En Moscú, la noche estival parece fuego y humo. Las estrellas y la luna se desvanecen. Las parejas se visten y salen a dar un paseo. Los automóviles circulan con los faros apagados.
—Allí está —dijo Jaak, señalando un Audi que circulaba en dirección contraria.
Arkady se colocó los auriculares y dio unos golpecitos en el receptor.
—Tiene la radio desconectada —observó.
Jaak giró para situarse al otro lado del bulevar y pisó el acelerador. El detective tenía los ojos separados y un rostro enérgico, de facciones pronunciadas. Estaba nervioso y aferraba el volante como si quisiera torcerlo.
Arkady sacó un cigarrillo, el primero del día. No era un gran mérito porque era la una de la mañana.
—Procura acercarte —dijo, quitándose los auriculares—. Debemos asegurarnos de que se trata de Rudi.
Frente a ellos vieron las luces de la carretera de circunvalación. El Audi enfiló la rampa para mezclarse con el tráfico que circulaba por ella. Jaak se colocó entre dos camiones plataforma que transportaban unas chapas de acero que resonaban con cada bache de la carretera. Al cabo de unos minutos adelantó al primer camión, al Audi y a un camión cisterna. Al pasar junto al Audi, Arkady distinguió el perfil del conductor, pero había otro pasajero en el coche.
—Ha debido recoger a alguien. Echemos otro vistazo.
Jaak levantó el pie del acelerador. A los pocos segundos les pasó el Audi. Rudi Rosen, el conductor —un tipo con unas manos blancas y fofas—, era el banquero particular de los mafiosos, un Rothschild de pacotilla que servía a los capitalistas más primitivos de Moscú. Junto a él iba sentada una mujer con un aspecto entre sensual y famélico, rubia, con el pelo corto peinado hacia atrás, rozándole el cuello de la cazadora de cuero negra. Al pasar junto a ellos se giró para contemplar el coche de los investigadores, un Zhiguli 8 de dos puertas, como si fuera una basura. Tenía unos treinta años, los ojos oscuros, la boca grande y los labios gruesos, ligeramente entreabiertos, como si estuviera hambrienta. Detrás del Audi apareció una Suzuki 750, que se coló entre los dos coches. El motorista llevaba un casco negro, una cazadora de cuero negra y unas relucientes botas negras. Jaak redujo la velocidad. El motorista era Kim, el guardaespaldas de Rudi.
Arkady bajó la cabeza para que no le viera y volvió a colocarse los auriculares.
—No oigo nada —dijo.
—Se dirige al mercado. Allí siempre hay un montón de gente. Si te reconocen, estás muerto —dijo Jaak soltando una carcajada—. Claro que así sabremos que no nos hemos equivocado de lugar.
—Es una buena teoría.
Era conveniente no perder el sentido del humor, pensó Arkady. De todos modos, si alguien me reconoce, significa que aún estoy vivo.
Todos los vehículos enfilaron la rampa de salida. Jaak trató de seguir al Audi, pero una hilera de rockers —motoristas— se introdujo entre los dos coches, envueltos en la estela de humo que escupían los tubos de escape de sus motos sin silenciador. Llevaban unas cazadoras decoradas con esvásticas y águilas zaristas en la espalda.
Al final de la rampa habían retirado las vallas, y el camino estaba despejado. Mientras el coche avanzaba dando botes como si atravesaran un campo de patatas, Arkady distinguió unas gigantescas siluetas que se recortaban sobre el cielo. Junto a ellos pasó un Moskvich, a través de cuyas ventanillas vio un montón de alfombras. A los pocos minutos pasó un viejo Renault que transportaba unos muebles en la baca. Frente a ellos, las luces de los frenos dibujaban un charco rojo.
Los rockers se detuvieron formando un círculo, anunciando su presencia con un coro de rugidos. En unas lomas y hondonadas había varios coches y camiones aparcados. Jaak se apeó del Zhiguli sonriendo como un cocodrilo que ha descubierto a unos monos jugando. Luego se apeó Arkady. Llevaba una chaqueta guateada y un gorro de lana. Tenía los ojos negros, y en su rostro se dibujaba una expresión de desconcierto, como si acabara de salir de una cueva y estuviera asombrado ante los cambios que se habían registrado en la Tierra, lo cual, en cierto modo, era verdad.
Esto era el nuevo Moscú.
Las siluetas que había visto antes eran unas torres con unas luces rojas en lo alto para alertar a los aviones. Junto a ellas había unas máquinas excavadoras, unas hormigoneras, unos montones de ladrillos y unas barras metálicas de mala calidad que se hundían en el barro. Por entre los vehículos aparcados deambulaba un numeroso grupo de gente. Parecía una convención de noctámbulos; pero no se movían como sonámbulos sino con la firmeza y determinación de unos comerciantes que han acudido a vender sus mercancías en un mercado negro.
