La lectura hace al hombre completo; la conversación lo hace ágil; el escribir lo hace preciso.
—BACON
CUALQUIER intento de formular una ciencia o arte del pensar será incompleto si no incluye un análisis, aunque sea breve, de la escritura. De hecho, el escribir está tan íntimamente vinculado al pensar que necesariamente he tenido que mencionarlo más de una vez al hablar del pensamiento y la lectura.
Ya me referí a la escritura como instrumento auxiliar de la concentración. Hubimos de menospreciarla a causa de su lentitud. Pero este es, prácticamente, su único inconveniente. Cuando escribimos se nos ocurren ideas que no afloran en ninguna otra circunstancia. Cuando leemos algo que escribimos hace algún tiempo, encontramos muchas veces asertos que nos sorprenden. Tenemos la impresión de haber alcanzado ocasionalmente un grado de lucidez superior al que nos es habitual.
Pero la gran ventaja de la escritura es que conserva las ideas. Lo que la imprenta ha realizado en bien de la humanidad al salvaguardar el pensamiento de los siglos, lo hará la escritura en provecho del individuo al preservar sus propias reflexiones.
Cuando se nos ocurre una idea, pensamos en el momento de concebirla que no se nos escapará jamás. No imaginamos siquiera la posibilidad de olvidarla. Sin embargo, no pocas veces se me ocurre una idea que me parece totalmente nueva, por lo menos en lo que a mí se refiere, al releer mis materiales escritos mucho tiempo antes, y descubro que en otro momento se me había ocurrido otra casi totalmente idéntica. No solo la había olvidado sino que ni siquiera la reconocí cuando volvió a presentárseme. De hecho, estos son los casos en que las ideas reaparecen. Pero pocas veces son tan serviciales.
Por tanto, cuando se le ocurra una idea o haya resuelto un problema, aunque sea un problema sugerido por un libro, deberá anotar inmediatamente por escrito la idea o la solución. Naturalmente, podrá esperar hasta la noche. Pero la forma más segura de apresar una idea es trasladarla al papel en el minuto inmediato a aquel en que aparece, a fin de evitar el riesgo de que se pierda definitivamente. En esto pensaba cuando recomendé, en el capítulo dedicado a la lectura, que se escribieran inmediatamente no solo las ideas, sino también los problemas que fueran presentándose. El descubrimiento de un problema nuevo contribuye al progreso intelectual tanto como la resolución de otro antiguo. Si no tomamos nota de nuestros problemas, es posible que olvidemos su existencia, lo cual implica a su vez el peligro de aceptar a ciegas proposiciones falsas.
Sugiero al lector que, para que le resulte más fácil asentar sus pensamientos y meditaciones por escrito, se provea de un cuaderno destinado especialmente a ese fin y lleve además siempre consigo papel en blanco y un lápiz, para poder constantemente hacer anotaciones. Ciertamente, el hecho de que anote una idea no implica que más adelante no pueda rechazarla, o cambiarla, o perfeccionarla.
La naturaleza evasiva de los pensamientos asume especial relieve cuando se los traslada al papel. En el momento en que empezamos a escribir una oración extensa sabemos cuáles son las palabras exactas con las que la concluiremos. Pero el acto físico de escribir distrae fugazmente nuestra atención, y… ¡adiós!… las palabras se esfuman y nos vemos constreñidos a completar la oración de otro modo. He mencionado las ventajas que suministran la taquigrafía y la dactilografía cuando se quiere seguir el ritmo de nuestros pensamientos, y ahora me conformo con aconsejarle que se sirva de esos auxiliares si está en condiciones de hacerlo. Insisto en que los pensamientos son efímeros. No podemos despreciar ninguno de los recursos capaces de apresarlos y fijarlos.
Entre las ventajas del cuaderno en que anotamos nuestras ideas se cuenta una nada despreciable: nos suministra un testimonio histórico constante. Cada idea que anotamos debe ir acompañada de la indicación del día, mes y año, como si se tratara de una carta. Cuando de tiempo en tiempo repasemos nuestras ideas así registradas, nos encontraremos con una verdadera autobiografía intelectual. Veremos qué relación guardan nuestros últimos pensamientos con los que asentamos en el pasado. Veremos cuáles eran exactamente las opiniones que sustentábamos en determinadas épocas y qué cambios han ido experimentando. Y veremos si nuestro progreso intelectual ha sido notable o si nos quedamos estancados.
