EL PREJUICIO Y LA INCERTIDUMBRE

«DE vez en cuando al pensador cauteloso se le ocurre que, desde el simple punto de vista del cálculo de probabilidades, es francamente difícil que sus opiniones sobre todos los temas discutibles sean correctas. Veo en derredor —se dice—, a millares de personas que sustentan opiniones distintas de las mías acerca de esto o aquello, totalmente diferentes en la mayoría de los casos, parcialmente al menos en los restantes. Cada una de esas personas confía tanto como yo en la justeza de sus convicciones. Muchas son muy inteligentes y, por más que me engría, tengo que reconocer que algunas de ellas son mis pares… si no superiores a mí. Sin embargo, a pesar de que cada uno de nosotros está seguro de tener razón, es indudable que la mayoría de nosotros no la tiene. ¿Por qué no habría de contarme yo entre los equivocados? Claro está que no puedo captar siquiera la probabilidad de que así sea. Pero ello no prueba nada, pues aunque la mayoría tenga que estar necesariamente equivocada, sobre todos pesa por igual la incapacidad de pensar que lo están. ¿No es entonces desatinado que confíe tanto en mí mismo? Cuando tiendo una mirada al pasado, descubro naciones, sectas, filósofos, que veneraban ideas científicas, morales, políticas y religiosas que hoy rechazamos categóricamente. Sin embargo las sustentaban con una certidumbre tan sólida como la nuestra… no, más sólida aún, si hemos de emplear como criterio su intolerancia respecto de los disidentes. En consecuencia, la firmeza de mi convicción de estar en lo cierto parece muy poco justificada. Hombres de todas las nacionalidades han tenido una convicción semejante, y en nueve de cada diez casos se demostró que su certidumbre era engañosa. ¿No es absurdo, pues, que deposite yo tanta fe en mis juicios?»[11].

Espero que el lector disculpe esta segunda cita, bastante extensa, de Herbert Spencer, pero para encarar el tema de este capítulo con el estado de ánimo más apropiado, me parece insustituible la idea que ella expresa…

Nuestro tema es el prejuicio. Nuestro objetivo, librarnos lo más posible de él. Sin embargo, para poder librarnos de algo tenemos que empezar por estar en condiciones de reconocer ese algo tan pronto como lo veamos.

El prejuicio se confunde a menudo con la intolerancia. No son idénticos. Un hombre puede tener prejuicios y no ser intolerante. Usted puede pensar que su universidad, su ciudad o su patria, es la mejor del mundo por la sencilla y única razón de que es la suya. Su opinión refleja un prejuicio. Pero es posible que usted no proteste si otro individuo supone que su universidad, o su ciudad, o su patria es la mejor del mundo. Incluso hasta es posible que no lo respete si no piensa así. Y entonces su opinión será tolerante.

Por otra parte, un individuo puede ser intolerante y no tener prejuicios. Usted puede decidir, fundiéndose exclusivamente en la evidencia y la pura razón, que el papel moneda es siempre una forma perniciosa de circulante y sentirse justamente irritado contra quien lo propugne. Puede hasta desear que se reprima a quien defienda semejante sistema. Y sin embargo es posible que esté en condiciones de contestar todos sus argumentos. Lo que usted teme es que si se lo autoriza a divulgar sus ideas prendan ellas en mentes tan atolondradas como la del divulgador. Teme que una vez que se las implante sea difícil desarraigarlas, y que en el ínterin su vigencia cause perjuicios irreparables. En tal caso, es usted intolerante. Pero no tiene prejuicios. Conviene que se recuerde bien esta distinción cuando se acusa a alguien de que tiene prejuicios.

Téngase presente además otro detalle. El prejuicio posee menos afinidad que la que se supone comúnmente con las nociones de verdad y de error. Que un hombre esté libre de prejuicios no quiere decir que su opinión sea correcta, ni el hecho de que tenga prejuicios demuestra que su opinión sea necesariamente errónea, aunque hay que admitir que si es correcta lo será solo por casualidad.

A menudo se piensa que el prejuicio se puede reconocer inmediatamente. Locke dice: «Todos se apresuran a quejarse de los prejuicios que descarrían a otros individuos o grupos, cual si ellos no los tuvieran… Es la paja que todos ven en el ojo de sus hermanos, sin ver la viga que llevan en el propio»[12]. Sin embargo, una mínima reflexión nos convencerá de que no basta que un individuo acuse a otro de que tiene prejuicios para probar que en efecto los tiene. Es práctica general atribuir prejuicios a todos aquellos cuyas ideas difieren de las propias.