En cierto sentido era como un sueño, pensó Arkady. Vio un montón de cartones de Marlboro, Winston, Rothmans e incluso cigarrillos cubanos. A pocos metros había unos tipos que vendían cintas pornográficas americanas y suecas. Junto a ellos había unas cajas que contenían objetos de cristal polaco. Dos individuos vestidos con unos chándales habían colocado en el suelo unos flamantes parabrisas, con sus correspondientes limpiaparabrisas, recién salidos de fábrica. ¡Y comida! En el camión de un carnicero colgaban no unos pollos azulados muertos de hambre sino unas piezas enormes de buey de primera clase. Unos gitanos habían encendido unas lámparas de petróleo junto a unos maletines repletos de rublos zaristas en perfectas condiciones, dentro de unas bolsas de plástico selladas. Jaak indicó a Arkady un Mercedes blanco. La luz de las lámparas daba a la escena el aspecto de un bazar. No me extrañaría que de pronto aparecieran unos camellos entre los coches, pensó Arkady, o unos comerciantes chinos con unos rollos de seda. Un grupo de chechenos, unos tipos morenos con el rostro picado de viruela, estaban repantigados en sus lujosos automóviles como unos rajás. Incluso en este lugar, los chechenos inspiraban respeto y miedo.
El Audi de Rudi Rosen estaba aparcado cerca de un camión del que unos tipos se disponían a descargar unas radios y unos vídeos.
Frente al coche se había formado una ordenada cola bajo la atenta mirada de Kim, situado a diez metros de distancia y con un pie apoyado en el casco. Su larga melena caía en torno a un rostro aniñado, de facciones delicadas. Llevaba una gruesa cazadora, como una armadura, por la que asomaba un modelo de Kalashnikov, más compacto, llamado Malish, «niño pequeño».
—Voy a ponerme en la cola —dijo Arkady a Jaak.
—¿Por qué hace Rudi esto?
—Se lo preguntaré.
—Está custodiado por un vampiro coreano que no te quitará los ojos de encima.
—Toma nota de las matrículas y vigila a Kim.
Arkady se situó en la cola mientras Jaak se apostaba junto al camión. Vistos a distancia, los vídeos parecían unos sólidos productos de fabricación soviética. La miniaturización era una cualidad destinada a los consumidores de otras sociedades; por regla general, los rusos querían mostrar lo que habían adquirido, no ocultarlo. Pero ¿eran nuevos? Jaak deslizó los dedos por los bordes de un vídeo, tratando de detectar quemaduras de cigarrillo u otra tara.
La rubia que acompañaba a Rudi se había evaporado. De pronto Arkady notó que alguien lo observaba. Al girarse, vio a un tipo con la nariz aplastada.
—¿Cuál es el cambio esta noche? —preguntó a Arkady.
—No lo sé.
—Si no tienes dólares o unos cupones turísticos, te exprimen hasta la polla. ¿Acaso tengo aspecto de turista? —El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó un montón de billetes arrugados—. Zlotys y forints. ¿No es increíble? Seguí a esos dos tipos desde el Savoy. Pensaba que eran italianos, y resultó que uno era polaco, y el otro, húngaro.
—Debía estar muy oscuro —observó Arkady secamente.
—Cuando me di cuenta, por poco los mato. Les hubiera ahorrado la desgracia de tener que subsistir con unos miserables forints y zlotys.
Rudi bajó la ventanilla del asiento junto al conductor y gritó, dirigiéndose a Arkady:
—¡El siguiente!
Luego miró al tipo de los zlotys y dijo:
—Tendrá que esperar un rato.
Arkady se montó en el coche. Rudi llevaba una americana cruzada, y sobre sus rodillas sostenía una caja llena de dinero. Llevaba su escaso cabello peinado en diagonal, tenía los ojos húmedos, unas pestañas muy largas y las mejillas teñidas de un rojo azulado. En el pulgar de la mano con la que sostenía la calculadora ostentaba una sortija engarzada con un granate. El asiento trasero estaba lleno de ficheros, un ordenador portátil, unas pilas de recambio, unos programas informáticos, unos manuales y unas cajas de disquetes. Parecía una oficina.
—Es un banco móvil —dijo Rudi.
—Querrás decir un banco ilegal.
—En mis disquetes puedo almacenar todos los informes de los ahorros de la República Soviética. Si quieres puedo facilitarte una copia.
—Gracias. Dirigir un centro informático itinerante no me parece una ocupación muy agradable.
—Pues yo me divierto de lo lindo —contestó Rudi, mostrándole un Game Boy.
Arkady olfateó el aire e hizo una mueca. Del retrovisor colgaba una mecha verde.