Quizá le parezca absurda la sugerencia de que cada pensamiento registrado en el cuaderno debe escribirse en el mejor estilo posible. Solemos diferenciar la «forma» del «fondo», pero es dudoso que semejante discriminación sea totalmente válida. Es discutible que se sepa qué es exactamente lo que se desea significar cuando se la hace. En verdad, Arnold Bennett llega al extremo de opinar:
La forma no se puede distinguir de la materia. Cuando un autor concibe una idea, la concibe en palabras. Esa figuración de palabras constituye su estilo y se halla totalmente determinada por la idea. La idea solo puede existir en las palabras, en una configuración verbal. No se puede decir exactamente lo mismo en dos frases distintas. Si se altera ligeramente la expresión, se modifica por ello mismo la idea. No se puede modificar la expresión sin modificar lo que se dice. Después de concebir una idea, el escritor puede “pulirla”, y es probable que lo haga. ¿Pero qué es lo que pule? Decir que pule su estilo equivale simplemente a decir que afina su idea, que ha descubierto en ella defectos e imperfecciones y que los va desbastando. La idea existe en proporción a la forma en que se la expresa: existe en tanto en cuanto se la expresa; no antes, ni después ni de otro modo. Se expresa a sí misma. Una idea clara se expresa con claridad, y una idea vaga, con incertidumbre[23].
Sospecho que Arnold Bennett incurrió en cierta exageración. Pero hay mucho de verdad en ello: entre el pensamiento y el estilo hay una relación recíproca mucho mayor que la que habitualmente se supone. Se puede decir no solo que un perfeccionamiento de la idea mejorará el enunciado de ella, sino también que un perfeccionamiento del enunciado verbal mejorará la idea.
Veamos ahora la aplicación de esta verdad. He dicho que a lo largo de la lectura afloran objeciones «inarticuladas». La única razón de que lo sean consiste en que son demasiado imprecisas para encontrar al punto la manera de expresarse. En esos casos tenemos que enunciar la objeción de la mejor forma posible, aunque a primera vista parezca ridícula o indefendible. Pero debemos enunciarla, recitarla y escribirla en la mayor cantidad de formas posibles. Poco a poco nuestra objeción adquirirá contornos definidos, claros, precisos. En síntesis, habremos perfeccionado no solo la enunciación de nuestro pensamiento, sino también el pensamiento mismo. Quien estudia el modo de mejorar su redacción o de enriquecer su vocabulario, estudia la forma de perfeccionar su razonamiento. El cuaderno deberá servirle para registrar no solo sus «ideas» como tales, sino también cualquier forma que le parezca notable de enunciar un pensamiento.
Pero si bien hay mucho de verdad en el aserto de Arnold Bennett acerca de la dependencia mutua entre el enunciado y el pensamiento, hay que tener muy presente, sin embargo, que el enunciado nunca es el pensamiento. En rigor estricto, el «pensamiento» solo puede existir en la mente. Nunca se lo puede trasladar al papel. ¿Qué es, entonces, lo que escribimos? Si las palabras y las oraciones no son el pensamiento, ¿qué son? Si no son el pensamiento, ¿cómo es posible traducir el pensamiento a palabras, ya sean orales o escritas?
Las palabras, aunque no sean pensadas, van siempre asociadas al pensamiento. Usted oye la palabra «caballo». Es muy probable que surja en su mente la imagen visual de un caballo. Esta imagen, idea, noción, «concepto» dependerá de su experiencia respecto de determinados caballos. Nunca será una abstracción lógica de ellos. Nunca será un caballo desprovisto de color, de dimensión particular, de sexo o de raza, como se piensa a veces. Por el contrario, es muy posible que confluyan en él diferentes elementos de los distintos caballos que ha visto en toda su vida. O puede ser simplemente también la imagen de un caballo particular que usted recuerda. Pero en la mente no existe lo que se designa concepto general. Tenemos una imagen determinada que representa a todos los caballos. La denominación es, naturalmente, genérica. Ella, o su definición, se puede catalogar como un concepto lógico. Pero el pensamiento no se vale de la denominación en sí. Esta es un símbolo arbitrario que solo sirve para evocar una imagen particular asociada a ella, y dicha imagen se evoca como si fuera genérica. La imagen recibe entonces el nombre de concepto: de concepto operante. Es el concepto psicológico, por contraposición al lógico.
