EL PENSAR Y LA LECTURA

HASTA ahora me he ocupado del pensar casi como pudiera él desarrollarse sin ayuda exterior. Como ha ocurrido en el pensamiento preventivo y constructivo, quizá lo que me impulsó a adoptar esa actitud fue una reacción contra la habitual insistencia en la lectura como elemento indispensable para el perfeccionamiento intelectual y contra el simultáneo olvido de la necesidad de pensar en forma independiente. Los hombres pensaron antes de que hubiese libros y todavía pueden pensar sin leer, pero no pueden… Iba a decir que no pueden leer sin pensar, pero analizándolo mejor me inclino a ponerlo en duda. Sin embargo, nos hemos atenido al orden natural, porque encaramos primeramente el pensamiento autónomo, después el auxilio que prestan la conversación y la discusión, y en último término examinaremos la ayuda que suministra la lectura. Es indudable que este orden se ajusta a la evolución del pensamiento tanto en el individuo como en la especie humana.

Aunque nadie puede quejarse a la verdad de que se haya escrito poco acerca de la lectura, la mayor parte de los materiales no han encarado el tema desde el verdadero punto de vista, y es más cierto todavía que no lo han hecho en la forma correcta. Han proliferado las exhortaciones a la lectura, y recientemente se han multiplicado los consejos acerca de lo que conviene leer. Pero es relativamente poco lo que se ha dicho acerca de cómo hay que hacerlo. En otras épocas se consideraba la lectura como una virtud intachable; más adelante se pensó que no rendía ningún provecho a menos que se leyeran buenos libros, y ahora empieza a despuntar la conciencia de que aunque leamos buenos libros ellos no nos prestarán grandes servicios si no los leemos en la forma debida.

Pero, aun allí donde se ha formado esta conciencia, no se han realizado grandes esfuerzos por resolver sistemáticamente el problema. El método elegido comprende discursos ociosos, aforismos fáciles y reglas dogmáticas. Adagios tan contradictorios como «Los buenos libros deben releerse una y otra vez» y «El arte de leer es el arte de saltear» no son muy útiles. Evidentemente es necesario contar con alguna forma de consideración sistemática.

Es posible que algún extravagante nos formule, antes de que nos ocupemos de la forma de leer, la pregunta previa: «¿Debemos leer?». Hubo en efecto pensadores y no pensadores que impugnaron seriamente las ventajas de la lectura. El filósofo Demócrito se sacó los ojos para no volver a leer y poder así pensar. No seguiremos su ejemplo. Pero no nos resulta difícil comprenderlo cuando pensamos en muchos hombres cultos que a fuerza de lecturas se redujeron a un estado de aturdimiento soñador, y saben qué fue lo que pensaron todos los demás pero que jamás concibieron pensamientos propios. Tenemos que admitir que los argumentos de esos excéntricos son por lo menos un buen remedio contra la doctrina vigente de que cuanto más lee un individuo tanto más sabe y tanto mejor es su actuación como pensador.

La idea de aprender a pensar mediante la lectura se parece a la de aprender a dibujar por medio del calco. En ambos casos se toma como base la obra de otros en vez de recurrir a la observación directa de la Naturaleza. Es cierto que la práctica tiene sus ventajas, pero nadie se convirtió jamás en un gran artista a fuerza de calcar, ni se convertirá tampoco en un gran pensador a fuerza de leer. La lectura nunca puede actuar como sucedáneo del pensamiento. En el mejor de los casos, como dice John Locke: «La lectura no hace más que suministrar a la mente los materiales del conocimiento; el pensamiento es el que nos permite apropiarnos de lo que leemos»[17].

Nuestro problema plantea dos interrogantes: 1) ¿Qué proporción debe guardar nuestra lectura respecto del pensamiento autónomo? 2) ¿Cómo debemos leer cuando leemos?

Es lícito suponer que investigando la práctica de los grandes pensadores podríamos aprender algo acerca del primer punto. Pero es muy posible también que semejante investigación nos deje desencantados. Kant, por ejemplo, era un lector omnívoro. También lo fueron Huxley y sir William Hamilton, y saliendo del círculo de los filósofos lo fueron hombres tan dispares como Gibbon, Macaulay, Milton y Thomas A. Edison. En cambio, Spencer solo leía en raras ocasiones, y es famosa la aseveración de Hobbes de que si hubiera leído tanto como algunos otros, sabría tan poco como ellos. Auguste Comte fue un caso singular, pues leyó copiosamente hasta que concibió su filosofía positiva, después de lo cual casi no volvió a hacerlo hasta el fin de su vida.

Aun cuando descubriéramos que todos o casi todos los grandes pensadores habían procedido en la misma forma, semejante comprobación no sería muy demostrativa, pues ¿cómo averiguar si fueron grandes pensadores por ello o a pesar de ello?

Sin embargo, podemos concordar a priori con el aserto de Schopenhauer, quien dijo que «el mejor sistema para no tener pensamientos propios es el de tomar un libro cada vez que no se tiene otra cosa que hacer». Y podemos llevar aún más lejos nuestra coincidencia: «El hombre solo debe leer —dijo el mismo Schopenhauer—, cuando sus pensamientos se estancan en la fuente, lo cual les acaecerá bastante a menudo aun a las mejores cabezas. En cambio, leer un libro con la intención de ahuyentar los propios pensamientos constituye un pecado contra el Espíritu Santo. Equivale a volver la espalda a la Naturaleza para visitar un museo de plantas desecadas o para contemplar un paisaje grabado sobre cobre»[18].

Sería absurdo estipular una razón matemática fija entre el tiempo que debemos consagrar a la lectura y el que habría que dedicar a la reflexión. Pero es indudable que una hora consagrada a la lectura más otra consagrada a la reflexión, serán más provechosas que dos dedicadas exclusivamente a la lectura.

Hay bastantes hombres responsables que todos los días dedican un determinado número de horas a la lectura. ¿Pero cuántos de ellos reservan tiempo para pensar? Sería injusto decir que no piensan. Sin embargo, en el mejor de los casos su reflexión es puramente accidental, y a lo que parece así es también como ellos la catalogan. Ciertamente es tan importante que reservemos un período definido de cada jornada para la reflexión como que lo hagamos para la lectura. En cuanto a la duración de ese lapso, así como a la posibilidad de que guarde alguna relación con el dedicado a la lectura, lo mejor será no emitir juicio hasta después de haber reflexionado sobre la forma de leer.

Lamentablemente este problema ha sido muy mal encarado. Quienes hacen hincapié en la máxima «Los buenos libros deben releerse una y otra vez», adoptan esta actitud fundándose en la certidumbre de que no hay otro sistema mejor para sacar el máximo provecho de un libro determinado. Pero el objetivo de la lectura no es el de sacar el máximo provecho de un libro en concreto sino de la lectura en general. Apenas tomemos conciencia de este fin, se producirá un cambio en la naturaleza misma del problema.

Por ejemplo, empezaremos a considerar la ley del rendimiento decreciente. Si bien es verdad que cuanto más releemos un libro más provecho sacamos de él, también hay que recordar que, con raras excepciones, cada vez que lo volvemos a leer acrecentamos nuestro conocimiento en cantidad menor que la vez anterior. Ello significa que en general podremos progresar mucho más rápidamente leyendo otros libros, pues entonces no nos limitaremos a volver a leer lo que en gran parte sabemos. Un poco más adelante nos ocuparemos de elucidar si hay circunstancias en las cuales se justifica en efecto la repetición de la lectura, y cuáles son ellas.

La ley del rendimiento decreciente se aplica tanto a un tema íntegro como a un solo libro. Quiere ello decir que, pasado cierto límite, cada libro que leamos sobre un tema específico, si bien aumentará probablemente nuestros conocimientos, no nos rendirá tanto provecho como otro de iguales méritos dedicado a otro tema y nuevo para nosotros.

El problema de la lectura está en determinar cómo podremos asimilar la mayor cantidad de ideas y cómo captaremos la verdad en sí en vez de atenernos al veredicto de un autor. Surge de la hipótesis de que contamos con un tiempo limitado y pretende descubrir la forma de utilizar ese tiempo con el mayor provecho posible. La búsqueda de la mejor forma de combinar nuestras lecturas con el pensamiento original no es uno de los elementos más desdeñables de dicho problema.

