PENSAR CON MÉTODO

EN las raras oportunidades en que pensamos, casi todos lo hacemos mal. Cuando tropezamos con una dificultad intelectual, procuramos librarnos de ella mediante cualquier recurso manejado a tientas. Hasta los pocos que de vez en cuando pensamos por el puro placer de pensar, lo hacemos generalmente sin prestar atención al método… En verdad no tenemos a menudo conciencia de que el método pudiera gobernar nuestro pensamiento. ¿Pero qué se entiende por método? Quizá lo mejor sea dar un ejemplo.

Por una razón u otra alguien concibe la idea de que en nuestras escuelas y universidades no se enseñan las asignaturas apropiadas. Se pregunta cuáles deberían ser en realidad. Reflexiona sobre lo inútil de sus conocimientos de griego y latín. Decide que habría que eliminar esas disciplinas. Piensa luego que si hubiera poseído nociones de contabilidad le habría resultado más fácil desempeñarse en sus negocios y llega a la conclusión de que los programas deberían incluir esa asignatura. Hace poco tiempo ha recibido una carta de un amigo universitario con algunos errores de ortografía. Tiene la certeza de que esta rama del conocimiento ha sido también injustamente descuidada. O le impresiona la repercusión que tienen entre los pobres algunas teorías erróneas acerca del dinero, y opina que todo el mundo debería recibir clases intensivas de economía y finanzas. Y así continúa discurriendo de unos temas a otros.

Comparemos esta forma de pensamiento, remitida al azar y desprovista de rumbo, con la del individuo metódico. Este encara la misma situación general que preocupó al primero, pero cambia los términos del problema. Empieza por preguntarse cuál es su objetivo. Descubre que lo que más le interesa es averiguar cuál es el conocimiento más valioso, y no cuáles son las asignaturas que deberían enseñarse en las escuelas. Se plantea el problema categóricamente en estos últimos términos. Después comprueba que el problema —¿cuál es el conocimiento más valioso?— implica que lo que se desea en realidad no es discriminar las materias valiosas de las que no lo son, sino establecer el valor relativo de ellas. Evidentemente, el paso siguiente consistirá en descubrir un patrón que permita determinar el valor relativo de las materias. Supongamos que cree encontrarlo en la medida en que el conocimiento de ellas contribuye a hacer del ser humano un ente más completo. Pues bien, una vez tomada esta decisión, pasa a clasificar por orden de importancia las actividades en que se manifiesta la existencia humana, y luego clasifica las asignaturas desde el punto de vista de la preparación que suministran para esas actividades[3].

Es superfluo aclarar que los resultados que obtendrá este pensador metódico serán infinitamente más satisfactorios que los que habrá obtenido su colega desorganizado. En consecuencia, pues, el método es esencial. ¿Pero cómo aplicarlo en todos los casos?

Hay infinidad de métodos, y en muchos casos el problema exige un método totalmente exclusivo, pero aquí nos proponemos encarar solo aquellos que tienen una aplicación más general.

Sin embargo, antes de ocuparnos de los métodos que sirven para pensar, convendría que nos preguntáramos qué es el pensamiento. Como ya dijimos, el término se emplea en forma imprecisa, para designar una vasta gama de procesos mentales. Estos se pueden dividir toscamente en memoria, imaginación y razonamiento. Solo nos ocuparemos del último. Admito que es conveniente al desarrollo tanto de la memoria como de la imaginación. Pero ni la una ni la otra forman parte del tema de este libro. Por «pensar» entiendo yo «razonar».

Y lo que nos proponemos ahora es investigar la naturaleza de este proceso.

Los psicólogos modernos nos dicen que todo razonamiento parte de la perplejidad, la vacilación, la duda. «El razonamiento emana siempre de un deseo frustrado»[4].

Es esencial que lo recordemos. La concepción que acabamos de enunciar difiere de la común más de lo que a primera vista parece. Si alguien lo supiera todo, no pensaría. Nada lo intrigaría jamás, sus deseos jamás se sentirían frustrados, nunca dudaría ni se encontraría perplejo, no tendría problemas. Si suponemos que Dios es Omnisapiente, no cabe concebirlo como Ser Pensante. El Pensamiento es privilegio de los seres de inteligencia finita.

Si quisiéramos estudiar el origen y la evolución del pensamiento, descubriríamos sin duda que el pensamiento nació precisamente así: de un deseo frustrado. Si nuestras vidas y las de nuestros antepasados animales se hubieran deslizado siempre plácidamente, si todos los deseos se hubieran visto satisfechos en seguida, si en ninguna de las empresas se hubiera tropezado con obstáculos, el pensamiento jamás habría aparecido sobre nuestro planeta. Pero la adversidad le dio origen.

Haga cosquillas a una rana en la pata izquierda y su pata derecha se levantará inmediatamente para rascarse. Es lo que los psicólogos llamarían un «reflejo». No interviene absolutamente ahí ningún pensamiento: la rana reaccionaría del mismo modo aunque le extirparan el cerebro. Y si le hacen cosquillas en la pata derecha es la izquierda la que se alza para rascarse. Pero si le cosquillean ambas patas a la vez no puede levantarlas para frotar la una contra la otra. Ello le resulta físicamente imposible. En ese momento surge para ella una dificultad. La rana vacila y piensa. Tras una ponderada deliberación resuelve el problema: deja quieta la pata izquierda mientras la rasca con la derecha y a continuación mantiene quieta la derecha mientras la rasca con la izquierda.

No podemos pensar, pues, en «principios generales». Intentarlo es como tratar de mascar gas hilarante. El solo hecho de pensar exige la presencia de un fin, por muy vago que sea. Sin embargo, el pensamiento más refinado necesita de un fin concreto, y cuanto más lo sea, más preciso será también el pensamiento. En consecuencia, cuando queremos encauzar nuestro pensamiento por un carril determinado, tenemos que preguntarnos antes cuál es nuestra intención o propósito, a fin de alcanzar una visión clara de la índole de nuestros problemas.

