EPÍLOGO

EL ARTE DE PENSAR

He dejado prácticamente intacto el texto de la primera edición de este libro. Pero prometí en el prefacio que expondría en un epílogo los cambios que introduciría hoy si tuviera que escribir un libro totalmente nuevo sobre el mismo tema. He aquí dichos cambios.

Puesto que el pensar es ante todo y sobre todo una actividad, un arte, probablemente el nuevo libro no se titularía El pensar como ciencia, sino, tal vez, El arte de pensar científicamente o, mejor aún, El arte de pensar.

Introduciría también uno o dos cambios importantes, por lo menos en cuanto al énfasis. A medida que envejezco adquiero cada vez más clara conciencia de lo poco de que es capaz el individuo en cualquier ámbito con sus propios esfuerzos aislados. En los primeros años de existencia no podría sobrevivir sin la ayuda de sus padres o tutores. No podría pensar en absoluto (o solo podría hacerlo un poco mejor que un chimpancé) si no heredara de la sociedad y la civilización en que ha nacido el precioso don de un idioma ya estructurado. Sin él no solo no podría razonar lógicamente, sino que ni siquiera contaría con algo digno del nombre de «idea». No podría formular una proposición ni designar los objetos. Pensamos con palabras y hasta con frases enteras. El lenguaje, los conceptos y la lógica de que disponemos forman parte de la herencia social de todos nosotros.

Lo dicho implica varios corolarios importantes. Uno de ellos es que antes de que el individuo pueda soñar siquiera en «pensar por sí mismo» o en resolver el más simple problema, tiene que empezar por asimilar por lo menos un conocimiento elemental de lo que la humanidad ha aprendido, descubierto o inventado ya antes que él. Aunque reciba lo que se denomina una buena educación moderna, tendrá que vivir hasta los dieciocho o más años a fin de adquirir aunque no sea más que los rudimentos de lo que necesita saber.

Por tanto, mi nuevo libro destacaría mucho más que el anterior la circunstancia de que el individuo necesita estudiar y leer profusamente antes de poder lanzarse a «pensar por sí mismo» con provecho o a sacar conclusiones «independientes». Esta deberá ser siempre, claro está su meta, pero el camino que lo lleve a ella habrá de ser largo, difícil y, a menudo, escabroso.

CÓMO ESTUDIAR

En consecuencia, mi nuevo libro incluiría un capítulo sobre «Cómo estudiar». Uno de los temas desarrollados en él giraría en torno a la posibilidad de aumentar la velocidad de la lectura así como a los métodos que se emplean para alcanzar ese objetivo. Pero mi nuevo libro subrayaría lo que algunos profesores de los nuevos métodos de «lectura veloz» lamentablemente no señalan: la necesidad de que el alumno aprenda a manejar bien la «palanca de cambios», o sea, que aprenda a leer distintos materiales a velocidades distintas, adecuadas a su índole, importancia y complejidad, así como al propósito que induce al lector a estudiarlos.

De hecho, uno de los problemas fundamentales del estudio es el de la frecuencia con que el alumno debe releer un texto o un pasaje particular de él, o a la frecuencia con que debe repasar materiales sustancialmente idénticos en otros libros. Por ejemplo, al estudiar un idioma extranjero es posible que el lector tenga que tropezar varias veces con una misma palabra o frase antes de poder traducirla a primera vista, y que haya de verla u oírla muchas más veces antes de estar en condiciones de emplearla espontáneamente en un párrafo de su propia factura.

En síntesis, el conocimiento de un idioma extranjero no es verdaderamente tal mientras no se lo tiene totalmente asimilado y compenetrado. Sin duda hay un consenso universal a este respecto. Pero lo que no está igualmente aceptado es que lo mismo se aplica también a casi todas las demás disciplinas. El médico pocas veces es idóneo cuando acaba de graduarse, aunque haya repasado mentalmente muchos materiales con tediosa perseverancia. Solo podrá reconocer e interpretar los síntomas en forma rápida y certera después de haber ejercido en una u otra forma durante dos o más años y de haber tropezado reiteradamente con los mismos problemas.

A un estudiante de álgebra se le puede enseñar cómo se extrae la raíz cuadrada de un polinomio, y es posible que sea suficientemente inteligente para captar el procedimiento a la primera explicación, pero solo estará seguro de saberlo después de haber sacado muchas raíces cuadradas de muchos polinomios. El estudiante de idiomas, así como el de matemáticas, el médico o el pianista, no tarda en descubrir que va involucionando si deja de estudiar o de practicar. Nuestra memoria no es tan sólida como debería ser. Perdemos constantemente una fracción de nuestros conocimientos. Es imposible conservar, y mucho menos aumentar, el conocimiento y la pericia si no es por medio de la adición, la renovación y el repaso constantes.

En dicho capítulo acerca de «Cómo estudiar» también daría al lector algunos consejos sobre la forma de confeccionar un programa de estudios para aprender por sí mismo una determinada asignatura, pero en este epílogo lo dejo para más adelante, si bien consignando ya aquí que hay algunos libros u opúsculos excelentes dedicados a la forma de estudiar. El lector podrá elegir entre el abundante material que ofrecen las librerías universitarias.

LENGUAJE Y PENSAMIENTO

Mi nuevo libro tendría un capítulo sobre «Lenguaje y pensamiento». Ya he explicado que sin el lenguaje difícilmente podríamos pensar. Como dijo el gran filólogo del siglo XIX, Max Müller: «Pensar es hablar en voz baja. Hablar es pensar en voz alta».

El corolario del postulado de Max Mueller reviste una importancia extraordinaria. Todo individuo equipado con un vocabulario pobre será casi con toda seguridad un mal pensador. Cuanto más rico y abundante sea nuestro léxico y mayor sea nuestra conciencia de las distinciones y los matices semánticos, tanto más fecundo y preciso será nuestro pensamiento. El conocimiento de las cosas y el conocimiento de las palabras que las designan se desarrollan conjuntamente. Quien no conozca las palabras, difícilmente conocerá las cosas. Nos informan que en Tasmania se cuenta así: «Uno, dos, mucho». Esta forma de contar pone de relieve una verdad muy importante. El hombre ni siquiera pudo contar, sobre todo más allá de la cantidad de dedos de sus manos, hasta que hubo inventado los nombres y los símbolos de los números, pues cuando decimos que para pensar necesitamos del lenguaje, debemos incluir, naturalmente, también los símbolos como parte integral de él. Asombra descubrir cuán próximos a nosotros están en la historia incluso los números arábigos, el sistema decimal y los signos elementales de la suma, la resta, la multiplicación y la división, para no hablar ya de la multitud de símbolos que se emplean constantemente en álgebra, geometría, trigonometría, cálculo diferencial e integral, análisis vectorial y otras ramas de la matemática superior. Un símbolo o una fórmula insignificante, como el cero, pi, una función, la raíz cuadrada de menos uno, dy/dx, o el famoso E = mc2 (la energía es igual a la cantidad de materia multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz) de Einstein, puede condensar, resumir, fijar y conservar eternamente un descubrimiento al que la humanidad quizá llegó al cabo de muchos siglos de trabajosos afanes.

