MEDIDAS DE PRECAUCIÓN

HASTA ahora solo nos hemos ocupado del pensamiento positivo y constructivo y de los medios idóneos para obtener sugerencias pertinentes. Prácticamente no hemos mencionado siquiera las medidas de precaución, los medios para evitar las falacias y errores, o los recursos adecuados para comprobar la veracidad y el valor de las sugerencias. La mayor parte de los autores que han encarado el tema del pensamiento han insistido tanto en el aspecto negativo y en lo que no debe hacerse, y han preterido a tal punto el problema de lo que se debe hacer, que lo que me impulsó a adoptar este orden fue quizá un sentimiento de rebeldía más bien que una razón de conveniencia lógica. No obstante, creo tener la lógica de mi parte. Los métodos constructivos hacen «marchar» el pensamiento; las medidas de precaución impiden que se deslice por la vía incorrecta. Un automóvil desprovisto de instrumentos para gobernar su rumbo es casi tan inútil como otro que carezca de motor. Pero un vehículo puede marchar sin conducción, en tanto que es imposible conducirlo a menos que marche.

Mientras que en los automóviles podemos distinguir claramente entre marcha y conducción, no podemos hacer lo mismo con el pensamiento. Los dos procesos están tan estrechamente unidos, que no podemos encarar el uno sin considerar también el otro. Ni siquiera podemos hablar de uno solo de ellos. Los he separado a fin de facilitar la exposición. Sin embargo, en el capítulo anterior nos vimos obligados a ocupamos superficialmente de las medidas de precaución y en este tendremos que exponer un poco a la ligera los métodos constructivos.

Un ejemplo pertinente es el de la clasificación. Al considerarla desde el punto de vista constructivo, destaqué que todas las clasificaciones deben ser lógicas. Pero no dije qué entendía por tales y tampoco expliqué cómo se puede lograr una clasificación lógica. Los dos errores más notables que se cometen al clasificar son: 1) omitir que las clasificaciones sean mutuamente excluyentes; 2) no cuidar de que abarquen todos los objetos o fenómenos que presuntamente deben incluir.

El primer error es el menos común, pues, aunque casi todos los pensadores lo cometen, es relativamente raro entre los que proceden con cautela. Además, es más fácil de descubrir que el segundo. Tomemos la clasificación de los métodos constructivos en comparación, observación y experimentación. Es evidente que tales métodos se superponen. No podemos comparar sin observar; gran parte de nuestra observación implica comparación; cuando experimentamos tenemos que observar, naturalmente, los resultados obtenidos; y estos a su vez casi siempre se comparan. Los tres métodos podrían encasillarse dentro del rótulo general de observación. Sin embargo, conviene recordar que la primera clasificación puede ser útil, incluso más que la estrictamente lógica, y que la índole misma del problema determinará a menudo la imposibilidad de practicar en él divisiones que no se superpongan de algún modo.

El segundo error, en virtud del cual la clasificación no comprende todos los objetos o fenómenos que presuntamente debe incluir, es más escurridizo. Los grandes filósofos lo han padecido. Algunos de nuestros amigos socialistas dicen que solo hay dos categorías de hombres: capitalistas y trabajadores, «los que viven de los demás y los explotados». Olvidan la clase de los campesinos, que poseen un poco de tierra y la cultivan por su propia cuenta. Aunque insistan en que esta clase «se extingue rápidamente», queda en pie el hecho de que todavía subsiste y debe tomársele en consideración.

Todas las clasificaciones se confeccionan sobre la base de un determinado número de datos, y dichoso aquel que toma precisamente los correctos. No podemos recordar muchos datos simultáneamente, y a menudo generalizamos acerca de millares de casos partiendo de una docena de muestras supuestamente representativas. Lo único que podemos hacer para evitar los errores es mantenernos constantemente al acecho, en busca de nuevos ejemplos, sobre todo de aquellos que parecen no encajar en nuestra generalización. Si se acomodan sin forzar nada, prestan un respaldo adicional a la clasificación ya elaborada. Pero a veces se comprueba que donde se tenían tres categorías un dato nuevo exige la adición de una cuarta, y a menudo ocurre que ese hecho desbarata la totalidad de la maravillosa construcción anterior.