Puede parecer absurdo que exhortemos a la gente a que se pregunten cuáles son sus problemas. Pero ha sido precisamente la confusión acerca de lo que se desea saber la que ha determinado que los individuos incurrieran en error una y otra vez. La historia de la interminable polémica filosófica entre «materialismo» e «idealismo» es en gran parte la historia de los distintos criterios empleados para enunciar el problema. El progreso logrado se debe, sobre todo, a la mayor precisión con que se lo ha enunciado.

Cuando se formulan las preguntas, una de las causas de confusión más comunes es la incapacidad para distinguir entre lo que es y lo que debe ser. Frente al sufragio femenino el hombre suele preguntarse: «¿Cuál es el ámbito propio de la mujer?», cuando en verdad no quiere averiguar cuál es realmente el ámbito propio de la mujer, sino cuál debe ser. El primer paso consiste, pues, en plantearnos con claridad nuestro problema o problemas, y en enunciarlos con la mayor precisión posible. Problema correctamente enunciado suele ser problema casi resuelto.

Lo que hagamos a continuación dependerá de la naturaleza del problema. En el ejemplo: «¿Qué conocimiento es el más valioso?», pasamos a buscar una pauta de valor. Y ello implicó en realidad una nueva formulación de la pregunta. Pues, en vez de planteamos; «¿Qué conocimiento es el más valioso?», empezamos por inquirir: «¿Qué conocimiento nos prepara mejor para una vida completa?».

El paso siguiente consistirá en ejecutar un trabajo de clasificación. Es este esencial no solo para el razonamiento sistemático, sino para toda clase de pensamiento. La clasificación es el proceso en virtud del cual agrupamos objetos tomando como punto de referencia sus cualidades comunes. Pero, como casi todos los objetos poseen cualidades distintas y cualidades comunes, no hay ninguna clasificación que sea absolutamente esencial para un grupo cualquiera de objetos. Puesto que cada objeto tiene una cantidad infinita de atributos, se pueden confeccionar infinitas clasificaciones, que dependerán de la característica que se adopte como criterio de clasificación. Asimismo, ningún atributo de un objeto es más «auténtico» que otro. El que elegimos depende exclusivamente de la intención que nos mueva o del problema que queramos resolver. Como lo hizo notar William James:

Mientras escribo, no puedo menos de imaginar mi papel como una superficie destinada a servir de base a los trazos de mi pluma. Si no procediera así, tendría que interrumpir el trabajo. Pero si quisiera encender una fogata y no dispusiese de otros materiales, lo esencial sería considerar el papel como un material combustible, sin prestar atención a ninguna de sus otras aplicaciones posibles. Es en realidad todo lo que es: un combustible, una superficie para escribir, un material delgado, un material compuesto por hidratos de carbono, una cosa que mide 34 por 22 centímetros, algo que está tantos metros al este de cierta piedra que hay en el campo de mi vecino, un producto de la industria norteamericana, etcétera, etcétera, ad infinitum[5].

Y si el lector insistiera en que esas cualidades son simplemente «accidentales» y en que eso es realmente papel y nada más, nuestra respuesta podría ser que el lector está fosilizado desde el punto de vista intelectual. Aunque «papel» sea la designación que le aplicamos con más frecuencia y ese nombre sugiera el uso que le damos habitualmente, la designación, el uso y las propiedades que el nombre sugiere no tienen por cierto nada de sacramentales.

De modo que si ha clasificado usted algo tomando como punto de referencia un aspecto determinado, no imagine que ello excluye necesariamente la posibilidad de clasificar el mismo elemento tomando en cuenta otro aspecto diferente. El hombre que estudia la teoría del dinero puede dividir el medio de cambio en dinero común y letras de crédito. Pero este procedimiento no le impedirá considerarlo como metálico, bonos del gobierno y billetes de banco, ni clasificarlo, por ejemplo, en: 1) dinero de circulación corriente; 2) órdenes manuscritas o impresas en virtud de las cuales una parte se compromete a pagar a otra determinadas sumas, y 3) cuentas sin comprobantes[6]. Todas estas clasificaciones serán correctas, y todas facilitarán una mejor comprensión del tema. Naturalmente, toda clasificación debe ser lógica, pero es mucho más importante que sea útil.

Y puesto que de la utilidad hablamos, vale la pena señalar que este método pragmático se puede aplicar con provecho a casi todos nuestros problemas positivos. Antes de empezar a resolver un problema —mientras ponderamos, por ejemplo, la validez de una hermosa distinción lógica—, debemos preguntarnos: «¿Cuál será la diferencia práctica si sustento una opinión en vez de otra? ¿Cómo influirán mis convicciones sobre mis actos?» (utilizando la palabra actos en su sentido más amplio). Tal vez ello encamine más de una vez nuestras indagaciones por carriles más fructíferos, que nos disuadan de practicar discriminaciones sutiles pero innecesarias, y nos impulse a hacerlas allí donde sean realmente provechosas.

Ya estamos en condiciones de examinar por orden una serie de métodos constructivos para pensar.

Un método aplicable a casi todos los problemas es el que denominamos deductivo o apriorístico. Llega a la formulación de conclusiones sin necesidad de recurrir a la observación ni a la experimentación. Consiste en un razonamiento que parte de la experiencia anterior o de principios ya consagrados y llega al esclarecimiento de casos particulares. Sin embargo, se lo puede emplear tanto para ratificar la observación y experimentación como para remplazarías. Tomemos los interrogantes fundamentales de la biología acerca de si los vástagos heredan o no las características específicas que un animal ha adquirido durante su ciclo vital. El método apriorístico es el que examina las estructuras del cuerpo, el plasma germinal del que nacen los vástagos y la relación entre aquellas y este, después de lo cual se pregunta cómo una modificación del cuerpo podría influir sobre dicho plasma. Si se descubriera que los tejidos destinados a preservar la raza estaban desvinculados de las estructuras somáticas hasta el punto de que no fuera posible concebir cómo un cambio registrado en estas podría influir sobre aquellos, dicho método dictaminaría que las características adquiridas no se trasmiten.