El vocabulario amplía y agudiza nuestra observación, así como la observación atenta determina a su vez una expansión del vocabulario. El estudioso de la naturaleza que aprende a identificar arbustos y árboles comprueba que su observación se refina cuando le explican cómo se reconoce un roble, un arce, un olmo, un haya, un pino, un abeto, el ajenjo o la cicuta. El nombre consolida el resultado de la observación y al mismo tiempo comunica al estudioso cuáles son los rasgos característicos de lo que ha observado. Merced a sus conocimientos, los campesinos casi nunca se conforman con llamar simplemente árbol o arbusto a una planta particular. Habitualmente, el guardabosques o el agrónomo profesional hacen discriminaciones más sutiles, por ejemplo entre robles rojos, negros y blancos, o entre arces de Noruega, arces Schwedler y arces productores de azúcar.

Asimismo, cuando el estudioso de la naturaleza se hace describir una hoja, o la describe él, encuentra un valiosísimo auxiliar en el vocabulario especializado que sirve para puntualizar ciertas características del borde y la forma: dentado, serrado, ovado, obovoide, lanceolado, oblanceolado, sagitado, orbicular, etcétera. Cuantos más nombres conoce, tanto más se afina su observación.

Esta estrecha dependencia recíproca entre el lenguaje y el pensamiento se repite en todos los ámbitos del saber, desde el más primitivo y simple hasta el más abstruso y abstracto.

El observador aficionado de aves experimenta su mayor emoción cuando identifica por primera vez una especie nueva, lo cual le ocurre por lo común cuando coteja el nuevo pájaro que acaba de ver con las figuras o descripciones de sus libros de ornitología. Pero para llegar a ese resultado tiene que haber observado minuciosamente todo lo que está ante su vista: tamaño, forma, color y distribución de manchas, hasta llegar a los detalles al parecer insignificantes, como el color y la forma del pico, las peculiaridades del vuelo y el canto, etcétera.

Cuando el aficionado conoce el nombre de la nueva especie o la descripción verbal que de ella se da en un libro, sabe qué es lo que debe buscar. Su agudeza aumenta no solo en esa oportunidad, sino también en las siguientes. Merced a este proceso comprueba que su observación se perfecciona a medida que aumentan sus conocimientos. El ornitólogo profesional, que se vale de una versión refinada del mismo método, sabe cuándo ha descubierto una especie hasta ese momento totalmente desconocida. Entonces institucionaliza su descubrimiento y lo hace público, poniendo nombre a la nueva especie y suministrando una descripción completa y precisa de ella, tanto gráfica como verbal.

Veamos ahora lo que acaece en el ámbito de otra disciplina. Lo primero que debe hacer el estudiante de medicina es imponerse bien de la anatomía. Ello significa que, al comienzo, tendrá que aprender a identificar y nombrar los centenares de partes del cuerpo humano, desde el anulus inguinalis profundus hasta la vesícula seminalis. Para dominar aunque no sea más que lo que se denomina anatomía gruesa, es necesario practicar la tediosa memorización de centenares de nombres. Cuando el estudiante llega a una parte especial, como el sistema nervioso (sin entrar en la anatomía microscópica), se ve precisado a aprender otros centenares de nombres. Y tiene que aprender todo ese vocabulario especial aunque no sea más que para saber de qué hablan sus profesores. Más adelante, cuando sea, por ejemplo, investigador médico, deberá conocer y dominar el vocabulario de su especialidad no solo para exponer sus descubrimientos en una revista científica, sino ante todo para hacerlos.

Una de las cuestiones que me intrigaban en mi juventud era por qué hasta los pintores y escultores más destacados, como Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, habían creído necesario estudiar anatomía artística. Su visión era suficientemente aguda: ¿no les habría bastado, pues, con pintar lo que veían? Ahora comprendo que aprendían los nombres, la localización y la descripción de los músculos, tendones y venas del cuerpo humano normal, para saber qué buscar y dónde buscarlo, merced a lo cual su visión, aguda por naturaleza, se agudizaba aún más.

Lo que vale para el genio sublime vale también para los no tan bien dotados. En una deliciosa introducción a su libro sobre aves, John Kiernan narra que nunca había visto un trepatroncos de pecho blanco hasta que descubrió, en una tarjeta postal, la imagen de uno de ellos bajando cabeza abajo por una cerca. Al día siguiente vio cinco trepatroncos distintos de pecho blanco en lugares diferentes. Siempre habían estado allí, pero nunca los había mirado. ¡Había estado ciego!

Es posible que al observar un objeto con prismáticos o con una lupa el lector haya descubierto alguna vez detalles que le habían pasado inadvertidos a simple vista, y que después, al prescindir de la lente, haya continuado viéndolos porque estaba ya enterado de su existencia. El cuento de Las mil y una noches que relata que Alí Babá no pudo abrir la puerta de la guarida de los ladrones hasta que aprendió a decir «Ábrete, Sésamo», contiene una profunda moraleja. Para ingresar en el mundo del conocimiento tenemos que aprender las contraseñas justas.

He consignado ya que cuando hablo de «lenguaje» no pienso solo en las palabras y frases, sino también en los símbolos, signos y señales de toda índole que se emplean en la comunicación humana. Toda ciencia posee símbolos especiales, pero yo me refiero sobre todo a los números, la notación y otros símbolos matemáticos merced a los cuales los estudiosos pueden intercambiarse sus resultados y sin los cuales ni los matemáticos mismos podrían pensar matemáticamente. Una autoridad en la materia, Tobias Dantzig, ha escrito un libro titulado Número, el lenguaje de la ciencia (Buenos Aires, 1971).

De la ineludible dependencia recíproca entre el pensamiento y el lenguaje se pueden extraer otros corolarios. Quien aspire a pensar con claridad y precisión, deberá aspirar también a escribir con esas mismas cualidades. La buena redacción es hermana gemela del pensamiento exacto. Quien quiera aprender a pensar, tendrá que aprender a escribir.

Repito que uno de los procedimientos más importantes es el de enriquecer el propio vocabulario. Quienes se fijan este objetivo se esmeran casi siempre, con plena conciencia de ello, por aprender largas listas de palabras surtidas, habitualmente polisilábicas. Quizá sea esto muy bueno, pero no creemos que sea el método más recomendable. En general aconsejamos que se pase de los objetos y las ideas a los nombres que los designan, y no seguir el camino contrario. Los vocabularios suelen enriquecerse a una con la totalidad de los conocimientos, y sobre todo con la profundización de ellos, respecto de materias particulares. Cada ciencia, disciplina, arte, deporte o rama del saber, posee su propio léxico particular, que se aprende a medida que se estudia o practica esa rama del conocimiento, la actividad o el arte.