Veamos una definición del prejuicio, como la que podemos leer en cualquier diccionario: «Juicio que se forma sin el debido estudio previo; opinión adversa a cualquier cosa que no se funda en razones justas o conocimientos suficientes». Esta definición no nos deja totalmente satisfechos. Un individuo puede formarse un juicio sin conocimientos suficientes y no obstante estar libre de prejuicios. Puede sustentar una opinión y estar sin embargo dispuesto a cambiar de ella si le presentan pruebas suficientes. Pero aunque la formación de un juicio sin conocimientos bien fundados implique prejuicio, a menudo su existencia está justificada. Como quiera que sea, todos coincidirán en que la definición dada no nos ayuda mucho a descubrir nuestros propios prejuicios. Por ejemplo, todos pensamos que nuestro juicio sobre una cuestión determinada se formó sobre la base del debido estudio previo, por la sencilla razón de que cada cual es el que dictamina lo que para él se entiende por «debido».

Es difícil encontrar una definición plenamente satisfactoria. Quizá lo mejor sea enumerar diversas formas de prejuicios y decir cuáles son sus causas. La primera modalidad de prejuicio que paso a enunciar es la que se manifiesta en el entusiasmo por una opinión y el deseo de sustentarla. A grandes rasgos, cabe atribuir ese deseo a tres causas:

1)Deseamos que una opinión sea justa porque si lo es nos beneficiamos personalmente. Prométale a alguien que si invierte su dinero en la Mina de Oro Bella Vista cobrará dividendos superiores al 40 por ciento anual, y ese alguien correrá serio peligro de hacerse acto continuo desmesuradamente crédulo. El temor secreto e indefinido a encontrar los retratos de los directores y promotores en el Archivo de Delincuentes Buscados, lo disuadirá de investigar sus antecedentes. Anuncie en una revista que cualquier enclenque aumentará de tres a siete kilos semanales bebiendo Grasilac y recibirá cientos de cartas adjuntando el dólar que usted cobra por el frasco de prueba. No habrá uno solo de cada diez desesperadamente delgados que se detenga a preguntarse cuál es la explicación de semejante milagro. De hecho, hará todo lo posible por convencerse a sí mismo de que debe hacer la prueba. Se dirá que el anuncio ha aparecido en una revista digna de confianza, que la compañía no se habría atrevido a hacer semejante promesa sin estar en condiciones de cumplirla, que…

Pero podemos dejar de lado los casos en que es más obvia la intervención del interés personal y pasar al prejuicio sobre el cual gravita menos el egoísmo consciente o el lucro directo. Si un economista escribiera un libro destinado a demostrar que los banqueros son realmente innecesarios y que la sociedad podría prescindir de ellos, es casi seguro que ningún banquero se formaría una opinión muy buena acerca de la valía intelectual del autor. Si evaluara en alguna forma sus argumentos, no lo haría más que con la intención de refutarlos. Con parcialidad aún menos consciente, los ricos suelen oponerse al socialismo y el comunismo no tanto porque dispongan de pruebas intrínsecamente sólidas para rebatirlos como porque temen que dichos sistemas sociales, una vez implantados, vayan a despojarlos de una buena parte de sus fortunas. Quienes nada tienen son propensos a simpatizar con esos programas porque les prometen una vida mejor.

El solo hecho de ignorar algo nos predispone en su contra, al paso que el conocerlo nos predispone en su favor. Hay diez probabilidades contra una de que el que ha aprendido esperanto sea partidario de la adopción de un idioma internacional… y de la elección del esperanto en particular. Quienes opinan acerca de la inutilidad de los clásicos suelen ser personas que los desconocen, en tanto que quienes se han visto obligados a estudiar griego y latín para obtener un título universitario o por alguna otra razón análoga, exageran casi siempre su importancia. La mayor parte de la oposición a la grafía simplificada se debe a que la gente, después de haber consagrado tiempo y afanes al estudio de una grafía absurda, experimenta el vago temor de que si se adoptara un sistema fonético racional los niños, las clases ignorantes y los individuos de poca memoria podrían escribir en forma igualmente correcta sin tener que dedicar la cuarta parte del trabajo al aprendizaje. No queremos decir que sean conscientes su actitud infantil e indigna, pues casi nunca lo son, pero la motivación influye igualmente.

