La maleta está sobre la mesa de la cocina: una caja rectangular de aglomerado, forrada de tela verde, con refuerzos oxidados en las esquinas.
Mis ropas soviéticas yacen a su alrededor. El viejo traje cruzado, con pantalones anchos. Una camisa de popelín, de color pálido. Zapatos bajos, con forma de barcas. Una chaqueta de terciopelo, que todavía apesta al tabaco de otra persona. Un gorro de invierno, de piel de foca. Calcetines de crespón con destellos eléctricos. Guantes muy útiles cuando tienes que cortarle el pelo a un hambriento perro pastor de Terranova. Un cinturón con una hebilla gruesa, un poco más grande que la cicatriz que tengo en la frente.
Entonces, ¿qué había adquirido durante todos aquellos años en mi patria? ¿Qué había ganado? ¿Aquel montón de basura? ¿Una maleta de recuerdos?…
Llevo diez años viviendo en Estados Unidos. Tengo vaqueros, mocasines, zapatos deportivos, camisetas de camuflaje de Banana Republic. Ropa de sobra.
Pero el viaje no ha terminado. Y al final del tiempo que me ha sido asignado, compareceré ante otra puerta. Y llevaré en la mano una maleta estadounidense barata. Y oiré que me dicen: —¿Qué ha traído consigo?
—Aquí lo tiene —diré—, échele un vistazo.
Y también diré:
—Existe una razón para que cada libro, hasta los que no son muy serios, tenga la forma de una maleta.
FIN