LA CONCENTRACIÓN

¿Cuál es la empresa más difícil del mundo? Pensar.

EMERSON

NOS hemos ocupado del pensar. Lo hemos encarado tanto desde el punto de vista positivo como desde el negativo. Pero si bien hemos dedicado nuestra atención al pensar, hemos descuidado hasta ahora al pensador. En términos más científicos, hemos encarado el pensamiento desde el punto de vista lógico; ahora lo encararemos desde el psicológico.

Son pocas las personas que confesarán tener fallas específicas de alguna índole, sobre todo si son de orden intelectual. Pero prácticamente no hay nadie que no esté dispuesto a reconocer que no siempre logra «concentrarse» cuando quisiera hacerlo, y que es, de hecho, una de las infinitas víctimas de la «distracción».

Casi todos nosotros creemos conocer con exactitud el significado de ambos términos. Pero a juzgar por la mayor parte de lo que se ha escrito, no hay dos términos peor interpretados que esos. Antes de empeñarnos en descubrir la mejor forma de concentrarnos, debemos averiguar qué es lo que entendemos exactamente por concentración.

En un capítulo anterior dije que las sugerencias de soluciones se nos «ocurrían». No expliqué cómo ni por qué. Para descubrirlo, tenemos que acudir al famoso principio psicológico de la asociación.

Las asociaciones de ideas que ya están implantadas en nuestro cerebro allanan el terreno para cualquier secuencia de pensamientos. Una joven se asoma a la ventana y ve que por una calle vecina pasa un desfile. Los músicos hacen sonar sus instrumentos, pero antes de que concluya la melodía la banda se aleja a tal punto que ya no se la oye. Pero la melodía continúa flotando en la mente de la joven, y ella la completa por su cuenta. Le recuerda un baile al cual asistió y en el que la tocaron, lo cual a su vez le trae a la memoria que bailó a su compás el «charleston». El «charleston» le recuerda el «cha-cha-cha» y ello la induce a comparar los más violentos bailes modernos con el lejano y respetuoso minué.

Es un ejemplo de asociación fortuita de ideas. Se trata del «pensar» inconexo al que nos hemos referido en el primer capítulo. Pero aun eso mismo solo es posible merced a la conexión de las ideas actuales con otras que se habían fijado ya anteriormente en el cerebro. En nuestra mente no puede aflorar ningún pensamiento si no se asocia de algún modo con otro pretérito. Tradicionalmente, los psicólogos vienen clasificando las asociaciones en cuatro categorías: asociación por sucesión, por contigüidad, por similitud y por contraste. El ejemplo que acabamos de poner comprende las cuatro. La asociación por sucesión implica que cuando dos ideas o impresiones de objetos llegan a la mente en forma sucesiva, es probable que la segunda aflore cada vez que se piensa en la primera. Una melodía consiste en una sucesión de notas, y cuando algo trae a la mente las primeras, como puede hacerlo la banda de un desfile, las restantes vienen solas… a veces aun en contra de nuestra voluntad. La asociación por contigüidad implica que cuando dos objetos o ideas han estado juntos en la conciencia, es probable que en el futuro el pensamiento de uno de ellos haga pensar también en el otro. Tal el caso de la música y el baile, o de la música y el «charleston». La asociación por similitud se produce cuando las dos ideas tienen rasgos semejantes. No es necesario que hayan aparecido juntas en un momento pretérito ni que se hayan sucedido la una a la otra. El hecho de que tengan un elemento común basta para evocar una idea cuando la otra cruza por la mente: así fue como el «charleston» hizo pensar en el «cha-cha-cha». En cuanto a la asociación por contraste, no es necesario explicarla. Queda ilustrada cuando la idea del baile actual evoca el minué.

Toda tentativa de mostrar por qué la mente funciona de ese modo, toda explicación de la forma en que se producen las distintas clases de asociación, nos conduciría a la psicología fisiológica, al estudio del cerebro y del sistema nervioso. Para nuestros fines bastará recordar que tales asociaciones se producen. Sin ellas no puede surgir ninguna idea: el pensamiento es imposible.