Claro está que tanto en los casos mencionados de prejuicio como en los que pondremos a continuación, ninguna de las personas que sustentan ideas tendenciosas está dispuesta a exponer en la discusión sus verdaderas razones, aunque cada una de ellas esgrimirá todo género de supuestas razones en apoyo de sus convicciones. Y para hacerles justicia es necesario admitir que a menudo ignoran las verdaderas causas por las cuales se inclinan por un bando en vez de hacerlo por otro.

La tendenciosidad patriótica, aunque no tan patentemente egoísta, se puede clasificar con razón entre los prejuicios a que acabamos de referirnos. Cuando escribí la primera edición de este libro, estaba en su apogeo la guerra más colosal de la historia (la primera mundial). Pero no pude citar a un solo alemán, austríaco, turco o búlgaro que hubiera confesado que existía alguna posibilidad de que los británicos, los franceses, los rusos, los italianos, los belgas, los serbios, los montenegrinos o los japoneses tuvieran la razón de su parte, ni sabía tampoco de ningún japonés, montenegrino, serbio, belga, italiano, ruso, francés o británico que creyera que los búlgaros, turcos, austríacos o alemanes estaban en lo justo. Los filósofos y hombres de ciencia no fueron excepción: Münsterberg, Eucken y Haeckel escribían públicamente en favor de Alemania, y cincuenta de los autores ingleses más destacados firmaron unánimemente un manifiesto en favor de su país… A pesar de lo cual nadie se sorprendió.

2) Otra razón por la que deseamos que una opinión sea correcta es que de hecho la sustentamos ya. Lo ha dicho un escritor: «A menudo formamos nuestras opiniones fundándonos en las razones más fútiles, y sin embargo solemos aferramos a ellas con ciega obstinación». El hecho se explica por dos razones.

Cuando nos formamos una opinión respecto de cualquier problema, lo más probable es que la comuniquemos a un tercero, y así nos comprometemos con uno de los bandos. A partir de ese momento, modificar la opinión implica reconocer que antes estábamos equivocados. El cambio de opinión nos hace vulnerables al reproche de inconsecuencia. Lo último que podemos admitir es que seamos inconsecuentes, que nuestros juicios sean humanos y falibles. «La inconsecuencia —dijo Emerson—, es el cuco de las mentes pequeñas». Y si por inconsecuencia entendía el cambio de opiniones ya sustentadas, tenemos que coincidir con él.

El elaborador de hipótesis padece una forma específica de ese temor a la inconsecuencia. El teórico de esta índole recurre a una suposición para explicar determinados hechos. Cuando tropieza con otros afines que al parecer no se pueden justificar mediante aquella suposición, los ignora, o los recorta y modifica, o los introduce por fuerza en su teoría. Las hipótesis per se nunca han hecho daño. Son indispensables para todo proceso intelectual, sobre todo como auxiliares de la observación. Lo que ha perjudicado ha sido la pretensión de demostrar que una hipótesis es correcta solo porque es nuestra, o porque es fascinante. Darwin cuenta que se había acostumbrado a «redactar un memorándum sin falta ni demora cada vez que tropezaba con un dato publicado o con una nueva observación o idea que chocara con mis resultados generales, porque la experiencia me había enseñado que aquellos datos e ideas eran para mí más fáciles de olvidar que los favorables».

Probablemente la psicología fisiológica y el estudio del cerebro suministrarán los mejores argumentos para explicar el segundo motivo que nos induce a aferramos a una opinión por el solo hecho de que ya la sustentamos. Cuando se derrumba y queda en ruinas un principio que hemos venerado durante mucho tiempo, experimentamos un dolor casi físico. Cuanto más tiempo hemos sustentado una opinión, tanto más difícil nos resulta desprendernos de ella. En este sentido se parece a un hábito. Y la comparación no es meramente analógica. La opinión es un hábito del pensamiento. Está localizada en la misma región cerebral y obedece a las mismas leyes que los hábitos comunes. Sabido es que las opiniones de los hombres de más de cuarenta años están sólidamente implantadas. Cuanto más envejece el ser humano, más difícil le es cambiar de opinión, y más difícil resulta a los demás inducirlo a que cambie.