Por lo común, la riqueza del vocabulario suele ser consecuencia de la amplitud de los conocimientos. Una buena regla, tanto para pensar como para escribir, es la de no emplear jamás una palabra cuando no se tenga más que una idea vaga e insegura de lo que significa. Empiece por buscarla en el diccionario para averiguar sus significaciones y connotaciones exactas… y no para pronunciarla correctamente.

EL PENSAR SE PERFECCIONA ESCRIBIENDO

El lector que aspira a escribir y pensar correctamente, debe empezar por apropiarse de las cualidades indispensables: claridad, precisión, coherencia, sencillez y concisión. Claro está que la eufonía y el ritmo son deseables, pero equivalen al pulido final de un mueble fino: los primores y las exquisiteces ornamentales solo se justifican una vez que el mueble es sólido.

A menudo es aconsejable que el aprendiz de escritor empiece por eliminar de raíz sus defectos. Debe tratar de adquirir ante todo las Cinco Virtudes de Claridad, Precisión, Coherencia, Sencillez y Concisión, y debe ponerse en guardia contra los Cinco Vicios de Oscuridad, Vaguedad, Incoherencia, Pedantería y Grandilocuencia.

A quienes preguntan por qué el escribir es tan importante para el pensador, se les podría contestar que la versión escrita puede ser decisiva cuando quiera presentar a sus colegas, o directamente al público, los frutos de su razonamiento. Newton y Leibniz inventaron el cálculo infinitesimal sin que el uno tuviera conocimiento de los trabajos del otro, y el descubrimiento de Newton tuvo precedencia en el tiempo. Pero el cálculo que empezaron a emplear los otros matemáticos fue el que presentó Leibniz, sobre todo porque este había ideado una notación mejor.

Los experimentos biológicos y las teorías genéticas del monje agustino J. G. Mendel, del año 1866, tuvieron una trascendencia histórica análoga a la de la teoría de Darwin sobre la evolución que se publicó en 1859, en El origen de las especies. El libro de Darwin conquistó para su autor una fama mundial inmediata, pero nadie valoró ni a Mendel ni su aporte hasta 1900, treinta y cuatro años después de la publicación de sus estudios y dieciséis después de su muerte. La estima general llegó cuando otros botánicos obtuvieron por su cuenta resultados similares a los de Mendel, y al explorar la bibliografía descubrieron que él había publicado tanto los datos experimentales como la teoría general un tercio de siglo antes. El trabajo original de Mendel había llegado a las principales bibliotecas de Europa y Estados Unidos. Pero estaba escrito en un estilo tan esquemático y oscuro que ni los más eminentes botánicos de su época habían conseguido desentrañar su verdadero contenido.

Un libro consagrado al arte de pensar no es el lugar más a propósito para explayarse largamente sobre el arte de escribir. El estudio más ilustrativo, dada su corta extensión, que se ha escrito sobre el tema, continúa siendo el ensayo The Philosophy of Style, de Herbert Spencer, que apareció en 1871. (Lamentablemente, su estilo es a veces altisonante y pomposo). Un manual útil es The Elements of Style, de William Strunk, hijo, editado por primera vez en 1918 y reeditado en 1959, con una deliciosa introducción y un capítulo adicional de E. B. White, ex discípulo de Strunk.

Todo escritor profesional debe tener en su estudio no solo un buen diccionario por lo menos, sino también cuatro libros de estilística: The King’s English, de H. W. Fowler y F. G. Fowler; A Dictionary of Modern English Usage, de H. W. Fowler; Usage and Abusage, de Eric Partridge, y Modern American Usage, de Wilson Follett.

Y todo pensador serio debe tener un cuaderno de notas o un diario, sobre todo si aspira a convertirse en escritor profesional. Señalé, en la primera edición de este libro, que a menudo las buenas ideas son esquivas y que es imprescindible atraparlas al vuelo. En otras palabras, es muy aconsejable tener un lápiz y un cuaderno a mano para anotar esas ideas en el momento en que cruzan por la mente. La halagadora hipótesis de que cuando a uno se le ocurra una idea luminosa o una frase feliz la adquiere definitivamente y podrá valerse de ella cuando la necesite, resulta ser con demasiado frecuencia errónea. Incluso Nietzsche, uno de los grandes cerebros del siglo XIX, comprobó que: «Las ideas vienen cuando ellas quieren, no cuando yo lo deseo».

Al anotar nuestras ideas por escrito, las verificamos, explayamos, ordenamos, clarificamos y completamos, todo a la vez. Nos imaginamos que con ello no solo las aclaramos, sino que les infundimos tanta importancia para los demás como la tienen para nosotros mismos. Por eso tratamos de precisar y definir bien lo que en nuestra mente era vago; de hacer explícito lo que estaba implícito; de unificar lo disperso; de integrar lo fragmentario. Encuadramos una generalización y procuramos formularla en los términos más apropiados e ilustrarla en la forma más concreta. Y a medida que lo hacemos así para los demás la desplegamos también ante nuestros propios ojos… y a veces descubrimos, ay, que es huera, insostenible o sencillamente desatinada.

Muchas ideas que no se pueden verificar mediante experimentos propiamente dichos se pueden verificar parcialmente al menos cuando se las vuelca al papel. Cuando un alumno se obstinaba en plantear una propuesta descabellada de su invención acerca de un tema cualquiera al extremo de ponerse fastidioso, un gran maestro amigo mío solía sugerirle que escribiera un ensayo sobre aquella idea y lo presentara en el próximo seminario. Pocas veces lo hacía, quizá por pereza intelectual, pero más probablemente porque al tratar de demostrar su validez por escrito descubría que era demasiado vaga o implicaba una contradicción en los términos.

El hábito de escribir las propias ideas tiene una ventaja innegable: estimula más que cualquier otro la concentración. Puedo asegurar, con la experiencia que me da el haber escrito durante muchos años editoriales para diarios y columnas para revistas semanales, que uno nunca ordena mejor sus pensamientos que cuando se sienta ante una máquina de escribir, pone en ella una hoja de papel en blanco y trata de definir con exactitud el tema: el título y el primer párrafo.

Francis Bacon lo sintetizó con insuperable concisión: «La lectura hace al hombre completo; la conversación lo hace ágil; el escribir lo hace preciso».

Si el lector desea saber cómo son los cuadernos de notas y diarios más perfectos y sugestivos, le propongo a modo de selección inicial: las Meditaciones, de Marco Aurelio; los Pensées, de Pascal; The Heart of Emerson’s Journals; Note-books, de Samuel Butler, y Life and the Student, de Charles Horton Cooley. Naturalmente, estas obras se deben leer con criterio selectivo y no de punta a cabo: son magníficos libros de cabecera.

CÓMO RESOLVER UN PROBLEMA

En la primera edición destaqué que todo razonamiento implica una resolución de problemas. Mi nuevo libro contendría un capítulo especial dedicado a «Cómo resolver un problema».

