unas botellas de whisky americano y brandy japonés y unas bolsas de café danés; no había vodka. En el frigorífico había salmón ahumado, jamón, paté y mantequilla de una marca finlandesa, una jarra de nata, y en el congelador, una tarta helada decorada con unas flores y hojas rosas y verdes. Era el tipo de tarta que antiguamente vendían en las lecherías, y que en la actualidad sólo se hallaba en los bufés más exquisitos, es decir, una rareza casi tan difícil de hallar como un huevo Fabergé.
El suelo del cuarto de estar estaba cubierto por unos kilims. En la pared colgaban dos retratos, enmarcados en unos marcos idénticos, de un violinista, vestido de frac, y de su esposa, que aparecía sentada frente a un piano. Sus rostros exhibían la misma redondez y expresión seria que Rudi. La ventana daba a la calle Donskáia, y hacia el norte, por encima de unos tejados, se divisaba la gigantesca rueda que giraba lentamente en el parque Gorki.
Arkady entró en el despacho, en el que había un escritorio de arce finlandés, un teléfono y un fax. Un protector de sobrevoltaje conectado al enchufe indicaba que Rudi solía utilizar su ordenador portátil en el apartamento. Los cajones contenían clips, lápices, papel de escribir de la tienda que tenía Rudi en un hotel, libretas de ahorros y recibos.
Minin abrió un armario y examinó unos chándales americanos y unos trajes italianos que colgaban en él.
—Comprueba si hay algo en los bolsillos —le dijo Arkady—. Y examina también los zapatos.
Los cajones de la cómoda del dormitorio contenían camisetas y calzoncillos con etiquetas extranjeras. Sobre el televisor había un cepillo de cerdas. Sobre la mesita de noche, unas cintas de vídeo, un antifaz de raso para dormir, y un despertador.
Un antifaz para dormir era justamente lo que necesitaba Rudi en estos momentos, pensó Arkady. El lugar era seguro pero no al cien por cien. ¿No era eso lo que había dicho a Rudi? ¿Por qué le creía la gente?
Una de las barrenderas le siguió sigilosamente, como si llevara unas zapatillas de felpa, y dijo:
—Olga Semiónovna y yo compartimos un apartamento. En las otras habitaciones viven unos armenios y unos turcos. No se hablan.
—¿Unos armenios y unos turcos? Tiene suerte de que no se maten —dijo Arkady. Abrió la ventana del dormitorio, la cual daba a un patio que servía de garaje, y comprobó que no había nada colgando de la repisa—. Los apartamentos comunales son la muerte de la democracia. Claro que la democracia es la muerte de los apartamentos comunales.
Minin entró en el dormitorio.
—Estoy de acuerdo con el investigador jefe —declaró—. Lo que necesitamos es mano dura.
—Digan lo que digan, antes al menos había orden —afirmó la barrendera.
—Impuesto por la fuerza, pero eficaz —dijo Minin.
Ambos se giraron y miraron a Arkady fijamente, haciéndole sentirse como un perro rabioso sobre un pedestal.
—En efecto, había orden —dijo.
Luego se acercó al escritorio y rellenó el protocolo de registro: la fecha, su nombre, en presencia de —escribió los nombres de ambas mujeres—, de conformidad con la autorización de registro número tal, había entrado en el domicilio del ciudadano Rudik Avrámovich Rosen, el apartamento 4 A, sito en el número 25 de la calle Donskáia.
De pronto, Arkady se fijó en el fax. El aparato tenía varios botones en inglés, uno de los cuales decía «Redial». Arkady descolgó el teléfono y oprimió el botón. Oyó unos tonos, una señal de llamada y una voz.
—Feldman.
—Llamo de parte de Rudi Rosen —dijo Arkady.
—¿Por qué no me llama él mismo?
—Se lo explicaré cuando hablemos.
—¿No me ha llamado para hablar conmigo?
—Prefiero que nos veamos.
—No tengo tiempo.