—Es un ambientador —dijo Rudi—. Huele a pino.
—Más bien huele a sobaco perfumado con menta. No sé cómo puedes respirar aquí dentro.
—Me gusta que huela a limpio. Reconozco que esa manía de la higiene es un defecto, los gérmenes… ¿Qué haces aquí?
—Tu radio no funciona. Le echaré un vistazo.
—¿Vas a repararla aquí? —preguntó Rudi alarmado.
—Aquí es donde tenemos que utilizarla. Compórtate normalmente, como si estuviéramos haciendo un trato.
—Dijiste que esto era un lugar seguro.
—Pero no al cien por cien. Todo el mundo nos está mirando.
—¿Dólares? ¿Marcos alemanes? ¿Francos? —preguntó Rudi.
La caja estaba llena de monedas de diversos países y colores. Había unos francos que parecían unos delicados retratos pintados a mano, unas liras con unos números fantásticos y la cara de Dante, unos enormes y sólidos marcos alemanes y, en una bandeja, un montón de dólares americanos verdes y crujientes. A los pies de Rudi había un abultado maletín; Arkady dedujo que debía contener más billetes. Junto al embrague vio un misterioso paquete envuelto en papel marrón. Rudi retiró los billetes de cien dólares de la bandeja y mostró a Arkady un transmisor y una micrograbadora.
—Haz ver que quiero comprar unos rublos —dijo Arkady.
—¿Rublos? —preguntó Rudi extrañado—. ¿Por qué ibas a querer comprar rublos?
Mientras accionaba el interruptor del transmisor y sintonizaba la frecuencia, Arkady respondió:
—Es lo que tú haces, comprar rublos a cambio de dólares o marcos alemanes.
—Deja que te lo explique. Esto es un servicio para compradores. Yo controlo el cambio, soy el banco, de modo que siempre gano dinero y tú pierdes. Nadie compra rublos, Arkady —dijo Rudi con cierta tristeza—. La única moneda soviética real es el vodka. El vodka constituye el único monopolio estatal que funciona.
—Veo que también tienes de eso —dijo Arkady, observando el suelo de la parte trasera del automóvil. Estaba repleto de botellas con etiquetas plateadas de vodka Starka, Ruskaia y Kubán.
—Es como negociar en tiempos de la edad de piedra. Acepto lo que la gente tiene. Les ayudo. Me asombra que no me ofrezcan cuentas de piedra. En cualquier caso, el cambio es de cuarenta rublos por dólar.
Arkady oprimió el interruptor «On» del transmisor y comprobó que las diminutas bobinas no se movían.
—El cambio oficial es de treinta rublos por dólar.
—Sí, y el universo gira alrededor del culo de Lenin. No pretendo ofender a nadie. Es curioso, hago tratos con tipos capaces de cortarles el cuello a su madre, pero el concepto del lucro les avergüenza. —Rudi se puso serio y añadió—: Hay que distinguir entre beneficios y actividades delictivas. Lo que hacemos ahora es normal y legal en cualquier otro lugar del mundo.
—¿Te parece que ese tipo es normal? —preguntó Arkady señalando a Kim, el guardaespaldas de Rudi, que no apartaba los ojos del coche.
—Kim cumple un papel disuasor. Soy como Suiza, neutral, el banquero de todo el mundo. Todo el mundo me necesita. Somos el único sector de la economía que funciona, Arkady. Echa un vistazo a tu alrededor. Están las mafias de Long Pond y de Báumanskaia, unos tipos locales que saben cómo satisfacer al cliente. Luego están los mañosos de Liúbertsi, más duros y estúpidos, aunque tratan de perfeccionar sus métodos.
—¿Como tu socio Boria? —preguntó Arkady, apretando las bobinas con una llave.
—Boria es un hombre de éxito. Cualquier otro país se sentiría orgulloso de él.
—¿Y los chechenos?
—Los chechenos son distintos. Estarían encantados de vernos a todos muertos. Pero la mafia más poderosa sigue siendo el Partido. No lo olvides.
Arkady abrió el transmisor y sacó las pilas. Miró a través de la ventanilla y observó que los clientes se estaban impacientando, pero Rudi no parecía tener prisa. Después de su inicial nerviosismo, se mostraba tranquilo, de buen humor.
El problema era que el transmisor era un artículo de la milicia, lo que bastaba para poner nervioso a cualquiera. Arkady torció los cables de conexión y preguntó:
—¿Estás nervioso?
—Estoy en tus manos.
—Estás en mis manos porque tenemos suficientes pruebas para enviarte a un campo de trabajos forzados durante una buena temporada.
—Pruebas circunstanciales de delitos no violentos, que es lo mismo que decir que los «delitos no violentos» son «negocio». La diferencia entre un delincuente y un hombre de negocios es que éste posee imaginación. Dispongo aquí de la suficiente tecnología para montar una estación espacial. Ese transmisor tuyo es lo único que no funciona.