He aquí otro ejemplo. Tanto los partidarios como los adversarios del sufragio femenino han resuelto a menudo el problema sin prestar ninguna atención a los resultados prácticos ya obtenidos en los estados donde las mujeres votan. Han llegado a las conclusiones de su preferencia fundándose exclusivamente en razones apriorísticas. Han cotejado las presuntas cualidades intelectuales de la mujer con las del hombre, y han resuelto de su idoneidad o no para votar a la sola luz de esas consideraciones. Sin embargo, tenemos que recordar que antes de que se concediese a las mujeres en algún lugar el derecho al sufragio, el razonamiento deductivo o apriorístico era el único posible.

A menudo es conveniente enfocar un problema desde el punto de vista de varias ciencias a la vez. Es muy probable que un problema que corresponde a la ciencia política presente también un aspecto económico, ya concierna a los impuestos fiscales, los aranceles, los monopolios o la propiedad de la tierra, y por tanto podamos encararlo solo desde el punto de vista de la economía. Pero el problema también puede ofrecer un aspecto ético. Si se postulara la promulgación de una ley universal contra el consumo de alcohol, cabría preguntarse: «¿El gobierno tiene derecho a coartar así la libertad personal?». Podríamos aplicar también un criterio psicológico. Fundándonos en nuestro conocimiento de la naturaleza humana, decidiríamos cuál sería exactamente el resultado de una ley que prohibiera el alcohol: ¿no impulsaría tal vez a los hombres hacia drogas aún más peligrosas, como la morfina y el opio?

Y ahora nos encontramos con una multitud de métodos útiles, todos los cuales se pueden calificar de comparativos. El método comparativo es tan antiguo como el pensamiento mismo, pero llama la atención que los científicos no empezaran a utilizarlo consciente y consecuentemente casi hasta esta generación. No hay un ejemplo mejor de ello que el que encontramos en la psicología moderna. La mayor parte de las llamadas ramas de la psicología no son más que distintas formas de aplicación del método comparativo de estudio. La «sicología anormal» es una mera comparación entre los tipos mentales anormales y los normales destinada a extraer la información que los unos suministran acerca de los otros. El «estudio de la infancia» implica un cotejo entre la mente del niño y la del adulto. La «sicología animal» compara entre sí, y con los del hombre, los actos que ejecutan los animales. Ninguno de estos métodos sirve absolutamente de nada como no sea en la medida en que recurren a las comparaciones.

En la consideración de los problemas se utiliza conscientemente a menudo el denominado método histórico. Este método, como su nombre lo indica, se vale de los antecedentes del objeto estudiado para conocerlo mejor. Sin embargo, la palabra historia se utiliza casi siempre en un sentido muy restringido, que la circunscribe a la historia de las naciones, y a menudo solo a la historia política de ellas, por lo cual, a fin de evitar confusiones, es preferible designar este método con el calificativo de evolucionista. En definitiva el método es comparativo, ya que en realidad coteja al ser consigo mismo en dos fases distintas de su desarrollo.

Tomemos nuestro ejemplo de la ciencia política. El método histórico se ha empleado tan profusamente en Estados Unidos, en su acepción popular, aun con exclusión de otros métodos, que parecería innecesario exponerlo. Pero a menudo se lo ha criticado y muchas veces no se le ha prestado suficiente atención. Rastrea el desarrollo de una institución, o de una idea —por ejemplo, la libertad personal— a lo largo de períodos sucesivos. Observa cuál ha sido el rumbo y pronostica la probable orientación futura. Pero la sociología evolucionista suministra un panorama mucho más amplio que el que extraemos del método «histórico» estrictamente concebido. Esta sociología explora el origen de la sociedad y de los diversos oficios, industrias, profesiones y empresas de toda índole, para lo cual nos remontamos hasta la prehistoria.

El método evolucionista adquiere singular relieve en el campo de la biología. Desde que se promulgó la gran teoría de Darwin, esta ciencia ha avanzado a pasos de gigante. La comparación entre el hombre y los animales realizada a la luz de dicha hipótesis ha rendido inmensos beneficios: incluso ha ayudado al estudio del desarrollo del hombre individual. El descubrimiento del hecho de la evolución constituyó un progreso incalculable, pero mucho más importante todavía ha sido el método de estudio que suministró.

He mencionado la comparación del hombre con los animales «a la luz de dicha hipótesis [evolucionista]». Es una consideración que habremos de tener presente en casi todas nuestras observaciones. Muchas veces nos exhortan a «observar». Presumiblemente quieren decir que lo hagamos «en función de principios generales». Este consejo es casi tan tonto como una invitación a pensar en función de principios generales. Imagine por un momento lo que ocurriría si empezara usted a «observar» desde ahora mismo todo lo que pudiera. Tendría que empezar por este mismo libro, fijándose en el cuerpo de la tipografía, la anchura del margen, la calidad del papel, las dimensiones de la página, la cantidad de páginas. Pero esos detalles no agotarían ni remotamente las propiedades del libro. Habría de observar que también es combustible, que es destructible, que ha sido fabricado a máquina, que es de impresión nacional, que cuesta tanto o cuanto, que pesa tantos gramos, que es estrecho, que es rectangular, que su grosor es tal…

El desatino es evidente. Si empezáramos a observar, simplemente, sin un propósito definido, podríamos seguir haciéndolo hasta la eternidad. Sin llegar a ninguna parte. Nueve de cada diez observaciones jamás tendrían aplicación práctica. Estaríamos perdiendo lastimosamente el tiempo. Para observar con más provecho, así como para pensar con más eficiencia, debemos tener un propósito definido. Ese propósito debe ser el de verificar la exactitud de una hipótesis. Un ejemplo concreto nos servirá para aclarar esta idea.