Hay otra fase del pensamiento que, si bien es ante todo preventiva, también es en parte constructiva. Nos han exhortado tantas veces a «precavernos contra el equívoco de las palabras» y a que «definamos todos nuestros términos», que parece innecesario repetir la admonición. Pero no podemos desechar el excelente consejo de Blaise Pascal. Este autor nos induce no ya solo a que definamos bien nuestros términos, sino también a que los remplacemos mentalmente por su definición cada vez que los empleamos. Sin embargo, a esta altura tenemos que hacer una salvedad. Si cada vez que usáramos una palabra hubiéramos de detenemos para sustituirla por su definición, nuestro pensamiento sería preciso, pero difícilmente progresaría con rapidez. Por lo común basta con evocar la definición unas pocas veces, después de lo cual tomaremos conciencia exacta de lo que entendemos por el término y toda sustitución posterior implicará una mera pérdida de tiempo. En general, dicha práctica solo debe aplicarse a los términos nuevos, técnicos o ambiguos, o a los que se emplean en una proposición controvertible.

He catalogado la analogía como un método constructivo. Sin embargo, debemos utilizarla solo para la elaboración de hipótesis, porque, fuera de ahí es muy peligrosa. A menudo empleamos la analogía sin darnos cuenta de que lo hacemos. Por ejemplo, muchos pensadores sociales y políticos han definido la sociedad como un «organismo» y han pasado a tratarla como si fuera un animal gigantesco. No han pensado en términos de los fenómenos prácticos puestos en consideración, sino en función de la analogía. Su proceso intelectual se simplificó porque los términos de la analogía eran más concretos que los de los fenómenos que estudiaban. Pero pocas veces la analogía conserva su validez desde el principio hasta el fin, razón por la cual esos pensadores se han equivocado también con frecuencia.

El método más rápido para detectar el error cometido en la analogía consiste en llevarla hasta sus últimas consecuencias… y más lejos todavía. Casi todas las analogías se cortan en algún tramo o, si se expanden en medida suficiente, se tornan absurdas. Es muy probable que incurramos en error cuando exageramos el alcance de una analogía, pero no cuando la llevamos hasta el punto en que el absurdo se torna evidente. Tomemos la analogía que empleamos en el primer capítulo, cuando comparamos el pensamiento con un barco. En provecho de la imagen haré que este sea un buque de motor. Podemos ir más lejos. Podemos asimilar el efecto de los libros y la experiencia sobre la mente al combustible que se emplea para el motor. El cerebro, que trasforma la experiencia exterior en pensamiento, podría equipararse al carburador que transforma el combustible en energía aprovechable. Una idea se puede parangonar con la chispa. Todo lo cual es muy fascinante y hasta puede sugerirnos ideas verdaderamente valiosas. Pero tarde o temprano habrá de desembocar en lo ridículo. Sin embargo, no es necesario llevar esta analogía a sus últimas consecuencias para refutarla. Pues a menos que el buque tenga hélice y timón, su motor es inútil. La mente es capaz de desentrañar la verdad sin percatarse de que existe una ciencia del pensar ni de que existe la lógica.