Lo ya expuesto evidencia que es imposible recetar un sistema único para leer todos los libros. Incluso obras de la misma naturaleza y de mérito equivalente deben encararse con criterios diferentes que dependen del orden en que las leamos y de otras condiciones análogas. El buen conocimiento de un libro cualquiera no debe ser un fin en sí mismo. Debe subordinarse por el contrario a un fin más amplio: el mejor aprovechamiento de la lectura en general. Pero en beneficio de la claridad supondré por ahora que nuestra finalidad es dominar un tema específico, y expondré el plan de lectura que conceptúo más adecuado para alcanzar ese fin. Más adelante haré las salvedades necesarias.

Empezaré por bosquejar un plan de estudio típico y luego lo analizaré y lo explicaré con todo detalle.

Suponiendo que usted haya elegido un tema, su primer paso debe ser reflexionar un poco acerca de él, sin ayuda ajena. Después le aconsejaría yo que buscara un libro de texto exhaustivo y lo leyera con espíritu crítico, tomando nota de los problemas que a su juicio el autor no encaró correctamente o de las soluciones que por algún motivo no le parezcan a usted satisfactorias. Deberá analizar esas cuestiones por sí mismo. Es posible que en algunos casos tenga que leer un segundo libro con la misma atención que dedicó al primero, acotando los problemas y las soluciones con idéntico esmero. En adelante podrá leer todos los libros siguientes que se ocupen del mismo tema «salteando, hojeando y seleccionando», a fin de tomar conocimiento de los nuevos problemas o soluciones que sugieran.

No pretendo que se atenga estrictamente al plan expuesto, ya que la naturaleza del tema estudiado lo obligará a introducir ciertas modificaciones. Sin embargo, tendré que explicarlo con más detalles, y quizá también que defenderlo.

Veamos el primer paso que aconsejo que se dé: un poco de reflexión independiente acerca del tema. El único motivo por el cual recomiendo que se reflexione «un poco» es que si pidiera más, el lector probablemente no me haría ningún caso. Incluso muchos lectores no entenderán siquiera la necesidad de reflexionar sobre un tema antes de estudiarlo. Es posible que muchos impugnen hasta la posibilidad misma de hacerlo. «¿Cómo va alguien a meditar acerca de un tema que ignora por completo?», se preguntará. Analicémoslo mejor.

El solo hecho de que usted quiera estudiar un tema implica que no tiene una imagen clara de aquello a que se refiere. Por ejemplo, desea estudiar economía porque se da cuenta de que no entiende todo lo que debería acerca de la producción, la distribución y el consumo de bienes. En otras palabras, hay en esos fenómenos algo que lo intriga; tiene usted algunos problemas no resueltos. Muy bien. Esos problemas son sus materiales. Trate de resolverlos.

«¿Pero cómo podré resolverlos si no sé nada de economía?».

Tenga la bondad de pensar qué es una ciencia. Una ciencia no es más que la solución organizada de una serie de problemas afines. Esos problemas y sus soluciones han variado y se han multiplicado con el correr de los siglos. Pero cuando la ciencia se puso en marcha no existía una bibliografía al respecto. Nació de los esfuerzos de los pensadores por resolver aquellos problemas que se les ocurrían espontáneamente. Antes de empezar a pensar, aquellos hombres no sabían nada acerca de la ciencia. Los que los sucedieron se apropiaron de los pensamientos de sus predecesores y los completaron. Todo el proceso ha estado constituido por una incesante superposición de pensamientos. Sin embargo, la gente se aferra, aunque no lo confiese abiertamente, a la convicción de que jamás podremos progresar mediante el pensamiento, sino que para ser educados o cultos, o para adquirir cualquier clase de conocimientos, tenemos que leer, leer y más leer[19].

Esta complicada defensa casi me hace ruborizar. Todos admitirán la necesidad de pensar… en abstracto. ¿Pero cómo la interpretamos en la práctica? Cuando vemos a alguien que lee un buen libro, nos decimos que se está instruyendo. Cuando vemos a alguien que no abre un libro, no pensamos que se está instruyendo, aunque sepamos que está consagrado a la reflexión, si bien es posible que lo consideremos inteligente. En síntesis, la concepción habitual del pensamiento no contempla la idea de que agregue algo a nuestro conocimiento. Claro está que nadie admitirá abiertamente que sustenta semejante opinión, pero de todos modos hay que reconocer que es el criterio predominante. Las objeciones al pensamiento son inconexas y semiconscientes. Lo que hago es tratar de infundirles coherencia a fin de poderlas rebatir.

Volvamos, pues, al aserto de que debemos emplear como materiales para el pensar autónomo los problemas que se nos ocurren espontáneamente. Cuando el lector empiece a resolverlos descubrirá que se le aparecen otros, y que hasta cierto punto, cuanto más profundamente ahonde en un problema, cuanto más crítica sea su reflexión, más problemas se le irán presentando. Quizá sea exagerado pedirle que los resuelva todos. Sin embargo, incluso una pequeña dosis de esa reflexión preliminar le prestará una ayuda inmensa en la lectura. Le enseñará a captar mucho mejor la importancia de los distintos problemas que encara un libro, y no juzgará de su trascendencia solo por el espacio que se les dedica. Es sin duda posible que un autor nos haga caer en la cuenta de ciertos problemas que hasta entonces no se nos habían ocurrido, y que despierte en nosotros la conciencia de su importancia. Pero ese estímulo artificial no puede remplazar jamás a la curiosidad natural y espontánea. Cuando llegamos a la solución de un problema que ha surgido espontáneamente en nosotros, es difícil que la olvidemos. Además, el pensamiento autónomo nos dará una idea más acabada de las dificultades que implican los problemas y nos inducirá a leer con un mayor espíritu crítico y a valorar mejor las soluciones que ofrece. Una ventaja a la cual no debemos restar importancia es que cuando empezamos por la lectura somos muy proclives a caer en la rutina y en las formas tradicionales de encarar el tema, al paso que cuando empezamos por la reflexión es más probable que nuestra falta de refinamiento nos ayude a dar con una idea verdaderamente original.

Queda en pie una última objeción a la costumbre de pensar antes de leer. Schopenhauer la rebatió con su estilo contundente:

Es posible que un hombre descubra un fragmento de verdad o de sabiduría a fuerza de consagrar mucho tiempo y trabajo a rumiarlo por su propia cuenta, sumando pensamientos a pensamientos, cuando si hubiera consultado un buen libro habría encontrado ese mismo conocimiento ya evolucionado y listo, sin necesidad de afanarse tanto. Pero aun así el primer conocimiento será para él cien veces más valioso, porque lo habrá conquistado mediante su propia reflexión. Solo cuando aprendemos así, el conocimiento se convierte en parte integrante, en miembro vivo de nuestro sistema personal de pensamiento. Solo entonces establece una relación completa y sólida con lo que sabemos; se ensambla con todo lo que subyace en él y se arraiga en él; luce el color, el matiz exacto, el sello distintivo de la propia forma de pensar; aflora precisamente en el momento oportuno, tal como lo creímos necesario; y echa raíces y no se lo puede olvidar[20].

Pese a la categórica argumentación de Schopenhauer, me conformo con mi consejo anterior: basta con pensar un poco. No solo porque, como ya dije, es probable que si exhortamos al lector a que realice un gran esfuerzo no lo haga ni grande ni pequeño, sino porque después de haber pensado algún tiempo es más fructífero aprovechar la sabiduría de los siglos almacenada en los libros, y volver a pensar de nuevo después, una vez asimilados los principales elementos de esa sabiduría. Porque cuando resolvemos un problema con la sensación de que aun después de haberlo desentrañado encontraremos probablemente su solución en un libro, no tenemos el incentivo que nos estimula cuando nos damos cuenta de que hemos recorrido ya la mayor parte del viejo camino y de que la reflexión puede abrirnos de pronto ante la vista un nuevo territorio.