Generalmente la cara de una polémica que vemos al comienzo es también la que vemos al final. Ello se debe a que las polémicas a que asistimos no tienen que conmover o desalojar nada implantado en nuestro cerebro (a menos que tengamos un espíritu muy crítico… como casi nunca acaece). Pero si dejamos que una opinión se abra camino y se asiente en nuestro cerebro, cualquier opinión contraria tendrá que desalojarla a fin de conquistar su propio bastión.

Como comentó Mark Twain: «Puesto que aun a los cerebros más brillantes de nuestro mundo se les ha inculcado desde la infancia alguna forma de superstición, jamás será posible que esos cerebros examinen sincera, desapasionada y conscientemente, en su edad madura, cualquier testimonio o circunstancia que parezca proyectar la más ligera duda sobre la validez de dicha superstición». Por supuesto, Mark Twain estaba equivocado. La nuestra es la Raza Racional, aunque cínicamente insinúe él lo contrario. Por ejemplo, cada uno de nosotros juzga siempre con objetividad la religión, el tema más importante a que podemos consagrar nuestra inteligencia. Por supuesto, es por pura casualidad que casi la totalidad de los 600 millones de chinos son budistas. Es por pura casualidad que la abrumadora mayoría de los habitantes del este de la India son brahmanes. Solo por casualidad casi todos los turcos, persas y árabes son mahometanos. Y es por mera casualidad casualísima que Inglaterra es protestante e Irlanda católica… Pero es peligroso encarar este tema de la religión en un contexto demasiado cercano al propio.

Llegamos ahora al tercer motivo por el cual deseamos que una opinión sea la correcta.

3) Deseamos que una opinión sea la correcta porque si no lo fuera nos veríamos constreñidos a cambiarla; o deseamos que sea la correcta porque si lo es podremos conservar todas las demás que sustentamos. Esta es una forma muy difundida de prejuicio. Y pienso que es, por fortuna, la más defendible. Sin embargo, su mayor o menor defendibilidad depende sobre todo de las opiniones que tenemos miedo a cambiar, y que pueden dividirse en dos categorías.

a) Aquellas que hemos asimilado sin reflexionar, es decir, las opiniones prestadas, etcétera. Los enemigos más encarnizados de la teoría de la evolución fueron los cristianos conservadores que estaban convencidos de que socavaba la interpretación literal del Génesis. Si dichos cristianos hubieran investigado las fuentes de este libro, evaluado su probable autoridad, reflexionado sobre la posibilidad de la redacción revelada, y optado finalmente por la narración bíblica, su oposición a la teoría de Darwin —justa o no— por lo menos habría estado libre de esta clase de prejuicio. Pero el grueso de la oposición emanó de personas que no habían estudiado críticamente el Génesis, sino que lo habían aceptado desde el principio porque sus mayores se lo habían inculcado dogmáticamente durante la infancia. Se trataba, pues, de un prejuicio puro y simple.

b) Las otras opiniones que tenemos miedo a cambiar son aquellas que se fundan principalmente en las evidencias. William James nos da un ejemplo:

«¿Por qué son tan escasos los “científicos” que se dignan contemplar los testimonios en pro de lo que se ha dado en llamar telepatía? Porque piensan que, como dijo en una oportunidad un destacado biólogo, ya difunto, aunque esa actividad fuera cierta, los científicos deberían confabularse para silenciarla y ocultarla. Rompería la uniformidad de la naturaleza y una multitud de principios sin los cuales los científicos no sabrían cómo continuar realizando sus trabajos»[13]. Darwin cuenta que cuando era joven informó a Sedgwick que se había descubierto una valva de voluta tropical en una cantera de grava próxima a Shrewsbury. Sedgwick le contestó que alguien debía de haberla arrojado allí y agregó que si hubiera estado «realmente implantada en aquel lugar, ello implicaría una gran desgracia para la geología, ya que echaría por tierra todo cuanto sabemos acerca de los depósitos superficiales de los condados del Midland»… que pertenecían al período glacial[14].