Un náufrago desembarca en una isla y cree estar solo. Un día, mientras camina por la playa, descubre pisadas. ¿Cómo llegaron allí? Lo primero que piensa es que son las suyas propias. Recuerda, sin embargo, que hace más de una semana que no pasa por aquel lugar y que la tormenta del día anterior habría borrado cualquier huella. Confirma esta observación cuando marca su propia pisada: la compara con las que ha descubierto y comprueba que son muy diferentes. Puesto que las pisadas no son las suyas, ¿cómo llegó allí el hombre al que corresponden? Lo primero que imagina es que llegó en un bote. Descarta la idea de un bote pequeño porque la isla está a gran distancia de la tierra firme. En consecuencia el hombre tiene que haber llegado en un barco grande. Pero las pisadas llevan a una franja de arena húmeda y la marea está bajando. En tal caso deben de ser muy frescas: no pueden remontarse a más de media hora antes. Por tanto, el hombre que las marcó no ha tenido tiempo para regresar al barco y navegar hasta perderse de vista. Si llegó en una nave esta tiene que estar aún a la vista. El descubridor de las pisadas trepa a un árbol desde el cual alcanza a ver el mar que circunda todo el perímetro de la isla. No ve ningún barco. Desecha entonces la hipótesis de que el desconocido hubiese llegado en barco. Después se le ocurre la idea de que el desconocido pudo haber estado en la isla durante todo aquel tiempo, a pesar de que él creía estar solo. Verifica esta idea como verificó las anteriores…

El ejemplo sintetiza a grandes rasgos el proceso general de todo pensamiento, y pone de relieve la motivación e importancia de la observación. Analicémoslo.

En la primera fase aparece un sentimiento de perplejidad, surge un problema. El hombre ha estado divagando, «pensando», en ese sentido lato a que antes nos hemos referido. Quizá ha dado con el pie a varias piedras que habrían interesado a un geólogo y ha arrancado ramas de arbustos que habrían intrigado a un botánico. Pero la curiosidad de este individuo no se despierta hasta el momento en que descubre las pisadas. Su pensamiento se activa a impulsos de la perplejidad. Una vez surgida la duda, se le ocurre la solución más obvia: «mis propias pisadas». Pero en el caso de ser cierta, esta hipótesis implicaría la coexistencia de otros hechos, algunos de los cuales son obvios y otros determinables. Por tanto, si esas fueran sus propias pisadas, resultaría necesariamente que: 1) él debería haber estado antes allí; 2) en el ínterin no debería haber ocurrido nada capaz de borrar las huellas, y 3) las huellas deberían ser idénticas a las suyas propias. La primera consecuencia necesaria, a saber, que él debería haber estado antes allí, se confirma, pero las otras no, y por tanto queda descartada la hipótesis. A continuación aflora una segunda hipótesis: «el hombre llegó en barco», y la verificación sigue el mismo proceso. Nótese que en cada caso las consecuencias que se siguen de la posible autenticidad del hecho se verifican mediante: 1) la memoria y 2) la observación o la experimentación. La memoria se manifiesta cuando piensa en la última vez que pasó por aquella playa y en la tormenta del día anterior. La observación interviene cuando compara su pisada con las descubiertas, cuando sigue las huellas por la arena y descubre a dónde conducen y cuando trepa por fin al árbol y otea el horizonte en busca del barco. Podría haber observado muchos otros detalles: la textura de la arena, la naturaleza del árbol al que trepaba, el tipo de nubes que había en el cielo. Pero no prestó atención a ninguno de aquellos detalles, interesantes sin duda, porque no hubiesen arrojado luz alguna sobre la veracidad o falsedad de su presunción. Algunos de aquellos aspectos podrían haber sido útiles para la elucidación de otros problemas.

Casi se puede resumir todo el proceso del pensar diciendo que consiste en la aparición de sugerencias encaminadas a resolver dificultades y en la verificación de ellas. Las sugerencias o hipótesis se verifican mediante la observación, la memoria y la experimentación. La hipótesis y la observación se alternan. Los primeros elementos observados —en este caso las pisadas— plantean el problema y sugieren la hipótesis. Una hipótesis es la de que el hombre llegó en barco. Si el hombre hubiera llegado en barco, la situación sería tal o cual: el barco aún estaría a la vista, etcétera. Si el barco no está a la vista, se desecha la hipótesis y se formula otra; si el barco está a la vista, la hipótesis se confirma. Este es un caso de pensamiento simple y rudimentario, pero ilustra a grandes rasgos cuál es el proceso intelectual que esclarece los más complicados problemas científicos. Los métodos que hemos expuesto se pueden catalogar sencillamente, en su totalidad, como medios apropiados para ayudarnos a concebir buenas hipótesis.

Utilizaremos a modo de ejemplo unos pocos métodos de aplicación bastante restringida. A menudo facilitamos la elucidación de un problema encarando el problema contrario. Si nos preguntamos: «¿Cuáles son los componentes del donaire?», es posible que nos encontremos escasos de ideas, porque el donaire parece siempre «muy natural». Pero si nos preguntamos: «¿Cuáles son los componentes de la torpeza?», es más fácil que se nos ocurran algunas ideas. Si descubrimos, por ejemplo, que es torpe el que ejecuta un esfuerzo físico exagerado para realizar un movimiento, podemos presumir que el donaire se manifiesta en la agilidad de los movimientos. Asimismo, la elucidación de lo que facilita el recuerdo puede ayudarnos a resolver el enigma del olvido, y el estudio de las causas del fracaso en los negocios y la vida puede arrojar luz sobre las causas del éxito.

