El hombre que no puede admirar nada, y que de ordinario no se maravilla de nada, es como unos lentes sin ojos detrás.
—CARLYLE
HASTA ahora me he ocupado exclusivamente de cómo pensar, pero no me he referido a aquello en lo que se debe pensar. He examinado los mejores métodos para abordar distintos temas y cuestiones, pero no me he referido a los problemas que vale la pena encarar.
Claro está que lo que importa es que cada cual piense. No es imprescindible que los resultados del pensar tengan una utilidad inmediata. El pensar es un fin en sí mismo. Casi todos los hombres imaginan que el «pensar por pensar» puede resultar fascinante para los filósofos, pero carece de importancia para ellos, y en consecuencia solo meditan cuando el hacerlo les rinde un provecho material inmediato. Esos individuos se hacen un triste favor.
Quizá usted, lector, sea uno de ellos. Si así fuera, permítame apelar a su experiencia personal. ¿Alguna vez trató de resolver un juego de paciencia? ¿Trató, por ejemplo, de separar, sin doblarlos, los dos alambres que deformados por un movimiento de torsión se abrazan como eslabones de una cadena? ¿O hizo alguna vez una pausa a fin de elucidar el problema enunciado en la página de entretenimientos de su diario vespertino o dominical? «Un almacenero compra quince docenas de huevos y vende…». Ya sabe usted de qué se trata. Admita que lo ha hecho. Pues bien, ha pensado por el puro gusto de pensar.
Si alega que el pensar no le interesó, que aquel acto puramente casual no le produjo ninguna satisfacción, sino que lo que lo estimuló y gratificó realmente fue la solución de la charada, se engaña de nuevo. El pensar no fue accidental. El pensar y la resolución del problema se identifican. Lo cierto es que usted se propuso resolver un problema, eludir un obstáculo intelectual, por el simple placer de descubrir la solución, sin preocuparse en absoluto por lo que haría con ella cuando la hallase.
Pero si puede encontrar tanto goce en un pensamiento desprovisto de aplicación práctica, ¿cuánto mayor no sería su dicha si pudiera aprovechar las conclusiones? Porque cuando piensa en algo útil obtiene no solo el placer inmediato de resolver el problema, sino también el de aplicar la solución a la acción, o a la elucidación de un nuevo problema. Y si bien vuelvo a reconocer que el pensar es un fin en sí mismo, ello no impide que sea al mismo tiempo un medio para la conquista de un fin mediato. Dicho todo lo cual no hay ninguna razón para que estemos prevenidos contra los problemas o los temas útiles.
No basta decir que tenemos que pensar en cosas útiles. Son pocos los problemas que no revistan alguna utilidad. Hasta la elucidación de la charada de la página de entretenimientos del diario puede servirle algún día para resolver un problema análogo planteado en el ámbito de sus propios negocios. Y aunque eso no ocurra jamás, tal vez al proponer la charada a sus amigos se convierta en una persona más interesante desde el punto de vista social. Si reflexiona sobre este tema que aparece en un libro polémico que tengo ahora ante mí —«Conclusión: las fieras salvajes deben inspirar más temor que los reptiles ponzoñosos»—, es posible que los conocimientos adquiridos le sirvan para elegir su equipo en el caso de que decida viajar a las selvas de América del Sur. Pero hay millones de problemas tan útiles como estos, y un hombre aislado, cuya vida dura, por término medio, setenta años, no está en condiciones de abarcar ni una mínima fracción de ellos. Lo que debemos preguntarnos no es: ¿cuáles son los problemas útiles?, sino: ¿de cuánta utilidad son ciertos problemas?, o, en otras palabras: ¿cuál es la utilidad relativa de los problemas?
Para resolver correctamente esta cuestión habría que seleccionar primero un patrón de utilidad y utilizarlo después para evaluar los problemas particulares. Pero una tal empresa escapa a los límites de este trabajo, ya que tendríamos que dedicarle volúmenes enteros. Es afín a la elucidación de otro interrogante: «¿Cuál es el conocimiento más valioso?». Y el tratado magistral que se ha escrito sobre este tema es la trascendental obrita de Herbert Spencer titulada Education. Espero sinceramente que el lector la estudie. Pero deseo, con mayor vehemencia aún, que antes de hacerlo analice el problema por sí mismo, pues es uno de los más importantes que pueda plantearse.