Tal vez algunos de mis lectores se resistan a catalogar este último caso como una manifestación de prejuicio. Quizá digan que Sedgwick estaba perfectamente justificado. Sin embargo aquí no se trata de eso. A veces el prejuicio en sí mismo puede estar justificado. Pero Sedgwick admitió tácitamente que no solo creía que la valva no podría haber estado implantada, sino que en realidad deseaba que no lo estuviera. Y nuestros deseos siempre determinan, en parte, tanto los esfuerzos que desplegamos para acumular testimonios como la importancia que les concedemos una vez reunidos.

El aserto de Emerson, de que la inconsecuencia es el cuco de las mentes pequeñas, es acertado en dos sentidos. Porque no solo es pernicioso tener miedo a cambiar una opinión que hemos sustentado, sino que en ocasiones también es tenerlo a sustentar simultáneamente dos opiniones contradictorias. Si se le ocurre a usted una idea y pasado algún tiempo descubre que no armoniza con otra idea, no trate de deshacerse inmediatamente ni de la una ni de la otra. Evalúe más bien la nueva idea con todas sus concomitancias e implicaciones, cual si nunca hubiera sustentado usted la primera. Quizá convenga repetir la operación con la primera idea. Finalmente una de ellas hará patente su falsedad y la otra su corrección. O quizá descubrirá que había algo de verdad en cada una de ellas y las conciliará en una verdad más amplia y comprehensiva.

He expuesto estos tres casos de prejuicio para que al lector le resulte más fácil reconocer esos mismos prejuicios u otros parecidos en su propia persona. Y la sola identificación de los prejuicios como tales ayudará a eliminarlos. Pero aunque todos proclamamos vigorosamente nuestro afán por librarnos de los prejuicios, la verdadera razón por la cual se los conserva es que no se los quiere abandonar. Todos estamos dispuestos a desembarazarnos de los prejuicios, pero en abstracto. Cuando alguien se toma la molestia de señalar alguno de nuestros prejuicios concretos y particulares, lo defendemos y nos asimos a él con uñas y dientes. Solo nos liberaremos de nuestros prejuicios si nos convencemos de la prioridad de la verdad; si no dejamos en nuestras mentes la menor duda acerca del valor que tiene el análisis absolutamente imparcial de todos los problemas; si no nos convencemos de que este procedimiento es más provechoso que el sustentar la opinión que nos beneficiaría si fuese correcta, más importante que el «ser y sentirnos consecuentes», más digno de respeto que la cómoda pero egoísta sensación de certidumbre. Cuando estemos verdaderamente dispuestos a despojarnos de nuestros prejuicios, procederemos a eliminarlos. Pero no antes.

Es necesario analizar otra clase de prejuicio, que podríamos rotular con el nombre de prejuicio de imitación. Concordamos con los demás, adoptamos las opiniones que sustentan quienes nos rodean, porque tenemos miedo de discrepar. No nos atrevemos a diferenciamos de los demás en el plano lógico como no nos atrevemos a distinguimos del común en el plano de la indumentaria. Esta analogía entre el pensamiento y la moda imperantes podría llevarse hasta sus últimas consecuencias. Así como tenemos miedo de adoptar un aspecto distinto del de quienes nos rodean porque en tal caso nos considerarían excéntricos, también tenemos miedo a sustentar ideas distintas porque en tal caso nos calificarán de «raros». Si sustentáramos varias de esas opiniones disidentes nos catalogarían en alguna de las muchas categorías posibles, desde la de simple chiflado hasta la de «loco de atar», pasando por la de fanático. Cuando volviéramos la espalda, las personas se llevarían burlonamente el índice a la sien y lo harían girar en pequeños círculos.

Nuestro temor a las opiniones extravagantes solo se puede comparar con el miedo a las ideas anticuadas. Hasta hace poco la gente pensaba que lo más popular era reírse de las sufragistas. Y todos se reían de ellas. Ahora empieza a ser popular reírse de los antisufragistas. Hace algún tiempo estaba muy de moda temer al socialismo. Hoy empieza a ser de buen gusto comentar: «En realidad hay mucho de cierto en su teorías». E indudablemente pronto seremos todos más socialistas que Lenin.