Así como la idea que usted se forma del caballo depende de su experiencia con determinados caballos, la de otro individuo dependerá de la experiencia que él tenga de esos animales. Y como la experiencia de ese individuo jamás podrá ser exactamente igual a la suya, el concepto o la idea que él posea de caballo nunca serán idénticos al suyo, aunque podrán ser muy parecidos. No solo ninguna otra persona tendrá la misma imagen mental o el mismo concepto que usted, sino que usted mismo nunca tendrá dos veces exactamente la misma imagen mental de una cosa. La imagen variará a tenor del contexto en que aparezca, de las asociaciones que la determinen y acompañen. Si lee usted el relato de una gran batalla y encuentra en él la palabra «caballo» pensará en un determinado tipo de caballo. Si la palabra «caballo» se le ocurre en el contexto de un carro de almacenero, la imagen que usted evocará será diferente. Esto vale tanto para los casos en que la descripción va acompañada por adjetivos, como para aquellos en que es escueta. En determinadas circunstancias se imaginará al animal en movimiento, y en otras se lo imaginará en reposo.
Lamentablemente, muchos presuntos psicólogos parecen catalogar la idea o concepto, incluido este concepto-imagen, como algo que está fijo en el individuo, o que en el mejor de los casos solo cambia con la experiencia viva del objeto concebido. La verdad es que la imagen o las imágenes que evocamos al oír una palabra no son idénticas en el trascurso de dos segundos sucesivos. Son fluidas, dinámicas; nunca son estáticas, inmóviles. Van asociadas a palabras y se encuentran en un estado de permanente mutación. Puesto que el concepto de un mismo individuo varía de un momento a otro, ¡cuánto más no habrán de diferir entre sí las ideas o conceptos de individuos distintos!
Me he valido del ejemplo del caballo porque es simple y concreto. En el curso del pensamiento real jamás se tropieza con un concepto simple aislado o con una palabra única. Lo que se nos aparezca es, por lo menos, una oración entera. Por eso nuestras imágenes experimentan entre un momento y otro, modificaciones mucho mayores que las indicadas en el ejemplo. Y por eso también las imágenes ajenas difieren de las nuestras en una proporción mucho mayor.
Veamos cómo se aplica esto a la escritura. Se nos ocurre una idea y, convencidos de que es importante, decidimos consignarla por escrito. Pero no podemos escribir la idea, sino únicamente las palabras asociadas a ella. Ni siquiera podemos escribir todas esas palabras, porque son demasiadas. De modo que escribimos algunas y nos decimos que hemos asentado la idea. Pero lo único que hemos escrito es algo asociado a la idea. Cuando leamos más adelante este apunte no concebiremos las mismas ideas que originariamente habían aflorado a nuestra mente, sino, en el mejor de los casos, ideas similares. Las asociaciones de las palabras cambian constantemente, como todas las asociaciones, y a causa de las fallas de la memoria humana, jamás afloran exactamente las mismas asociaciones en dos oportunidades distintas. Al cabo de mucho tiempo serán muy diferentes de cuando las escribimos. A menudo acaecerá al lector que, al leer después de cierto tiempo un pensamiento que registró por escrito porque le había parecido muy importante, no comprenderá siquiera por qué lo consideró digno de interés. Lo probable será que en el momento en que lo escribió fuera realmente importante, porque tenía entonces, las ideas claras. Pero al releer las palabras escritas no son ellas capaces de evocar los antiguos conceptos y asociaciones.
Esta diferencia entre las palabras y el pensamiento resalta con mayor nitidez cuando una persona lee el pensamiento registrado por otra. Es probable que quien escribió vuelva a tener aproximadamente las mismas asociaciones mentales y los mismos conceptos, ya que su memoria misma lo ayuda a evocarlos al conjuro de las palabras con que las escribió. Pero cuando una persona lee lo que escribió otra, las palabras leídas evocan en él los conceptos que tenía previamente vinculados con ellas en su propio cerebro. El autor, pues, nunca podrá trasferir literalmente una idea. Solo podrá escribir algunos símbolos arbitrarios que sirvan para evocar un pensamiento similar en sus lectores. Es difícil, si no imposible, determinar hasta qué punto el pensamiento del lector difiere del autor, pues las mentes solo pueden comunicarse por medio de palabras. Esta diferencia del concepto asociado es la que hace a menudo que el lector no pueda valorar los pensamientos más profundos del autor, y la que, en el caso contrario, le hace ver ocasionalmente trascendencia allí donde no la hay.