Falta analizar todavía el sistema de Gibbon: «Después de echar una ojeada al diseño y ordenamiento general de un nuevo libro, dejaba la lectura cuidadosa de él para después de concluida la tarea de introspección, es decir, para después de haber repasado en un paseo solitario todo cuanto sabía, opinaba o había pensado acerca del tema de toda la obra o de un capítulo particular. Entonces quedaba en condiciones de discernir qué era lo que el autor agregaba a mi caudal primitivo, y unas veces me reconfortaba la coincidencia y otras me fortalecía el choque mismo de nuestras ideas»[21].

El defecto de este método está en que no posee suficiente espíritu crítico, o sea, que no es crítico en la verdadera acepción de la palabra. Equivale prácticamente a realizar un balance de los propios conocimientos para luego emplearlos como lentes y leer a través de sus cristales. Siempre juzgamos los libros en mayor o menor grado desde la perspectiva de nuestros prejuicios y opiniones anteriores. No podemos evitarlo. Pero nuestra justificación radica en la forma en que hemos asimilado esas opiniones. Es posible que nos las haya contagiado el medio social, o que las sustentemos porque queríamos que fueran ciertas, o que las hayamos concebido merced a pruebas convincentes y razonamientos sólidos. Si Gibbon hubiera adoptado una actitud crítica respecto de sus conocimientos y opiniones anteriores para asegurarse de que eran correctos y la hubiera aplicado después a sus lecturas, su método habría sido más razonable y productivo.

Sin embargo, en el ámbito de ciertas disciplinas el método de Gibbon es el único que se puede utilizar con provecho. Cuando se estudia geografía, gramática, un idioma extranjero o historia, conviene que antes de leer pasemos revista a lo que ya sabemos. En esos casos no podemos adoptar una actitud crítica porque en realidad carecemos de puntos de apoyo para nuestros razonamientos. Cabría preguntar si George Washington debería haber cruzado el Delaware, si los tiempos compuestos de los verbos deberían emplearse como se lo hace en español, si en la palabra «prohíbe» la «h» debe destruir o no el diptongo, o si la ciudad de Hoboken debería hallarse en el estado de Nueva Jersey; pero todas esas preguntas estarían fuera de lugar porque para los fines que muy probablemente perseguimos al estudiar esos datos bastará con saber que las cosas son como son y nada más. Podríamos incluir las matemáticas entre las materias que se deben encarar también con este criterio. Aunque es una ciencia racional, hay tanta unanimidad respecto de sus proposiciones, que la actitud crítica casi constituye un despilfarro de energía mental. En matemáticas, entender equivale a concordar.

Llegamos al segundo caso que sugerimos en nuestro plan de estudio: la elección de un texto completo.

En torno de todos los grandes temas pulula una nutrida bibliografía, tan vasta que nadie puede concebir la esperanza de estudiarla íntegramente. Toda esa bibliografía posee dos componentes: información acerca de los hechos y opiniones sobre esos mismos hechos. En otras palabras, es probable que cualquier libro que lea acerca de un tema determinado contenga algunos datos que para usted sean nuevos, además de los pensamientos y reflexiones del autor acerca de ellos. Naturalmente, usted tiene que esforzarse por aprender la mayor cantidad posible de datos. En cambio, no es necesario que sepa todo lo que se ha pensado al respecto. Se supone que usted tiene su propia cabeza y que habrá de pensar un poco por su propia cuenta. Pero, aunque no es necesario que sepa todo lo que otros han pensado, conviene que lo conozca por lo menos en parte, y que esa parte sea, en la medida de lo posible, la mejor. Porque, como acabamos de señalarlo, si trata de resolver por sí solo todos los problemas de un tema íntegro, invertirá mucho tiempo y energías en llegar a conclusiones a las que probablemente ya se arribó en el curso de las generaciones pretéritas, Por tanto, debe tratar de reunir, en el más breve lapso posible, la mayor cantidad de datos importantes y lo mejor que se haya pensado acerca del tema.

De modo que si está sinceramente dispuesto a dominar un tema, lo mejor es empezar por la elección de la obra más completa y autorizada que se conozca.

A quien desea estudiar un tema se le aconseja casi siempre que lea ante todo un libro pequeño de introducción, después otro más amplio, y finalmente las obras más voluminosas y autorizadas. Lo malo de este sistema es que el lector tiene que estudiar cada libro por separado. En cambio, si empieza por la obra más exhaustiva, después le bastará con echar una ojeada a las pequeñas, porque es muy probable que ellas contengan pocos elementos originales, a menos que sean más recientes. Solo se puede justificar la lectura inicial de un libro pequeño con el argumento de que los más voluminosos suelen ser técnicos y dan por supuesto un cierto conocimiento de la materia. Sin embargo, lo habitual es que la o las obras extensas que se ocupan de un tema citen mucho menos a las obras pequeñas que estas a aquellas. La mayor concentración del lector puede compensar la mayor densidad de las obras de gran envergadura. Claro está que si el lector no tiene la intención de dominar el tema a fondo, sino solo la de formarse una idea aproximada de sus elementos generales, la situación cambia. Entonces se justificaría la lectura de un libro pequeño.

Otra de las razones por las cuales conviene internarse en un tema mediante la lectura de un gran volumen o texto completo y autorizado, es que de ese modo se evitan las confusiones. Las personas que dominan una lengua extranjera, por ejemplo el inglés, siempre comprueban que sus conocimientos les ayudan mucho cuando quieren aprender otro idioma, por ejemplo el alemán. Pero cualquiera que haya iniciado simultáneamente el estudio de dos o más lenguas extranjeras debe recordar su confusión inicial y cómo sus vagas nociones de un idioma obstaculizaban el aprendizaje del otro.

Lo mismo acaece con la lectura. Cuando hojeamos un libro con la ligereza habitual no llegamos a dominarlo. Y cuando leemos inmediatamente después otro libro sobre el mismo tema, es posible que su enfoque distinto nos desconcierte y nos deje en peores condiciones que antes de abrirlo. No nos gusta dedicar mucho tiempo a un solo libro, sino que preferimos leer varios simultáneamente, con la convicción de que de ese modo asimilamos más ideas. Es un error tan grave como el que cometería un nadador principiante si se propusiera aprender varios estilos antes de dominar uno lo suficiente para mantenerse a flote.

Puesto que el texto básico reviste tanta importancia, tenemos que elegirlo bien. ¿Pero cómo sabremos si un libro es superior a otro antes de haber leído ambos? Y si tropezamos con este problema incluso cuando estamos ya familiarizados con el tema, ¿cuánto más difícil nos será la decisión tratándose de una materia a la que somos totalmente ajenos? En la práctica estas dificultades no parecen ser tan insolubles.

A falta de otros medios, el mejor criterio para elegir un texto básico puede ser el de guiarse por su reputación. Si ni siquiera sabemos cuál es el libro más prestigioso, será fácil averiguarlo consultando la bibliografía que aparece en el artículo correspondiente al tema en una obra tan respetada como la Enciclopedia Británica.

Pero la fama no es el único criterio que se puede utilizar para hacer la selección. Con solo hojear un libro, deteniéndonos a ratos para leer algún que otro párrafo entero —trabajo que exigirá diez o quince minutos— podremos formarnos una idea que la lectura posterior generalmente vendrá a confirmar. El autor suele traicionarse en cada línea que escribe, y hasta su observación más insignificante revela de algún modo la amplitud y profundidad de su pensamiento. Sin embargo, el acierto con que podamos juzgar un libro de este modo dependerá tanto de nuestra propia capacidad como del tiempo que consagramos a hojearlo.

Al explicar los motivos por los cuales es necesario disponer de un texto fundamental hemos dejado traslucir algunos de sus requisitos. El libro más célebre no será necesariamente el que más le convenga. Wealth of Nations, de Adam Smith, que es probablemente el libro más famoso sobre cuestiones de economía, no reúne las condiciones imprescindibles para ser hoy un texto fundamental porque está superado. Pero aunque la modernidad es siempre una ventaja, tampoco quiere ello decir que el libro más reciente sea en todos o en la mayoría de los casos el mejor. La idea predominante, que por lo común solo se enuncia en términos imprecisos, es la de que el autor del último libro ha podido abrevarse en todos los anteriores y por consiguiente ha podido extraer lo mejor de todos ellos para después agregarle sus propios pensamientos. Pero hay aquí una falacia; Schopenhauer la denunció con causticidad.