El prejuicio de la imitación no está circunscrito a los profanos. En todo caso, es aún más común entre los llamados «intelectuales». Recuerdo haber citado una opinión de Spencer a un conocido, quien me replicó: «Sí, pero ¿no se considera que la filosofía de Herbert Spencer está pasada de moda?». Aquel mismo conocido me informó también que Mill había sido «superado». Me confesó ingenuamente, y en verdad creo que con un poco de orgullo, que no había leído ningún escrito de aquellos filósofos. Yo no pretendo defender a Herbert Spencer ni a John Stuart Mill, ni tampoco quiero menospreciar a ninguno de los filósofos modernos. Pero estoy dispuesto a apostar a que la mayor parte de quienes hoy entonan loas tan ditirámbicas a James, Bergson, Eucken y Russell, se avergonzarán dentro de veinticinco años de mencionar estos nombres y se consagrarán exclusivamente al posneo-futurismo o como se llame la «modasofía» de entonces.

Si esta es la forma más popular de prejuicio, también es la más difícil de desarraigar. Para ello se necesita valentía moral, la forma más rara de entereza personal. Para enunciar y defender una idea opuesta a la que está de moda, hay que tener tanta valentía como la que necesitaría un hombre de la ciudad para abrigarse en un día sofocante de calor, o como la que mostraría una joven de sociedad que concurriera adrede a una fiesta luciendo un vestido del año anterior. El hombre que posee esa entereza moral es más bienaventurado que los reyes, pero tiene que pagar por ello un precio elevadísimo en forma de sarcasmos e irrisiones.

Existe otra variante del prejuicio de imitación radicalmente opuesta a la descrita. Así como en asuntos de indumentarias hay quienes se desvelan por imitar a otros, hay también individuos cuyo afán supremo es «distinguirse». Su mayor temor es que los confundan con «uno de la multitud». Se visten en la forma más extravagante posible a fin de conquistar «individualidad». En el ámbito del pensamiento encontramos también los mismos especímenes. Tiemblan constantemente ante el temor de decir algo que esté en boca de todos los demás. Formulan sus asertos no como expresión de la verdad, sino por llamar la atención con sus humorismos y paradojas. Su gran placer es afirmar o defender algo «nuevo», algo deliciosamente revolucionario o escandaloso que sacuda a todo el auditorio y hasta los sorprenda a ellos mismos, sin pararse a juzgar si es verdad o no lo que proclaman. Lo peor de todo es que esa gente termina por convencerse poco a poco de la veracidad de sus postulados, como los mentirosos terminan por creer sus propios embustes.

El único remedio contra esa condición del intelecto consiste en cuidar que todas las opiniones que enunciamos sean siempre sinceras. A menudo la gente cae en falta por un motivo que no es en sí mismo censurable: el de ser originales. Pero eligen un camino equivocado para conseguir su meta. Si se persiguen como metas la originalidad y el extremismo, no se llegará ni a la verdad ni a la originalidad. Pero si se fija como objetivo la verdad, se llegará muy probablemente a esta y la originalidad vendrá por sí sola.

Hay centenares de prejuicios, millares de formas de prejuicio. Tenemos, por ejemplo, el prejuicio conservador, que se manifiesta en el vago temor de que cambie algún aspecto del orden actual: si se concediera el voto a las mujeres, si triunfara el socialismo, si en la oficina instalaran un nuevo sistema de archivado, todo se hundiría. Pero no puedo ocuparme exhaustivamente de todas las modalidades de prejuicio que se me ocurren.

El rasgo característico de los grandes pensadores de todos los tiempos ha sido su relativa emancipación respecto de los prejuicios de su época y su comunidad. Para evitar esos prejuicios cada cual debe sondear constante y desapasionadamente las propias opiniones. La vigilancia constante es el precio que hay que pagar por una mente libre.

El prejuicio no es el único peligro que acecha al pensador en ciernes. En su esfuerzo mismo por librarse del prejuicio puede caer en otro pecado intelectual todavía mayor. Es el de la incertidumbre.

Puesto que incertidumbre y duda son casi sinónimos, es probable que este aserto sorprenda al lector, que hasta ahora me ha visto siempre elogiar la actitud dubitativa. Pero esta, aunque necesaria y digna de encomio, no debe predominar en todo momento. Pensamos para tener opiniones. Tenemos opiniones para orientar la acción, para poder actuar cuando las circunstancias lo exijan. Aun después de formular las observaciones que reproducimos al comienzo de este capítulo y que implican la necesidad de proceder con extraordinaria cautela, agrega Herbert Spencer: «… En la vida diaria nos vemos constantemente obligados a traducir en actos nuestras conjeturas, aunque no estemos del todo seguros de la verdad de ellas… en la casa, en la oficina, en la calle, surgen a cada momento problemas respecto de los cuales no podemos vacilar. Actuar será peligroso, pero no hacerlo en absoluto es fatal…».