—Lo sé, lo sé —respondió Arkady, levantando las espigas de contacto y metiendo de nuevo las pilas—. Había una mujer en tu coche. ¿Quién es?
—No lo sé. De veras. Tenía algo para mí.
—¿El qué?
—Un sueño. Grandes planes.
—¿Te tienta la codicia?
Rudi sonrió modestamente.
—Naturalmente. ¿Quién quiere un sueño pobre? De todos modos, se trata de una amiga.
—Al parecer, no tienes enemigos.
—Aparte de los chechenos, creo que no.
—¿Los banqueros no pueden permitirse el lujo de tener enemigos?
—Tú y yo somos distintos, Arkady. Tú persigues la justicia. No me extraña que tengas enemigos. Mi objetivo son las ganancias y el placer, como cualquiera que esté en su sano juicio. ¿Quién de los dos ayuda más a la gente?
Arkady conectó el transmisor a la grabadora.
—Me gusta observar a los rusos cuando reparan objetos —dijo Rudi.
—¿Te dedicas a estudiar a los rusos?
—Por supuesto, soy judío.
Las bobinas empezaron a girar.
—Funciona —dijo Arkady con satisfacción.
—¿Qué puedo decir? Me dejas asombrado.
Arkady ocultó el transmisor debajo de los billetes.
—Ten cuidado. Si tienes problemas, grita.
—Kim se ocupa de que no tenga problemas.
Antes de que Arkady se apeara del coche, Rudi le advirtió:
—En un lugar como éste, tú eres el que debe andarse con cuidado.
Las personas que aguardaban en la cola se precipitaron hacia el coche, pero Kim les contuvo firmemente. Cuando Arkady pasó junto a él, el guardaespaldas de Rudi le miró con cara de pocos amigos.
Jaak había comprado una radio de onda corta que parecía un maletín de la era espacial. El detective decidió ocultar su adquisición en el Zhiguli.
Mientras se dirigían al coche, Arkady le preguntó:
—¿Es de onda corta, media o larga? ¿Alemana?
—Puedes sintonizar todas las ondas —contestó Jaak—. Es japonesa.
—¿Te fijaste si tenían transmisores?
Pasaron frente a un ambulancia que ofrecía unas ampollas de morfina en una solución y unas jeringuillas desechables americanas envueltas en celofán. Un motorista de Leningrado vendía ácido desde el sidecar; la Universidad de Leningrado tenía fama de formar a los químicos de mayor renombre. Un ratero que Arkady había conocido diez días antes vendía unos ordenadores rusos. Otro tipo vendía a sus clientes unos neumáticos que estaban almacenados en un autocar. En el suelo, dispuestos sobre un delicado chal, había unos zapatos y unas sandalias de mujer. Al parecer, los zapatos y los neumáticos tenían mucho éxito.
De pronto, en medio del mercado, se produjo un resplandor blanco seguido de un estallido, como si se hubiera disparado la bombilla de una cámara y se hubiera roto una botella. Arkady y Jaak se apresuraron hacia el lugar donde se había producido el alboroto. En aquel momento estalló otro resplandor, como unos fuegos artificiales, mientras la gente retrocedía asustada. A los pocos segundos el destello fue perdiendo intensidad hasta adquirir un tono anaranjado, como el fuego que encienden los hombres en un bidón de petróleo para calentarse las manos en invierno. Unas estrellitas se elevaron hacia el cielo, mientras el olor acre del plástico se mezclaba con el potente aroma de la gasolina.
Unos hombres corrían despavoridos con las mangas de las chaquetas en llamas. Arkady se abrió paso entre la muchedumbre, y de pronto vio a Rudi Rosen montado en un carruaje de fuego, sentado muy tieso y aferrado al volante, con el rostro chamuscado y el pelo en llamas, resplandeciente e inmóvil, rodeado de unas nubes de humo que brotaban del interior del automóvil. Al aproximarse, Arkady contempló a través del parabrisas los inexpresivos ojos de Rudi. Estaba muerto, envuelto en llamas y en un silencio sepulcral.
Los otros coches emprendieron rápidamente la huida, dejando una estela de monedas de oro, alfombras y aparatos de vídeo, como si se tratara de una evacuación en masa. La ambulancia arrancó apresuradamente, arrollando a un hombre tendido en el suelo, seguida por los chechenos. Los motoristas se precipitaron hacia la verja, buscando una salida entre la multitud que huía despavorida.
Algunos se quedaron para intentar atrapar las estrellas que volaban por los aires. Arkady dio un salto y consiguió agarrar un marco alemán, un franco, un dólar, mientras unos gusanos de oro ardiendo comenzaban a devorarlos.