Empezaría, quizá, por plantear el problema: cómo reconocerlo cuando uno lo encuentra. Cuanto mejor informado esté usted, más inteligente sea y mayor sea su curiosidad intelectual, mayor será también la cantidad de problemas de que tomará conciencia. En su Voyage of the Beagle, cuenta Darwin cómo en una de las ensenadas donde ancló el «Beagle» los salvajes manifestaron extraordinaria admiración por las pequeñas chalupas en que desembarcó su grupo, sin prestar en cambio la menor atención al barco de mayor calado. Lo aceptaron como un fenómeno de la naturaleza. Estaba demasiado fuera de su experiencia.

Sin duda, eran aquellos unos salvajes estólidos. Pero la mayoría de nosotros, hijos profanos de la civilización, encendemos diariamente las luces eléctricas o el televisor, sin experimentar la menor curiosidad por la causa del resultado maravilloso.

Dicho capítulo plantearía otro interrogante afín al anterior: «¿Cuál es el problema?». Por ejemplo, nuestros modernos reformadores sociales viven preocupados por el problema de la pobreza. Pero la pobreza es la condición original del hombre, de la cual trató de evadirse mediante el sudor de su frente, el trabajo, la producción y el ahorro. Solo se empezó a avanzar hacia la verdadera solución del problema cuando Adam Smith se preguntó qué era lo que determinaba la riqueza de las naciones, en vez de su pobreza. Con el mismo criterio, los médicos dieron por supuesto, durante siglos, el estado de salud, e imaginaron que el único problema por resolver estaba en descubrir qué era lo que provocaba la enfermedad. Solo cuando los cirujanos trataron de trasplantar riñones, corazones y otros órganos, les inquietó profundamente el problema que gira en torno de las causas de la inmunidad. Siempre existe la posibilidad de que aprendamos más si nos formulamos introspectivamente la pregunta contraria. Hay centenares de libros que explican Cómo jugar al ajedrez. Znosko-Borowsky causó una verdadera conmoción al escribir otro titulado How Not to Play Chess (Cómo no jugar al ajedrez).

Sospecho que mi capítulo sobre resolución de problemas tendría mucho que agradecer a un librito de George Polya, titulado How to Solve It, que apareció en 1945.

El libro de Polya encara primordialmente el tema de la resolución de problemas matemáticos, pero lo que dice es aplicable a todo el ámbito de la invención, los descubrimientos y el pensamiento autónomo.

«Un gran descubrimiento —nos dice el autor en el prefacio— resuelve un gran problema, pero hay una semilla de otros descubrimientos en la resolución de cualquier problema. Su problema quizá sea modesto, pero estimula su curiosidad y pone en juego su espíritu de invención, y si lo resuelve por sus propios medios tal vez experimente la emoción y la alegría del descubrimiento. A una edad apropiada, esas experiencias pueden suscitar el gusto por el trabajo intelectual y dejar una huella indeleble en la mente y el carácter».

Polya hace sugerencias muy instructivas acerca de las preguntas que podríamos formularnos —«¿Qué es lo desconocido?»—, acerca de los usos de la analogía y acerca de la «descomposición» y «recomposición» de problemas, las reglas de Descartes para la invención, y la necesidad indispensable de los buenos símbolos y la buena notación en la órbita del pensamiento matemático. Explica cómo nuestro subconsciente nos resuelve a menudo los problemas de un día para otro o al cabo de lapsos más prolongados, pero hace notar que «el esfuerzo y la tensión conscientes parecen ser indispensables para activar el funcionamiento del subconsciente». De lo contrario todo sería demasiado fácil.

Polya cataloga todo su libro como un esfuerzo por enseñar heurística: «El propósito de la heurística consiste en estudiar los métodos y reglas del descubrimiento y la invención… Es a Descartes y a Leibniz, dos grandes matemáticos y filósofos, a quienes debemos los esfuerzos más denodados y célebres por construir un sistema heurístico».

Los ejemplos y la aplicación que propone Polya están totalmente circunscritos a las matemáticas, que le inspiran un entusiasmo contagioso. El lector, dice, debe tratar por lo menos de descubrir si le gustan las matemáticas, y acaso compruebe que «un problema matemático puede resultar tan entretenido como otro de palabras cruzadas, o que el trabajo mental intensivo puede constituir un ejercicio tan apasionante como el de una partida relámpago de tenis. Una vez que saboree el goce de las matemáticas no lo olvidará ya fácilmente, y es muy posible que ellas se conviertan en su hobby, en una herramienta de trabajo para su profesión, en su profesión misma o en una gran ambición».

ESPECIALIZACIÓN, PERSEVERANCIA, ANALOGÍA

Mi nuevo libro contendría un capítulo sobre «El dilema de la especialización». Veamos cuál es este dilema. En el mundo moderno los conocimientos se han expandido tanto y con tanta rapidez, en casi todos los ámbitos, que es prácticamente imposible que alguien, por muy grande que sea su inteligencia natural, consiga hacer un aporte en una disciplina si no dedica durante años todo su tiempo disponible a ella. Si trata de convertirse en el Hombre Universal Completo, como Leonardo da Vinci, o pretende abarcar todos los conocimientos, como Francis Bacon, es muy probable que termine por ser un aficionado superficial. Pero si se especializa demasiado, corre el riesgo de transformarse en un individuo unilateral y monomaniaco, ajeno a toda disciplina que no sea la suya, y hasta quizá embotado y estéril incluso en ella, por carecer de perspectiva y visión panorámica, así como de la hibridación fertilizante de ideas que se nutren con el conocimiento de otras materias.

No sé cómo se pueda solucionar este dilema, o llegar al término medio razonable, pero espero descubrirlo antes de que escriba mi nuevo libro.

Mi nuevo libro tendría, como este, un capítulo sobre concentración, pero probablemente se titularía «Concentración y perseverancia», porque pondría mucho más énfasis en la insistencia, en la paciencia, el ahínco, la tenacidad, la determinación, el esfuerzo, el trabajo… en el retomar una y otra y otra vez el mismo problema rebelde hasta conseguir solucionarlo. Últimamente los científicos hablan mucho de la «serendipidad», o sea la facultad de hacer descubrimientos valiosos por meros accidentes. Un ejemplo que se cita a este respecto es el de sir Alexander Fleming, quien descubrió la penicilina porque uno de los técnicos de laboratorio había dejado destapado, por negligencia, el cultivo de un organismo infeccioso virulento, el estafilococo. Algunos hongos flotaron hasta la cápsula abierta, se multiplicaron más que las bacterias… y las mataron. Aquel accidente allanó el camino para el descubrimiento de Fleming. Pero parece que esos «accidentes» solo dan frutos cuando sus «víctimas» son científicos perspicaces e incansables que llevan ya muchos años trabajando en el asunto. Como lo señaló Pasteur: «El azar ayuda a la mente prevenida».