«A menudo el autor del nuevo libro no entiende bien a los antiguos, a pesar de lo cual se resiste a reproducir textualmente sus palabras. En consecuencia las altera y dice con su propio estilo defectuoso lo que los viejos autores, que escribían inspirados por su propio conocimiento directo del tema, habían expresado mucho mejor y con más claridad. El nuevo escritor omite a menudo los asertos más sabios de sus predecesores, sus ejemplos más notables, sus observaciones más atinadas, por que no capta ni su valor ni su riqueza. Lo único que de ordinario lo seduce es lo superficial e insípido».

La importancia de la modernidad depende de la índole del tema. Imprescindible cuando se habla de aviación, queda relegada a lugar secundario cuando se trata de ética.

No conviene utilizar como texto fundamental un libro que presente una multitud de criterios distintos y antagónicos. Uno de los fines de dicho libro es el de evitar la confusión. Si empieza a estudiar psicología, por ejemplo, no lea ninguna historia de esa disciplina compuesta por las encontradas opiniones de los distintos pensadores o escuelas. Empiece por ahondar en un sistema particular.

Finalmente, tenga la precaución de elegir un libro que abarque la totalidad de la materia. Por ejemplo, si quiere estudiar economía, no empiece por un primer volumen sobre aranceles.

Pasemos ya al tercero de los pasos aconsejados: leer con espíritu crítico. No quiero decir que hayamos de adoptar una actitud escéptica ni que debamos impugnar todo cuanto afirme el autor. Quiero decir simplemente que debemos frenar nuestra tendencia natural a dejarnos convencer por todo lo que diga. Antes de dejar que una idea se instale en nuestra mente debemos discutir su veracidad y examinar bien sus fundamentos.

Quizá hayan asistido ustedes a algún debate. Cuando el defensor de la afirmativa terminó de formular su vehemente alegato, todos estaban en favor de la tesis defendida por él. Cuando el defensor de la negativa se alzó y expuso sus argumentos, todos se inclinaron por él… ¿Por qué los polemistas siempre quieren decir la última palabra? ¿Por qué en los debates formales el defensor de la afirmativa, que casi siempre habla en último término, es el que se impone más a menudo? Yo podría enunciar sin eufemismos la razón. Pero si lo hiciera los honorables árbitros de esas controversias sentirían muy poco halagadas sus facultades críticas.

La tendencia a asimilar las opiniones ajenas se manifiesta también en el curso de la lectura. He utilizado como ejemplo el debate, porque este hace resaltar en forma más violenta y espectacular los efectos de dicha tendencia. ¿Pero cómo resistirse a ella?

Si hemos analizado exhaustivamente un tema y hemos acopiado una cantidad de ideas claras y definidas sobre él, la intervención del espíritu crítico en el curso de la lectura será en gran parte espontánea. Merced a nuestra propia reflexión sabremos dónde está lo pertinente y dónde lo que no lo es y podremos juzgar de la veracidad e importancia de los diversos argumentos empleados. Sin embargo, lo más probable será que no hayamos consagrado al tema muchos pensamientos anteriores, y que, en el supuesto de que lo hayamos hecho, nuestras reflexiones no hayan llegado tan lejos como las del autor, quien sin duda consultó también otros libros. En consecuencia, comprobaremos que algunos de los problemas que él encara ni siquiera se nos habían ocurrido, por lo cual tampoco los examinamos.

Pero allí donde nuestro pensamiento no nos ha ayudado, y aun allí donde lo ha hecho, tenemos que considerar con espíritu crítico todos los asertos del autor, en vez de aprobarlos apáticamente. La diferencia entre la lectura crítica y la común estriba en que durante la primera buscamos objeciones, mientras que en la segunda esperamos a que ellas se nos ocurran por casualidad. Y ni aun entonces las recordamos mucho tiempo: es tan probable que aceptemos argumentos posteriores asentados sobre otro que ya hemos impugnado, como que no lo hagamos. Quizá el mejor sistema para evitar tales deslices consista en hacer una anotación al margen cada vez que impugnamos una afirmación o creemos haber descubierto una falacia. Hasta cierto punto, esto nos impedirá que lo olvidemos. La insuficiencia y el exceso de notas marginales son dos extremos que habremos de evitar. Si hacemos demasiadas anotaciones, es probable que perdamos el verdadero sentido de la proporción y que no distingamos ya entre las críticas esenciales y las baladíes. A fin de evitar este segundo extremo, trataremos de eludir las sutilezas y los bizantinismos, asentando por escrito solo aquellas críticas que a nuestro juicio podríamos defender sin rubor ante el autor en persona. Sin embargo, es posible que a veces intuyamos que una afirmación es incorrecta, o que un argumento es falaz, sin que podamos especificar exactamente cómo o por qué. En tal caso, quizá lo mejor sea trazar un simple signo de interrogación en el margen a fin de recordar que no hemos aceptado totalmente lo que allí dice.

Debemos saber bien qué es lo que objetamos, porque la mente humana tiene la peculiaridad de poder aceptar una aseveración aunque no se apoye en razones válidas. Por lo común aprueba cualquier aserto cuando no hay nada en contra. A menos que rechacemos la afirmación y sepamos por qué, es factible que ella se insinúe en nuestro acervo ideológico, y cuanto más tiempo permanezca allí, tanto más difícil será librarse de ella. Por eso es tan importante que se eludan la mayor cantidad de posibles trampas al iniciar el estudio de un tema.

Puede ocurrir que el estudioso acepte de primera intención, un determinado aserto aunque lea con espíritu crítico, y que quizá mucho después, por ejemplo, al cabo de dos meses, se le ocurra una objeción contra él, o descubra que por lo menos hay que condicionarlo. Para explicar este fenómeno debemos remontarnos al análisis del proceso intelectual. Aceptamos como ciertas todas las ideas que se presentan a la mente, ya provengan del razonamiento propio o de la lectura, pero siempre que concuerden plenamente con nuestra experiencia anterior tal como la recordamos. A lo largo de todo proceso intelectual y de toda lectura, las nuevas ideas evocan a su llegada otras afines. Por ejemplo, una hipótesis o afirmación cualquiera evoca en nuestra mente experiencias pretéritas de casos particulares. Si concuerdan, la aceptamos. Pero en el curso de la lectura o del razonamiento comunes y acríticos, evocamos solo algunas pocas ideas afines. En la lectura crítica tratamos de encontrar la mayor cantidad posible de ellas, en especial las que no coincidan. Cuando no se pierde de vista este propósito, es más fácil recordar y avivar esas ideas afines. Pero, aunque nuestra actitud sea muy crítica, no siempre se pueden en un momento dado recordar todas las ideas afines pertinentes, puede muy bien ocurrir que más adelante aflore por puro accidente una idea afin contradictoria.

Mientras va criticando el libro, párrafo a párrafo y después de que haya terminado de leerlo, estudie la importancia y oportunidad de los argumentos admitidos o rechazados. Puede ocurrir que el autor formule un aserto con el cual usted no coincide, pero sin que su veracidad o falsedad perjudique el resto de la exposición, o afecte más que unos pocos corolarios que de él se sigan. En otros casos la justeza de toda la conclusión puede depender precisamente de aquel aserto. Asimismo, el autor puede demostrar de modo incontrovertible algo… pero que no tiene absolutamente ninguna relación con el tema. Esto significa que usted deberá tener siempre bien presente el problema exacto.

Muchas veces descubrirá que un autor formula aseveraciones que no implican más que una simple enunciación de sus prejuicios, o en el mejor de los casos el enunciado de una conclusión. Si el autor dice: «El socialismo es la mayor amenaza que se cierne sobre nuestra civilización», y lo deja así, sin explicar ni cómo ni por qué, deberá usted registrar mentalmente el dictamen como una afirmación y nada más, sin permitir que influya en ningún sentido sobre sus opiniones. Recuerde, finalmente, que aunque usted refute todos y cada uno de los argumentos que un autor esgrime en apoyo de su conclusión, es posible que ella continúe siendo correcta. Un hombre puede acertar por razones equivocadas.