Aún no hemos aclarado qué relación tiene todo esto con la concentración. Recuérdese que cada idea tiene más de una asociada, que cada idea tiene, a la verdad, un gran cúmulo de otras asociadas a ellas. En vez de sugerir el minué, el «cha-cha-cha» podría haber hecho pensar a la joven en el «samba» o el «twist». Podría haberla inducido a pensar en un muchacho con quien lo bailó, o en lo difícil que le había resultado aprender sus pasos. A su vez, cada una de estas sugerencias habría tenido también conexiones posibles con otros conglomerados de ideas. Cuando divagamos, o cuando soñamos despiertos, como en el ejemplo citado, la asociación más intensa es aquella en la cual nos detenemos. Pero cuando pensamos sistemáticamente, o con mayor precisión cuando razonamos, rechazamos todas las asociaciones que son ajenas a nuestro fin y escogemos solo aquellas que sirven para lograrlo.

Por concentrarse no se entiende, como supone la mayoría, conservar la mente fija en un objeto, una idea o un lugar. Concentrarse quiere decir tener siempre presente un problema o un fin. Implica orientar el pensamiento hacia una meta concreta.

A menudo se confunde la concentración con la atención intensa o fija en un punto. Pero lo cierto es que toda atención es fijación en un punto. Casi todos los psicólogos han llegado a la conclusión de que solo podemos prestar atención a una cosa por vez. La divagación y lo que se ha dado en llamar atención repartida es en realidad atender primero a una cosa, después a otra, en seguida a otra; o primero a un objeto, luego a otro, para revertir después sobre el anterior, sin detenerse más que unos pocos momentos sobre cada idea.

Lo más correcto es definir la concentración como atención prolongada o sostenida. Consiste en fijar la mente en un tema o problema durante un lapso relativamente largo, o por lo menos en volver insistentemente sobre un problema cada vez que el pensamiento se aparta por un momento de él.

Puesto que ya hemos especificado qué es lo que entendemos por concentración, tratemos ahora de averiguar si vale ella la pena. Es posible que frente a esta pregunta el lector sonría o se indigne, según su temperamento. Pero si la mayoría de la gente estuviera tan convencida de que la concentración es una virtud indiscutible, la practicaría con un poco más de asiduidad. O por lo menos se esforzaría más que ahora por practicarla.

Lo cierto es que la concentración, per se, vale poco. El valor de la concentración depende casi completamente del tema respecto del cual se la practica. Casi todo el mundo nos dará la razón si decimos que aunque un individuo fije su mente unos momentos en un problema y otros en otro, sin detenerse mucho en ninguno de ellos, su tiempo estará mejor aprovechado que el de quien se concentra ininterrumpidamente en un problema insignificante e intrascendente.

Claro que este no es realmente un argumento contra la concentración. No es aplicable cuando usted se concentra en el tema que corresponde. Porque si usted empieza a concentrarse en un problema que, a su juicio, reviste verdadera importancia, y tiene que perseverar en su empeño sin permitirse ninguna desviación, es posible que las asociaciones que surjan en el curso de su razonamiento le sugieran problemas importantes, o tengan relación con ellos. Quizá estos problemas sean aún más importantes que aquel en el cual se concentró primeramente. Pero si usted abandona el problema que ocupa sus pensamientos cada vez que se le presenta otro que le parece tan importante como el primero, probablemente nunca llegará a resolver problema trascendental alguno.

El interés guía nuestra atención. Si un individuo dejara que fluyesen sus pensamientos al azar, pensando solo en lo que atrae espontáneamente su interés, podría ocuparse o no de temas dignos de ser pensados. Todo dependerá del cauce por el cual corran sus intereses naturales. Pero lo que queremos decir es que si el tema sobre el cual piensa es importante, lo será solo por casualidad: la utilidad de sus pensamientos dependerá exclusivamente del azar. En cambio, si elige conscientemente un tema, si lo elige porque lo juzga importante, su pensamiento será fructífero.

Hay, sin embargo, otra razón por la cual la concentración es necesaria. Supongamos que un hombre empezara a erigir una alambrada de púas, terminara de colocar todos los postes, perdiera luego interés por el cerco y decidiera plantar patatas en su campo, arara la tierra, perdiera interés en el campo y dejara de sembrar, decidiera luego pintar su casa, pintara la galería, perdiera interés… Ese individuo podría trabajar tan afanosamente como el que más y sin embargo nunca completaría nada. La misma reflexión se aplica al divagador y al hombre incapaz de concentrarse. El divagador encara un problema, pierde interés y lo abandona. El hombre capaz de concentrarse persevera hasta que lo resuelve.