En mi nuevo libro trataría a la analogía con menos desdén que en este, y hasta quizá introduciría un capítulo especial sobre ella. En la primera edición definí la analogía como un método provechoso para descubrimientos, pero en seguida pasé a describir casi exclusivamente sus riesgos y celadas. En su Textbook of Logic (1938), A. Wolf pondera las ventajas de la analogía:

Basta pensar en los descubrimientos más importantes que se realizaron en la historia de la ciencia para advertir el extraordinario valor de la analogía. Nuestra concepción del sistema solar (la teoría heliocéntrica) debió mucho a la analogía del sistema en miniatura de Júpiter y de los satélites mediceos. Algunos de los descubrimientos más importantes de las matemáticas modernas se deben a la analogía entre el álgebra y la geometría, que descubrió Descartes. La observación de las ondas acuáticas sugirió la teoría ondulatoria del sonido, y las ondas de aire que trasmiten el sonido sugirieron por analogía la teoría ondulatoria de la luz. El conocimiento de la selección artificial mediante la cual los criadores han producido las distintas variedades de animales domésticos, inspiró a Darwin la teoría de la selección natural mediante la lucha por la existencia. Y así sucesivamente.

TEMAS EN LOS QUE VALE LA PENA PENSAR

Al igual que la primera edición de este volumen, mi nuevo libro contendría capítulos sobre «Temas en los que vale la pena pensar» y «Libros sobre el pensar».

Sin embargo, el primer capítulo, en vez de contener una lista de problemas importantes, pero demasiado heterogéneos, encauzaría la atención del lector hacia alguna de las incontables ciencias y disciplinas en que podría interesarse con deleite y provecho: agricultura, astronomía, física atómica, biología, construcción, química, cristalografía, electricidad, ingeniería, paleontología, jardinería, geografía, geología, matemáticas, medicina, metalurgia, meteorología, mineralogía, patología, física, fisiología y zoología. Todas ellas son ciencias físicas. Menciono tantas porque en la primera edición las descuidé un poco a fin de poner énfasis en los problemas sociales. Pero, naturalmente, en mi nuevo libro seguiría exhortando al lector a contemplar los atractivos de las disciplinas sociales: ciencias políticas, jurisprudencia, economía, ética, psicología, antropología y arqueología.

Tengo que confesar que cuando se trata de elegir temas para pensar en ellos, o problemas que solucionar, siento una preferencia personal por los que revisten utilidad. Admiro como el que más la curiosidad desinteresada y las conquistas de la ciencia «pura» y la investigación «pura», pero no puedo compartir la pedantería de quienes para manifestar su admiración por la ciencia pura no encuentran otro recurso mejor que el de menospreciar sus aplicaciones prácticas. Ambas son admirables y están unidas por una dependencia recíproca. Los partidarios de la ciencia pura suelen dar a entender que esta dependencia es solo unilateral, y que los inventores han sido hombres de menor rango que los científicos. No se cansan de recordarnos que los inventos de Marconi en el campo de la telegrafía sin hilos y los de De Forest en el de la radio estuvieron subordinados a los anteriores descubrimientos teóricos de Clerk Maxwell y Hertz. La observación es muy justa. ¿Pero cuánto habría progresado la investigación pura en muchos ámbitos si no hubiera sido por la invención del microscopio? ¿O, ya que de nuestro tema se trata, de la imprenta?

Como ya lo señaló Karl R. Popper en su Poverty of Historicism (1957), no es necesario adoptar un pragmatismo estrecho para valorar el juicio de Kant: «Quien cede a todos los caprichos de la curiosidad y no permite que su entusiasmo por la investigación reconozca más fronteras que las que le impone su capacidad, manifiesta un apetito intelectual que no desentona con la erudición. Pero la sabiduría tiene el mérito de seleccionar, entre los infinitos problemas que constantemente surgen, aquellos cuya resolución es importante para la humanidad».

El lector de mi nuevo libro recibiría algunas indicaciones acerca de la forma de estudiar temas que no conoce y encontraría en él algunos casos concretos. Supongamos, por ejemplo, que quisiera estudiar sistemáticamente la economía. Le convendría empezar por un texto breve y elemental. Un libro imponderable para el principiante sería, por ejemplo, Essentials of Economics, de solo cien páginas, escrito por Faustino Ballvé (Irvington-on-Hudson, N. Y., Foundation for Economic Education). Planning for Freedom, colección de ensayos de Ludwig von Mises, es un libro menos sistemático, pero inmensamente sugestivo. (Sería menos que mercenario si omitiera mencionar aquí mi propio Economics in One Lesson, que se puede consultar en la edición de tapas duras de Harper & Row y en la de tapas blandas de Macfadden-Bartell).

El paso siguiente consistiría en leer un libro de extensión intermedia. Uno de los mejores para ello podría ser A Humane Economy, de Wilhelm Röpke (Regnery).

El estudioso estaría entonces en condiciones de empezar a leer alguno de los libros más completos y avanzados sobre el tema de los cuales solo mencionaré tres. Human Action: A Treatise on Economics, de Ludwig von Mises (Regnery, 907 páginas), expone la unidad lógica y la precisión de la economía mejor que ninguna otra obra. Algunos lectores lo encuentran excesivamente abstruso, y a ellos les recomiendo calurosamente Man, Economy and State, de Murray N. Rothbard (Van Nostrand, dos volúmenes, 987 páginas), que es no menos completo y está inspirado en las ideas de Mises, pero cuyo ordenamiento y exposición resultan quizá más asequibles. Por fin, incluiría en la tríada un libro más antiguo, The Common Sense of Political Economy, de Philip Wicksteed (1910, nueva edición de 1933, dos volúmenes, 871 páginas), tan notable por la sencillez y lucidez de su estilo como por la profundidad y fuerza de su razonamiento.

Cuando el lector haya terminado aunque no sea más que uno de los libros de dicha tríada avanzada, después de leer tal vez un par de volúmenes de introducción, estará en condiciones de elegir sus nuevos materiales de lectura en el campo de la economía, y es posible que opte por curiosear las obras de los grandes escritores y pensadores que crearon dicha ciencia: Hume, Adam Smith, Ricardo, Mill, Jevons, Menger, Böhm-Bawerk, Wicksell, Marshall, John Bates Clark… todo un verdadero festín. Se puede recomendar sin embargo con la mayor vehemencia, tanto por su estilo seductor como por la poderosa luz que todavía proyecta sobre la vida económica de nuestra propia época, Wealth of Nations, de Adam Smith, que apareció en 1776.