Llegamos ahora a la solución del problema para el cual esta disertación, bastante extensa a la verdad, no fue más que un prolegómeno. ¿Qué debe hacer un autor para trasmitir su verdadera idea con la mayor fidelidad posible? Y la respuesta es: debe enunciarla en la mayor cantidad posible de formas.
Si una persona nunca hubiera estado en una ciudad y quisiera usted darle una idea acerca de ella, le mostraría fotografías tomadas desde distintos ángulos. Una fotografía corregiría y complementaría otra. Y cuanto mayor fuese el número de perspectivas diferentes, tanto más completa y precisa sería la idea que se formase, tanto más se aproximaría su concepto a la ciudad real. Pero nunca podría llegar más que a una aproximación, nunca se podría forjar una idea tan clara como la de quien hubiera estado en la ciudad.
El lenguaje del autor es la fotografía de su pensamiento. Nunca puede comunicar exactamente una idea, pero al enunciarla de distintas maneras muestra variedad de fotografías sobre ella.
Por ejemplo, si el segundo enunciado no concuerda con la primera idea que se formó el lector, este deberá modificar dicha idea. Y si la enunciación se repite de muchas maneras diferentes tendrá que corregir su concepto hasta que se aproxime cada vez más al del autor.
Recuerdo que un tratado sobre educación refería la historia de un inspector que entró en un aula y preguntó a la maestra qué estaba enseñando; tomó después un libro y formuló a los alumnos la siguiente pregunta: «Si caváramos un pozo de miles y miles de metros de profundidad, ¿dónde haría más calor, cerca del fondo o de la boca, y por qué?». Ninguno de los niños contestó. Por fin la maestra dijo: «Estoy segura de que conocen la respuesta, pero me parece que usted no ha planteado correctamente el problema». Y tomando el libro, preguntó: «¿En qué estado se encuentra el centro de la Tierra?». Toda la clase respondió inmediatamente a coro: «En estado de fusión ígnea…».
A lo largo de toda la última generación, y aun ahora, los círculos educacionales han clamado y claman a voz en cuello que se deben enseñar hechos, no palabras. En algunos casos semejante pretensión es poco aconsejable e incluso imposible de cumplir. Pero si la maestra de la historia anterior se hubiera tomado el trabajo de enunciar su idea cuando menos en dos formas, tal vez habría grabado una buena idea en la mente de sus alumnos. Por lo menos habría descubierto que de la manera anterior no tenían ninguna.
Queda por resolver otro problema. Si escribe usted una composición, una carta, un ensayo o hasta un libro, ¿cuál será el mejor sistema para asentar todos sus pensamientos sin que pierdan un ápice de su valor, para trascribirlos en el mejor orden y el mejor estilo posibles? En otras palabras, ¿cuál es el mejor procedimiento para verter con exactitud pensamientos de la mente al papel?
Ya nos hemos ocupado de instrumentos como la taquigrafía. Claro está que el dictado implica una ventaja evidente, cuando se puede recurrir a él. Pero voy a tratar ahora de ciertos aspectos del problema que revisten particular importancia para la redacción de composiciones relativamente extensas.
Se cuenta que Auguste Comte elaboraba sus libros pensando hasta los detalles más insignificantes, hasta la redacción misma de las frases y períodos, antes de escribir una sola palabra, pero que cuando se ponía a hacerlo producía una cantidad asombrosa de páginas en poquísimo tiempo. Sin embargo, en general, a menos que se posea una memoria extraordinaria, cuando llegue el momento de escribir se habrá olvidado la mayor parte de lo que se había pensado. Aun así y todo, el método de Comte se puede aplicar con provecho para fragmentos cortos de una composición. Y cuando la aspiración sea escribir concisa o claramente, se comprobará que a menudo conviene meditar bien una oración entera antes de ponerse a escribirla.
Para garantizar la eficiencia de la labor literaria, quizá no hay nada mejor que utilizar el sistema de fichas. Se recogen en ellas todas las ideas valiosas que a uno se le ocurren, inmediatamente después de concebirlas. Cuando por fin se decide a escribir, puede escalonarlas en el orden que más le agrade, desechando las ideas que no revistan ya importancia y agregando las necesarias para completar o redondear el trabajo.