Su objetivo debe ser el de prolongar lo más posible su «lapso de atención». Muchas de nuestras divagaciones se deben a que no estamos plenamente convencidos de la importancia de los problemas que nos hemos planteado, o a que atribuimos más importancia a otros. La concentración consiste en consagrar la mente a la resolución de un problema. A lo largo del proceso intelectual, las asociaciones generan nuevas ideas o sugieren problemas sin conexión racional con el que de momento nos ocupa. Cuando divagamos, cuando nos distraemos con esas nuevas ideas o esos problemas sugeridos, o cuando por casualidad vemos u oímos algo y empezamos a pensar sobre ello, lo hacemos porque alimentamos una convicción semiconsciente de que la idea, el problema o el hecho nuevo merece nuestra atención, es decir, es importante. Ya he destacado, sin embargo, que si la nueva idea es importante, solo lo será por casualidad. Si nos preguntáramos conscientemente si esos problemas extraños al que estamos considerando son tan importantes como él, o incluso si tenían siquiera alguna importancia, en el noventa por ciento de los casos descubriríamos que la respuesta era negativa.

Por tanto, antes de empezar a concentrarse usted debe adquirir la certeza de que el problema que se dispone a encarar merece la pena de que se lo resuelva o de que es por lo menos digno de que se le consagre un poco de tiempo. Y durante ese lapso usted debe pensar únicamente en dicho problema, desechando sin titubear todas las sugerencias inconexas que emanen ya de su propio proceso intelectual o de imágenes y sonidos externos.

Hay que hacer una salvedad. A veces aparece una sugerencia inconexa que es, sin embargo, verdaderamente importante y digna de que se la acoja y desarrolle. Puesto que podría usted olvidarla y no volver ella a ocurrírsele, no habría razón para eliminarla definitivamente. Lo más atinado será tomar nota de la sugerencia o el problema, a fin de poder retomarlo en otro momento. Una vez anotada la idea, se la habrá quitado de la cabeza, y podrá continuar pensando sin que ella lo distraiga.

Se ha sugerido que el tomar nota de los propios pensamientos ayuda mucho a concentrarse. Tenemos que reconocer que sin duda contribuye a mantener una relación mucho más estrecha con el tema. Generalmente divagamos sin darnos cuenta de que lo hacemos, y solo nos retrotraemos al tema cuando descubrimos, súbita e intermitentemente, que nos hemos distraído. En cambio, cuando anotamos nuestros pensamientos, nos aseguramos doblemente contra las divagaciones. El acto de escribir exige siempre un cierto esfuerzo, y ello basta para disuadirnos de registrar nuestros pensamientos menos importantes o cualquier idea que no tenga afinidad directa con el tema que nos ocupa. Además, cuando escribimos precisamos nuestros pensamientos en símbolos tangibles y les damos una forma en la cual son menos escurridizos que antes. Finalmente, conservamos ante la vista todo nuestro proceso intelectual pasado. Lo mismo que el remero que no puede mirar hacia adelante pero se guía por los objetos que deja constantemente atrás, nosotros mantenemos el rumbo primitivo de nuestros pensamientos mediante la revisión de las ideas escritas.

No obstante estas grandes ventajas, la escritura presenta algunos graves inconvenientes como medio práctico para concentrarse. Ante todo es indudable su lentitud. La velocidad con que los pensamientos fluyen por nuestra mente es mucho mayor que aquella a la que somos capaces de registrarlos por escrito. Perdemos muchas ideas por el camino, o no ahondamos en el tema todo cuanto podríamos hacerlo. Otra desventaja es la de que se tiene que dedicar parte de la atención al acto físico mismo de escribir y por tanto no podemos concentrarnos totalmente en el tema principal.

Hay dos métodos de escritura que eliminan hasta cierto punto al menos uno de esos inconvenientes. Tanto la taquigrafía como la mecanografía son mucho más veloces que la escritura común, si se las domina bien. Lógicamente, esto se aplica sobre todo a la taquigrafía. Pero también la taquigrafía tiene serios inconvenientes, incluso para un buen estenógrafo.

A menos que se sea muy experto, exige más atención todavía que la escritura común, y a menudo ni ella misma puede competir con la velocidad del pensamiento. La mecanografía casi no exige atención de los dactilógrafos al tacto, pero es demasiado vulnerable a la lentitud, y en este sentido ocupa un lugar intermedio entre la taquigrafía y la escritura común.