—Es importante.
—Yo le diré lo que es importante. Van a clausurar la Biblioteca Lenin. Se está cayendo a pedazos. Han apagado las luces y han cerrado las salas con llave. Va a convertirse en una tumba como las pirámides de Giza.
Arkady se sorprendió de que alguien que tuviera tratos con Rudi estuviera preocupado por el estado de la Biblioteca Lenin.
—Insisto en que es importante que hablemos.
—Trabajo hasta muy tarde.
—Podemos encontrarnos a la hora que le convenga.
—Mañana a medianoche, frente a la biblioteca.
—¿A medianoche?
—De acuerdo, a menos que la biblioteca se desplome encima mío.
—Recuérdeme su número de teléfono.
—Feldman. F-e-l-d-m-a-n. Profesor Feldman.
Luego le dio su número y colgó.
Arkady colgó también el auricular.
—Es un aparato fantástico —comentó.
Minin se echó a reír. A pesar de ser tan joven, tenía una risa amarga.
—Los peritos forenses se llevarán todo lo que hay en el apartamento, y el fax nos sería muy útil.
—No, lo dejaremos todo tal como lo hemos encontrado, sobre todo el fax.
—¿La comida y las botellas también?
—Todo.
La segunda barrendera miró avergonzada unas gotas de helado de vainilla que se extendían desde la alfombra oriental del despacho hasta el frigorífico, y de vuelta al despacho.
Minin abrió la puerta del congelador.
—¡Se ha zampado la tarta helada! ¡Y el chocolate!
—¡Olga Semiónovna! —exclamó escandalizada la primera barrendera.
La acusada sacó la mano del bolsillo donde había ocultado el chocolate. Unas gruesas lágrimas empezaron a deslizarse por sus arrugadas mejillas y su temblorosa barbilla, mientras los observaba como si acabara de robar el cáliz de plata de un altar. Vaya, hombre, pensó Arkady. Hemos hecho llorar a una anciana por unas barras de chocolate. ¿Cómo no iba a sucumbir a semejante tentación? El chocolate constituía un mito exótico, un hito importante en la historia, como los aztecas.
—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Arkady a Minin—. ¿La arrestamos, no la arrestamos pero le damos una paliza, o la dejamos que se vaya? Sería un delito gravísimo si hubiera robado también la nata. Pero quiero conocer tu opinión.
Arkady deseaba averiguar hasta qué punto su colaborador se tomaba en serio su trabajo.
—Opino que podemos dejar que se vaya —respondió Minin.
—De acuerdo.
Arkady se dirigió a las barrenderas.
—Ciudadanas, eso significa que deberán colaborar un poco más con los organismos del Estado.
Los garajes soviéticos constituían un auténtico misterio. No estaba autorizada la venta de chapa de acero a los ciudadanos particulares, sin embargo, en los patios y callejones aparecían como por arte de magia multitud de garajes construidos con ese material. Arkady utilizó la segunda llave de Rudi Rosen para entrar en el garaje que había en el patio. No tuvo necesidad de tocar la bombilla que colgaba del techo. A la luz del sol que penetraba por la puerta del garaje vio un estuche de herramientas, latas de aceite lubricante, limpiaparabrisas, retrovisores y mantas para cubrir el coche en invierno. Debajo de las mantas sólo había unos neumáticos. Más tarde, Minin y los peritos podían quitarle el polvo a la bombilla y examinar detenidamente el suelo. Las barrenderas le observaban tímidamente desde la puerta, sin intentar robar ni una llave inglesa.
¿Por qué no estaba cansado ni hambriento? Era como un hombre que tiene fiebre pero al que no le han diagnosticado ninguna enfermedad. Cuando se encontró con Jaak en el vestíbulo del hotel Intourist, el detective estaba tomándose unas pastillas de cafeína para permanecer despierto.
—Gary miente —dijo Jaak—. No creo que Kim haya matado a Rudi. Tengo tanto sueño que si me topo con Kim es capaz de matarme sin que me entere. No está aquí.