Aunque estimo que todas las sugerencias que acabo de hacer son prudentes y necesarias, admito que habría que sustentarlas con argumentos razonables. Pero hay una condición acerca de la cual no puede haber discusiones: debe usted asegurarse de que ha entendido exactamente todas las ideas del autor. Aunque pocos de mis lectores rebatirían explícitamente este consejo, es posible que en la práctica no lo apliquen nunca. Tienen tanta prisa por terminar un libro que no se detienen a comprobar si entienden realmente los pasajes más intrincados u oscuros. Es difícil determinar qué es lo que se proponen conseguir con ese procedimiento. Tal vez piensen que cuando uno se esfuerza por entender todas las ideas pierde el tiempo, pero la verdad es que se derrocha más tiempo aún cuando se lee una idea sin entenderla. En verdad, el autor mismo puede ser culpable de la falta de inteligibilidad. Quizá sea esta producto de una retórica complicada y confusa, pero también puede ser producto de la vaguedad de la idea. En todo caso este debe ser un motivo mayor para que usted trate de entenderla. Será el único recurso para descubrir si el mismo autor sabía o no lo que se traía entre manos. Entender a la perfección el pensamiento de otro no significa compartirlo, y usted tampoco está obligado a indagar cómo llegó el autor a concebir sus ideas. Lo que tiene que hacer es remplazar en la medida de lo posible las palabras que él emplea por imágenes mentales, y analizar esas imágenes para descubrir hasta qué punto se ajustan a los hechos.

Existe otro procedimiento muy valioso que lo ayudará a seguir estas indicaciones. Cada vez que conciba dudas acerca de lo que el autor quiso decir, o se resista a aceptar la solución que él postula para un problema sin saber exactamente cuál es la verdadera, o, sobre todo, cada vez que quiera proyectar una idea más lejos de lo que lo ha hecho él, levante los ojos del libro, ciérrelos si es necesario, y deje fluir su pensamiento. Concédale plena libertad, aunque haya de trascurrir una hora hasta que se agote el ir y venir de sus ideas. Claro está que de este modo no concluirá el libro tan rápidamente como lo haría leyéndolo de un tirón. Y si su finalidad fuera concluir simplemente el libro, no tendría yo nada que agregar. Pero si pretende asir el conocimiento auténtico y cabal, el conocimiento perdurable; si desea convertirse en pensador, el procedimiento que le aconsejo le rendirá beneficios incalculables. Y no perjudicará su concentración. Recuerde que aspira usted a concentrarse primordialmente en el tema, no en el libro; que quiere usted ser pensador, no intérprete, comentarista o discípulo de un autor cualquiera.

Hay además dos motivos para que usted no postergue esa reflexión hasta después de concluido el libro. El primero y más importante es que después de terminada la lectura la mayor parte de las ideas se habrán borrado irrecuperablemente de su cabeza. El segundo, que si está indeciso respecto de la solución de un problema, descubrirá a menudo que los argumentos posteriores dependen de ella. A menos que haya decidido usted personalmente si la solución es correcta o incorrecta, no sabrá qué hacer con esos argumentos que vengan después.

Me he referido a la intuición de que un argumento es falaz y a la imposibilidad de especificar con exactitud en qué se funda para creerlo. Un método excelente para poner a prueba las facultades analíticas y desarrollar la precisión intelectual consiste en suspender la lectura durante un rato y esforzarse por indagar el porqué de esas objeciones incoherentes.

Otra forma de lectura es la que podemos designar con el nombre de método de anticipación. Cada vez que un autor empieza a explicar algo, o vea usted que se dispone a hacerlo, interrumpa la lectura y trate de buscar la explicación por sí solo. A veces esa reflexión le anticipará solo un párrafo, pero en otras oportunidades le adelantará todo un capítulo. A menudo los libros de texto incluyen cuestionarios al final de los capítulos. Si el suyo los tiene, léalos antes de leer el capítulo, y si es posible procure contestarlos valiéndose de su propio razonamiento. Esta práctica lo ayudará a comprender mucho más fácilmente el libro. Si su razonamiento coincide con la explicación del autor, el resultado robustecerá su confianza en sí mismo. Le permitirá darse cuenta de si entiende o no una explicación. Si no consigue resolver el problema por sí mismo, valorará aún más la explicación del autor. Si su razonamiento no coincide con el del autor, tendrá la oportunidad de corregirlo a él… o de dejarse corregir usted. Tanto en un caso como en otro su opinión estribará en bases más sólidas. También se acostumbrará a pensar con autonomía, lo cual no será pequeña ventaja.

Después de leer y criticar un libro, conviene estudiar otro fundado sobre un criterio distinto o hasta redactado en un tono de oposición directa. Seguramente descubrirá que el segundo señala muchos sofismas y contradice muchos asertos del primero que usted dejó pasar sin hacerles objeción alguna. Pregúntese a qué se debió ello. ¿Su actitud fue demasiado receptiva? ¿Se detuvo en las palabras sin sustituirlas por imágenes mentales claras? ¿No llegó a prever las consecuencias de un aserto? Todos estos interrogantes lo ayudarán a desempeñarse mejor la próxima vez.

Puesto que no tiene usted todavía conocimiento cabal de los hechos, en más de una oportunidad no se le podrá culpar de que haya dejado pasar una conclusión sin refutarla. Pero, incluso en esos casos, aunque usted no pueda contradecir los hechos que enuncia el autor, podrá criticar las conclusiones que extraiga de ellos.

He aquí un ejemplo. En el curso de una investigación sobre las causas de la fatiga, el profesor Mosso de Turín tomó dos perros muy parecidos. A uno de ellos lo dejó atado, al paso que al otro lo obligó a que realizara ejercicios hasta quedar totalmente extenuado. Después hizo una trasfusión, introduciendo la sangre del perro cansado en las venas del otro, determinando en él todos los síntomas de la fatiga. Sobre esta base llegó a la conclusión de que la causa del cansancio reside en ciertas toxinas de la sangre.

No podemos discutir el resultado del experimento, o sea que el animal descansado mostrara síntomas de agotamiento. Pero sí cabe impugnar la conclusión extraída. Dejando de lado su corrección, preguntémonos si los hechos bastaban para justificarla. Por ejemplo, ¿no se habría llegado a resultados análogos si al perro descansado se le hubiera introducido la sangre de otro perro descansado? ¿Mosso realizó este experimento? Podrían ocurrírseme con facilidad otras objeciones.

Los problemas que se pueden encarar estudiando sus dos o más facetas posibles son tantos, que es imposible enumerarlos. La literatura filosófica suministra materiales particularmente útiles a este respecto. Entre los ejemplos que de momento se me ocurren cabe citar la contraposición de la filosofía de sir William Hamilton con el Examination of Sir William Hamilton’s Philosophy, de Mill; y el enfrentamiento de los First Principles de Herbert Spencer con el ensayo Herbert Spencer’s Autobiography, de William James, y con las críticas que Bergson le hace a Spencer en su Creative Evolution.

A menudo acaece que los estudiosos acríticos de la historia de la filosofía concuerdan sucesivamente con cada pensador, sin detenerse a considerar en qué medida el actual contradice a los anteriores, y terminan por aceptar el último sistema del que toman conocimiento. Recuerdo el caso de un grupo de estudiantes de filosofía que completaron su carrera con un curso sobre pragmatismo. Claro está que el resultado fue una pura coincidencia, pero cuando terminó el curso nueve de cada diez estudiantes se proclamaron pragmáticos.

Es casi superfluo aclarar que los autores que pretenden poner en descubierto los sofismas de sus colegas no siempre tienen razón. Hay personas que se envanecen de «estudiar el anverso y el reverso de un tema», pero si no leen con espíritu crítico, sus conocimientos son mucho menos claros y tienen muchas menos probabilidades de ser correctos que quienes han leído una sola de las versiones o interpretaciones posibles, pero lo han hecho con espíritu crítico.

Vamos a considerar ahora el paso siguiente que sugerimos al proponer el plan de lecturas: «deberá tomar nota de los problemas que a su juicio no ha solucionado el autor o de las soluciones que por algún motivo no le parecen satisfactorias. Usted deberá analizar esas cuestiones por sí mismo».