Es evidente que quienes tienen la desdicha de no saber taquigrafía ni mecanografía, necesitan de otro método. A la verdad, ni siquiera quienes manejan estas dos artes pueden recurrir siempre a ellas. Si cada vez que quisiéramos pensar hubiéramos de tener a nuestro alcance una máquina de escribir o un lápiz y un cuaderno, no podríamos consagrar mucho tiempo a la reflexión.

Por suerte existe un método superior a cualquiera de los enumerados, que se puede utilizar sin estudios previos y sin el concurso de aparatos especiales. Consiste sencillamente en enunciar los pensamientos en voz alta a medida que se los va teniendo. Quien no ha hecho la prueba no imagina los efectos. Este método reúne casi todas las ventajas de la escritura. No se puede divagar sin darse cuenta inmediatamente de ello. Los pensamientos son mucho menos imprecisos que los que se elaboran en silencio, se enriquece el vocabulario y se marcha siempre a la par de las ideas y prácticamente no se tiene que poner atención.

Puede objetarse que el pensamiento silencioso también se vierte en palabras tácitas. Pero no es verdad. Una parte del pensamiento silencioso está compuesta por palabras tácitas, pero otra está compuesta, por imágenes, conceptos y actitudes que fluyen por nuestra mente y que no nos tomamos el trabajo de identificar con exactitud por sus nombres. Además, parece que en el pensamiento silencioso también hay puntos muertos ocasionales. Todos estos procesos se superponen indefinidamente y son irreconocibles. Cuando hablamos, podemos determinar si nuestras imágenes o nuestros conceptos son vagos o definidos, fundándonos para ello en nuestra capacidad de nombrarlos, y cuando nuestro pensamiento llega a un «punto muerto» lo descubrimos porque echamos de menos el sonido de nuestra propia voz.

Hay otra práctica que se puede sumar a la elocución. El grado de concentración que dedicamos a un tema depende del interés natural que nos inspira. La divagación se produce porque nos interesan de pronto otros temas. Por escaso que sea nuestro interés en un asunto, siempre nos concentraríamos en él si no nos interesara más otra cosa. Entonces, para mantener fija la atención, debemos: 1) estimular o intensificar nuestro interés por los problemas en que deseamos concentramos; 2) reducir o eliminar temporalmente todo interés por aquello en lo cual no queremos pensar. A menudo la gente se queja de que los ruidos distraen su atención. Es molesto y desagradable, aunque no imposible, taparse los oídos. Pero las imágenes nos distraen mucho más que los ruidos. Y nunca se nos ocurre cerrar sencillamente los ojos. La próxima vez que quiera concentrarse, en silencio o hablando, cierre los ojos y vea si ello le ayuda o no.

La elocución tiene un inconveniente: no se la puede emplear en todos los casos. Para practicarla, hay que encerrarse en el propio cuarto, o sentarse a solas en un bosque o un prado, o pasearse por calles o lugares poco frecuentados. No se puede permitir de ningún modo que a uno lo vean o lo oigan hablar a solas. Si lo sorprende en esa forma algún idiota, lo confundirá seguramente con uno de los suyos.

Volvemos, pues, a la necesidad de pensar ocasionalmente en silencio. Hay otra razón también por la cual más de una vez tendremos que hacerlo. Los pensamientos de cierta índole son tan escurridizos que se espantan cuando se los quiere formular explícitamente, como los peces se asustan ante la menor conmoción del agua. Cuando esos pensamientos se encuentran en estado embrionario, no se puede distraer de ellos ni la atención infinitesimal que exige el habla. Pero más adelante, cuando adoptan una forma más nítida y coherente, se pueden y se deben traducir en palabras, pues de lo contrario serán para siempre incomunicables e inútiles.

Es imposible enunciar, sin embargo, reglas concretas acerca de lo que se debe pensar en alta voz y lo que hay que pensar en silencio. Depende en gran parte de las características de cada pensador. Probablemente unos comprobarán que el hablar les facilita casi todos sus razonamientos, y otros, que a menudo se lo entorpece. Lo mismo cabe decir del cerrar los ojos. Si no sabe qué es para usted lo mejor, haga la prueba.

Sería una buena idea que de vez en cuando, al descubrir súbitamente que estaba divagando, se interrumpiera y remontara sus pensamientos hasta el punto donde se habían desviado de la orientación primitiva. Así adquirirá algunos conocimientos valiosos acerca del cómo y el porqué de sus divagaciones. Además, ese procedimiento ayudará a adquirir conciencia de ellas en menos tiempo la próxima vez que se presenten.

