LA QUIEBRA DEL PENSAMIENTO

TODOS sabemos que en el mundo hay males que es necesario subsanar. Todos tenemos ideas muy categóricas acerca de la naturaleza de esos males. Pero la mayoría de nosotros opina que uno de ellos, en particular, se destaca vívidamente por encima de los demás. En verdad, algunos ven ese mal con tanta nitidez que olvidan todos los restantes, o los interpretan como consecuencias naturales de lo que a su juicio es el mal primigenio.

El socialista piensa que ese mal es el sistema capitalista; el partidario de la Ley Seca opina que es la intemperancia; la feminista asegura que es el sometimiento de las mujeres; el sacerdote conceptúa que es el debilitamiento de la religión; el pacifista cree que es la guerra; el republicano fanático, que es el Partido Demócrata, y así sucesivamente, hasta el infinito.

También yo tengo mi mal favorito, al que en los momentos de mayor vehemencia tiendo a atribuir todos los demás. Ese mal es la quiebra del pensamiento. Y cuando digo pensamiento me refiero al pensamiento real, autónomo, riguroso.

Usted protesta. Dice que hoy los hombres piensan más que nunca. Saca el anuario para demostrarme con estadísticas que el analfabetismo está en baja. Señala nuestras magníficas bibliotecas. Destaca la proliferación de libros. Demuestra, sin dejar asomo de duda, que actualmente se lee más que en cualquier otro momento de la historia.

Así es, en efecto. Pero ahí está precisamente el problema. La mayoría de la gente, cuando tropieza con un problema, experimenta en seguida el deseo irreprimible de «informarse» al respecto. Cuando esas personas se atascan mentalmente, lo primero que hacen es correr en busca de un libro. Confiéselo. Al ver en una sala de espera o en un vagón de ferrocarril que todos cuantos lo rodean están leyendo y que usted no tiene material de lectura, ¿no ha experimentado a menudo el deseo de tenerlo… es decir, de poseer algo en que «ocupar la mente»? ¿Y se le ocurrió alguna vez que usted posee la facultad de ocupar su mente y de hacerlo con mucho más provecho que el que sacan todos esos asiduos lectores? En síntesis, ¿alguna vez se le ocurrió a usted pensar?

Claro que usted ha «pensado»… en cierto sentido. Por pensar se entienden muchas cosas diferentes. Es posible que haya mirado por la ventanilla del tren al deslizarse a lo largo de un prado y que haya imaginado que aquel podría ser un campo excelente para jugar al béisbol. Entonces «pensó» en cuando usted jugaba al béisbol, quizá «pensó» en un determinado partido, «pensó» en cómo realizó una jugada espectacular o falló lamentablemente, y en cómo un día empezó a llover en medio del partido y el equipo se había tenido que refugiar en el cobertizo de los coches. Entonces «pensó» en otros días de lluvia que por una u otra razón se hicieron particularmente vividos, o quizá su mente pasó a considerar el estado del tiempo que imperaba en aquel momento y su probable duración… Y, claro está, en cierto sentido usted «pensaba». Pero cuando empleo yo la palabra pensar me refiero al pensamiento que se encamina hacia una meta, que persigue un fin, que trata de elucidar un problema. Me refiero a la forma de pensamiento que estamos obligados a practicar cuando decidimos el plan que adoptar, cuando elegimos tal vez el trabajo al que habremos de consagrarnos durante todo el resto de nuestra vida; al tipo de pensamiento que nos imponían en nuestra juventud cuando teníamos que resolver un problema matemático o cuando estudiábamos psicología en la universidad. No me refiero al «pensamiento» fragmentado, ni al hecho de sustentar opiniones minúsculas sobre esto o lo otro. Me refiero al pensamiento que encara problemas importantes ajenos al ámbito de nuestro estrecho bienestar personal. Esa es la forma de pensamiento que hoy es tan poco usual… ¡y que necesitamos desesperadamente!

Es cierto que antes de revivirlo, es imprescindible estimular el deseo de pensar. Hay que estimular el deseo de pensar por el mero placer de hacerlo, el afán de resolver problemas por el solo gusto de resolverlos. Pero no basta el solo deseo de pensar, cualesquiera que sean sus méritos. Tenemos que saber cómo pensar, y para ello debemos inquirir las reglas y la metodología que más nos ayuden a pensar de modo creador, original y, no lo olvidemos, seguro y correcto.

En lo que menos piensa el hombre, cuando piensa, es en sus propios pensamientos. Todo hombre sensato comprende que la perfección de un instrumento mecánico depende en gran parte de la perfección de las herramientas con que se lo ha confeccionado. Ningún carpintero pretendería obtener una tabla perfectamente lisa después de haberla cepillado con una garlopa mellada. Ningún fabricante de motores pretendería producir un buen equipo sin la ayuda de los mejores tornos disponibles. Ningún relojero tendría la pretensión de armar un cronómetro absolutamente exacto sin contar con las herramientas más delicadas y precisas para ajustar los engranajes y tornillos. Antes de fabricar un instrumento, todo especialista piensa en las herramientas con que habrá de producirlo. Pero los hombres reflexionan continuamente sobre los problemas más complejos y que para ellos tienen vital importancia, pretendiendo obtener soluciones satisfactorias sin detenerse a pensar siquiera en los recursos utilizables para ello; su propia mente, la herramienta por excelencia que habrá de darles esas soluciones. Este hecho bien merece la pena aunque no sea más que de una cierta reflexión sistemática.