Sin embargo, el asunto que nos ocupa, o sea el de la importancia relativa de los problemas, es un poco diferente del que atañe a la importancia relativa del conocimiento. El primero versa acerca del pensar y el segundo gira en torno de la información, o de los materiales que sirven para pensar. El primero atañe al proceso de adquisición de conocimientos y el segundo al conocimiento en sí.
Pienso, por ejemplo, que para el hombre no hay conocimiento más importante que el de su propio organismo y el de las leyes a que obedece la salud, pero no son muchos los problemas teóricos acerca del organismo que el profano pueda encarar con provecho. Ningún estudiante cuerdo de medicina se detendría a razonar largamente para descubrir dónde se encuentra el corazón. En cambio, optaría sencillamente por observar o disecar, o por consultar un libro escrito por alguien que hubiera disecado, ahorrándose esfuerzos mentales. Otro factor importante es que los problemas de fisiología exigen que quien los encara cuente, antes de dedicarse a reflexionar sobre ellos con un margen razonable de seguridad, con una información completa, muy técnica y detallada, que solo se adquiere a través de muchos años de estudio especializado. Así, pues, cuando se calcula el valor relativo de los problemas es necesario tomar en consideración otros elementos, además del valor del conocimiento en sí.
No tengo intención de discutir aquí los principios generales sobre los cuales debe asentarse la selección de los temas que valgan la pena. Quede eso a cargo del lector. He optado en cambio por una solución más concreta: sugiero una lista de problemas que a mi juicio poseen máxima importancia. Pienso que por mucho que el lector reflexione acerca de cualquiera de ellos no perderá el tiempo.
He señalado en otro capítulo que cuantos más conocimientos tenga un individuo mayor será también la cantidad de sus problemas. Es igualmente cierto que solo cuando el individuo posea algún conocimiento acerca de una cuestión podrá valorar y entender algunos de los problemas más importantes que entran en la órbita de ella. Para descubrir los problemas y captar su importancia debemos pensar antes en dicha cuestión. Por tanto, al enunciar la mayor parte de los problemas que siguen, he creído necesario agregar algunas explicaciones, y a veces he enunciado uno de ellos en distintas formas a fin de expresar mi idea con mayor claridad.
¿El individuo trasmite a sus descendientes las características particulares que adquiere durante su vida? Me he referido tantas veces a este problema y a su importancia que casi es innecesario dar más explicaciones. Cuando hablo de «características» aludo, naturalmente, tanto a las intelectuales y morales como a las físicas.
¿Cuál es la influencia que el individuo ejerce sobre la sociedad, y la que el medio social ejerce sobre el individuo?
¿La forma de gobierno determina el carácter de un pueblo, o el carácter del pueblo determina la forma de su gobierno? ¿O el gobierno y el carácter se influyen recíprocamente, y cómo lo hacen? La misma pregunta es válida para todas las otras instituciones sociales. ¿La religión de un pueblo determina su carácter, o su carácter determina la religión que profesa? Este problema es bastante similar al inmediatamente anterior, que se refiere a la interacción entre el individuo y la sociedad.
¿La sociedad existe en provecho del individuo, o viceversa?
¿La jurisdicción del gobierno debe ampliarse o reducirse? ¿O debe ampliársela en unas direcciones y reducírsela en otras? ¿La respuesta a este interrogante depende de la que se dé al anterior? Otra forma de enunciar el mismo problema podría ser la siguiente: ¿cuál es el ámbito de acción propio del gobierno?
¿El gobierno debe conceder monopolios? ¿Patentes, por ejemplo?
¿Cuál sería el sistema más eficaz para abolir o reducir al mínimo la guerra? Quienes no deseen incurrir en el vicio de petición de principio podrán preguntarse antes si siempre es deseable evitar la guerra, si siempre la guerra es perjudicial. ¿Cuál es el influjo de la guerra sobre el futuro físico de la humanidad? ¿Y sobre la nación y los individuos, el gobierno, la libertad nacional, la libertad individual? ¿Cuál es la ética de la guerra cuando es de agresión, cuando es de conquista, cuando se la sostiene en defensa del «honor nacional», o de una nación más débil, o contra una invasión? ¿Cuál es el resultado de la preparación militar en tiempo de paz, de la preparación universal, de la preparación de una nación aislada? En cada caso, ¿cuáles son los principios que sirven para determinar el grado de preparación? ¿Cuáles son las causas fundamentales de la guerra? ¿Se las puede eliminar? ¿Cómo?