Claro está que mi libro solo podría incluir estas recomendaciones concretas a propósito de uno o dos temas. Para los demás tendría que fijar reglas generales. Una de ellas sería la de consultar a expertos en la materia. Otra, estudiar el artículo correspondiente de una enciclopedia y comprobar si incluye, como es de rigor, una buena bibliografía. La tercera regla sería que consultase un libro como Good Reading, que The New American Library publicó en una edición de tapas blandas. Dicha obra, que contó con el patrocinio de la College English Association, fue confeccionada por el Committee on College Reading. Tengo en mis manos la decimonovena edición, que apareció en 1964, pero cada año o dos años aparecen revisiones. El volumen enumera libros selectos sobre todos los temas imaginables: historia, ficción, poesía, teatro, biografía, ensayos, filosofía, religión y todas las principales artes y ciencias. También contiene una lista instructiva de «100 libros importantes».

Un último consejo de índole general. El mejor procedimiento es curiosear el anaquel de la biblioteca pública que contiene libros sobre el tema que a uno le interesa, y seleccionar algunos de ellos.

Si se me permite una digresión personal, diré que a mi juicio, al echar una mirada retrospectiva, pienso que las horas más felices de mi juventud las pasé precisamente así. Curioseaba ávidamente un libro tras otro, y cuando sonaba la campanilla y la biblioteca cerraba sus puertas y tenía que irme, lo hacía en un estado de verdadera embriaguez mental, con un torbellino de nuevos conocimientos e ideas en la cabeza. Reflexionaba ansiosamente sobre las soluciones a las que los autores que había leído llegaban probablemente en los pasajes que no había tenido tiempo de terminar. Ahora pienso que la lectura continuada jamás habría podido estimular mi raciocinio en la medida que lo hicieron aquellos esfuerzos espontáneos por adelantarme a las conclusiones del autor. A la verdad, muchas veces, cuando volvía a retomar uno de aquellos libros en la tarde siguiente, me sentía defraudado. La noche anterior había recibido la impresión de que el autor estaba a punto de hacer un descubrimiento maravilloso, de abrir nuevas perspectivas al espíritu… y de pronto lo veía naufragar en una perogrullada.

LIBROS SOBRE EL PENSAR

El último capítulo de mi nuevo libro, al igual que el último de la primera edición de este, estaría dedicado a «Libros sobre el pensar».

Mis nuevas remisiones complementarían las de la primera edición. Por ejemplo, allí cité solamente dos «clásicos» del arte de pensar: Conduct of the Understanding, de John Locke, y Thinking for Oneself, de Arthur Schopenhauer. Debería incluir asimismo los tres clásicos que menciono en el prefacio de esta edición: el Novum Organum, de Bacon; Regles pour la direction de l’ésprit, de Descartes, y el Tratado de la reforma del entendimiento, de Spinoza.

Naturalmente, la nueva bibliografía incluiría también unos cuantos buenos libros específicamente consagrados al arte de pensar, que aparecieron después de publicada la primera edición de El pensar como ciencia. Sin duda, uno de ellos sería The Art of Thought, de Graham Wallace (1926). Otro podría ser Thinking to Some Purpose, de la lógica británica L. Susan Stebbing. Esta insiste particularmente en la forma de descubrir falacias en el pensamiento ajeno y de evitarlas en el propio.

Además, mi nueva bibliografía remitiría al lector a pasajes, párrafos y hasta frases aisladas que, dispersos en las obras de muchos autores, proyectan luz sobre el arte de pensar. Algunos de ellos aparecen en las biografías o autobiografías de los grandes pensadores. La primera edición citaba fragmentos de esta índole tomados de las autobiografías de John Stuart Mill y Herbert Spencer. Pero hay pasajes ilustrativos también en libros de muchos autores menos conocidos.

Cito aquí, por ejemplo, unas pocas líneas del admirable cuaderno de notas de Charles Horton Cooley titulado Life and the Student (1927):

Entablemos discusión con los hechos, con la vida, en vez de hacerlo con otros autores. No podemos cultivar simultáneamente el espíritu de la veracidad y el de la polémica.

El autor que se propone ser distinto de los demás corre el riesgo de incurrir en un servilismo del signo contrario. Al fin y al cabo les deja a ellos la iniciativa, y se limita a tomar el extremo contrario de la misma cuerda. La originalidad plantea nuevos problemas.

El consejo que Morris R. Cohen da en el prefacio de su Reason and Nature (1931) robustece el de Cooley, aunque al comienzo parece contradecirlo:

El filósofo cuyo interés primordial es el de aproximarse lo más posible a la verdad, tiene que rechazar la tentación de ser original. Por cierto, pienso que el afán de la originalidad que se observa últimamente en la filosofía es un síntoma de desasosiego o de escasa vitalidad intelectual… El principio de polaridad pone de relieve que los dilemas tradicionales, respecto de los cuales la gente ha adoptado durante mucho tiempo posiciones antagónicas, se fundan casi siempre en dificultades, y no en contradicciones reales, y que podríamos avanzar mucho en el campo filosófico si en vez de esforzarnos sencillamente por demostrar que un bando o el otro tiene razón, nos esmeráramos por llegar al meollo de la dificultad y por determinar desde qué punto de vista y en qué medida cada bando está en lo cierto. Es posible que el hacerlo así reste resonancia y repercusión popular a los resultados obtenidos, pero en cambio tendremos la satisfacción más permanente que es propia de la verdad.

El arte de pensar se funda, como la ingeniería o la medicina, en varias otras ciencias particulares. Una de ellas es la psicología. En la primera edición de este libro cité la obra How We Think, de John Dewey, que conserva todavía su utilidad. Pero desde que apareció el libro de Dewey se han hecho grandes progresos tanto experimentales como teóricos. El lector podrá actualizarse mediante la lectura del artículo Thinking and Problem Solving, Psychology of (Pensar y la resolución de problemas, Psicología del) que aparece en la edición de 1965 de la Enciclopedia Británica. Dicho artículo incluye una nutrida bibliografía adicional.

La lógica, o sea el estudio de las condiciones generales de la inferencia válida, es, naturalmente, la más importante de las ciencias establecidas sobre las cuales debe asentarse el arte de pensar. En la primera edición recomendé, como lectura inicial, Elementary Lessons in Logic, de Stanley Jevons. Como Jevons era un excelente escritor así como un pensador de primer orden, su libro se puede seguir leyendo con placer y provecho. Pero hoy preferiría recomendar como libro de introducción la obra Textbook of Logic (publicada en 1930 pero reeditada muchísimas veces) de A. Wolf. Modern Introduction to Logic (1940), de L. Susan Stebbing, es un libro más avanzado, pero no excesivamente complejo. Más avanzado aún, más extenso y más difícil es An Introduction to Logic and Scientific Method, de Morris R. Cohen y Ernest Nagel (1934).