Hay otras razones por las cuales no podemos darnos el lujo de mantener indefinidamente la actitud dubitativa. Si nuestras vidas fueran eternas, si dispusiéramos de un tiempo ilimitado para pensar, podríamos continuar en el estado de duda. Pero la vida es efímera. De modo que si ha ponderado usted los datos que pudo reunir a propósito de un problema como el de los fenómenos parasicológicos, si ha adoptado un criterio amplio y ha llegado en definitiva a creer que la comunicación con los muertos es imposible, nadie podrá reprocharle que deje ya de investigar ese problema. Cada hora consagrada al examen de nuevos testimonios sería una hora que restaría usted a las reflexiones sobre algún otro tema, y la ley del rendimiento decreciente se aplica tanto al pensamiento como a la economía.

Otro inconveniente de la actitud dubitativa es que cuando no se la emplea correctamente, obstaculiza el esclarecimiento de la verdad en vez de facilitarlo. Esto se advierte especialmente en los casos en que asume la forma de miedo al prejuicio. Es posible que cuando nos guía este temor, nuestro deseo vehemente de no prejuzgar en favor de una variante del problema nos induzca a hacerlo en favor de otra. Impulsados tal vez por la intención de dar a un argumento contrario la consideración debida, le demos una consideración exagerada. En vez de deshacer el prejuicio por medio de la razón, lo que hacemos es tratar de compensar un prejuicio con un contraprejuicio. Cuando una persona discrepa de él, el pensador exageradamente escrupuloso, poseído por el temor de tener prejuicios y ansioso por demostrar su amplitud de criterio, dice a menudo frente a una objeción: «Es posible que así sea». Pues solo es lícito decir: «Es posible que así sea» cuando se asume esa actitud en el curso de la experimentación o la observación, o cuando se busca material o argumentos para averiguar si realmente es o no algo así. Pero si no le encuentra nada de cierto, nada de verdad, es justo que lo diga… y debe hacerlo.

Es inútil simular duda, a menos que se proponga uno despejar esa duda mediante el empleo de la razón. La actitud dubitativa solo debe durar mientras se buscan activamente los datos relativos a un problema. Cuando persiste después o se aplica en cualquier otra forma, equivale sencillamente a la incertidumbre, la imprecisión y la vaguedad, y no conduce a ninguna parte.

Es importante que estemos libres de prejuicios. Es más importante todavía que nuestras ideas sean claras. ¿Y si nuestras ideas claras son erróneas?… La respuesta insuperable está en lo que Thomas Huxley dijo al respecto:

Un gran jurista-estadista y filósofo antiguo —me refiero a Francis Bacon— afirmó que la verdad surgía del error mucho antes que de la confusión. Esta máxima encierra una verdad maravillosa. En el mundo no hay nada mejor que estar en lo cierto; pero, después de eso, no hay nada mejor que estar clara y categóricamente equivocado, porque en algún momento se podrá ir a flote. Si anda usted titubeando entre la verdad y el error, no llegará nunca a nada; pero si está absoluta, total y persistentemente equivocado, cualquier día tendrá la suerte de darse de narices con un hecho cierto, y ello lo pondrá nuevamente en el buen camino[15].

Cuando se halle fluctuando entre dos opiniones, quizá le convenga entablar un debate interior. Enúnciese con la mayor vehemencia posible el argumento afirmativo y expóngase también en la forma más convincente posible el negativo, introduciendo una refutación del uno y del otro si lo juzga necesario. Hasta podrá refinar el procedimiento escribiendo los argumentos de ambas partes en columnas paralelas. Por supuesto, nunca deberá emplear un argumento que sea a todas luces falaz, ni un aserto que implique solo un verdadero prejuicio. Deberá utilizar únicamente los argumentos que a su juicio esgrimiría un polemista sincero y bien intencionado. Si da usted coherencia a sus ideas mediante este método, descubrirá a menudo que no hay argumentos sostenibles en favor de una de las dos disyuntivas posibles, y casi nunca dejará de llegar a una conclusión categórica. Alguien podría juzgar artificial y hasta infantil este sistema que aconsejamos para llegar a una decisión, pero no hay que despreciar nada que pueda suministrarnos ayuda intelectual.