Arkady echó una ojeada alrededor del vestíbulo. A la izquierda había una puerta giratoria que daba a la calle y a un puesto de Pepsi que se había convertido en el centro de reunión de las prostitutas de Moscú. Junto a la puerta había una fila de agentes de seguridad que sólo permitían entrar a las prostitutas que pagaban. Sentados en los sillones del tétrico vestíbulo, los turistas aguardaban el autocar; hacía mucho rato que esperaban y parecían maletas abandonadas. Los mostradores de información no sólo estaban desiertos sino que parecían expresar el eterno misterio de Stonehenge: ¿por qué habían sido construidos? El único lugar donde se observaba un poco de movimiento era el patio de estilo semiespañol situado a la derecha, bajo una claraboya, donde las mesas del bar y las máquinas tragaperras atraían a los clientes del hotel.
La tienda que Rudi tenía en el vestíbulo no era más grande que un espacioso ropero. En una vitrina había unas tarjetas postales con vistas de Moscú, unos monasterios y unas coronas ribeteadas de piel pertenecientes a unos príncipes que ya habían muerto. En la pared colgaban unos collares de cuentas de ámbar y unos rústicos chales. Las estanterías contenían unas muñecas de madera, pintadas a mano, de diversos tamaños, rodeadas de placas Visa, MasterCard y American Express.
Jaak abrió la puerta de cristal con llave.
—Te cobran un precio si pagas con tarjetas de crédito —dijo—, y la mitad si pagas en efectivo. Como Rudi compraba las muñecas a unos desgraciados por unos pocos rublos, obtenía unos beneficios del mil por ciento.
—No creo que mataran a Rudi por las muñecas —observó Arkady. Después de cubrirse la mano con un pañuelo, abrió el cajón del mostrador y examinó el libro de contabilidad. Todo eran cifras, no había ninguna nota. Minin y los peritos forenses tendrían que registrar también la tienda.
Jaak carraspeó, y luego dijo:
—Tengo una cita. Te veré en el bar.
Arkady cerró la tienda con llave y se dirigió hacia las máquinas tragaperras. Algunas mostraban unos naipes para jugar al póquer o unas ciruelas, campanas y limones sobre las, ruedas de la fortuna debajo de unas instrucciones en inglés, español, alemán, ruso y finlandés. Todos los jugadores eran árabes, que se paseaban entre ellas con aire aburrido, sosteniendo en la mano unas latas de naranja «Si Si». En medio de las máquinas había un empleado que echaba unas fichas plateadas en una caja metálica que accionaba con una palanca. Cuando Arkady le pidió fuego, se sobresaltó. Arkady observó su imagen reflejada en una de las máquinas: un tipo pálido con el pelo oscuro y lacio, sin afeitar, a quien hacía tiempo que no le daba el sol, pero con un aspecto no tan siniestro como para que el empleado se echara a temblar al darle fuego.
—¿Ha perdido la cuenta? —preguntó al empleado.
—Es una caja automática —respondió éste.
Arkady observó los números que figuraban en las pequeñas esferas de la caja. El total ascendía a 7950. Había quince bolsas de lona llenas de fichas, cerradas con un cordel, y cinco vacías.
—¿Cuánto valen? —preguntó.
—Cuatro fichas por un dólar.
—Cuatro divido por… Las matemáticas no se me dan muy bien, pero parece un buen negocio.
El empleado miró a su alrededor como en busca de ayuda.
—Estaba bromeando —dijo Arkady—. Tranquilo.
Jaak estaba sentado en el extremo de la barra, chupando unos terrones de azúcar y charlando con Yulia, una elegante rubia vestida de seda y cachemira. Junto a su taza de café, había un paquete de Rothmans y un ejemplar de la revista Elle.
Cuando Arkady se acercó a ellos, Jaak le ofreció un terrón de azúcar.