El método científico está íntimamente ligado a la lógica. De hecho, es frecuente que los libros modernos de lógica (entre ellos los tres que acabo de mencionar y el último de los cuales lo aclara explícitamente en el título) exponen en la primera mitad la lógica tradicional como lógica «formal» o «deductiva», y dediquen la segunda parte a la lógica «inductvia» o «método científico» en general. Esa segunda parte incluye comentarios sobre temas como la evidencia circunstancial, el método evolucionista y el comparativo, los métodos inductivos más simples (los «cinco cánones» de Mill), el método estadístico, el deductivo-inductivo, la probabilidad, las leyes de la naturaleza, la explicación científica, etcétera. Hace mucho tiempo que Scientific Method (1919), de F. W. Westaway, se consagró como obra clásica sobre el tema, pero hoy la bibliografía es muy numerosa.

Un libro brillante y profundo para quienes posean la preparación intelectual, la capacidad y la ambición necesarias para leerlo, es The Logic of Scientific Discovery, de Karl R. Popper (edición de 1961).

DISGRESIÓN SOBRE LAS MATEMÁTICAS

Un innegable defecto de la primera edición fue que no incluí en él una referencia explícita al importantísimo campo de las matemáticas. Sin embargo, es imprescindible poseer siquiera un conocimiento elemental de las matemáticas tanto para resolver la mayoría de nuestros problemas prácticos cotidianos como para realizar la mayor parte de los razonamientos científicos. Necesitamos de la aritmética para comprar y vender, para contar el vuelto, para consultar la hora o la temperatura y para ejecutar mil otras operaciones diarias. Se dijo de las matemáticas que eran la «reina» y hasta la «madre» de las ciencias, porque toda ciencia tiene su fundamentación matemática. El acelerado desarrollo de las matemáticas durante el pasado siglo fue tanto la causa como el resultado del enorme progreso que se registró durante el mismo lapso en todo el ámbito de las ciencias, físicas y sociales.

Y aunque, por extraño que parezca, no se lo advirtiera hasta el siglo XIX, existe una íntima relación entre la lógica y las matemáticas. Estas se pueden catalogar como la cuantificación de la lógica. Los lógicos matemáticos las consideran mera rama de la lógica. Durante las últimas décadas ha proliferado una nutridísima bibliografía sobre la «lógica matemática», el «álgebra de la lógica» y la «lógica simbólica».

No es que a estas alturas pretenda desalentar o asustar al lector con la insinuación de que si no domina las matemáticas superiores o la lógica simbólica será inútil que aspire a hacer ninguna contribución a la ciencia, la filosofía o los estratos superiores del pensamiento. Gentes que solo sepan de matemáticas lo que concierne a la aritmética simple realizarán en el futuro, como lo hicieron en el pasado, grandes aportaciones a la ciencia y a otras ramas del conocimiento. Pero quiero sugerir que, en igualdad de condiciones, cuanto más sepa usted de matemáticas tanto más podrá realizar en el campo de la ciencia o el pensamiento original.

Las matemáticas pueden ser, además, muy entretenidas. De hecho, pocas actividades pueden suministrar mayor placer que los problemas matemáticos a quienes gustan del ejercicio intelectual por sí mismo.

Es posible que el lector se haya educado, como yo, con una profunda aversión a las matemáticas. Ahora estoy convencido de que fue ello resultado principalmente del sistema que se empleaba entonces para enseñarlas. A la mayoría de quienes tenemos más de cuarenta años nos impusieron el álgebra sencillamente como algo que había que aprender si no se quería perder el curso. No recuerdo que ningún maestro me hubiera dicho una sola palabra acerca de la fascinante historia del álgebra, o me hubiera explicado siquiera por qué el álgebra era necesaria para resolver problemas naturales, es decir, ajenos a los de índole absolutamente artificial que se habían inventado especialmente para los libros de texto. El curso de álgebra se me antojaba primordialmente como una treta perversa que mis profesores habían tramado para reducir el tiempo que pudiera dedicar a los partidos de pelota.

Sin embargo, los lectores que aún lo ignoran deben enterarse de que todo ello ha cambiado. Actualmente hay tantas introducciones fascinantes a las matemáticas (por lo menos para adultos) que parece casi una injusticia citar solo algunas de ellas. Una breve introducción que abarca toda la materia y que yo recomiendo especialmente, es Mathematics (1963), de David Bergamini, incluida en la admirable serie Life Science Library. Mathematician’s Delight (1943), de W. W. Sawyer, es una deliciosa introducción publicada en edición de tapas blandas. Dos obras que enseñan las operaciones concretas de la parte convencional de esta disciplina son Mathematics for the Practical Man (1957), de George Howe, y el best-seller Mathematics for the Million (1937), de Lancelot Hogben… siempre que a uno no le desagrade su agresivo marxismo. Hay una excelente obra en cinco volúmenes sobre Mathematics for Self-Study (1931, 1962), de J. E. Thompson, que expone en volúmenes separados la aritmética, el álgebra, la geometría, la trigonometría y el cálculo. Por último, están los cuatro maravillosos volúmenes de The World of Mathematics (1956), compilados por James R. Newman.

CIENCIA, FILOSOFÍA Y LÓGICA

Como recordará el lector, me vengo ocupando todavía de los estudios que le prestarán una colaboración directa en el arte de pensar… aunque es inevitable que la exposición invada los dominios del capítulo sobre «Temas en los que vale la pena pensar».

Sigamos, pues, con los auxiliares del arte de pensar. El lector encontrará información y estímulo en las historias de la ciencia, en las vidas de grandes científicos e inventores y en el estudio de sus métodos, así como en las historias de la ingeniería, sus inventos y descubrimientos. También aquí tengo que conformarme con mencionar unas pocas obras. Entre ellas, otros dos volúmenes de la serie tan bellamente ilustrada que se denomina Life Science Library: The Engineer (1966), de C. C. Furnas, Joe McCarthy y otros, y The Scientist (1964), de Henry Margenau, David Bergamini y los redactores de Life. Este último libro pondrá al lector en relación con una rica variedad de ciencias. En el campo de la tecnología, las consultas pueden abarcar desde History of Technology (1954-1958), en cinco volúmenes, compilada por C. Singer, hasta Popular History of American Invention (1924), compilada por W. Kaempffert.

Claro está que también debería incluir la filosofía entre las materias cuyo estudio puede influir directamente sobre el pensamiento individual, estimulándolo y perfeccionándolo. Pero mi lista de recomendaciones se ha extendido tanto, que solo voy a mencionar dos obras. La primera es la brillante History of Western Philosophy (1945), de Bertrand Russell; la segunda, An Introduction to Philosophical Analysis (segunda edición, 1967), de John Hospers. Este texto pondrá al lector en contacto con los problemas que tratan de esclarecer hoy los filósofos profesionales.

Es posible que a esta altura de nuestra exposición algún lector pregunte, con seriedad o escepticismo: ¿pero si leo todos esos libros, o algunos de ellos, pensaré verdaderamente mejor que si dedico todas mis horas de ocio a las novelas policiales o al golf? Pues bien, con toda seguridad: ¡Sí! Pero hay otra pregunta: ¿Hasta qué punto me ayudarán?, a la que no puedo contestar con la misma certidumbre. Ello dependerá de la inteligencia innata de cada lector, de la índole de sus aptitudes e intereses, y de otros muchos factores.

