EL PENSAR COMO ARTE

Descubrí, aunque inconsciente e insensiblemente, que el placer de observar y razonar es mucho más sublime que el que suministran la práctica de un oficio o el deporte.

AUTOBIOGRAFÍA DE DARWIN

SABER es una cosa, actuar es otra. No es lo mismo conocer la ciencia que poseer el arte de pensar. Sin embargo, no dudo de que habrá lectores que, al terminar este libro, se conformarán con haber adquirido el conocimiento y pensarán que han extraído de él todo cuanto posee de utilizable. Lo dejarán sin más de lado y no volverán a pensar en él.

El defecto de tales lectores estriba en que esperan que la información se aplique por sí sola. Suponen que una vez provistos de un conocimiento actuarán en consecuencia. Pero es eso precisamente lo que no hace un ser humano normal.

El conocimiento solo se puede aplicar desplegando lo que al principio tiene que ser un esfuerzo consciente. Póngase mucha atención en esto. Habrá que romper los viejos hábitos establecidos. El hombre no actúa guiado por el conocimiento sino por la costumbre. Por ejemplo, es probable que aun después de reconocer que es necesario dedicar un poco de reflexión autónoma a un tema antes de estudiarlo, continuemos leyendo libros sin pensar de antemano en lo que va a constituir el tema de nuestras lecturas.

Tal vez algunos imaginen que no practicamos lo que aprendemos porque no lo recordamos. Se equivocan. Cuando estudié alemán, me resultó muy difícil entender cuáles eran las preposiciones que exigían el uso de los casos genitivo, dativo y acusativo. Por fin las aprendí todas por orden alfabético en sus respectivos grupos, y podía recitarlas a una velocidad que habría hecho enrojecer de envidia a cualquier alemán nativo. Pero lo malo era que cuando tenía que armar en la práctica una oración en cuyo enunciado entrara una de aquellas preposiciones, me olvidaba indefectiblemente de aplicar mis conocimientos. Para que lo hiciera era imprescindible que alguien me señalara antes mi error. Y aun entonces tenía que pensar largamente antes de encontrar el caso justo.

Pero aunque no es verdad que dejamos de aplicar los conocimientos solo porque no los recordamos, sí lo es que si no los practicamos es muy poco probable que los recordemos. El único sistema para recordarlos es el de repasarlos continuamente, porque los conocimientos desaprovechados tienden a borrarse de la mente. Cuando se aplica un conocimiento, no hay necesidad de recordarlo: la práctica crea hábitos y estos hacen que la memoria sea superflua. La regla es inútil si no se aplica.

Puesto que lo necesario es la práctica, es imprescindible que le dediquemos un poco de tiempo. Si no se fija usted un programa bien preciso, si no reserva, por ejemplo, media hora diaria para dedicarla exclusivamente a la reflexión pura y autónoma, probablemente renunciará por completo a la práctica. Media hora en un lapso de veinticuatro parece muy poco. Quizá le parezca fácil insertarla en su programa de actividades. Pero por mal que haya empleado hasta ahora su tiempo, siempre habrá hecho algo con él. Para introducir sus treinta minutos de reflexión tendrá que desechar algo que le había exigido habitualmente media hora de su jornada. No pretenda sumar sencillamente la reflexión a sus otras actividades. Tendrá que abreviar o eliminar una de ellas[25].

Es posible que juzgue que soy demasiado indulgente porque aconsejo solo media hora diaria. Hasta acaso llegue al extremo de decir que eso no basta. Quizá tenga razón. Pero deseo vehementemente que cumpla usted alguna de las exhortaciones de este libro. Y mucho me temo que si prescribiera más de media hora la mayor parte de mis lectores no titubearían en hacer caso omiso del consejo. Cuando consiga dedicar por lo menos media hora diaria durante todo un mes a la reflexión, quedará autorizado para prolongar el lapso si así lo desea. Pero es posible que si intenta abarcar demasiado desde el comienzo, termine por abandonar totalmente la prueba al encontrarla fastidiosa o impracticable. A todo lo largo de la redacción de este libro he tenido siempre fija la idea de que deseo que siga usted mis consejos. Por tanto, he dictado reglas que el hombre común está en condiciones de cumplir, que no obligan a practicar un ascetismo rígido y que el mismo autor ha venido observando en la práctica. Me halaga pensar que desde este punto de vista mi libro difiere de casi todos los que dan buenos consejos.

Sobre todo, exhorto al lector a que no caiga en un hábito muy difundido y que al mismo tiempo es muy perjudicial para el carácter: el de aprobar los consejos, pero no practicarlos. Usted debe analizar con espíritu crítico cada frase de este volumen. Cuando juzgue innecesario un consejo, o reciba la impresión de que su aplicación le exigirá sacrificios exagerados, o lo considere equivocado, márquelo. Y decida por sí mismo qué es lo que debe hacer. Pero cuando esté de acuerdo con uno de mis consejos, comprométase a cumplirlo. El hecho de que algunos consejos estén fuera de lugar no justifica el rechazo de los que no lo estén.

La mayor parte de las personas toman la decisión sincera de seguir los consejos, y a la verdad empiezan a cumplirlos, pero… tratan de hacerlo todo a la vez. El secreto de la práctica consiste en aprender concienzudamente una cosa por vez. Como ya dijimos, actuamos inducidos por la costumbre. Para vencer un viejo hábito o formar otro nuevo hay que poner toda la atención en el proceso. Pronto el nuevo acto exigirá cada vez menos empeño, hasta que finalmente lo ejecutaremos automáticamente, sin pensarlo; es decir, habremos forjado otro hábito. Después de lo cual podremos pasar a los siguientes.