Cuando lea un libro, tropezará a menudo con un aserto, o hasta con un capítulo entero, con el que no esté de acuerdo. Esta discrepancia debe anotarse en forma de pregunta. Por ejemplo: «¿Es así, de verdad?». Tal vez dude usted de que la explicación del autor sea realmente suficiente. Quizá alimente una vaga sospecha de que omite hechos o de que la solución que les da es demasiado precipitada o superficial. Esa sospecha también debe adoptar la forma de interrogante escrito. Asimismo, mientras lea se le ocurrirán a menudo problemas que guarden relación con el tema y que el autor ni siquiera haya encarado. También deberá anotarlos.

Todas estas preguntas deberán registrarse sistemáticamente por escrito, ya al margen del libro, en una hoja de papel o en un cuaderno que siempre tendrá a su alcance. Luego se reservará un lapso prudencial para reflexionar y tratar de resolverlas por sí mismo.

Y cuando piense por su cuenta, no tome las afirmaciones del autor como base para sus razonamientos. Encare por el contrario el problema casi como si no se le hubiera ocurrido a nadie más que a usted. El solo hecho de que alguien se haya dado por satisfecho con una determinada solución no es razón suficiente para que usted haga lo mismo. Los hechos, datos y fenómenos de que se trate deberá encararlos directamente y no con criterios ajenos. No deberá preguntarse si los pragmáticos tienen razón, o si la tienen los nominalistas, los socialistas, los evolucionistas, los demócratas, los presbiterianos, los hedonistas o vaya a saber quienes. Tampoco deberá preguntarse en qué «escuela» del pensamiento le conviene catalogarse. Lo que debe hacer es pensar el problema por sí mismo, en el sentido más amplio del término. Es posible que al cabo del proceso coincida con los postulados fundamentales de alguna escuela del pensamiento. Pero será ese un hecho puramente accidental y habrá muchas más posibilidades de que sus ideas sean atinadas. Por otra parte, nunca deberá llevar su coincidencia con ninguna escuela más allá de lo que le aconseje su propio razonamiento.

A algunos de los problemas que encare con este criterio tendrá que dedicarles diez minutos, a otros una semana. Si tropieza con un problema particularmente arduo, quizá le convenga archivarlo durante un tiempo, por ejemplo una, dos o más semanas, y resolver otros en el ínterin. Cuando se encaran los problemas en esta forma cíclica, es posible que se necesiten meses, e incluso años, para llegar a una solución satisfactoria. En tales casos, deberá resignarse usted a dedicarles ese tiempo.

A veces el problema no tiene suficiente importancia para justificar tantos desvelos, y entonces no le quedará otro remedio que abandonar su consideración. Si así fuera, no olvide nunca que no lo resolvió, y resígnese a confesar su fracaso ante los demás. Jamás permita que la pereza intelectual ahogue sus dudas y lo induzca a pensar que ha resuelto un problema mientras sabe en el fondo que se inculcó a sí mismo esa convicción con el exclusivo fin de ahorrarse sobresaltos intelectuales.

Cuando haya resuelto la mayor parte de sus problemas y se haya forjado ideas claras, podrá reanudar la lectura y pasar a otros libros que versen sobre el tema.

En cuanto a la sugerencia de que aborde el segundo libro con el mismo criterio que utilizó con el primero, le diré que ello dependerá en gran parte del tema elegido, así como también de la índole de los libros que se ocupan de él. Si ninguno lo expone completa o suficientemente, o si hay dos o más libros excelentes que reflejan puntos de vista diametralmente opuestos, lo probable será que tenga que estudiar con igual dedicación varios libros. Pero ello habrá de quedar librado a la discreción del lector.

Llegamos ahora a la última parte de nuestro plan: «luego podrá leer todos los libros siguientes que se ocupen de ese tema “salteando, hojeando y seleccionando”, para tomar conocimiento de los nuevos problemas o soluciones que sugieren».

Al formular la ley del rendimiento decreciente insinué ya la conveniencia de aplicar este método. Después de leer varios libros sobre un determinado tema sería a todas luces absurdo continuar devorando volúmenes dedicados a la misma materia. No haríamos con ello más que refrescar conocimientos que ya habíamos asimilado, en vez de aprovechar mejor el tiempo dedicándolo a la exploración de nuevos territorios. Pero todo buen libro poseerá algo singular; hechos o principios que no se encuentran en ninguna otra parte; o quizá solo un sistema extraordinariamente claro para explicar algún antiguo principio o para proyectar luz sobre él. Tenemos que ingeniarnos para aprovechar estos elementos sin derrochar el tiempo leyendo toda la obra.

Teóricamente, es un complicado problema, que a primera vista parece insoluble. Hay que leer todos los fragmentos importantes del libro, o sea, los que más importancia tengan para nosotros, y nada más que ellos. ¿Pero cómo saber si un fragmento es o no importante sin haberlo leído? En la práctica, sin embargo, el problema no es tan grave.

Bastará dirigir una ojeada al índice para descartar el grueso de la parte del libro relativamente inútil para nosotros. Si encontramos títulos que parecen referirse a temas o aspectos de temas que no nos interesan, o acerca de los cuales estamos a nuestro juicio suficientemente informados, o que escapan simplemente al ámbito de la intención particular que nos induce a consultar el libro, podemos prescindir de tales capítulos y circunscribirnos a los demás…

Cuando éramos niños y empezábamos a aprender a leer, teníamos que mirar cada letra de cada palabra, para después silabearla con las contiguas. Finalmente descubríamos su significado. A medida que adquiríamos experiencia no necesitábamos ya mirar cada letra: podíamos leer las palabras completas con la misma rapidez con que leíamos antes las letras aisladas. Se ha demostrado, mediante tests psicológicos muy precisos, que el hombre es capaz de leer palabras como «por» y «los» más rápidamente que cualquiera de las letras aisladas que las componen. Por último se llega a poder leer frases cortas con la misma velocidad con que antes se leían las palabras sueltas.

Pero el secreto del estudioso, que puede abarcar con mucho mayor provecho un terreno más dilatado que los hombres comunes, no es tanto que lee a mayor velocidad como que lee menos: en vez de leer palabra por palabra, tiende su mirada sobre la página y ve ciertas frases «clave», porque el ojo y la mente del entendido las captan como totalidades. Si está familiarizado con el tema (y no deberá emplear este método a menos que lo esté) sabrá inmediatamente, merced a «una especie de instinto», como dijo Buckle, si en esa página se encierra o no algo nuevo o valioso. Cuando descubra que lo hay, se detendrá instintivamente y leerá ese pensamiento a la velocidad ordinaria o con más lentitud aún. Puede ocurrir sin duda que en algunos casos lea capítulos enteros lentamente, palabra por palabra, si el contenido es suficientemente original e importante para justificar semejante procedimiento.

Un libro de la magnitud de este volumen se puede leer en una hora o menos si se aplica el sistema de «saltear, hojear y seleccionar», pero es casi imposible calcular con exactitud el tiempo que debería costar dicha lectura. Naturalmente, cuanto más tiempo se dedique a un libro, más será lo que se aproveche de su contenido, pero el rendimiento por hora invertida será cada vez menor. Por otra parte, si se lee el libro con excesiva rapidez, puede ocurrir que se pierda totalmente el tiempo y que se termine por no entender absolutamente nada. El resultado dependerá mucho de la originalidad y profundidad del libro, de la medida en que el lector esté familiarizado con el tema y de sus aptitudes intelectuales innatas.

Es posible que muchos se opongan a la utilización del método que recomendamos, inducidos a ello por el vago sentimiento de que tienen el deber de leer hasta la última sílaba de un libro. Sospecho que la verdadera razón es sencillamente que quieren estar en condiciones de decir categóricamente, cuando se lo preguntan, que han leído el libro, mientras que de haber aplicado nuestro método selectivo solo podrían contestar que «le habían echado un vistazo», o en el mejor de los casos que «habían leído partes de él». Yo no tengo nada que decir a tales objetantes, pues me dirijo solo a quienes buscan la verdad y el conocimiento en vez del lucimiento en las conversaciones y la buena opinión de quienes piensan que el único sendero que conduce a la sabiduría es el que pasa por la lectura detenida y atenta del contenido íntegro de todos y cada uno de los libros que se presenten. Sin embargo, me permito decir al pasar que si aplicamos el método selectivo habrá media docena de libros acerca de los cuales podremos afirmar que los hemos «hojeado» por cada uno de aquellos acerca de los que, sin él, podríamos afirmar que los habíamos «leído».