Por ejemplo, ¿es verdaderamente necesario estudiar lógica formal? Tristam Shandy, el héroe de Lawrence Sterne, dice, refiriéndose al abismo existente entre la capacidad dialéctica de su padre y su desconocimiento absoluto de la lógica formal: «A mi digno tutor, y a dos o tres miembros de aquella culta sociedad, les maravillaba que un hombre que ni siquiera conocía los nombres de sus herramientas mentales pudiera utilizarlas con tanta pericia». En 1685, en el gran salón de la Universidad de Dublin, el joven Jonathan Swift, al que se le había escapado ya en una oportunidad el título de licenciado por su ignorancia de la lógica, se presentó nuevamente a examen sin haberla estudiado. Le preguntaron cómo podía razonar correctamente sin la ayuda de reglas, y contestó que lo hacía muy bien sin ellas. Los examinadores le concedieron el título a regañadientes, aunque con justicia, según habrían de demostrar los acontecimientos posteriores. Podríamos citar en el reverso de la medalla, los casos de algunos grandes lógicos profesionales, como John Stuart Mill, que a veces incurrían en graves falacias.

La única explicación que se me ocurre, frente a estos ejemplos, es la de que, si bien la ignorancia de la lógica no impida tal vez razonar correctamente y que el conocimiento de ella no garantice la corrección del razonamiento, no por ello su estudio deja de ser útil. Lo más probable es que a la larga quien haya estudiado lógica formal razonará mejor y cometerá menos errores que el que no lo ha hecho. Por ejemplo, quien conoce los nombres técnicos y la descripción de las falacias más comunes, está en mejores condiciones para descubrirlas en los razonamientos ajenos y evitarlas en los propios.

Tengo muchas menos dudas acerca de la utilidad de las matemáticas. Es cierto que ni siquiera el estudio prolongado de las matemáticas superiores nos convertirá en pensadores originales o hasta eficaces si carecemos de cualidades innatas. Pero dicho estudio es muy útil para aprender a pensar matemáticamente acerca de los problemas, o las materias en general.

También se puede probar, con un argumento a contrariis, la importancia decisiva del estudio de las matemáticas. Sin un conocimiento mínimo de la aritmética elemental no podríamos desempeñar eficientemente nuestras tareas cotidianas. Sin la ayuda del balance de entradas y salidas y del cálculo de costos, las empresas nunca sabrían cuánto ganan o pierden. Y sin la ayuda de las matemáticas superiores pocos físicos modernos podrían enriquecer sus especialidades o entender siquiera lo descubierto y publicado por otros. Morris R. Cohen informa que la falta de conocimientos de matemáticas avanzadas impedía que el intelecto agudo y poderoso de Hobbes rindiera al máximo en el campo de la física experimental.

Y aunque no hubiera argumentos tan contundentes para defender la utilidad de las matemáticas, su estudio continuaría siendo inmensamente provechoso y apasionante. En un famoso ensayo de quince páginas, «The Study of Mathematics», incluido en su libro Mysticism and Logic (1918), Bertrand Russell escribe:

Las matemáticas, bien estudiadas, encierran no solo la verdad, sino también una belleza suprema… pura hasta lo sublime, y dotada de una perfección estricta que solo se encuentra en el arte más maravilloso…

Las virtudes más austeras tienen un extraño poder, superior al de las que no están influidas y purificadas por el pensamiento, cuando se desea promover la salud de la vida moral y ennoblecer el carácter de una época o una nación. El amor a la verdad es la principal de esas virtudes austeras, y ese amor encuentra más aliento en las matemáticas que en cualquier otro ámbito cuando se quiere apuntalar la fe declinante. Todo gran estudio es no solo un fin en sí mismo, sino también un medio para crear y sustentar los excelsos hábitos intelectuales, y jamás se debe perder de vista esta intención cuando se enseñan y aprenden las matemáticas.

EL GOCE DE PENSAR

Pero no debo hacer proselitismo en favor de ningún tema particular entre los cientos o miles (según nos lo recuerdan las enciclopedias y las grandes bibliotecas) que compiten por conquistar el interés de los cerebros inquisitivos. Algunos de los intelectos más brillantes del mundo no han estado dotados para las matemáticas. Además, a la mayoría de la gente no les sobran ni tiempo ni energías para sustraerlos de los problemas que ya cautivan su atención. Por otra parte, esa mayoría se sentirá menos frustrada si encara temas menos complicados y abstrusos que son no menos satisfactorios y seductores. No todos pueden ser Newton o Darwin, pero con un poco de esfuerzo y tenacidad todos pueden aumentar sus conocimientos y capacidades intelectuales… y su goce también de la vida.

Quiero concluir este epílogo como lo comencé, repitiendo que si tuviera que escribir un nuevo libro sobre el arte de pensar destacaría bien, como no lo hice en la primera edición, que nadie puede abrigar la esperanza de realizar un trabajo original o de aportar pensamientos útiles a cualquier ciencia o rama del conocimiento, si no se toma antes el trabajo de aprender lo que ya se ha descubierto en esa rama del saber. Debe conocer cuál es el estado actual del problema. Después verá si puede agregarle su propia contribución.

Cuando preguntaron al gran Isaac Newton cómo había podido sumar aportes tan colosales al saber humano, y ver más lejos que los demás, respondió con modestia: «Me alcé sobre los hombros de gigantes». En otras palabras, construyó sobre lo que sus predecesores ya habían descubierto.

La generación actual se encuentra, en cierto sentido, en mejores condiciones que las de cualquier otra de la historia. Nos alzamos sobre los hombros de gigantes, como Newton y sus sucesores, quienes se alzaron sobre los de otros gigantes anteriores a ellos. Hoy, mil matemáticos profesionales que no pueden competir ni remotamente con el genio de Newton, inventor del cálculo infinitesimal, saben más matemáticas que él. Han podido abrevarse en las enseñanzas de Newton, Leibniz, los Bernoulli, Euler, Lagrange, Gauss, Riemann, Hamilton y cien otras personalidades. Así, pues, un estudiante universitario inteligente puede aprender hoy más que lo que sabía Newton sobre el cálculo infinitesimal, que lo que sabía Adam Smith sobre economía, y que lo que sabía Darwin sobre la teoría de la evolución.

La generación actual tiene el privilegio, que no tuvo ninguna otra, de contar con ese ingente acervo intelectual. Quien deja de asimilar aunque no sea más que una pequeña dosis de ese acervo, comete un pecado capital. Mejor dicho, comete algo peor que un pecado: comete una locura, porque no aprovecha una de las más abundosas fuentes de gratificación para el hombre.

Podemos decir del pensar en general lo que Tarrasch dijo del ajedrez: El Pensar, como el Amor, como la Música, tiene el poder de hacer felices a los hombres.

En este libro he procurado mostrar el camino que conduce a esa felicidad.