¿Quién es el propietario legítimo de la tierra: la comunidad o los individuos? Para plantear el problema en otros términos: ¿Debe abolirse la propiedad privada de la tierra? ¿Cuál sería el resultado de esa medida?
¿Quién debe estar autorizado a votar? Naturalmente, es este un problema análogo al del sufragio femenino, pero mucho más grave. Se refiere no solo a las condiciones de sexo, sino también a las de edad. ¿Una persona menor de veintiún años debe tener derecho al voto? También hay que tomar en cuenta la validez de los requisitos concernientes a los títulos de propiedad y el grado de educación.
¿Cuáles serían las leyes más justas en asuntos de matrimonio y divorcio?
¿Qué ocurre cuando el Estado distorsiona la ley de la oferta y la demanda? ¿La vigencia omnímoda de esta ley promueve la justicia final? ¿Cuál es el valor y el sentido de la expresión: «Ley de la oferta y la demanda»? El problema se puede encarar en relación con las leyes de salario mínimo, el control de las tarifas ferroviarias, las leyes sobre «personal supernumerario», etcétera.
¿Cuál es la mejor política: la de comercio libre, la de aranceles fiscales o la de aranceles proteccionistas? ¿O en qué condiciones es mejor cada una de ellas? ¿Respecto de qué clases de mercancías?
¿Cuál sería el sistema monetario sano y equitativo? Este problema es un poco técnico y habría que encararlo a través de una serie de problemas subsidiarios. ¿El dinero debe tener valor intrínseco? ¿Qué influjo ejerce el papel moneda no respaldado sobre el valor intrínseco y los precios? ¿Cuál es el efecto del crédito? ¿Y el de las fluctuaciones en las reservas de oro? ¿Convendría que existiese un patrón bimetálico o un patrón múltiple? Etcétera.
¿Debe juzgarse la conducta por el placer o la felicidad que suministra? Dicho en otros términos: ¿El utilitarismo es una recta pauta moral?
¿Debe juzgarse la conducta por su aptitud para producir el bienestar individual, o por su tendencia a provocar el bienestar de toda la humanidad o la de todos los seres conscientes? No hay que precipitarse a desechar este problema, optando rápidamente por el bienestar universal. Quedará ello demostrado si se trata de dar una respuesta no dogmática y verdaderamente lógica al siguiente problema: ¿cuál es la razón por la cual un hombre debe actuar en beneficio de los demás?
Ninguna ciencia estimula el pensamiento tanto como la ética. El problema que se plantea cuando tratamos de determinar si los actos deben catalogarse como buenos o malos según la medida en que tienden a producir el placer o la dicha, bien sea del individuo o de toda la humanidad, o si la «virtud» o la «moral» es un fin por sí misma, es uno de los más sutiles y escurridizos que se pueden tratar de resolver. Cualquiera que sea la respuesta que demos, chocaremos con dificultades lógicas y psicológicas al parecer insolubles. Lo mismo es también aplicable al problema de si nuestros conocimientos de lo bueno y lo malo emanan de la experiencia o de la intuición.
La versión más común del problema ético, que abarca los dos interrogantes anteriores puestos en bastardillas, es la siguiente:
¿Cuál es el criterio que se debe adoptar para distinguir la buena conducta de la mala? O para decirlo en términos aún menos dogmáticos: ¿Hay un criterio para distinguir entre la buena conducta y la mala? ¿Cuál es?
El problema de los problemas —¿cómo vivir?— es un poco análogo al problema ético. Lo que se quiere descubrir, al plantear ese interrogante, es la forma de volcarse al máximo en la vida y de extraerle el máximo provecho; la vocación que debemos seguir; los hobbies, pasatiempos y distracciones que debemos practicar; la forma de programar nuestro tiempo por meses, semanas, días, horas. ¿Cuánto tiempo y energía merecen determinadas actividades? ¿Cuánto podemos darles? En otros términos: ¿cuáles son las actividades que deben tener prioridad?