—Aquí hay que pagar con monedas fuertes, no aceptan rublos.
—Permítame que le invite a comer —dijo Yulia.
—No queremos perder nuestra pureza —respondió Jaak.
La rubia soltó una carcajada ronca, de fumador, y dijo:
—Recuerdo haber pronunciado esas mismas palabras.
Jaak y Yulia habían estado casados. Se habían conocido trabajando, por decirlo así, y se habían enamorado, lo cual no es de extrañar dadas las circunstancias. Al cabo de un tiempo a ella le habían salido unos trabajos más importantes y había prosperado. O quizás había sido él. Quién sabe.
En el bufé había unos pasteles y unos bocadillos debajo de unos letreros que anunciaban brandy español. Arkady se preguntó si el azúcar sería producto de caña de azúcar cubana importada o de la sencilla pero honrada remolacha soviética. Le hubiera gustado ser un experto para distinguir la diferencia. Junto a ellos había unos australianos y americanos conversando amigablemente. Unos alemanes, sentados en unas mesas frente a la barra, estaban cortejando a unas prostitutas a base de champán dulce.
—¿Qué tal son los turistas? —preguntó Arkady a Yulia.
—¿Te refieres a sus vicios?
—A los tipos.
Mientras Arkady le ofrecía fuego, Yulia reflexionó unos instantes. Luego cruzó sus esbeltas piernas lentamente, atrayendo la mirada de todos los clientes del bar.
—Bueno, mi especialidad son los suecos. Son fríos pero limpios, y te visitan regularmente. Otras chicas se dedican a los africanos. Ha habido un par de asesinatos, pero por regla general los africanos son amables y agradecidos.
—¿Y los americanos?
—Los americanos son unos timoratos, los árabes son muy peludos, y los alemanes gritan demasiado.
—¿Qué me dices de los rusos? —preguntó Arkady.
—¿Los rusos? Los rusos me dan lástima. Son vagos, inútiles y borrachos.
—¿Y en la cama? —preguntó Jaak.
—A eso me refería —respondió Yulia. Luego echó un vistazo a su alrededor y dijo—: Esto es un tugurio. ¿Sabes que hay chiquillas de quince años trabajando en las calles? —preguntó a Arkady—. Por las noches las chicas se trabajan las habitaciones, llaman a las puertas. No puedo creer que Jaak me haya citado aquí.
—Yulia trabaja en el Savoy —explicó Jaak. El Savoy pertenecía a una empresa finlandesa, y estaba a pocos pasos del KGB. Era el hotel más caro de Moscú.
—En el Savoy aseguran que no tienen putas —dijo Arkady.
—Exactamente. Es un hotel de categoría. No me gusta la palabra «puta».
La palabra que solía emplearse para designar a las prostitutas de categoría era «putaña». Arkady supuso que a Yulia tampoco le gustaría ese término.
—Yulia es una secretaria multilingüe —dijo Jaak—. Y muy buena por cierto.
Un tipo vestido con un chándal se acercó a una mesa, depositó la bolsa que llevaba en una silla, se sentó y pidió un brandy. Un poco de jogging y un brandy; un estilo de vida soviético muy saludable. Tenía el cabello encrespado como los chechenos, pero lo llevaba largo por detrás y corto por los lados, con un flequillo rizado de color naranja. La bolsa parecía muy pesada.
Arkady observó al empleado del bar.
—Parece asustado. Rudi siempre estaba presente cuando contaba el dinero. Si Kim mató a Rudi, ¿quién va a protegerlo?
Jaak leyó unas notas que había tomado.
—Según el hotel, «las diez máquinas tragaperras arrendadas por la Cooperativa de Servicios TransKom a Recreativos Franco, S. A., arrojan un promedio diario de mil dólares». No está mal. «Las fichas se contabilizan a diario y luego se comprueba si el resultado encaja con la cifra indicada en los contadores situados en la parte posterior de las máquinas. Los contadores que hay en la ranura están sellados; sólo los españoles pueden abrirlos y ajustarlos». Tú has visto…
—Veinte bolsas —contestó Arkady.