He aquí algunos comentarios que Ella Wheeler Wilcox hizo a este respecto: «El pensamiento humano está todavía tan desordenado y embrollado como el lenguaje lo estaba antes de la aparición del alfabeto, la música antes del descubrimiento de la escala, la imprenta antes de Gutenberg, o la matemática antes de que Pitágoras formulara sus leyes», «La sistematización del pensamiento», agrega, implicaría «un progreso mayor que todos los otros, porque haría por la educación, la sanidad, la economía, el gobierno, etcétera, lo que el alfabeto hizo para el lenguaje, los tipos movibles para la imprenta y la literatura, la escala para la música y las reglas aritméticas para el cálculo. Puesto que en su terreno específico es el equivalente exacto de todos esos elementos, conseguiría, como ellos, poner orden en el caos».

Pienso que Ella Wheeler Wilcox exageraba. Digamos al pasar que no pretendo haber descubierto nada nuevo. Pero la importancia del tema justifica la enunciación en los términos más científicos posibles.

Ruego al lector que no se asuste. La ciencia no exige necesariamente tubos de ensayo y telescopios. Hablo de la ciencia en su acepción más amplia, que es ni más ni menos que la que la presenta como simple conocimiento organizado. Si queremos descubrir reglas y métodos de procedimiento, tienen que emanar de alguna fuente, deben asentarse sobre determinados principios, y estos solo pueden detectarse mediante la investigación atenta y sistemática.

En verdad, se puede argüir que se piensa mejor cuando se desechan todas las «reglas», cuando no se presta atención al método. Pero quien sustenta semejante criterio se ve forzado a dar razones, y apenas intenta hacerlo linda peligrosamente con la ciencia respectiva. En síntesis, hasta la elucidación de este problema forma parte de la ciencia del pensar.

¿Y cuál ha de ser la naturaleza de esta ciencia?

Para nuestros fines, las ciencias se pueden dividir en dos categorías: positivas y normativas. La ciencia positiva investiga la naturaleza de las cosas en su realidad, tal como son. Se ocupa solo de cuestiones objetivas. La física, la química, la psicología, son ciencias de esta índole. La ciencia normativa estudia las cosas tal como deben ser. Según lo indica su nombre, procura fijar una norma o pauta a la que debemos atenernos. Estudia los medios idóneos para conquistar los fines deseados. La ética, la educación, la agronomía, son ciencias de esta clase.

Con excepción de la ética, las ciencias normativas reciben casi siempre el nombre de «artes» o «ciencias aplicadas». Yo impugno técnica, pero vigorosamente, ambos términos. El de «arte» no sirve para designar un código de reglas organizadas para la ejecución de algo, toda vez que por «arte» también se entiende la ejecución práctica de ese algo. Y dicha ejecución se puede consumar, y se lo hace a menudo, sin conocimiento alguno de las reglas que la gobiernan. Es posible que un individuo domine el arte de la natación, o sea, que sepa nadar, sin ninguna instrucción previa, sin ningún conocimiento de la forma en que debe colocar el cuerpo, los brazos y las piernas: fenómeno este que también puede darse en un perro.

Censuro asimismo el empleo de la expresión «ciencia aplicada» porque a mi juicio da a entender que la ciencia a la cual se refiere descansa sobre una sola ciencia positiva. Por lo que sé, esto no se da en ninguna de las presuntas ciencias aplicadas. La higiene no depende solo de la fisiología, sino que tiene que extraer algunas de sus reglas de la química de los alimentos, así como de las ciencias de la sanidad y la ventilación, que a su vez son normativas. La agronomía se asienta no solo sobre la biología y la botánica, sino también en la química y la meteorología.

La ciencia del pensar será, pues, si existe, una ciencia normativa. Su objetivo es descubrir aquellos métodos que nos ayuden a pensar constructiva y correctamente.

Haremos una última distinción, para terminar con los prolegómenos. Hay otras dos ciencias con las cuales se puede confundir la ciencia del pensar: positiva una y normativa la otra.

La positiva es aquella rama de la psicología que se ocupa del raciocinio y examina las bases de la certeza. Al inquirir las reglas del pensar acudimos a menudo a esta ciencia, pero no será ella la única que utilizaremos ni tampoco constituirá el tema central de este libro.

La ciencia normativa con la cual puede confundirse la ciencia del pensar es la lógica. De hecho, en no pocas oportunidades se ha definido a la lógica como la ciencia del pensar. Para los fines que aquí nos proponemos la lógica forma en efecto parte de la ciencia del pensar, pero no será ella la parte que encaremos principalmente. Su función primordial es negativa: apartarnos del error. La parte de la ciencia del pensar que a nosotros nos interesa es la que expone las reglas positivas que nos ayuden a convertirnos en pensadores creativos…

Nuestra nave enfila hacia el puerto de la Verdad. Nuestra mente es el motor, la ciencia del pensar es la hélice y la lógica, el timón. Sin nuestro motor, o sea la mente, la hélice de la ciencia del pensar, que trasforma eficazmente nuestra energía mental en movimiento, no serviría para nada. Sin la hélice, que suministra movimiento, el timón de la lógica sería inútil. Necesitamos de las tres para llegar a destino.

Y ahora me veo precisado a pedir un poco de paciencia. Los dos primeros capítulos dedicarán mucho espacio al método y los métodos. Hablarán de la clasificación y de muchos otros temas que fastidian al hombre común o que, por lo menos, no cautivan su interés. Pero es necesario aclarar y fijar bien esas cuestiones para que nuestro estudio sea completo.