Naturalmente, todos piensan acerca de los problemas relacionados con el arte de vivir. Pero los encaran como problemas menudos e inconexos. De hecho, es raro que alguien persiga la solución del problema general de la existencia en forma ordenada y sistemática. Sería innecesario y absurdo destacar las vastas consecuencias prácticas del problema. Por su índole misma es el más «práctico» de los que pueden plantearse. Cualquier solución o enfoque particular puede ser intrascendente, pero ello no afecta al problema en sí.
¿Qué influencias ejercen, respectivamente, el medio (educación, experiencia, etcétera) y las tendencias innatas sobre la formación del carácter? ¿Cuál es el principal factor determinante de él?
¿El placer depende de la satisfacción de los deseos instintivos, o el deseo de realizar ciertas actividades depende del placer que acompañó a la ejecución anterior de ellas? ¿Una actividad o la posesión de un objeto nos produce placer porque la deseábamos antes, o deseamos una actividad o un objeto porque la una o el otro nos produjo antes placer? ¿O el placer y el deseo se estimulan recíprocamente y, de ser así, cómo lo hacen? La solución de este problema psicológico es de una importancia imposible de exagerar para la ética.
¿La mente depende por completo del cerebro? O sea, ¿todos los pensamientos, las emociones, los sentimientos son producto de cambios materiales que se registran en el cerebro? La respuesta que se dé a este problema puede decidir la que haya que dar al problema de la inmortalidad del alma.
¿Cuál es el conocimiento más valioso? Me he explayado tan extensamente sobre la importancia de este problema y sobre el método de solucionarlo, que no hay necesidad de dar más explicaciones.
Una esfera del pensamiento en la cual el pensador está obligado a ser original y en la que le resulta prácticamente imposible transitar por caminos trillados, es la de la invención. Hay inventos inútiles como los hay útiles. La ambición del hombre puede extenderse a toda la gama comprendida entre la invención de una máquina capaz de aprovechar directamente la energía ilimitada del Sol hasta la confección de una punta indestructible para los cordones de zapatos. Pero debe tener la precaución de no inventar algo que esté ya patentado. Y debe tomar aún más recaudos para no inventar algo que a nadie interesa. Una de las primeras patentes que registró Edison fue la de una máquina que podía computar rápidamente los votos de los legisladores. Y que funcionaba bien. Pero sus destinatarios la desecharon porque no tenían interés en facilitar el recuento acelerado. Aquello habría puesto fin a los viejos y sacrosantos métodos obstruccionistas. Otro invento absolutamente inútil pero que ha sido la aspiración final de muchos ensayos, es el de una máquina capaz de escribir en la misma forma en que lo hace la mano del hombre. Son a la verdad tantas las cosas necesarias que no existen y para las que hay demanda, que parece increíble que nueve de cada diez patentes registradas en los archivos de Washington corresponden a artefactos inservibles. Si el inventor en cierne no puede imaginar por sí solo algo realmente necesario, casi todos los bufetes importantes especializados en patentes le enviarán, si se lo pide, todo un libro lleno de sugerencias sobre «Qué inventar».
Por lo común el inventor debe poseer conocimientos muy técnicos, por no hablar ya del laboratorio de experimentación y de una cartera bien provista. Pero no hay nada que produzca al creador satisfacción más íntima, que un dispositivo bien logrado. En tanto que el filósofo escrupuloso siempre duda de que haya descubierto por fin la verdad, el inventor no tiene por qué preocuparse. Su máquina funciona o no, y con ello está seguro de haber logrado lo que deseaba. Por otra parte, el filósofo siempre tendrá algunos pensamientos. Sean correctos o no, por lo menos es posible que sean interesantes y dignos de anotarse por escrito, al paso que el inventor puede trabajar durante años y años sin tener nada que mostrar al cabo de todos sus afanes…
Hay problemas que no revisten una gran importancia «práctica», pero cuyo valor teórico es tan decisivo, que por sí solos bastan para atraer la atención. Entre ellos se cuentan algunos psicológicos, y más aún metafísicos, filosóficos y religiosos, en la medida al menos en que es lícito decir que la religión plantee problemas.
¿Existe Dios y puede el hombre averiguar algo acerca de Su naturaleza?