El método analógico también estimula la aparición de sugerencias. Empleamos este método cuando al observar cierta semejanza entre los seres suponemos que estos también tienen otras propiedades comunes. En una oportunidad se hizo una interesante aplicación de la analogía en relación con el planeta Marte. En cada uno de sus polos se descubrieron grandes manchas blancas. La dimensión de ellas variaba notablemente con las estaciones, lo cual sugirió que Marte, como la Tierra, tenía en sus polos grandes casquetes de hielo y nieve que se derretían y volvían a formarse. La superficie general era rojiza, pero las tres octavas partes de ella parecían estar cubiertas por manchas azul-verdosas, y algunos científicos dedujeron que eran mares. A su vez aquellos presuntos mares parecían hallarse intercomunicados por un intrincado sistema de líneas azul-verdosas, y algunos científicos de hace 70 años proclamaron que se trataba de canales artificiales, aunque suscitando con ello grandes polémicas.

Marte nos sirve de ejemplo para estudiar las posibilidades y los peligros de la analogía. Tal como lo demostraron las fotografías tomadas por los dos Mariner lanzados en 1969, siempre se debe recurrir, dentro de lo que el progreso técnico y las posibilidades económicas lo permiten, a la experimentación y la observación. La magnitud de esas experimentaciones y observaciones reducirá proporcionalmente el ámbito dentro del cual la analogía y las formas similares de inferencia son necesarias o están justificadas.

Hasta ahora, a lo largo de toda la exposición acerca del método constructivo, he dejado de mencionar los dos recursos más comunes y útiles. Al primero podemos designarlo con la denominación un poco rimbombante: observación empírica. Empírico significa, por lo menos para los fines de este trabajo, lo que es simplemente fruto o resultado de la experiencia. Pero por lo común el término se contrapone a «científico». Dewey da un ejemplo: «A dice: “Es probable que mañana llueva”. B pregunta: “¿Qué es lo que te hace pensar así?”. Y A responde: “El cielo estaba encapotado cuando se puso el sol”. Cuando B pregunta: “¿Qué relación tiene lo uno con lo otro?”. A contesta: “No lo sé, pero después de un crepúsculo así casi siempre llueve”. No capta ninguna relación entre el aspecto del cielo y la proximidad de la lluvia; no tiene conciencia de que exista nexo alguno entre tales hechos… una ley o principio, como solemos decir. Es sencillamente que a causa de la frecuente y reiterada yuxtaposición de esos hechos ha terminado por asociarlos de tal modo, que cuando ve el uno piensa en el otro»[7].

Sin embargo, no es a eso a lo que me refiero cuando hablo de observación empírica. Me refiero a la tendencia a pensar exclusivamente sobre la base de los hechos que se registran en el curso natural de los acontecimientos, y que ni nosotros ni nadie hemos intentado nunca producir sistemáticamente con la intención de esclarecer el problema. Generalmente los lógicos designan este método con el solo nombre de observación, y lo contraponen al de experimentación. Pero yo no soy partidario de hablar de observación a secas ya que la experimentación en sí es también una observación, con la única diferencia de que en la una nos limitamos a observar los hechos que se producen por sí mismos, al paso que en la otra observamos los resultados de acontecimientos que nosotros hemos provocado. La forma correcta de denominar esos dos métodos consistiría en designar a uno con el nombre de observación empírica y al otro con el de observación experimental.

El método empírico —caso de que se justifique que lo llamemos método— es el más común en todos los procesos intelectuales. Dar ejemplos equivaldría a mostrar cómo piensan en general los seres humanos. Pero el método tiene verdaderos méritos, e incluso es posible que sea el más importante de todos, pues si pensáramos sin su ayuda nuestras ideas serían ciertamente muy originales, pero también muy peligrosas. Apliquémoslo a algunos de los problemas que encaramos al aplicar los otros métodos.

Se recurre a la observación empírica cuando es imposible experimentar, y por desgracia también se la emplea a menudo cuando la experimentación resulta sencillamente incómoda. En el ámbito de la ciencia política el método empírico se reduciría a la observación de los efectos de ciertas leyes —por ejemplo, de los aranceles de distintos países y del mismo país en distintas épocas— y a la indagación de las condiciones económicas que imperan durante la vigencia de los diversos aranceles. Se dejaría margen para la presencia de otros factores capaces de influir sobre la condición económica del país y se inferiría luego el efecto del arancel.

En el campo de la meteorología, ciencia que se ocupa del estado del tiempo, el método empírico se compendiaría en el estudio de las formaciones de nubes, la velocidad del viento, la humedad ambiente, la temperatura, etcétera, y registraría la correlación habitual o constante entre el estado atmosférico y algunas de dichas condiciones. Ello permitiría sacar conclusiones acerca del tiempo presumible a partir de condiciones análogas.

Pero si bien la observación empírica es valiosa y debe empleársela a menudo, no se la debe utilizar jamás cuando existe la posibilidad de experimentar. Cuando se aplica correctamente el método empírico, siempre hay que dejar cierto margen para factores imprevistos. Pero ese «margen» depende siempre de meras conjeturas. El método experimental no deja margen para ciertos factores, sino que los elimina. En el ejemplo que hemos tomado de la ciencia política la experimentación es casi imposible porque los factores capaces de influir sobre las condiciones económicas son incontables, y aunque fueran pocos, ningún país podría sobrevivir a los peligros de la experimentación… y menos aún a los de permitirla. La experimentación era, o parecía ser hasta hace poco, igualmente imposible en lo referente al estudio directo de las condiciones meteorológicas. Parece viable solo en pequeña escala en el ámbito de la astronomía.