Otra forma de comprobar si una analogía es acaso falaz consiste en tratar de descubrir una contraanalogía. Sin duda este es el sistema más eficaz para refutar las analogías en una discusión. Lo cual recuerda el caso del individuo que tenía un pasaje para viajar de Nueva York a Chicago y quiso usarlo para viajar de Chicago a Nueva York. El ferrocarril se negó a aceptarlo, en razón de lo cual el viajero le entabló pleito. Cuando el debate estaba en su apogeo, el abogado de la compañía exclamó: «¡Vaya, es como si alguien pagara por un tonel de patatas y pidiera luego un tonel de manzanas!». A lo cual el abogado del demandante respondió: «No, yo diría más bien que es como si un frutero vendiese a un cliente un tonel de patatas y quisiera obligarlo a que las comiera necesariamente desde arriba hasta el fondo, negándose a permitirle que invirtiera el tonel y las comiera comenzando por las de abajo». Generalmente conviene evitar las analogías, excepto cuando sirven para estimular sugerencias o cuando se las emplea como recursos retóricos para explicar una idea a la que se llega por otros medios. (Pero véase el epílogo).

Para defender mi exhortación a que se empleen la mayor cantidad posible de criterios, me vi obligado a consignar que es previsible que las conclusiones a que se llegue por esos distintos métodos discrepen entre sí. De hecho, es casi seguro que lo harán. Naturalmente, evitaremos esa discrepancia si permitimos que las conclusiones a que llegamos empleando un método o criterio influyan sobre las conclusiones que emanan de otro. Pero si procedemos así, la consideración del problema será muy superficial y cuando obtengamos un resultado no podremos estar seguros de su validez. Cuando un matemático suma una columna de cifras de arriba a abajo, confirma el resultado sumándola después de abajo a arriba. Sabe que si sumara las dos veces en la misma forma podría incurrir en los mismos errores. Ya en el ámbito del pensamiento, cuando dejamos un método y adoptamos otro, debemos tratar de olvidar por completo la primera conclusión y encarar el problema como si nunca hubiéramos pensado en él hasta entonces. Después de haber utilizado todos los métodos aplicables, y solo entonces, empezaremos a cotejar las conclusiones.

El factor tiempo impide proceder así respecto de todos los problemas. El tiempo impide incluso encarar todos los problemas desde distintos puntos de vista. Pero hay casos en los cuales es ineludible la aplicación del enfoque multilateral. El problema acerca de si las características que adquiere un individuo durante su vida se trasmiten o no a sus herederos es tan importante, que, si se decide encararlo, no se lo puede dejar exclusivamente librado a los resultados del método apriorístico. Dicho problema plantea muchos interrogantes: si los hijos de padres cultos serán por fuerza y por complexión necesariamente superiores a los de padres ignorantes; si el europeo moderno es constitutivamente superior al griego antiguo, o incluso al salvaje antiguo o moderno; o, en el caso de que supongamos que la raza negra es hoy intelectualmente «inferior» a la raza blanca, si una política educacional prolongada a lo largo de generaciones la elevará al nivel de la raza blanca o la dejará como está; si, en fin, la mayor esperanza de mejorar la raza humana descansa en la educación o en la eugenesia. Pocos problemas pueden revestir mayor importancia que este desde el punto de vista práctico. Su elucidación influirá profundamente en nuestras opiniones sobre educación, psicología, ética, economía, ciencia política… e incluso filosofía y metafísica. La respuesta que encontramos a este problema en virtud del razonamiento deductivo, por muy irrebatible o concluyente que parezca, habrá de corroborarse mediante una observación muy minuciosa y, cuando ello sea posible, por medio de la experimentación. No cabe conformarse con menos.

El profano no puede realizar los experimentos biológicos y educacionales que son necesarios para la solución de este problema específico. Es lamentable que hasta ahora los especialistas los hayan realizado en forma tan poco sistemática. Pero no se olvide que el resultado, cualquiera que sea, deberá quedar sujeto a revisión. Si un profano decidiera estudiar de algún modo este problema, debería asumir, por lo menos, el compromiso de leer y ponderar bien todos los experimentos de los cuales tenga noticia.

Es probable que al lector se le haya ocurrido en este momento una idea. Si el método deductivo se debe verificar por medio de la experimentación y siempre hay que aceptar los resultados de esta, ¿por qué no se empieza por la experimentación y se prescinde totalmente de la teoría?