Cada vez que una persona se queda sola durante unos momentos, sin interlocutor ni «material de lectura» —por ejemplo, cuando aguarda un tren en la estación, o sentada en un restaurante espera el plato que ha pedido, o viaja en subterráneo tras de haberse olvidado de comprar el diario— sus «pensamientos» tienden a encauzarse por los carriles que siguen habitualmente. Si un joven acostumbra a dejar que una melodía popular cruce por su mente, lo más probable es que así lo haga; si piensa comúnmente en su amiguita, es casi seguro que pensará en ella; si se ha imaginado frecuentemente a sí mismo como un gran orador político que pronuncia arengas entre los aplausos de la multitud, se verá mentalmente agitando los brazos, blandiendo banderas y bebiendo agua del vaso reservado al orador.

La única forma de poder ahuyentar esas agradables pero fútiles divagaciones consiste en cortar el encadenamiento de ensueños apenas tomamos conciencia de él y orientar la mente hacia algún tema serio y provechoso. Es casi seguro que nuestros pensamientos volverán a descarriarse. Hasta puede ocurrir que ello se repita quince veces o más en el lapso de media hora. Pero apenas descubrimos la filtración, debemos ponerle un dique y encaminar nuestros pensamientos por el cauce que les hemos abierto. Quien no haya hecho nunca esta experiencia tendrá que desplegar un gran esfuerzo. Pero bastará que se resuelva a controlar su mente en esta forma la próxima vez que se descarríe, para que el provecho comience a sentirse. Si consigue aplicar este sistema una sola vez, la segunda le resultará mucho más fácil. A medida que repita la experiencia el proceso se irá simplificando progresivamente, y por fin ejercerá un dominio casi absoluto sobre sus ideas y pensamientos. Entonces no solo le será cada vez más fácil orientar su mente hacia temas serios, sino que le resultará también cada vez más gratificador. El desvarío de los pensamientos frívolos le parecerá intolerable.

Un pensador de la talla de Herbert Spencer impugnó la idea de forzar el pensamiento. Veamos qué nos dice acerca de su propia experiencia:

Nunca me gustó plantearme un problema y desentrañar su solución. Si he llegado ocasionalmente a algunas conclusiones, no se las debe interpretar como soluciones a problemas planteados, sino como resultados a los que llegué sin proponérmelo: cada una de ellas es el producto final de un cúmulo de pensamientos que germinaron lentamente a partir de una semilla. Se fijaba en mí alguna observación directa o algún dato descubierto en el curso de la lectura, al aparecer porque intuía su importancia. No es que tomara conciencia clara de su sentido general, sino que experimentaba una especie de interés instintivo por aquellos datos que parecían tenerlo. Por ejemplo, podía sostener voluntariamente largas lecturas sobre datos y más datos acerca de la estructura detallada de este o aquella especie de mamíferos sin que la impresión fuera en mí muy intensa, pero cuando tropezaba con el aserto de que hasta unos mamíferos tan dispares como la ballena y la jirafa tienen todos ellos, casi sin excepciones, siete vértebras cervicales el dato me llamaba la atención y lo recordaba, porque me parecía interesante. Puesto que poseía aquella aptitud para captar las verdades fundamentales, en ocasiones contemplaba una de ellas, que muy probablemente me era evocada por una ilustración que la hacía más nítida, y observaba sus lineamientos. Una semana después recordaba al azar el asunto, y al volver a reflexionar sobre él le encontraba a lo mejor una aplicación más vasta que la que en el primer momento le había atribuido. Tras un nuevo intervalo, que podía extenderse a un mes, o a medio año, algo me recordaba aquello que antes había observado, y a mi repaso mental de los datos podía seguir una nueva ampliación de la idea. Cuando la acumulación de ejemplos daba cuerpo a una generalización, la reflexión reducía la concepción vaga primitivamente elaborada a una más nítida, y quizá las dificultades o anomalías que se me habían escapado durante un tiempo, pero que eventualmente llamaban mi atención, imponían una salvedad necesaria y una configuración más fiel del pensamiento. La generalización creciente, hasta entonces inductiva, podía adoptar de pronto forma deductiva, y la identificaba entonces como consecuencia necesaria de un principio físico o de una ley consagrada. Y así poco a poco, discretamente, sin una intención consciente ni un esfuerzo apreciable, se iba estructurando una teoría coherente y organizada. Habitualmente era un proceso lento y apacible, que a menudo duraba años; y el pensamiento seguía aquel cauce gradual, casi espontáneo, desprovisto de tensiones…[8].