Tomemos, a modo de ejemplo, los diferentes métodos para resolver los problemas que analizamos en el segundo capítulo. La mayoría de los lectores les echarán un vistazo y reconocerán que son muy útiles, pero lo más probable será que al tropezar con el máximo problema lo resuelvan sin ningún método o lo encaren desde un solo punto de vista.

La mejor y acaso la única forma de que el lector se acostumbre a utilizar habitualmente todos los métodos posibles, consistirá en tomar uno de esos métodos, por ejemplo el evolucionista, y aplicarlo, o tratar de aplicarlo, a toda una serie de problemas. Así descubrirá las posibilidades y limitaciones del método de que se trate. Otra alternativa podrá ser tomar un problema en particular y tratar de resolverlo mediante el empleo de todos los métodos posibles. Podrá perseverar en esta práctica hasta que el hábito de trabajar con método esté suficientemente arraigado en él y lo haga ya casi inconscientemente. La concentración, la lectura metódica y todos los demás hábitos que propugnamos en este libro deben asimilarse mediante el mismo esfuerzo consciente, afanoso, parcial, hasta que estén profundamente arraigados. La elección de los mejores métodos para adquirir cada hábito particular queda librada al ingenio y al gusto del lector.

Claro está que es posible ejecutar correctamente un trabajo, obedeciendo las reglas para su ejecución, sin conocer tales reglas. Si un individuo tiene mucho interés en un tema, propenderá a enfocarlo desde varios puntos de vista diferentes. Si vive buscando los errores y falacias de su propio pensamiento, se creará poco a poco su sistema lógico. Y esa lógica será concreta, no abstracta: estará insertada en el pensamiento concreto, será una parte integral de él, y el individuo reforzará constantemente la costumbre de aplicarla. Quizá su lógica sea tosca, comparada con la de los libros, pero no estará compuesta por simples reglas, de esas que se recitan, pero que casi nunca se aplican.

Lo mismo ocurre con la gramática. Volvamos a la experiencia del autor con el idioma alemán. Pocos alemanes nativos podrán recitar espontáneamente las preposiciones que rigen el genitivo, el dativo y el acusativo, aunque supieran el significado de tales términos. Pero, en su mayoría, sabrían emplear dichos casos correctamente y sin detenerse siquiera a pensarlo. El inglés o norteamericano culto se jacta de que si habla correctamente ello se debe a que ha estudiado gramática. No es así. Lo que ocurre es que imita inconscientemente el lenguaje de las personas con quienes alterna y de los libros que lee. Y es superfluo aclarar que las personas educadas suelen estar en contacto con otras personas educadas y con la buena literatura, lo cual no ocurre a los ignorantes.

Esas mismas influencias actúan sobre la mayor parte de nuestros procesos intelectuales. Los grandes pensadores antiguos no perfeccionaron sus facultades innatas mediante el estudio de las reglas del razonamiento, sino por medio de la lectura de las obras de otros grandes pensadores y la imitación inconsciente de su metodología y sensatez.

Recuérdese que las reglas han sido formuladas en función de aquello mismo que regulan. Son simples abstracciones de la práctica habitual correcta. Las reglas son necesarias porque enseñan en poco tiempo lo que sin ellas solo aprenderíamos al cabo de una larga experiencia o lo que quizá nunca descubriríamos por nosotros mismos. Nos ayudan a aprender bien desde el principio y nos libran de adquirir malos hábitos. El inconveniente de la imitación espontánea, consciente o inconsciente, está en que propendemos a imitar los defectos ajenos a una con las virtudes. Las reglas nos ayudan a discernir, sobre todo si hemos comprendido cabalmente las razones en que se fundan.

Pero no debemos contraponer la práctica a las reglas cual si fueran elementos antagónicos. El justo término medio está en una práctica fecunda escrupulosamente observante de las reglas. Tal vez se arguya que ello tiene sus límites y que hay un punto pasado el cual el hombre no puede continuar perfeccionándose. Admito que la práctica tiene sus límites y que tal vez exista efectivamente un punto pasado el cual el hombre no puede ya progresar. Pero nadie conoce esos límites, ni puede dictaminar por tanto cuándo se ha llegado a ese punto.

No hay dos individuos capaces de sacar idéntico provecho de la misma práctica. En igualdad de condiciones siempre habrá alguien que progresará más y con mayor rapidez que otro. Pero el más torpe podrá competir con el más veloz mediante la intensificación de la práctica. No repetiré aquí la fábula de la liebre y la tortuga. Sin embargo, cualquiera que haya descubierto una falla en su bagaje intelectual, cualquiera que se crea incapaz de concentrarse o que piense que posee mala memoria y que por tanto no podrá llegar a ser jamás un buen pensador, deberá hallar consuelo en las palabras de William James:

Sepa que nadie debe sentirse demasiado deprimido al descubrir que cualquiera de las facultades elementales de su intelecto está en déficit… La eficiencia intelectual total de un individuo es la resultante de todas sus aptitudes. El hombre es un ser tan complejo, que ninguna de ellas tiene prioridad absoluta. Y si a alguna de ellas la tuviera, lo más probable es que fuera la intensidad de su deseo y su pasión, la magnitud del interés que concentra en lo que se propone realizar. La concentración, la memoria, la capacidad de razonar, la inventiva, el refinamiento de todos sus sentidos, son facultades que se subordinan a las anteriormente indicadas. Por muy volátil que sea la índole de los otros campos de conciencia de un individuo, si tiene verdadero interés por un tema volverá constantemente a él de sus incesantes divagaciones, lo explorará mejor desde el principio hasta el fin, y le sacará más provecho que otros cuya atención sea más estable durante un lapso dado, pero cuya pasión por el tema sea más débil y efímera[26].