Dejando de lado la consideración de que la teoría es la mejor orientadora de la experimentación y si no fuera por ella y por los interrogantes e hipótesis que sugiere no conoceríamos los puntos que queremos verificar y por tanto experimentaríamos al azar, una objeción más seria es la de que pocas veces o nunca el experimento resulta perfecto, pues casi siempre lleva implícita alguna hipótesis no verificada. He mencionado la observación empírica y la experimentación como dos métodos diferentes. Pero la discrepancia es sobre todo, si no únicamente, de matiz. Si experimentáramos a fin de averiguar si las características adquiridas son o no hereditarias, nuestros experimentos deberían circunscribirse evidentemente a los animales. Si descubriéramos, por ejemplo, que jamás se trasmite al vástago una característica adquirida, no podríamos asegurar que así ocurriría también con el hombre, sino que solo podríamos llegar fundadamente a la conclusión de que las características adquiridas de los animales nunca se trasmiten a sus descendientes. A la verdad, ni siquiera podríamos llegar a tanto. Tendríamos que limitarnos al aserto de que ciertas características adquiridas de las pocas decenas de animales con que habríamos experimentado no eran trasmisibles. Pero hasta este mismo aserto implicaría una suposición. Tendríamos que decir más bien que ciertas características adquiridas de las pocas decenas de animales con que habíamos experimentado no se habían trasmitido en aquellos pocos casos particulares. Tendríamos que reducirnos a una simple enunciación de hechos, sin sentirnos autorizados a sacar ninguna conclusión. Pero si hubiéramos encarado el mismo problema desde el punto de vista deductivo, y hubiésemos llegado a la conclusión de que, puesto que ciertas condiciones se presentan por igual en todos los animales y en el hombre, no era posible que se trasmitieran las características adquiridas, tendríamos base suficiente para inferir de nuestros experimentos una generalización universal.

La experimentación y la deducción no son los únicos métodos que se pueden cotejar entre sí. Deberíamos hacer lo mismo con el comparativo y el experimental, el histórico y el teórico… a la verdad, con todos los criterios aplicables a un problema.

Cuando tropezamos con un tema en torno del cual se plantea una controversia y los partidarios de las dos soluciones posibles suman prácticamente el mismo número y poseen el mismo rango intelectual, podemos estar casi seguros de que cada bando ha vislumbrado una parte de verdad, pero ninguno ha captado la verdad entera. Entonces debemos empeñarnos por unir ambos bandos mediante una solución más amplia y profunda. Un ejemplo filosófico clásico de este método lo constituyó la actitud de Herbert Spencer, quien trató de reconciliar la ciencia con la religión y se esforzó por fusionar la escuela «intuitiva» de pensamiento con la «experimental». Los partidarios de la primera afirmaban que desde el nacimiento la mente humana posee intuiciones merced a las cuales capta ciertas verdades independientemente de la experiencia. Entre esas intuiciones se cuentan el axioma de que la línea recta constituye la menor distancia entre dos puntos y la idea de que ciertos actos son absolutamente censurables desde el punto de vista moral. Por su parte, los «empíricos» o «sensualistas» argumentaban que el hombre adquiere todos sus conocimientos, incluso, por ejemplo, el de que dos más dos son cuatro, que no admite otra posibilidad, por la experiencia, tomada en el sentido más amplio. Herbert Spencer creyó encontrar un elemento de verdad en ambas doctrinas y postuló la teoría de que ciertas verdades son intuiciones para el individuo, si bien fueron heredadas de sus antepasados, en quienes se gestaron originalmente y se transmitieron a través de los siglos, como la experiencia acumulada de la raza. Cualquiera que sea nuestra opinión acerca del éxito o fracaso de Spencer en aquella oportunidad, las ventajas del método en sí son indiscutibles. Kant, Hegel, Fichte y otros filósofos alemanes lo emplearon a menudo.