Esta forma de aprovechar un libro es constructiva y positiva, en contraposición al método negativo de la lectura crítica. Si leemos solo en busca de sugerencias, ampliaremos el pensamiento del autor, lo cual será más útil para el desarrollo intelectual que el empeño en detectar si está equivocado y en qué consiste su error. Este método positivo es no solo más interesante, sino que en algunos aspectos es mejor aún que el crítico. Cuando desarrollamos el pensamiento del autor, observando sus consecuencias e implicaciones y analizando los distintos casos a que se aplica, descubrimos si conduce o no a conclusiones absurdas y si es válido o no para todos los casos concretos. No se olvide que este método solo debe aplicarse después de haber estudiado el libro de texto fundamental. En consecuencia, cuando lo utilice su mente estará ya robustecida y pertrechada por la lectura y el razonamiento previos. Los pensamientos valiosos del autor lo impresionarán y se grabarán en su memoria, al paso que le resbalarán sus ideas triviales o erróneas.

Pero al fin y al cabo, lo importante no es la actitud o el método que usted adopte en el momento de leer un libro, sino el razonamiento que haga después. La actitud crítica tiene sus inconvenientes, pues cuando estamos al acecho de los errores del autor se nos escapa a menudo la cabal importancia de sus aciertos. En cambio, cuando «leemos en busca de sugerencias» es posible que dejemos pasar muchos errores sin condenarlos. Pero estas dos desventajas se pueden superar mediante una adecuada reflexión posterior.

Hay todavía un detalle sobre el cual deseo insistir: asegúrese de que entiende hasta la última frase del libro. No «suponga» que la entiende. No la pase por alto con la esperanza de que el autor la explicará más adelante. No se convenza a sí mismo de que, al fin y al cabo, no tiene mayor importancia. Será mucho mejor que en vez de proceder así se abstenga totalmente de leer el libro. De lo contrario no solo sacará poco o ningún provecho de él, sino que se formará además el peor de los hábitos intelectuales: el de pensar que entiende cuando no lo logra. Si ha hecho todo lo posible por entender a un autor y no lo ha conseguido, escriba al margen «Esto no lo entiendo», o trace una línea a un costado de la frase o el párrafo. Si tiene que repetir esta operación a menudo, será mejor que deje el libro por algún tiempo. O es demasiado avanzado para usted o no merece que lo lea.

En cuanto a sus reflexiones posteriores a la lectura, es probable que a menudo afloren espontáneamente en su mente problemas relacionados con el tema del libro que ha leído, o que de pronto se le ocurra, mientras está pensando en otro tema, una objeción a alguno de sus asertos. Naturalmente, cuando así le ocurra no reprima sus pensamientos. Pero al margen de estos casos, deberá reservar tiempos específicamente dedicados a la consideración de lo que ha leído y de los problemas que ha dejado consignados por escrito. Nunca podré insistir demasiado en este consejo ni repetirlo todo lo que considero necesario.

Una tarea útil que puede imponerse es la de tomar cada idea del libro con la cual coincida para tratar luego de encararla como una «semilla». Asuma consigo mismo el compromiso de proyectarla más allá de los confines en que el autor la dejó circunscrita. Naturalmente, no siempre le será posible hacerlo. Pocas veces lo logrará. Pero no hay nada mejor que perseguir metas ambiciosas y el hecho mismo de fijarse ese ideal no lo perjudicará.

Quedan aún por resolver unos pocos problemas heterogéneos.

¿Por qué prestar atención a autores de quienes discrepamos radicalmente? Herbert Spencer refiere que en dos oportunidades trató de leer la Crítica de la razón pura de Kant, pero que al disentir categóricamente de su primera y principal aseveración, dejó de lado el libro. Proceder así implica depositar excesiva confianza en la coherencia del autor. Aunque todas las proposiciones que enuncie sean al parecer corolarios de la primera y principal, algunas de ellas contendrán cierta dosis de verdad. Es imposible equivocarse consecuentemente. Súmese a ello la posibilidad de que al fin y al cabo puede ocurrir que la primera proposición del autor sea correcta. Sin embargo, no debemos utilizar como texto fundamental un libro cuyo enfoque general difiera totalmente del nuestro, porque le sacaríamos poco provecho. Si el autor del libro es un desconocido, podemos descartarlo sin escrúpulos de conciencia. Pero si es un filósofo tan célebre y respetado como Kant, debemos echar por lo menos un vistazo a su contenido íntegro en busca de sugerencias.

¿Cuántas veces hay que leer un libro? Ya he contestado en parte esta pregunta al formular la ley del rendimiento decreciente. Pocos libros merecen una segunda lectura. En general será más provechoso leer otra obra sobre el mismo tema que leer dos veces un mismo libro. El segundo no solo servirá para refrescarnos el conocimiento anterior, sino que también nos hará entrar en contacto con nuevas ideas, criterios distintos y nuevos problemas.

No obstante, hay ciertos libros que jamás se pueden remplazar por otros. Entran en esta categoría ya porque encaran temas que no se tratan en otros, porque enfocan un aspecto exclusivamente original, o sencillamente porque son obras geniales. Aunque se puedan encontrar en otros textos las conclusiones a las que llegan los genios, su forma de razonar es inimitable. Esos libros deben leerse dos veces. Cuando elegimos un texto fundamental en el ámbito de cualquier asunto, por lo común lo hacemos porque es el mejor y más completo que existe al respecto. Esa es la razón de que debemos leerlo dos veces, aunque la segunda lectura la hagamos «salteando, hojeando y seleccionando».

No debemos releer un libro inmediatamente después de haberlo concluido la vez primera, sino que debemos dejar que trascurra siempre un largo intervalo. Hay varias razones para ello. Después del intervalo se afina nuestra perspectiva y estamos ya en condiciones de saber si el libro nos ha aprovechado y hasta qué punto lo ha hecho. Es posible que al cabo de algún tiempo descubramos que un libro acerca del cual nos habíamos formado una excelente opinión en el momento de leerlo no nos prestó grandes servicios ni intelectual ni prácticamente. Puede ocurrir también que descubramos que hemos superado nuestra necesidad de leerlo. Aun en el supuesto de que finalmente optemos por leerlo, la espera prestará una inmensa ayuda a nuestra memoria. Si releemos un libro después de transcurrido un lapso de seis meses, tres años después de la segunda lectura recordaremos su contenido mucho mejor que si lo hubiéramos leído tres veces seguidas sin solución de continuidad. Agréguese a ello la circunstancia de que después de cierto tiempo habremos olvidado la mayor parte del libro, por lo cual lo hojearemos con mucho más interés que si todavía lo tuviéramos fresco en la memoria, y que la experiencia, las lecturas y las reflexiones acumuladas en el ínterin nos permitirán ver cada párrafo iluminado por una luz diferente, colocándonos en condiciones de juzgar mejor nuestras propias críticas marginales (si dejamos anotadas algunas) así como del libro en general… Agréguese, repetimos, todo esto y nadie podrá impugnar las ventajas de la espera. Creo que nunca habrá necesidad de leer un libro más de dos veces. Esto, naturalmente, en lo que atañe al pensamiento y el conocimiento. La situación es diferente cuando se trata de obras que nos atraen por su estilo o por razones de solaz.

¿Cuánto tiempo debemos dedicar a cada sesión de lectura? Algunas personas sienten que la lectura les dificulta el pensamiento. Otras sienten que se lo estimula. Pero los resultados varían en función del tiempo a que se extiende la lectura. El hecho de leer ininterrumpidamente durante lapsos muy prolongados embota a menudo el pensamiento original. El lector comprueba que generalmente aprovecha mejor lo que lee durante lapsos cortos, por ejemplo de diez o quince minutos. Ello se explica hasta cierto punto por la mayor concentración que se puede lograr en poco tiempo. En cambio otras personas observan que en el curso de las largas tiradas de lectura adquieren un cierto impulso. Cada cual tiene que experimentar pues, a fin de descubrir cuál es el lapso que mejor se acomoda a su mentalidad particular.