Pero se podría aplicar muy fácilmente a casi todos los problemas. Supongamos que usted tuviera a disposición dos métodos concebidos para enseñar una determinada asignatura y quisiese averiguar, con toda certeza, cuál de ellos era el mejor. Suponemos también por ahora que dispone de tiempo y de fondos ilimitados para llevar a cabo el experimento. Alguien podría decir que la duda se resolvería mediante el sencillo recurso de utilizar un método para educar a un alumno y otro para educar a otro, y que para evaluar las ventajas respectivas bastaría con observar los adelantos de cada uno de los presuntos educandos. Sin embargo, esa prueba sería prácticamente inútil. Un alumno podría ser más inteligente que el otro, y por tanto aprendería con más rapidez aunque el método fuera peor.

Para que el experimento rinda algún provecho empezaremos por formar dos grupos de alumnos, y cuanto más numerosos sean esos grupos, mejor nos servirán. Es evidente que si tomamos un contingente numeroso y lo dividimos en dos grupos, lo probable será que las diferencias individuales se compensen entre sí. Supongamos que se trata de una asignatura en la cual se puede medir cuantitativamente el progreso, por ejemplo mecanografía, y que hay cincuenta alumnos en cada grupo. Si tras un lapso dado todos los alumnos de un grupo escribieran más velozmente y con menos errores que todos los del otro, la prueba sería casi concluyente. El resultado sería aún más decisivo si los grupos estuvieran razonablemente bien equilibrados. Pues si todos los integrantes de un grupo fueran adultos y todos los del otro, niños, quizá los adultos progresaran con más rapidez que los niños, aunque el sistema utilizado con ellos fuera menos eficiente. Pero es bastante fácil dividir las clases y los grupos de modo que haya un equilibrio razonable de inteligencia y habilidad entre ambas partes. Lo más probable es que en ninguno de los cursos la totalidad de los alumnos haga más progresos que la del otro, aunque acaso se compruebe que la gran mayoría de los integrantes de un grupo progresa más aceleradamente que sus compañeros del otro, y probablemente ello bastaría para indicar la superioridad de uno de los métodos, aunque uno o dos alumnos del otro grupo hubieran progresado más de prisa que alguno o algunos de los del primero.

Digo «probablemente» porque todavía quedan muchos factores aleatorios capaces de influir sobre el resultado. Por ejemplo, si cada grupo tuviera un maestro distinto, uno de ellos podría adelantar a causa del maestro y no del método. Esto significa que ambos grupos deberían tener un mismo maestro, o que habría necesidad de aumentar el número de grupos y de maestros y hacer que la mitad de los maestros emplearan un método con la mitad de los grupos y la otra mitad el otro. Claro está que también en este caso, cuanto mayor fuera la cantidad de maestros y de grupos, mejor sería. Aun entonces cabría alimentar algunas dudas razonables acerca de la validez del experimento, ya que uno de los métodos podría estar orientado a estimular un mayor progreso en seguida, al paso que el otro daría mejores resultados a la larga, lo cual solo se podría determinar si se prolongara el experimento durante mucho tiempo.

Y ni siquiera así se eliminarían los factores aleatorios, pues las máquinas que utiliza uno de los grupos para aprender a mecanografiar podrían ser superiores a las que emplea el otro. Este factor debería eliminarse utilizando los mismos medios que se aplicaron en los casos anteriores.

Thomson y Tait resumieron correctamente el método experimental en su Natural Philosophy:

Cuando se desea estudiar un agente o causa particular, los experimentos deben organizarse dentro de lo posible de modo que sus resultados dependan exclusivamente de dicho agente o causa; o, si ello no es posible, se los debe organizar de tal modo que los efectos debidos a la causa que se estudia superen a las concomitancias inevitables al extremo de que el observador pueda interpretar que ellas no hacen más que perturbar los efectos del agente principal, sin modificarlos esencialmente.

En todos los experimentos hay que aguzar el ingenio para descubrir y eliminar aquellas causas que, siendo ajenas a la que se estudia, puedan influir sobre el resultado. El lector se beneficiará considerablemente si se pregunta cómo resolvería un problema dado, por ejemplo el de la trasmisión genética de las características adquiridas, mediante la aplicación del método experimental en su forma más completa.

He citado ya suficientes métodos, o por lo menos he indicado lo que se entiende por «pensar con método». Naturalmente, es posible que haya que modificar hasta cierto punto cada uno de ellos a fin de acomodarlos a diferentes problemas. Repito: hay incontables métodos, y algunos problemas exigirán la aplicación de métodos exclusivos.

Pero lo importante es que cada problema se debe encarar con la mayor cantidad posible de métodos. Seguramente ha empleado usted en uno u otro momento, en el curso de su proceso intelectual, casi todos los métodos que he sugerido hasta ahora. Pero de lo que se trata no es de que los haya utilizado alguna vez o de que no lo haya hecho nunca, sino de que no lo hizo con bastante frecuencia. Usted ignoraba cuál era el método que empleaba. Por tanto, solo lo aplicaba al azar. Lo usaba solo cuando daba con él por casualidad. Enunciar métodos implica fijar sobre ellos la atención del lector a fin de que los emplee exhaustiva, correcta y consecuentemente.

Hemos encarado la ciencia política desde casi todos sus ángulos. Hemos aplicado más de un método a varios otros problemas. Para clarificar, ejemplificar y destacar aún más este punto, mostraré cómo se aplica el método a otros contextos.

Supongamos que usted quiere inventar un sistema de taquigrafía y pretenda que sea lo más perfecto posible. ¿Cómo encarará el trabajo?