Jaak hizo un cálculo rápido y dijo:
—Cada bolsa contiene quinientas fichas, y veinte bolsas representan dos mil quinientos dólares. Mil dólares van a parar a las arcas del Estado, y Rudi se embolsaba mil quinientos cada día. No sé cómo se las arreglaba, pero las bolsas superaban lo que indican los contadores.
Arkady se preguntó quién sería TransKom. No podía tratarse únicamente de Rudi. Esas operaciones de importación y arrendamiento requerían el respaldo del Partido, una institución oficial dispuesta a asociarse.
Jaak miró a Yulia.
—Cásate de nuevo conmigo —dijo.
—Voy a casarme con un sueco, un ejecutivo. Tengo varias amigas en Estocolmo casadas con suecos. Aquello no es París, pero a los suecos les gustan las mujeres que sepan administrar el dinero y que sean divertidas. He recibido varias proposiciones de matrimonio.
—Y luego se lamentan de la fuga de cerebros —observó Jaak, dirigiéndose a Arkady.
—Uno de ellos me regaló un coche —dijo Yulia.
—¿Un coche? —preguntó Jaak.
—Un Volvo.
—Naturalmente. Tu elegante trasero sólo puede posarse sobre una tapicería de cuero extranjero. Necesito tu ayuda. No a cambio de coches y sortijas de rubíes, sino por no haberte enviado de vuelta a casa la primera vez que te pillamos en la calle. —Luego se giró hacia Arkady y añadió—: La primera vez que la vi llevaba unas botas de goma y arrastraba un colchón. Se queja de Estocolmo y procede de un lugar en Siberia donde toman anticongelante para poder cagar.
—A propósito —dijo Yulia sin inmutarse—, para obtener el visado de salida necesito que firmes un documento declarando que soy libre.
—Estamos divorciados. Mantenemos una relación de respeto mutuo. ¿Puedes prestarme el coche?
—Espero que me visites en Suecia —dijo Yulia. Luego abrió una revista, escribió tres direcciones en una página, la dobló por el margen y la arrancó—. No te hago un favor. Personalmente, Kim es la última persona que deseo hallar. ¿Estás seguro de que no quieres que te invite a comer?
—Me comeré un último terrón de azúcar antes de marcharnos —contestó Arkady.
—Ten cuidado —le advirtió Yulia—. Kim está loco. Preferiría que no dieras con él.
Al salir, Arkady observó de nuevo su imagen reflejada en el espejo del bar. Estaba serio y tenso; no era el tipo de rostro acostumbrado a despertarse por las mañanas y contemplar el sol. ¿Cómo era aquella poesía de Mayakovski? «Contémplame, mundo, y envídiame: ¡Tengo un pasaporte soviético!». Ahora todo el mundo quería obtener un pasaporte para largarse, y el Gobierno, del que todo el mundo pasaba, había caído en el tipo de mezquinas discusiones que suelen estallar en un burdel al que hace veinte años que no acude ningún cliente.
¿Cómo explicar esta tienda, este país, esta vida? Un tenedor con tres dientes en lugar de cuatro, dos kopeks. Un anzuelo, veinte kopeks, y encima usado, aunque, claro está, los peces no tienen remilgos. Un peine más pequeño que un raído bigote, rebajado de cuatro kopeks a dos.
Es cierto que se trataba de una tienda donde hacían descuentos, pero en otro mundo más civilizado nadie querría esas porquerías. Las arrojarían al cubo de la basura.
Algunos artículos no tenían ninguna función aparentemente útil. Por ejemplo una motocicleta de madera con ruedas de madera y desprovista de manillar. O una etiqueta de plástico en la que figuraba el número «97». ¿Qué probabilidades existía de que alguien tuviera noventa y siete habitaciones, noventa y siete armarios o lo que fuera y necesitara una etiqueta con el número «97»?