¿Es inmortal el alma? ¿Qué entendemos por alma? ¿Refuta la ciencia la existencia de una vida ultraterrena?
¿Cuál es el criterio de veracidad? ¿Cómo identificaremos la verdad cuando la encontremos? ¿Qué es en fin de cuentas la «verdad»?
¿Nuestro albedrío es libre o están predeterminados nuestros actos? Es posible que algunos objeten esta forma de enunciar el problema. Existe una gran confusión acerca de su significado. Una forma distinta de plantearlo daría lugar a una forma diferente de resolverlo. ¿Qué es el «albedrío»? ¿Qué se entiende por «libre»? ¿Qué por «predeterminado»?
El problema de la existencia. ¿Cómo surgió el universo? No hay nada más difícil que estimular desde fuera el interés por este problema. Cualquiera que sea la cantidad de enunciados que le dé el autor, nunca podrá trasmitir a otros su atmósfera de misterio. Esta tiene que emanar del interior de cada individuo. Durante la mayor parte del tiempo aceptamos, damos por supuesta, la presencia del universo y del orden material existente, y se necesita un esfuerzo titánico para mantener despierto nuestro sentimiento de admiración durante algunos instantes.
Claro está que la lista de problemas que acabamos de trascribir solo vale como sugerencia. Es imposible solucionar, por ejemplo, veinticinco problemas y decretar que son ellos los más importantes que se puedan plantear. Entiendo muy bien que hay problemas más importantes que los que yo he propuesto. Pero no he llegado al extremo de aconsejar que el lector reflexione sobre todos ellos. La nómina se ha trascrito al exclusivo objeto de estimular el pensamiento y de indicar qué es lo que solemos entender por problemas «importantes».
Por desgracia no he podido explicar por qué la mayoría de ellos lo son. Habría necesitado dedicar demasiado tiempo a cada problema particular y nos habríamos alejado con exceso de nuestra temática. El lector descubrirá e intuirá el por qué de la importancia por sí mismo.
Casi todos los problemas consignados en la lista pertenecen al ámbito de una u otra de las ciencias, sobre todo si consideramos ciencias la metafísica o la filosofía, que lo son en la medida en que constituyen conocimientos organizados. El criterio puede parecer un poco mezquino. Admito que hay problemas de importancia que no corresponden a ninguna ciencia. Pero son muy pocos. Apenas se encara un problema mediante una reflexión profunda, su consideración se torna sistemática. Entra en la categoría de una de las ciencias existentes o se forma otra nueva en torno de él. En cierta oportunidad John Stuart Mill empezó a escribir un diario en el que se comprometió a consignar un pensamiento cada día, pero absteniéndose de registrar cualquier reflexión sobre problemas que fuesen ajenos a las ciencias conocidas. Ninguno de los pensamientos inscritos en el diario posee mucho valor, y Stuart Mill interrumpió bruscamente la redacción al cabo de unos dos meses.
Se puede objetar que aunque los problemas indicados son muy importantes en sí mismos, hay otras cuestiones más dignas de ocupar nuestros pensamientos a causa de la disciplina intelectual que suministran. Dejo de lado la circunstancia de que tarde o temprano hay que encarar también los problemas que son importantes por sí mismos, pues la disciplina intelectual sería inútil si no se aplicara a esos u otros problemas análogos, pero me siento obligado a manifestar la sospecha de que los problemas más útiles son también los que mejor ejercitan la mente. Quizá sea verdad que el entrenamiento con la bolsa de arena ayuda al boxeador a ganar la pelea. Pero si dos boxeadores están en condiciones similares desde los demás puntos de vista, y uno de ellos pasa una semana peleando realmente y el otra un mes entrenándose con la bolsa de arena, el primero subirá al cuadrilátero con indudable ventaja. El mejor entrenamiento para el boxeo es boxear. El mejor adiestramiento para resolver problemas importantes consiste en resolverlos.