Comparemos este método con el de John Stuart Mill, quien se refiere al «hábito mental al que atribuyo todo lo que he hecho, o haré, en mi vida, en asuntos de especulación; el hábito de no abandonar jamás un enigma, sino de retomarlo una y otra vez hasta lograr elucidarlo; de no dejar jamás inexplorados los rincones oscuros de un tema por considerarlo sin importancia; de no pensar jamás que entendía perfectamente parte alguna de un tema antes de haber conseguido entenderlo todo»[9]. El método de Mill era, en síntesis, «el del esfuerzo consciente y vehemente encaminado hacia la meta que se proponía. Resolvía sus problemas mediante la aplicación y el estudio laboriosos»[10].

William Minto escribe, a propósito de Adam Smith: «Sus procesos intelectuales eran serenos, sosegados y regulares: se interiorizaba de un tema lentamente y con circunspección, y salvaguardaba sus principios con sólida tenacidad frente a una multitud de detalles que habrían arredrado a muchos hombres de mayor vigor mental pero desprovistos de aquella misma perseverancia invencible».

Las grandes diferencias que se observan entre los métodos de semejantes pensadores dejan azorado al hombre común. En verdad, este puede llegar a la conclusión de que la magnitud del esfuerzo realizado no tiene mucha importancia. Estudiemos, sin embargo, la psicología del problema y veamos si es posible descubrir algún principio orientador.

Al defender su método, Spencer dice: «Es más probable que la solución correcta sea aquella que se descubre mediante el empleo de este método y no la que se vislumbra al cabo de un esfuerzo tenaz por conseguirla. El esfuerzo tenaz pervierte el pensamiento. Ocurre a menudo que cuando uno trata de recordar un nombre o un objeto olvidado, ese nombre u objeto parece ahuyentarse de la conciencia, al paso que cuando se relaja la atención, aflora por sí solo. Mientras seguimos forzando el pensamiento por ciertos meandros erróneos la búsqueda es inútil, pero cuando cesa el esfuerzo la verdadera asociación de ideas produce sus frutos. Asimismo, puede acaecer que la porfía por desentrañar inmediatamente la solución de un problema actúe como factor distorsionante dentro de la conciencia y allane el camino al error, al paso que la contemplación serena y reposada facilite la intervención de las proclividades intelectuales tal vez inconscientemente estimuladas por la experiencia, y guíe la mente hacia la conclusión apropiada».

El primer argumento de Spencer, a saber, que los esfuerzos por recordar un nombre son a menudo infructuosos, en tanto que lo recordamos más adelante cuando nuestros pensamientos se han orientado ya en otra dirección, se confirma con la experiencia de todos los días. Pero ello no demuestra que los esfuerzos hayan sido inútiles. Como dijimos en nuestro comentario sobre la asociación, una idea se asocia no solo con otra idea, sino con un grupo íntegro de ellas. Es posible que esto explique por qué muchas veces es tan difícil recordar algo cuando se realiza un gran esfuerzo. Este evoca todo un gran conglomerado de ideas, cada una de las cuales tiende a reaparecer pero no puede hacerlo porque se lo impiden todas las demás. La situación es análoga a la que se plantea cuando una muchedumbre trata de pasar por una puerta angosta. Se produce un atascamiento tal, que durante un rato nadie logra su objetivo. Cuando cesan los forcejeos y empujones, la gente puede pasar de uno en uno. Al cesar el esfuerzo mental, probablemente todas las ideas afines, menos una, se adormecen, y esa una se filtra al campo de la conciencia a la menor provocación.

Sea esta o no la verdadera explicación, lo cierto es que aunque un esfuerzo puede no dar resultados inmediatos, si no se lo hubiera realizado probablemente no se habría producido jamás la asociación que finalmente surge en el cerebro. El lector habrá observado tal vez que cuando se aprenden movimientos complejos como los que intervienen en el ciclismo, el patinaje o la natación, los primeros ensayos parecen ser infructuosos, pero que al cabo de una semana o un mes, cuando se repite la prueba, se descubre súbitamente que puede hacer desde el comienzo todo cuanto se le antoja. Ciertamente, a nadie se le ocurriría argumentar que lo mismo podría acaecer sin la molestia de los esfuerzos anteriores.