Una palabra más a este respecto. Hay una clase de individuos bastante común entre los escritores, que temen enunciar claramente sus ideas porque tienen la vaga sospecha de que acaso están equivocados. Desean dejar abiertas suficientes puertas de escape a fin de poder escabullirse de su posición intelectual si alguien los ataca. Por eso nunca afirman categóricamente: «Esto es así y así», sino que protegen todos los flancos de su charla o de su obra literaria mediante el uso de expresiones como: «Es probable que», «es posible que», «los hechos parece que indican», o «quizá esto sea así y así». No conformes con ello, aumentan todavía la ambigüedad de sus asertos anteponiéndoles un «pienso que» o, peor todavía, un «me inclino a pensar que».

Muchas veces esos indecisos proceden así imaginando que su actitud es noble, que implica amplitud de criterio, falta de dogmatismo y modestia. Tal vez tengan razón. Pero entonces, tanto peor para la amplitud de criterio, la falta de dogmatismo y la modestia. Nunca ceda usted a la tentación de enunciar sus ideas de este modo. Si está real y firmemente convencido de que «esto es así y así», diga «esto es así y así», y no «es posible que esto sea así y así», ni «quizá esto sea así y así» o «a mi juicio esto es así y así». De lo contrario, la gente supondrá que enuncia usted su juicio, pero no el de los demás.

Supongamos que ha hecho usted un aserto categórico. Y supongamos que descubre más adelante que se equivocó. Pues bien, confiese entonces que estaba usted en un error. Reconozca que ha hecho algo humano, algo que todos los hombres hicieron antes que usted: que cometió un error. Comprendo que es difícil hacerlo. Es el golpe más duro que puede propinarse a sí mismo, y pocas personas le tendrán mayor estima por ello. La mayoría dirá: «Vean, él mismo admite que se equivocó». Y frente a esas personas, tanto usted como su teoría quedarán en mucho mayor desprestigio que si se hubiese aferrado a ella hasta el fin de sus días aunque chocara evidente y flagrantemente con los hechos. Pero unos pocos individuos apreciarán su sacrificio. Unos pocos admirarán su grandeza. Y usted conquistará una talla mayor. Adquirirá como pensador una talla gigantesca. Lo que es más, conquistará una mayor estatura moral. Y llegará el día en que tendrá cada vez menos oportunidades de desdecirse, porque aprenderá a reflexionar durante más tiempo antes de proclamar una opinión.

Todavía no está resuelto el conflicto entre la necesidad de eliminar el prejuicio y la de vencer la duda. Es indudable que estos dos objetivos se contraponen, que cuando un individuo desarraiga la duda, o incluso cuando deja de estimularla, suele caer en igual proporción bajo la férula del prejuicio.

La resolución del conflicto dependerá totalmente de la índole del problema específico que se trae entre manos. Es imposible fijar reglas. Todo está supeditado a la importancia del problema, a la probabilidad o no de que debamos actuar en función de su solución o a la frecuencia con que debamos hacerlo, y a la forma en que la respuesta influirá sobre nuestra conducta cuando tengamos que actuar según ella. Si se trata de un problema nimio, será ridículo sondear nuestros prejuicios demasiado o desvivirse por reunir testimonios y pruebas. Cuando es necesario proceder sin pérdida de tiempo, sin vacilaciones, la persistencia de la duda puede resultar fatal: cualquier decisión es mejor que ninguna. Cuando el problema es de importancia vital, o cuando la probabilidad de que tengamos que actuar en función de la respuesta parece remota, podemos darnos el lujo de salvaguardar nuestras dudas y de postergar durante años, quizá durante toda la vida, la formulación del juicio definitivo, y dedicarnos a investigar a fondo todo lo que tenga afinidad con el problema, sin escatimar esfuerzos.

Cada individuo es el encargado de decidir la magnitud del esfuerzo que tiene que desplegar y del lapso durante el cual habrá de mantener viva la duda respecto de un problema concreto. Su criterio personal debe ser la única pauta.