Tampoco acepto la validez del argumento en virtud del cual se debe encarar un problema en vez de otro porque el elegido es «más profundo». No nos ajustaríamos a la verdad si dijéramos que la psicología es una ciencia «más profunda» que la ética, o que la metafísica lo es más que la psicología, o viceversa. La mayor parte de los temas y de los problemas serán tan profundos como queramos que sean: su hondura dependerá de la medida en que nos adentremos en ellos. Esto es aplicable sobre todo a las llamadas ciencias filosóficas. Se las puede encarar superficialmente o a fondo. Pero por lo común comprobaremos que los problemas más profundos son los más importantes. Casi siempre los problemas más importantes son los que ocuparon a las mentes más esclarecidas y recibieron por tanto la consideración más profunda: cuando un individuo lee las soluciones que propusieron aquellas grandes mentalidades sus pensamientos se encauzan hacia ese plano más meduloso. Claro está que determinados problemas, particularmente de orden matemático, solo se pueden encarar mediante un único método. En este sentido sí se puede decir que algunos problemas son objetivamente más profundos o por lo menos más complicados que otros.
Cabrá también objetar algunos de los problemas incluidos en mi lista, aduciendo que no son válidos, o que otros, como el de la inmortalidad del alma y el de la existencia misma del universo son insondables e insolubles. También cabría decir que un problema como «¿La sociedad existe en provecho del individuo, o viceversa?» da a entender que la sociedad fuera algo que el hombre hubiese creado deliberadamente, como el Estado. Se puede argüir que no es así, y que la pregunta es absurda. Todas estas y otras objeciones parecidas pueden estar justificadas. Pero es imposible discernir su oportunidad o inoportunidad hasta el momento en que tratamos de hallar una solución. La elucidación de la validez y la importancia de un problema forman parte del problema mismo.
Llegamos ahora a la cuestión más trascendental. La respuesta más sencilla es que el tema más digno de atención será también el más digno de reflexión, y en consecuencia habremos de leer libros que se ocupan de problemas como los que he enumerado. Pero hay que completar este consejo.
Antes de la primera guerra mundial, un cálculo moderado fijó en 4 500 000 la cantidad de libros que existían en el mundo. Actualmente la cifra debe de superar los diez millones, sin las colecciones de hojas de papel impreso encuadernadas en un mismo volumen, o sea como objetos físicos, pues, si se adoptara este criterio la cifra sería inmensamente mayor. Son 10 millones de títulos independientes y distintos. Si uno de nosotros leyera un libro por semana, leería aproximadamente 50 por año, y si lo hiciera así durante 50 años abarcaría un total de 2500. ¡Un libro de cada 4000!
De ello resulta claramente que antes de abrir un libro hasta el lector más omnívoro, incluso el lector capaz de devorar velozmente un libro mediante los saltos más eficientes, tendrá que preguntarse por lo menos: «¿Es este un libro que se destaca entre mil? ¿Puedo darme el lujo de leerlo al precio de perder otros novecientos noventa y nueve?». Y la mayor parte de los que formulen esa pregunta tendrán que remplazar la cifra por cinco mil, o hasta por diez mil.
Las nueve décimas partes de nuestras lecturas son el efecto de una simple recomendación ocasional, de un capricho pasajero o de la pura casualidad. Vemos un libro sobre la mesa de una biblioteca. Como no tenemos nada mejor que hacer lo tomamos en las manos y empezamos a hojearlo. Todo libro leído de ese modo implica una deplorable pérdida de tiempo. Es verdad que un libro leído por un impulso circunstancial puede ser (por accidente) muy bueno, incluso mejor que otro que quizá habríamos leído premeditadamente. Pero es muy raro que así ocurra, y aunque sucediera más de una vez, tampoco bastaría ello para justificar el sistema. Si toma usted el camino más largo para llegar a un lugar, tal vez encuentre una cartera perdida, pero no es esa una razón para tomar dicho camino.
Debemos empezar, pues, por planificar nuestras lecturas. Quizá la mejor forma de hacerlo consista en redactar una lista de los libros que proyectamos leer durante el año próximo, o una lista, por ejemplo, de doce a veinticinco obras, y leerlas después una tras otra en el orden fijado. Otro plan interesante podría ser anotar los títulos de todos los libros que nos proponemos leer llevando siempre la lista con nosotros. Después, al tropezar con otro libro que nos parezca bueno, o que a nuestro juicio deba ser leído, podremos echar un vistazo a la lista antes de empezar su lectura. Es probable que la enorme cantidad de títulos ya consignados nos disuada totalmente de leer el libro que se nos ofrece, o nos induzca por lo menos a incorporarlo a la lista para cuando hayamos concluido de leer los libros más importantes.