También tengo que objetar la afirmación de Spencer de que «cuando cesa el esfuerzo la verdadera asociación de ideas produce sus frutos». El cerebro no dispone de un mecanismo oculto capaz de distinguir entre lo verdadero y lo falso. En realidad, si no hiciéramos ningún esfuerzo, las asociaciones más frecuentes y vigorosas tendrían mayores probabilidades de imponerse, y posiblemente gozarían a menudo de mayor peso que las inusitadas y débiles. Por lo demás, no hay superioridad.

Pero la razón primordial de que no podamos copiar el método de Herbert Spencer es que no todos somos Herbert Spencer. Su pensamiento se orientaba espontáneamente por cauces serios y útiles. En consecuencia no tenía necesidad de forzarlo. Si el lector es una de esas escasas y afortunadas personas cuyos pensamientos solo se encarrilan hacia temas útiles y que se concentran en ellos por un interés puramente espontáneo, le aconsejaré sinceramente que no se esfuerce. Y si por casualidad esa persona estuviera ahora leyendo este capítulo, le aseguraría que perdía lamentablemente el tiempo y que debía pasar rápidamente al siguiente. Pero si el lector forma parte de la infortunada mayoría cuyos pensamientos se dispersan constantemente, tendrá que forzar su proceso intelectual… al menos durante un tiempo.

Hay una observación de Spencer que es indiscutiblemente cierta: «puede acaecer que la porfía por desentrañar inmediatamente la solución de un problema actúe como factor distorsionante dentro de la conciencia y allane el camino al error». Y aunque parezca extraño, su método coincide sustancialmente con el de John Stuart Mill, que parece tan antagónico. Obsérvese, en efecto, que Mill habla de «retomarlo (el enigma) una y otra vez hasta lograr elucidarlo».

Ambos insinúan su coincidencia en vez de expresarla categóricamente: Spencer mediante el empleo de la palabra «inmediatamente» y Mill por medio de las palabras «una y otra vez». En este caso la práctica de ambos difiere de la de la gran mayoría de los hombres. Sin embargo, ninguno de los dos pensadores parecía formarse cabal idea de la índole de aquella diferencia. Cuando el hombre común (¡esa entidad mítica!) encara un problema, puede desplegar tanta energía como un gran pensador. Pero al ver que las dificultades se multiplican en torno de él, comienza a desalentarse. Por fin desecha malhumorado el problema, conformándose con la reflexión de que es insoluble o de que alguien más idóneo que él logrará solucionarlo.

En cambio, cuando un pensador auténtico encara ese mismo problema, trata de solucionarlo desde todos los ángulos posibles. Los fracasos no lo arredran. Sencillamente, lo deja de lado durante un tiempo, por ejemplo, un par de semanas o más, para retomarlo después. Entonces descubre que algunos puntos oscuros se han aclarado un poco, que algunos interrogantes tienen contestación. Y encara nuevamente el problema con todo vigor. Y si no descubre una solución completa, vuelve a dejarlo de lado, para retomarlo después de trascurrido otro lapso, hasta que finalmente aflora la respuesta satisfactoria.

Quizá usted no encuentre diferencia alguna entre pensar durante dos lapsos de una hora cada uno separados por dos semanas, y pensar durante dos horas consecutivas. A modo de experimento, la próxima vez que no pueda resolver un problema de primera intención, anote todas las soluciones insatisfactorias que se le ocurran, y todos los interrogantes, dificultades y objeciones con que tropiece. Luego déjelo decantar durante unas cuantas semanas. Cuando lo retome, algunas de las dificultades le parecerán menos imponentes y algunos de los interrogantes casi se habrán resuelto por sí solos. (También puede ser, claro está, que algunas de las dificultades parezcan más insolubles y que hayan aparecido algunos otros interrogantes nuevos). Si no encuentra la solución en la segunda tentativa, vuelva a dejarlo reposar en la antesala de su mente.

Si no contiene más que dificultades de magnitud razonable, tarde o temprano descubrirá la solución.

Es difícil determinar con exactitud qué es lo que produce ese cambio en el pensamiento, cuando al parecer no se ha reflexionado en el ínterin. Probablemente el afán de dar con la solución predispone hasta cierto punto nuestras mentes. Sin tener conciencia de ello, observamos hechos que se vinculan con nuestro problema. Vemos inconscientemente la relación existente entre el problema que nos ocupa y las ideas que se nos ocurren en otros contextos. En síntesis, intervienen «las proclividades intelectuales tal vez inconscientemente estimuladas por la experiencia».