El primer paso consistirá en replantear el problema en las condiciones más provechosas. Usted desea crear ciertos caracteres o símbolos que: 1) se puedan escribir en el menor lapso posible; 2) sean fáciles de reconocer para usted u otras personas, aunque se los haya trazado al descuido, y 3) no sean tantos ni tan complejos que resulte difícil aprenderlos. Quizá resuelva que dichos símbolos deben reunir otros requisitos más. A continuación habrá de seleccionar los métodos que utilizará para resolver el problema. Supongamos que ha optado ya y que el primero de dichos métodos es el apriorístico. Quizá llegue a la conclusión de que es imposible contar con un símbolo particular para cada palabra y que es necesario disponer de algún tipo de alfabeto. ¿Este alfabeto se fundará en el que se usa para la escritura común? O sea, ¿habrá de limitarse a remplazar cada letra por otro símbolo más sencillo? ¿O acaso cada sonido debe estar representado por un símbolo diferente? ¿Podría contar con un símbolo elemental distinto para cada sílaba? Una vez elegida la base sobre la cual se asentarán sus símbolos o caracteres, sabrá por lo menos aproximadamente cuántos necesitará. Entonces el problema consistirá en crear los caracteres más sencillos que pueda imaginar, a fin de que la escritura sea muy veloz, conservando al mismo tiempo la mayor diferencia posible entre ellos a fin de que, si alguien los traza al descuido (como ocurrirá en un dictado rápido) sean también fáciles de reconocer. Podría usted hacer la prueba de escribir todos los símbolos más sencillos que se le ocurran. O podría preguntarse si hay tal vez alguna figura geométrica fundamental de la que puedan derivar los símbolos. O cabría también estudiar los movimientos más sencillos y fáciles de la mano y fundar en ellos sus caracteres.

Este método apriorístico es ideal para estimular el verdadero pensamiento. Por tanto, se lo debe emplear con preferencia a cualquier otro. No solo es el mejor para inducir a pensar profundamente, sino que no hay otro que reúna tantas probabilidades de obligar a pensar originalmente. Sin embargo, ya sea que este método culmine en el éxito o el fracaso, habrá de completárselo a continuación con otros.

Entre los más fructíferos de esos otros métodos cabe señalar el evolucionista. Este, naturalmente, abarcaría el estudio de la historia de la taquigrafía, la búsqueda de la dirección en que se ha orientado dicha técnica, y por tanto la anticipación relativa de su evolución futura. Puesto que este método es comparativo, habría que pasar lógicamente de su aplicación al cotejo entre los sistemas actuales de taquigrafía y a la evaluación de las ventajas y los inconvenientes de cada uno de ellos. A fin de realizar este estudio deberá contar necesariamente con algunos conocimientos acerca de la teoría de la taquigrafía, y en este sentido le resultará útil su experiencia con el método deductivo o apriorístico.

Aquí está implícito un método cuya naturaleza difiere de la de todos los que hemos estudiado hasta ahora, pero que presta inmensos servicios. Al pasar del método deductivo al estudio de los sistemas de taquigrafía que han ideado otros, tendrá usted oportunidad de comparar los resultados de su propia reflexión con los que obtuvieron los demás. Si no ha conseguido resolver el problema tan bien como lo hicieron otros, será hora de que se pregunte dónde y por qué fallaron sus propios razonamientos y su inteligencia. Si aplica este método a todos los problemas, o sea, si piensa por sí mismo antes de indagar lo que han pensado otros, no tardará en agilizar asombrosamente sus procesos intelectuales. Este método es aplicable a cualquier problema, desde la invención de una máquina de sumar hasta la investigación del motivo por el cual el plomero incluyó esa partida de 23,46 dólares en su factura.

Pero volvamos a la taquigrafía. Todavía nos quedan el método empírico y el experimental. En este caso particular la diferencia entre ambos solo sería de grados. Podríamos averiguar, por ejemplo, qué sistemas emplearon los taquígrafos más veloces, pero ello no bastaría para sacar una conclusión definitiva ya que tendríamos que contar con la aptitud natural y el lapso de capacitación de aquellos taquígrafos. A menudo es difícil decidir, con la sola ayuda de la observación visual, cuál de los rasgos o caracteres se puede escribir con mayor rapidez. Solo se los puede comprobar escribiéndolos centenares de veces y determinando el tiempo necesario para escribir una misma cantidad de rasgos diferentes. Claro está que este experimento puede ampliarse hasta el infinito.

Hasta aquí, a lo largo de mi disertación sobre el método, me he acercado peligrosamente a veces a la formulación de una hipótesis equivocada. He discurrido como si el individuo que estudia la ciencia política, la taquigrafía o cualquier otro asunto tuviera que enfrentar un solo problema. En la práctica tiene que habérselas con una multitud de ellos. No hay modo de determinar cuántos son, porque ningún problema digno de tal nombre es una unidad indivisible, sino que siempre es fraccionable en problemas menores. Toda la ciencia de la estética va implícita en la sencilla pregunta: «¿Qué es la belleza?», la ciencia de la ética consiste en explicar simplemente: «¿Cuál es la buena conducta?», y la metafísica se puede reducir al problema: «¿Qué es la realidad?». Pero cuando encaramos cualquiera de esos interrogantes lo fragmentamos instintivamente en problemas menores y más concretos, facilitando así su consideración, a la manera como un general trata de dividir las fuerzas enemigas a fin de poder aniquilarlas de una en una. Sucede a menudo, en efecto, que la sola división de un problema muy intrincado en problemas menores suministra su solución, porque al fin desembocamos en un problema que prácticamente se resuelve a sí mismo y que, según descubrimos, está comprendido en un problema más genérico cuya solución ya conocemos, o constituye una forma particular de él.