Algunos individuos no soportan esta forma de planificación. Les irrita pensar que están atados a un programa y se sienten privados de las ventajas del interés espontáneo. Pues bien, si no puede planificar sus lecturas de antemano, hágalo por lo menos retrospectivamente. Si no puede redactar una lista de los libros que se propone leer, compile por lo menos otra de los que ha leído ya. Consúltela de vez en cuando. Compruebe si ha leído sistemáticamente buenos libros. Observe si ha leído demasiados libros sobre un tema y muy pocos sobre otro, y cuáles son los asuntos que tiene preteridos desde hace mucho tiempo. No obstante, aun en el mejor de los casos, este método no suple la planificación previa de las lecturas.
Debemos planificar no solo en lo que concierne a los temas y materias, sino también en lo que atañe a los autores. Evidentemente, si dos individuos capacitados por igual estudian el mismo tema, el que lea autores que encaran la cuestión con criterio más meduloso sacará más provecho de sus lecturas… siempre, claro está, que entienda lo que lee.
Consciente o inconscientemente tratamos de imitar a los autores que leemos. Si leemos libros superficiales, nos vemos constreñidos a pensar superficialmente mientras los leemos. Nuestro plano intelectual propende a nivelarse con el de los autores que estudiamos: asimilamos el hábito de practicar una cuidadosa reflexión crítica o el de renunciar categóricamente a ella.
La observación anterior pone de relieve la importancia que tiene la lectura de los mejores libros y solo de los mejores. Nuestro plano intelectual lo determinan no solo los buenos libros que leemos, sino todos los que leemos, ya que entre todos ellos se establece el término medio. La mayoría de la gente supone que cuando lee un buen libro le saca un cierto provecho y que este provecho se mantiene después indefinidamente intacto. Piensa que en la medida en que lea un determinado número de buenos libros, podrá leer después cualquier cantidad de libros superficiales o inútiles, o de materiales efímeros tomados de revistas o diarios. Imagine que el beneficio derivado de las lecturas serias permanecerá siempre incólume y no teme que las lecturas frívolas lo dañen. Es como si comiera alimentos indigestos y desprovistos de valor nutritivo y se excusara diciendo que los acompaña con otros digeribles y sustanciosos.
Cabe llevar más lejos aún la analogía. Así como el promedio de su alimentación física es el que determina en definitiva la constitución de su organismo, así también el promedio de su alimentación intelectual determina su constitución mental. Una buena comida no contrarresta los efectos de una semana de mala alimentación, y un buen libro nunca compensa la acción de muchos otros malos. Además, nadie posee una memoria perfecta, de manera que usted no retiene todo lo que lee, como no retiene tampoco todo lo que come. Por lo tanto, si no quiere que su mente involucione, no debe conformarse con los libros ya leídos, sino que debe continuar leyendo libros que sean por lo menos tan excelentes como los anteriores. Así como en todo momento las comidas de los últimos días o semanas determinan el estado de su salud física —en la medida en que ella depende de la alimentación—, así también su salud intelectual dependerá de los últimos libros que haya leído.
Una de las primeras cualidades que debemos evaluar en los libros que seleccionemos es la amplitud de su enfoque. A juicio de Arnold Bennett: «Mientras un individuo no se haya elaborado un esquema de conocimiento, aunque no sea más que a manera de andamiaje, sus lecturas tendrán que ser necesariamente de índole no filosófica. Para poder entender suficientemente la rama del conocimiento en la cual se especializa, deberá formarse antes una idea acerca de las interrelaciones que existen entre las distintas ramas del saber»[24]. Bennett sugiere como auxiliar para la elaboración de este esquema de conocimiento los First Principles, de Herbert Spencer. Yo coincido en un todo con esta elección de material. Le agregaría el ensayo sobre The Classification of Sciences, del mismo autor.