Alguien podría imaginar que si pensáramos demasiado correríamos el riesgo de lesionar para siempre nuestro poderoso intelecto. Así ha ocurrido en algunas oportunidades. Pero el riesgo no es grande. El pensar en un tema útil durante un largo lapso no lo perjudicará más que el pensar en mil temas distintos e inútiles durante el mismo tiempo. Claro está que no deberá tratar de concentrarse mientras está adormilado, cuando le duele la cabeza, cuando algún dolor corporal distrae su atención o cuando su mente está cansada por otros motivos. Si pretendiera concentrarse en esas condiciones pondría en peligro su salud mental y física. Además, la labor intelectual realizada en tales circunstancias será de tan mala calidad que resultará prácticamente inútil, si no dañina. Esta observación es válida también para los casos en que la fatiga mental es casi imperceptible. El trabajo intelectual ejecutado durante la noche rara vez es tan eficiente como el que se realiza en las primeras horas de la mañana. Pero siempre habrá que aclarar si su cerebro está verdaderamente cansado, o está sencillamente saturado de un tema específico.

Se puede oponer otra objeción contra el empeño de concentrarse en todas las oportunidades. Se ha observado a menudo que la gente recuerda los nombres y resuelve problemas mientras piensa en otros asuntos. Alguien podría aducir que esas soluciones no habrían aflorado durante la concentración, porque las asociaciones exactas que condujeron a ellas no se habrían producido. Este argumento es esporádicamente válido. Pero aun así hay razones por las cuales insisto en mi recomendación. Aunque un individuo haya aprendido a concentrarse muy intensamente, siempre hay breves paréntesis durante los cuales su mente divaga, y ellos bastan para que se manifieste cualquier asociación accidental. Además, el hecho de que ocasionalmente esos momentos de divagación presten buenos servicios no cohonesta su existencia. Las ideas más falaces, las prácticas más demoníacas, los personajes más detestables de la historia, han prestado accidentalmente buenos servicios. Lo cierto es que por cada asociación útil que se produce durante la divagación, aparecen diez durante la concentración. La razón de que las asociaciones útiles que se registran durante la divagación parezcan frecuentes estriba en que, por inesperadas, llaman más la atención cuando se producen.

Se ha dicho a menudo que muchos de los mayores inventos del mundo fueron resultado de accidentes casuales. Hasta cierto punto así es. Pero el accidente se fue preparando mediante una intensa reflexión anterior. Jamás se habría producido en ausencia de ella. Se dice que a Newton se le ocurrió la idea de la gravitación porque una manzana cayó sobre su cabeza. Quizá sea verdad. Pero las manzanas están cayendo desde que las hay en el mundo, y es probable que habrán caído millares de ellas sobre las cabezas de los hombres. Pero solo a Newton se le ocurrió la idea de la gravitación universal. Se supone que la de la máquina a vapor se le ocurrió a Watt mientras observaba por casualidad una tetera. ¿Pero cuántos antes que él habían visto salir vapor de las teteras? La idea del péndulo regulador del tiempo se le ocurrió a Galileo al observar las oscilaciones de una lámpara en una catedral. ¡Pensad cuántos habrían observado las oscilaciones de una lámpara antes que él! Lo probable es que en todos estos casos lo que allanó el camino para el invento o la idea, lo que casi gestó el uno o la otra, fue la intensa reflexión practicada durante horas, días y hasta años tal vez de concentración anterior. Lo único que faltaba para completar la idea y hacerla salir al plano de lo consciente era un minúsculo hecho casual. El hecho fortuito, el accidente al que tantas veces se ha atribuido el mérito del invento o la idea, no hizo más que acelerar su aparición, ya que era inevitable que se produjera en cualquier momento, después de reflexiones tan intensas…

Claro está que no pretendo verdaderamente que nadie se concentre sin cesar. Yo mismo no lo hago. Solo he querido señalar que no hay nada mejor. Pero todo individuo, aun quien está abrumado por sus negocios, debería reservar por lo menos media hora diaria, o tres horas y media semanales, para la concentración intencional y explícita. Sé que para algunos hombres es un gran sacrificio consagrar la cuadragésimoctava parte de cada uno de sus días a un pasatiempo tan inútil como el pensar. Pero si lo hicieran durante siete días consecutivos, tal vez no quisieran dejar de hacerlo en adelante.

Incluso existe la posibilidad de que los resultados los estimulen a prolongar la sesión.