Un individuo se plantea la pregunta: «¿Cuál es la propia esfera de acción del gobierno?». Quizás empieza por analizar ciertas actividades específicas diversas que presuntamente podrían entrar en la esfera de interferencia gubernamental. Se pregunta, por ejemplo: «¿El gobierno debe inmiscuirse en la libertad de contratación?». Obsérvese que en este caso ha circunscripto temporalmente el problema: ha optado por fraccionarlo a fin de resolverlo por partes. Pero, aun cuando encare ese problema menor, probablemente tendrá que subdividirlo, y entonces tomará un ejemplo específico. Supongamos que un hombre trabaja a tanto la hora, y que en nueve horas de trabajo diario gana la suma mínima que necesita para sustentarse y mantener a su familia. ¿Sería prudente reducir la jomada de trabajo legal de ese hombre a ocho horas? La pregunta se contesta casi por sí sola y no hay necesidad de subdividirla. Naturalmente, la respuesta a ella no determina la respuesta a la pregunta primitiva, porque aún quedan otros aspectos que considerar.

A la verdad, el éxito de nuestro pensamiento dependerá en gran parte de la forma como dividamos los grandes problemas en problemas subalternos, así como de la índole exacta de esos problemas menores. Este proceso dependerá a su vez, hasta cierto punto, de nuestra propia sagacidad natural, y en parte también del azar. Es imposible fijar reglas estrictas. Solo cabe aconsejar que cuando un pensador desintegre y fraccione un problema, lo haga con la vista fija en la utilidad y solidez del proceso.

En un ensayo sobre Jeremy Bentham, John Stuart Mill destacó que el secreto del vigor y la originalidad intelectual de aquel estribaba en su método, que «podemos describir sucintamente como el método del detalle, del estudio de las totalidades mediante su división en partes, del estudio de las abstracciones mediante su trasformación en objetos tangibles… del estudio de las clases y generalidades mediante descomposición de ellas en los individuos que las integran, y como el método en virtud del cual se fragmenta cada problema en las piezas que lo integran antes de encarar su resolución». Bentham no fue el inventor absoluto del método, pero «cualquiera que fuese la originalidad de él, así como de los temas a los cuales lo aplicaba y la de la rigidez con que lo hacía, resultaba siempre el más eficaz posible».

El pensador sistemático presta atención a la forma en que organiza sus dificultades. Sabe que lo imprescindible es encarar determinados problemas antes que otros, y se ahorra desvelos y a veces errores encarándolos en ese orden. Antes de inquirir cómo debe curar el gobierno una lacra social dada, se pregunta si el Estado tiene el deber, o hasta el derecho, de ocuparse de ella. En otras palabras, antes de preguntarse lo que debe hacer el Estado en un caso particular, estudia cuál es la correcta esfera de acción del gobierno. Hay que admitir que muchas veces es imposible responder a la pregunta previa hasta después de encontrada la solución del problema. En el caso anterior, por ejemplo, sería difícil determinar cuál es la correcta esfera de acción del gobierno recurriendo a un método que no fuera aquel que analiza los casos particulares en que la interferencia estatal se sugiere por sí sola.

Ciertamente, la única forma de descubrir la mayor parte de los problemas implícitos en otro de mayor amplitud, es reflexionar profundamente al respecto. Marcha usted por el camino con su amigo el botánico y se detiene él a recoger lo que parece ser una flor silvestre. «Hum —murmura—, ¿cómo habrá llegado esta planta a esta región?». Aquello no constituye un problema para usted, ya que ignora la razón por la cual aquella flor particular no debería estar allí… y la gente da por sobrentendido todo lo que ignora. El conocimiento es el que plantea problemas, y el descubrimiento mismo de problemas implica progreso intelectual.

Cada vez que usted explore un tema, tome nota de todos los problemas, dificultades y objeciones que se le ocurran. Cuando llegue a lo que desde su punto de vista es una solución completa, verifique si en efecto aclara o no todas sus dudas.

He dicho que el método es imprescindible para pensar correctamente. He suministrado reglas y puesto ejemplos de pensamiento metódico. Pero no quiero crear una falsa impresión. Si un individuo no cuenta con los elementos interiores necesarios para resultar un buen pensador, será inútil que se equipe con métodos y más métodos: no por ello se convertirá en lo que no puede ser. Como hemos explicado, la mitad del proceso intelectual depende del afloramiento de sugerencias, pero este a su vez depende de la forma como las ideas se asocian en la mente de cada cual. Esa forma es, hasta cierto punto, producto de la educación, de toda la vida pasada y del ambiente en que se desarrolló el individuo, pero lo es mucho más aún de sus cualidades intelectuales innatas. Lo que puede hacer el método es avivar las asociaciones más provechosas de ideas que ya se encuentran en la mente. Por tanto, cuantos más métodos adoptemos y mayor sea el número de criterios que apliquemos a un problema, mayor será también la cantidad de soluciones que se nos ocurran.

Hay otra razón por la cual debemos contemplar la mayor cantidad posible de enfoques diferentes. En nuestro ejemplo, tomado del mundo animal, sobre la trasmisión genética de caracteres adquiridos, si hubiéramos estado seguros de que los resultados de nuestro razonamiento deductivo eran correctos, habría sido superfluo acudir a los experimentos. Pero cuando se utilizan varios métodos para resolver un problema, se pueden comparar los resultados respectivos. Si coinciden, habrá una fuerte presunción de que la solución es correcta. Sin embargo, si adoptamos muchos criterios diferentes y no permitimos que los resultados provenientes de un método influyan sobre los que se siguen del otro, es casi seguro que se registrarán diferencias. Ello querrá decir que nos habremos equivocado al aplicar uno o más métodos. ¿Cómo descubrir cuál de los métodos ha sido el erróneamente aplicado y cómo impediremos la aparición de semejantes errores?

He ahí el tema del próximo capítulo.