¿Y qué decir de la concentración? Nos hemos ocupado de ella al tratar del pensamiento independiente, pero con referencia a la lectura el problema es un poco diferente. Cuando pensamos, tratamos de seleccionar asociaciones pertinentes. Cuando leemos, son otros quienes eligen las asociaciones y nos las suministran. A nosotros nos toca ajustarnos a ellas, en vez de guiarnos por las asociaciones que se nos ocurren ya sea a causa de lo que leemos o de las imágenes y ruidos que nos rodean. Pero las asociaciones provenientes de lo que leemos son de dos clases: pertinentes unas y extrañas otras, y como es lógico debemos atenernos a las primeras. Esto debe hacerse, sin embargo, deliberadamente, en la forma ya indicada, y cuando se agota la veta de pensamiento sugerida debemos poner de nuevo nuestra atención en el libro. El problema de la concentración no es muy grave cuando se trata de la lectura. Puede ser difícil concentrarse en un libro, pero es siempre mucho más fácil que hacerlo en un problema mediante el pensamiento autónomo desprovisto de ayuda.

El plan de lectura que he descrito solo exige una sugerencia. Lo que quise demostrar primordialmente fue que no todos los libros se pueden encarar con idéntico criterio y que no cabe formular normas dogmáticas e inflexibles válidas para todo lo que se lea. Nuestro método de lectura variará a tenor de la naturaleza del libro o del tema de que trate. Estará subordinado a los libros que ya hayamos leído e incluso a los que nos propongamos leer en el futuro.

El provecho que se saque de la lectura dependerá totalmente de la forma en que cada cual se deje influir por ella. Si cada libro que usted lee le sugiere nuevos problemas, le plantea interrogantes y problemas trascendentes que pasa luego a rumiar en sus ratos libres, enriqueciendo su vida intelectual y estimulando su pensamiento, será lícito decir que esos libros cumplen con su verdadera función. Pero si lee solamente para resolver problemas que no puede solucionar por sí solo; si cada vez que algo lo desconcierta corre a tomar un libro para que él le dé la respuesta y acepta a ciegas la explicación que encuentra en sus páginas; en una palabra, si se vale de la lectura para no tener que pensar, será mejor que deje de leer de una vez para siempre. El fumar es una distracción mucho menos peligrosa.

No he especificado todavía cuál debe ser la relación entre el tiempo consagrado a la lectura y el dedicado a la reflexión. He soslayado el problema porque su solución depende de muchos factores. Pero si el lector dispone de una hora libre para dedicarla al perfeccionamiento de su mente, no se equivocará demasiado si consagra treinta minutos a la lectura y otros tantos a la reflexión. Su reflexión puede girar en torno al tema de la lectura o enfilar en parte hacia otros problemas. Eso no tiene importancia. Sin embargo, el lector no debe imaginar que su reflexión debe estar necesariamente circunscrita a esos treinta minutos o a otros treinta cualesquiera. La ventaja maravillosa del pensamiento estriba en que puede insertárselo en cualquier lapso libre. Cada cual lleva siempre consigo todos los elementos que necesita para pensar. Ni siquiera hace falta un libro. Se lo recuerdo una vez más al lector, aunque al hacerlo corro el riesgo de parecer demasiado insistente.

Al comienzo de este capítulo dijimos que la lectura de un libro no implica una finalidad en sí, sino que debe estar subordinada al objetivo último de extraer lo mejor de la lectura en general. Pero en beneficio de la claridad definiremos transitoriamente esa finalidad como el aprendizaje de un determinado tema. Expuse el plan de lectura que conceptúo más idóneo para alcanzar ese objetivo. También prometí enunciar más adelante las salvedades necesarias.

Al formular la ley del rendimiento decreciente señalamos e hicimos notar que se aplica no solo a los libros, sino también a temas enteros, que «pasado cierto punto, cada libro que leamos sobre un tema determinado, si bien aumentará probablemente nuestros conocimientos, no rendirá tanto provecho como un libro de iguales méritos dedicado a otro tema y nuevo para nosotros».

Aunque la afirmación es correcta, solo es válida en parte muy reducida cuando estudiamos los temas aplicando el método que acabamos de describir, pues si bien no sacamos de ningún libro tanto provecho como el que extraeríamos de otro de iguales méritos dedicado a un tema diferente, leemos con tanta rapidez que el rendimiento del tiempo y la energía invertidos es prácticamente el mismo. Esa lectura rápida es posible merced a nuestro conocimiento anterior del tema. Si leyéramos así el libro dedicado al nuevo tema, quizá sacaríamos poco o nada de él.

Superada, pues, esta objeción, me permito sugerir al lector que se especialice. Los libros que se leen con la desconexión habitual, saltando de unos temas a otros, dejan pocos frutos permanentes. Y aunque los dejen, intuimos que en el mejor de los casos nuestra gran cantidad de lectura no nos suministra más que conocimientos superficiales acerca de muchas materias. En definitiva, esos conocimientos superficiales casi nunca pueden prestar más servicios que la ignorancia absoluta. Es inmensamente mejor ignorar muchas cosas, pero conocer bien una sola, que poseer muchos conocimientos, todos ellos insuficientes.

La especialización es no solo útil, sino también gratificante. Siempre experimentamos gran satisfacción cuando pensamos que somos «expertos» o «autoridades» en algo. Cuando un legislador formule un aserto equivocado que entre en la órbita de nuestra especialidad, podemos escribir una carta al Times o el Sun explicando la índole de su error y mostrando de paso nuestra propia erudición ilimitada. Cuando sus amigos entablen una discusión acerca de un tema relacionado con su materia favorita, dirán: «Pregúntenle a Jones. El debe de saberlo». Y aunque usted tenga que reconocer que desconoce olímpicamente un tema ajeno a su especialidad, le quedará la satisfacción de pensar que sus oyentes lo excusan interiormente con un: «Paciencia, al fin y al cabo todo no lo puede saber».

Un autor calcula que «quien dedique quince minutos diarios, o media hora tres días a la semana, al estudio a fondo de un tema cualquiera, lo dominará en doce años»[22]. Esta afirmación reviste interés especialísimo para aquellas personas que «no disponen de tiempo» para estudiar ninguna especialidad ajena a sus negocios particulares, pero que dedican por lo menos media hora diaria a leer el diario o las revistas… sin que ello les rinda resultado alguno práctico al cabo de dos decenios.

Por ahora no me interesa el tema que elija. Puede ser la aeronáutica, la astronomía, la actividad bancaria, la historia griega, el cálculo, la psicología social, la electricidad, la música, la filosofía del derecho, la navegación submarina, la fabricación de jabón, la religión, la metafísica, los motores activados con energía solar, la educación, el estilo literario o la Luna. Pero cualquiera sea, debe ser un tema que interese por sí mismo, lo cual muchas veces equivale a decir aquel que usted no convierte en su ocupación primordial. Si se hastía de él, déjelo y tome otro que le complazca. Debe adoptar el pensar y el estudio como placer, no como obligación.

Si su disciplina tiene escasa envergadura; si es, por ejemplo, solo una rama de lo que en general se define como una ciencia, deberá formarse una idea clara de los conocimientos generales de la ciencia antes de encarar la especialidad. Si elige, por ejemplo, el tema de los aranceles, inicie su estudio empleando como texto básico un libro sobre economía general.

Aunque se especialice en una ciencia íntegra, le resultará muy útil la lectura de libros sobre otras ramas del saber. Por ejemplo, los conocimientos de psicología, biología y sociología le prestarán una cooperación insospechada si se dedica al estudio de la ética. Quiere ello decir que aunque no sea más que para estudiar la especialidad en sí misma, deberá abstenerse de convertirla en el único objeto de su atención. Si se encuentra alguna vez a punto de incurrir en semejante error, le convendrá imponerse la obligación de alternar cada dos o tres libros con uno ajeno a la especialidad elegida.