He destacado que todo el proceso del pensar casi se puede resumir en el surgimiento de ideas destinadas a resolver dificultades y la verificación de tales ideas. Catalogamos los métodos constructivos de los que hemos hablado como medios idóneos para estimular el surgimiento de buenas ideas. Desde este punto de vista, las medidas de precaución que acabamos de enumerar vienen a actuar como verificadoras de ideas.

Remontémonos de nuevo al análisis del pensamiento desarrollado en el hombre que descubrió pisadas en la playa. Aun en aquel caso, para dar una idea adecuada de su proceso mental, me vi obligado a explicar que por diversas razones rechazó algunas de las soluciones que se le ocurrieron. Pero este método negativo se podría exponer en forma más completa. El hecho de que el hombre rechace una determinada solución no demuestra que ella sea necesariamente falaz. Supongamos que verifique la última idea, o sea la de que el desconocido había estado en la isla durante todo aquel tiempo, y que descubra algunos otros hechos capaces de desautorizarla. El hombre tiene que buscar otra solución. Pero supongamos que esta no aparece, que se han agotado las posibilidades. Entonces necesita retomar algunas de las ideas primeras. Deberá comprobar si no ha cometido tal vez un error al verificarlas. Al rechazar la hipótesis del bote pequeño, quizá exageró la distancia que separa la isla de la tierra firme, o subestimó tal vez las dificultades que puede superar un hombre embarcado en un bote pequeño. Al rechazar la hipótesis del barco de gran calado, acaso calculó mal el tiempo transcurrido desde el momento en que las huellas se habían impreso en la arena, o el tiempo que invierte un barco para perderse de vista.

Lo importante es verificar todas las hipótesis posibles, ya mediante la memoria, la observación o la experimentación, y resistirse a la tentación de aceptar sin más la primera solución que a uno se le ocurre. Porque el pensador acrítico siempre se aferrará a la primera hipótesis a menos que le salga al paso alguna objeción. Es desagradable quedarse con la duda. Cuanto más se prolonga esta, más fastidiosa es. Pero quien esté dispuesto a aceptar este fastidio, a observar, o a experimentar si es necesario, y a verificar la validez de sus ideas, llega por fin a una solución mucho más profunda y mucho más satisfactoria que la respuesta superficial que obtiene quien no piensa disciplinadamente.

Thomas A. Edison dijo que siempre rechazaba la solución fácil de cualquier problema y buscaba alguna difícil. Pero el inventor tiene una gran ventaja sobre los demás pensadores. Puede verificar su solución en forma tangible. Si su dispositivo funciona, su razonamiento ha sido correcto; si no funciona, ha andado mal. Pero el filósofo, el científico y el reformador social tienen que conformarse generalmente con una prueba mucho menos palpable. Su gratificación fundamental consiste en la sensación de que sus resultados armonizan con toda su experiencia. Cuanto más crítica haya sido la actitud que adoptó para llegar a tales resultados, tanto más profunda y duradera será esa impresión y más valor tendrán sus pensamientos para él y para el mundo…

Ya en el primer capítulo señalé que la lógica puede formar parte de la ciencia del pensar. Insinué, además, que constituiría casi la totalidad de lo que podríamos denominar el aspecto negativo del pensar: es decir, las reglas que sirven para orientarlo correctamente. La advertencia que hacemos en este capítulo, aunque preventiva, por lo común no aparece en los libros de lógica. Pero si bien no puedo insistir demasiado en la importancia que tiene el conocimiento de la lógica, tampoco puedo ocuparme de él aquí. Solo se puede hacer honor a la ciencia en un libro íntegramente dedicado a ella.

Si todavía no lo ha hecho, el pensador en ciernes tiene que leer un libro de lógica, pues este volumen no se puede considerar completo si no se lo complementa con un tratado sobre ella.

Para no confundir al lector le recomendaré un solo libro. Y para estimularlo, le recomendaré un libro pequeño, no tan profundo que el principiante lo encuentre incomprensible o repulsivo, pero consagrado ya como una obra modelo: Elementary Lessons in Logic, de Stanley Jevons.