Quizá la idea era simplemente de comprar. La idea de un mercado. Porque esta tienda era una cooperativa y la gente deseaba comprar… cualquier cosa.
En la tercera mesa había una pequeña pastilla de jabón, cortada de otra más grande y usada, que valía veinte kopeks. Un cuchillo de mantequilla oxidado, cinco kopeks. Una bombilla ennegrecida con un filamento roto, tres rublos. ¿Por qué, cuando una bombilla nueva costaba cuarenta kopeks? Puesto que en las tiendas no vendían bombillas nuevas, te llevabas esta bombilla a la oficina, la sustituías por la bombilla de la lámpara en la mesa y te llevabas la bombilla buena a casa para no vivir a oscuras.
Arkady salió por la puerta trasera, cruzó un patio y se dirigió a la segunda dirección, una lechería, sosteniendo un cigarrillo en la mano izquierda, lo que significaba que Kim no había ido a la cooperativa. Frente a él vio a Jaak sentado en el coche, fingiendo que leía el periódico.
En la lechería no había leche, nata ni mantequilla, pero las cámaras refrigeradas estaban llenas de cajas de azúcar. Detrás de los vacíos mostradores había unas empleadas vestidas con unas batas y unos gorros blancos con aire aburrido. Arkady cogió una caja de azúcar y comprobó que estaba vacía.
—¿Tienen nata batida? —preguntó a una empleada.
—No —respondió. Parecía sorprendida por la pregunta.
—¿Queso dulce?
—Claro que no. ¿Está usted loco?
—Sí, pero qué memoria —contestó Arkady. Luego sacó su tarjeta roja de identidad, dio la vuelta al mostrador y franqueó una puerta que daba a la parte trasera de la tienda. En el patio había un camión del que estaban descargando una partida de leche y colocándola en otro camión. La gerente de la tienda salió de una cámara refrigerada; antes de que cerrara la puerta, Arkady pudo ver quesos y cajas de mantequilla.
—Todo lo que hay aquí está reservado. ¡No tenemos nada, nada! —declaró la mujer.
Arkady abrió la puerta de la cámara refrigerada. En un rincón había un anciano con aspecto atemorizado. En una mano sostenía un certificado que le nombraba ciudadano inspector voluntario encargado de combatir el acaparamiento y la especulación. En la otra mano sostenía una botella de vodka.
—¿No tiene miedo de resfriarse, abuelo? —le preguntó Arkady.
—Soy un veterano —contestó el anciano, señalando la medalla que llevaba prendida en el jersey.
—Ya lo veo.
Arkady echó un vistazo a su alrededor. ¿Qué hacían unos cubos de basura en una lechería?
—Todo lo que hay aquí es un pedido especial para los inválidos y los niños —dijo la gerente.
Arkady abrió un cubo y comprobó que contenía unos sacos de harina. El segundo estaba lleno de granadas, que se desparramaron por el suelo, y el tercero contenía limones, que también se deslizaron rodando por el suelo.
—¡Son para los inválidos y los niños! —gritó la gerente.
El último cubo contenía cigarrillos.
Arkady salió del almacén, procurando no pisar la fruta. Al verlo, los hombres que cargaban la leche en el camión se giraron de espaldas.
Desde la parte trasera de la tienda, sosteniendo todavía el cigarrillo en su mano izquierda, Arkady atravesó un patio sembrado de trozos de vidrio y se dirigió hacia la carretera principal. Junto a ella se alzaban unos edificios de apartamentos con las tuberías oxidadas. Frente a los edificios estaban aparcados unos viejos y destartalados coches. Unos niños jugaban en un tiovivo desprovisto de asientos. La escuela parecía a punto de venirse abajo. Al final de la calle se alzaba la sede local del Partido, como un sepulcro de mármol blanco.
Al llegar frente a una tienda de animales domésticos, cuya fachada se caía a pedazos, la última dirección que le había dado Yulia, Arkady tiró el cigarrillo. Al cabo de unos instantes oyó aproximarse el coche de Jaak.