Son estas obras clásicas, y es muy penoso que resulte tan difícil inducir a la gente a que lean clásicos. Mencione El origen de las especies o El origen del hombre, de Darwin, y su interlocutor replicará: «Oh, sí, esa es la teoría de que el hombre desciende del mono». Convencido de que sabe todo cuanto se puede saber al respecto, ¿para qué leer las obras de Darwin? Sin entrar a considerar que la teoría no afirma ni pretendió afirmar jamás que el hombre descienda del mono… ¡lo que llama la atención es la lisonja que se tributa al pensamiento y la concisión de Darwin al suponer que todo cuanto él escribió se pueda sintetizar en una frase! Pero Darwin no es la única víctima. Si tropezamos unas cuantas veces con el título de un clásico, escuchamos alguna que otra conversación sobre él y conocemos algunas citas de su texto, empezamos a convencernos poco a poco de que sabemos todo lo que vale la pena saber acerca del libro. Por eso se lee actualmente tan poco a Shakespeare y a la mayoría de los clásicos, y se orientan las lecturas serias hacia «La grafología y la determinación del carácter» o hacia alguna obra sensacional sobre la prostitución escrita por uno de nuestros «sociólogos» modernos. Solo podremos ponernos a cubierto de esos materiales si nos fijamos el propósito decidido de conquistar una meta clara, un objetivo elevado, y antes de leer un libro nos preguntamos hasta qué punto nos ayuda a alcanzar ese fin.
No doy la lista de los libros que vale la pena leer, en parte porque otros ya lo han hecho con muy buen criterio. Desde que sir John Lubbock publicó su lista de los cien mejores libros, el número de selecciones se ha multiplicado hasta el infinito. Son recomendables la selección de Charles Eliot para su Five Foot Shelf y el pequeño volumen de Frank Parsons titulado The World’s Best Books. Claro está que a nosotros nos mueve una intención precisa: la de encontrar los mejores libros para forjar pensadores. Sin embargo, las observaciones hechas ayudarán al lector a formarse su propia selección sobre la base de estas listas. Como ya dijimos, si el lector estudia una especialidad casi siempre encontrará una bibliografía seleccionada con bastante buen criterio al final del artículo que cualquier enciclopedia de uso común dedique al tema.
Es probable que el lector haya tomado ya clara conciencia de que no podrá pensar por su propia cuenta en todos los asuntos; de que si desea reunir conocimientos sólidos sobre problemas importantes, habrá de tener el valor de ignorar muchas otras. Es difícil determinar la magnitud de los afanes que deberá consagrar a cada caso concreto.
Podemos enunciar el principio general de que cada cual deberá resolver por sí mismo, y con el mayor esmero, los problemas que desde su particular punto de vista le parezcan más importantes, como los que yo he incluido en mi lista de sugerencias, así como aquellos que giran en torno de datos conocidos o fáciles de obtener y cuya resolución correcta dependa del pensamiento más que de ninguna otra cosa. En cambio, los problemas muy importantes cuya resolución dependa principalmente del conocimiento cabal y detallado de datos de alto nivel técnico y que sean ajenos a su especialidad, habrá de encararlos consultando a las autoridades en la materia y aceptando su dictamen.
Todavía quedan en pie la multitud de problemas que, si bien relativamente desprovistos de importancia, se plantean constantemente en la vida cotidiana y cuya elucidación por tanto influye muchísimo sobre nuestra conducta. El tiempo nos impide no solo resolverlos por nosotros mismos, sino también consultar a una autoridad, pues la elección de esta exige casi tanta preparación intelectual como la reflexión autónoma. En esos casos tenemos que conformarnos con aceptar el veredicto de la opinión pública.
Las costumbres, las convenciones y las creencias populares, aunque muchas veces desechadas, tienen bases bastante bien asentadas. De hecho, las ideas populares son producto de la experiencia inorgánica. Son empíricas, y pocas veces o nunca son científicas. Pero aunque se asientan sobre una experiencia inorgánica, tiene esta una magnitud tan extraordinaria, que las hace dignas de respeto. La sociedad no podría sobrevivir mucho tiempo si se obstinara en regirse exclusivamente por creencias erróneas, aunque las ideas populares nunca son más que aproximadamente correctas. Pero a menos que uno haya estudiado a conciencia un problema por sí mismo o haya consultado a alguna autoridad reconocida y digna de confianza, lo mejor será que acepte en principio la creencia popular y actúe en consecuencia. El pensar y actuar de otro modo por el solo placer de distinguirse es improductivo y peligroso, dejando de lado las consideraciones éticas.