Los únicos animales en venta eran unos pollitos y unos gatos que maullaban lastimosamente en una jaula. La empleada de la tienda, una joven china, estaba cortando una cosa que parecía un pedazo de hígado para un cliente. Al acercarse, Arkady comprobó que se trataba de un montón de gusanos para cebo. Dio la vuelta al mostrador y penetró en una habitación trasera. La joven le siguió, sin soltar el cuchillo.
—¡Ahí no puede entrar! —exclamó.
Al fondo había unos sacos de virutas de madera y perdigones, un frigorífico con un calendario del Año de la Rata, unas estanterías con unos tarros llenos de té, champiñones, ginseng y otros productos con unas etiquetas en caracteres chinos, que Arkady reconoció por haberlos visto en unas herboristerías en Siberia. Uno de los tarros contenía una cosa que parecía alquitrán pero que en realidad era bilis de oso negro; otro contenía sangre de cerdo coagulada, para añadir a la sopa. Junto a ellos había unos caballitos de mar desecados y unos penes de ciervo que parecían pimientos. De una cuerda colgaban unas patas de oso, otra exquisitez ilegal, y un armadillo medio muerto.
—No puede entrar —insistió la joven. Debía tener unos doce años, y el cuchillo que sostenía era tan largo como su brazo.
Arkady le pidió disculpas y salió de la habitación. Subió por una escalera cubierta de alpiste, y al llegar a una puerta metálica llamó con los nudillos.
—Kim, queremos ayudarte —dijo—. Sal para que podamos hablar. Somos amigos tuyos.
Había alguien en la habitación. Arkady oyó crujir las tablas del suelo y un sonido como si alguien rompiera unos papeles. Al golpear la puerta con más fuerza, ésta se abrió y pudo penetrar en un desván iluminado por el fuego que ardía en una caja de zapatos situada en medio de la habitación. De la caja emanaba un olor a gasolina para encendedores. Había numerosas cajas de televisores apiladas junto a las paredes, y en el suelo, un colchón, un estuche de herramientas y un plato. Arkady descorrió las cortinas, y a través de la ventana vio una escalera de incendios que conducía a un patio repleto de bolsas de alpiste, tela metálica y pollos muertos. Quienquiera que se ocultara en la habitación había desaparecido. Arkady accionó el enchufe de la luz, pero la bombilla también había desaparecido. Una persona muy previsora, pensó Arkady.
Después de mirar detrás de las cajas de los televisores, examinó detenidamente la caja de zapatos. Las llamas emitían un sonido suave y furioso al mismo tiempo, como una tormenta en miniatura. No se trataba de una caja de zapatos. En un lado había una etiqueta que decía «Sindy» y mostraba una muñeca rubia peinada con una cola de caballo sentada a una mesa, sirviendo el té. Las muñecas Sindy eran el artículo de importación más popular en Moscú; se exhibían en todos los escaparates de las jugueterías, aunque en los estantes nunca se encontraba ninguna. La ilustración de la caja mostraba también un perro, parecido a un pequinés, sentado a los pies de la muñeca y meneando el rabo.
Jaak entró precipitadamente y trató de apagar el fuego.
—No lo hagas —dijo Arkady, deteniéndolo.
El fuego empezó a consumir el resto de la caja. A medida que comenzaba a arder el pelo de Sindy, su rostro fue adquiriendo una expresión de alarma. Daba la impresión de que quería incorporarse, sosteniendo la tetera en alto, pero las llamas no tardaron en consumirla. El perro aguardaba fielmente mientras el papel ardía a su alrededor. Al cabo de unos instantes, la caja quedó reducida a un amasijo negruzco y retorcido, cubierto por una capa de ceniza. En su interior había una mina terrestre, levemente chamuscada, de la que sobresalían dos clavijas de presión, esperando que Arkady las pisara.